24 diciembre 1973

El sector duro del régimen le considera demasiado próximo a la oposición

Abucheos al obispo Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal, en el entierro del Almirante Carrero Blanco

Hechos

El entierro, con marcha fúnebre, del asesinado Almirante D. Luis Carrero Blanco, sectores de la multitud increparon al Cardenal Arzobispo de Madrid Monseñor D. Vicente Enrique Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal española.

26 Julio 1977

¿Una Iglesia para la democracia?

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián Echarri)

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LA PREGUNTA por el papel o modo de presencia de la Iglesia en una democracia puede parecer gratuita y sofisticada: hay muchos regímenes democráticos y la Iglesia pervive en ellos tranquilamente sin apenas roces o con los únicos inevitables roces de toda convivencia. Desde el ralliement o acercamiento al régimen republicano-democrático por parte de León XIII, puede decirse que queda liquidada la vieja oposición de la Iglesia a los regímenes socio-políticos nacidos de la revolución de 1789. Más tarde, el régimen democrático sería incluso magnificado no sólo como el régimen político más acorde con los principios cristianos, sino como una traducción política de los mismos: las tesis de Maritain o de Dom Sturzo inspiraron así los consabidos movimientos democristianos. Desde luego, no puede ocultarse que todavía a estas alturas y en este clima la Iglesia o parte de ella tuvo sus complacencias con regímenes autoritarios o dictatoriales como el fascismo de Mussolini, pero también otros muchos católicos lucharon contra ellos, y las cosas han cambiado hoy bastante: tras el Vaticano II la iglesia se ha hecho la campeona en muchos países de los derechos humanos y de las libertades públicas.

En nuestro país se ha reflejado toda esta aventura del catolicismo contemporáneo, pero una cosa parece evidente: esta Iglesia española no ha vivido jamás en un régimen de democracia y en una sociedad moderna pluralista y secular. Durante la monarquía liberal, España continuó siendo en realidad una cristiandad y la sociedad secular y pluralista sólo hizo esporádicas y siempre conflictivas apariciones, casi siempre aplastadas o ahogadas por la presión socio-política de la cristiandad. Durante el período republicano, sólo se pudo asistir a una especie de lucha entre dos confesionalismos: el católico, que trataba aún de prolongar el régimen de cristiandad, y el confesionalismo laico, no menos agresivo y doctrinario. Las excepciones a esta regla y los esfuerzos de uno y otro lado para insertara la Iglesia en un Estado laico y una sociedad moderna fueron estrepitosamente fallidos. Así que en realidad la sociedad y el Estado españoles democráticos y pluralistas, y la Iglesia española tienen que inventar ahora su convivencia en la nueva situación.

La memoria histórica del pasado no debe darse de lado, siquiera para no repetir ese pasado. Han de aprovecharse además toda la voluntad de entendimiento y la transformación de las circunstancias objetivas: muerte del anticlericalismo decimonónico, y aceptación por parte de la Iglesia de la laicidad del Estado. Pero la tarea no va a ser fácil, porque una sociedad secular y un Estado laico su ponen entre otras cosas la pérdida de la relevancia histórica de la Iglesia en un país que es todavía culturalmente católico, en el que el catolicismo está asociado íntimamente al ser mismo de la españolidad. No será fácil deshacer la secular ecuación Iglesia = Estado y católico = español, a pesar de todas las secularidades; y, sin embargo, eso tiene que ocurrir cuanto antes para no asentar una democracia sobre un trágico malentendido.

Por lo demás, el papel o presencia de la Iglesia —de cualquier Iglesia— en una democracia es muy simple: el libre ejercicio de transmisión de su fe, de educación en la misma y de culto e incluso el ejercicio de la crítica en torno a problemas humanos o socio-políticos que necesariamente poseen una dimensión ética y a los ojos de los creyentes un contraste con sus posiciones ideológicas. Respecto a la Iglesia católica, «el Estado si es inteligente —comenta Karl Barth— no esperará ni exigirá de ella, en definitiva, otra cosa que esto, porque en ello está contenido todo lo que ella puede hacer por él, así como todo aquel compromiso político de sus miembros». Ni la Iglesia puede esperar que el Estado haga por ella otra cosa que ofrecerla esa libertad. Si las esperanzas y pretensiones van más allá de estos límites puede decirse, en verdad, que sólo se está ensayando el regresar a la vieja teocracia. Y esas esperanzas y pretensiones van más allá, cuando se espera una Iglesia «para la democracia» o un Estado que facilite algún privilegio a los cristianos, Por muy mayoritarios que sean y quieran hacer valer esa condición mayoritaria, bien sea en la enseñanza, en leyes familiares, en consideración social, etcétera.