22 julio 1992

El Tribunal Supremo le condena seis años de prisión por ayudar a esconderse a un asesino después de que este hubiera matado a tres personas

Condenado por ayudar a ETA el sacerdote José Ramón Treviño, arcipreste de Irún: refugió en su Iglesia a Iñaki Rekarte tras asesinar a tres personas

Hechos

  • El 28.03.1992 fue detenido José Ramón Treviño.
  • El 22.07.1992 se hizo pública la condena por parte de la Audiencia Nacional a tres años de prisión a José Ramón Treviño por el delito de colaboración con la banda armada.

29 Marzo 1992

El arcipreste

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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EL ARCIPRESTE de Irún, detenido bajo la acusación de haber dado cobijo a dos activistas de ETA que acababan de asesinar a tres personas, no es un cura de aldea, sino una autoridad eclesiástica de la diócesis de San Sebastián. La justicia habrá de sopesar en su día las circunstancias del hecho por el que ha sido detenido, pero siempre de acuerdo con la ley civil, no con interpretaciones de las bienaventuranzas u otros textos bíblicos. Sin salirse de los límites de una moral laica, podrá tal vez alegarse que no es lo mismo prestar colaboración para cometer un crimen que ayudar a escapar al criminal cuando el mal por él causado ya no tiene remedio; pero también cabe argumentar que colaborar en la huida de quien se dedica a matar implica consentir con la realización probable de nuevos asesinatos por parte de esa persona.Tal vez a un sacerdote puedan aplicársele las mismas atenuantes que se reconocerían al familiar que no entrega a su pariente a la policía; pero entre denunciar al que huye y darle cobijo caben seguramente otras alternativas. En fin, el hecho de que el arcipreste haya reconocido haber dado protección hace años a otro activista es un dato que habrá de ser investigado para dilucidar el carácter accidental o no del episodio por el que ahora se le acusa de colaboración con banda armada.

La circunstancia de que el sacerdote comunicara lo ocurrido al vicario de la diócesis, tal vez buscando cobertura moral ante un hecho cuya gravedad no podía ignorar, puede ilustrar sobre la psicología del arcipreste, pero ni agrava ni disculpa su responsabilidad. Por ello mismo, tampoco extiende la presunta culpabilidad a otras personas: parece poco razonable considerar al vicario y, si éste lo comunicó a su superior, también al obispo corresponsables de esa colaboración con banda armada por el hecho de no haber llamado a jefatura para denunciar a su subordinado. Mientras los jueces no se pronuncien, dar por sentada esa implicación, acreditando la idea de que las dos autoridades máximas de la Iglesia en Guipúzcoa son colaboradores de ETA, sonará tan bien a los oídos de los terroristas como a otras personas amantes de las emociones fuertes. Pero no corresponde a la realidad.

Esa afición a lo apocalíptico está oscureciendo el verdadero papel de la Iglesia vasca en relación al terrorismo. No es cierto que esa institución no condene la violencia. La condena tanto como suelen hacerlo los políticos nacionalistas. Pero ni un milímetro más.

El reproche que podría hacerse a los obispos vascos no es el de apoyar a ETA, cuyos atentados siempre han rechazado, sino de falta de valor para ir algo más allá del consenso establecido entre sus feligreses respecto a los términos en que ha de producirse esa condena: unos términos que permitieran interpretaciones de la violencia de ETA como respuesta (equivocada en los medios) a una tal violencia institucional y a ciertos vicios de origen de la democracia española (que sobreviven a más de una docena de elecciones).

Es cierto que se ha producido una cierta evolución entre las pastorales de fines de los setenta -que trivializaban el terrorismo hablando de la «invasión de la pornografía» como una de las causas del clima de violencia- y las más recientes. Pero todavía en junio del año pasado, con motivo de las muertes de los activistas que habían provocado la matanza del cuartel de Vic, el obispo de San Sebastián advertía que «una cosa es la condena clara de la violencia de ETA y otra distinta si esa condena implica el desconocimiento de una problemática política». En otro escrito más reciente se establecía una simetría entre los que «aceptan la legitimidad de las instituciones» y quienes las rechazan por considerarlas «viciadas de origen», propugnándose una convergencia entre ambos campos. Por ello, sería faltar a la verdad ignorar que la voluntad de no ofender a nadie se traduce con frecuencia en ofensas a las víctimas: difícilmente podrían entender éstas el contraste entre la sensibilidad con que se someten a escrutinio los posibles motivos de los violentos y, por ejemplo, la inasistencia sistemática de los pastores a los funerales por los policías y guardias civiles asesinados en tierra vasca.

22 Julio 1992

La ley y la moral

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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La condena de tres años impuesta por la Audiencia Nacional al arcipreste de Irún, José Ramón Treviño, podrá parecer benigna a unos y rigurosa a otros. Más apropiado sería, en todo caso, calificarla de equilibrada deacuerdo con los hechos probados -dar cobijo y ayuda a dos terroristas de ETA que acababan de cometer un atentado, con tres víctimas mortales, en Santander-, las circunstancias materiales y personales concurrentes en el caso y la ley aplicable al mismo. Efectivamente, la sentencia valora como una atenuante -una especie de estado de necesidad por motivos de conciencia- los vínculos personales establecidos a causa de su dedicación sacerdotal entre el inculpado y uno de los terroristas a los que acoge. Con ello aminora la pena que le correspondería: entre seis años y un día y 12 años de cárcel.Ello hace que sea verdaderamente difícil tomar como pretexto la condena para no acatar la resolución del tribunal. Salvo que se pretenda analizarla o valorarla desde presupuestos ideológicos o morales ajenos a la ley civil y a la función jurisdiccional que corresponde en exclusiva a los tribunales del Estado. Otra cosa es que sea impugnable ante las instancias judiciales superiores si las partes implicadas en el proceso o alcuna de ellas no se hallan conformes con la sentencia pronunciada.

El proceso contra el arcipreste de Irún, resulelto en apenas cuatro meses, ha estado ciertamente condicionado por el estado sacerdotal del inculpado. En el exterior del tribunal, ello ha sido incuestionable, y se ha hecho todo lo posible para que, de igual modo, lo fuera en su interior. De otro lado, la naturaleza de los hechos imputados también ha contribuido al intento de trasladar al proceso toda la crispación social acumulada ante el acoso terrorista. Y ello se ha producido en tal grado que el presidente del tribunal se ha considerado «inquietado» por alguno de estos hechos, denunciándolos ante el Consejo General del Poder Judicial como «un posible atentado a la independencia judicial»

22 Julio 1992

Treviño: la verdad probada

ABC (Director: Luis María Anson)

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A tres año de prisión mayor – la mitad de la petición fiscal – ha sido condenado José Ramón Treviño, el arcipreste de Irún, por la Sección Segunda de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional por el delito de colaboración con banda armada.

La sentencia declara probado que el arcipreste dio cobijo a los etarras en fuga sabedor de su condición terrorista y de la personal implicación de Recarte en la comisión de, al menos, un atentado con resultado de muerte.

La benignidad de la pena se explica porque la Sala ha estimado – con una construcción conceptual si no artificiosa sí, ciertamente, inédita – la atenuante de un estado de necesidad, resultante del conflicto de conciencia que pudo haber embargado el ánimo de Treviño entre el deber legal de cooperación con la Justicia y lo que él estimó un deber moral afectivo, respecto de la persona de Recarte, con la que estaba amistosamente vinculada de antiguo.

Es muy de subrayar que la sentencia no valore en cambio la condición de sacerdote del condenado, lo que excluye las coartas pseudopastorales que en algún momento se invocaron y que, desarrolladas en sus consecuencias implícitas nos retrotraerían a concepciones arcaizantes del refugio en sagrado o de fueros personales, poco conciliables con la exigencia constitucional de la igualdad ante la ley.

Sin el menor ánimo vindicativo, estimamos que, tanto la pena como la inusual inmediatez entre la comisión del delito y la sentencia, entrañan un alto valor ejemplarizante y sitúan la conducta de Treviño fuera de cualquier exégesis apologética, en el lugar que le corresponde a los ojos del ordenamiento jurídico: el de un convicto por colaboración con banda armada.

La sentencia ha rechazado también, por la ausencia de cualquier indicio objetivo que la justificase, la inverosímil línea de defensa ensayada por el arcipreste de atribuir a quiméricos malos tratos su confesión inicial. A la prudencia política de los responsables de la Guardia Civil queda confiada ahora la decisión de interponer o no contra el arcipreste una querella por calumnias contra tan maliciosas como gratuitas imputaciones. Es posible que, por no servir la estrategia del escándalo tan cuidadosamente perfilada por HB, el Ministerio del Interior opte por dejar las cosas como están. Pero, reiteramos, como están es exactamente con la solemnidad de un pronunciamiento judicial que califica como verdaderamente impensable una tergiversación policial o sumarial de las palabras del arcipreste.

Como ha subrayado la acusación particular de la Asociación Víctimas del Terrorismo es paradójico que Treviño, pretendiese desconocer la filiación etarra de los fugitivos y considerase al mismo tiempo que era su deber moral preservarlos de la acción de la Justicia. Con el ánimo piadoso a que invita su situación penitenciaria, no cabe omitir que Treviño, al dato probado de su condición de colaborador ocasional con ETA, ha añadido una sinuosa trayectoria de rectificaciones y contradicciones que componen una figura escasamente gallarda: poco propicia para construir sobre ella un «martirologio» nada convincente.