31 agosto 2006

La izquierda realiza una tímida defensa, mientras la derecha se ceba contra él

Conmoción en Alemania: el escritor progresista Günter Grass, nobel de Literatura, reconoce que fue miembro de las SS nazis

Hechos

En agosto de 2006, Günter Grass reconoció haber ingresado a los 17 años en las Waffen-SS.

12 Agosto 2006

Günter Grass sirvió en las SS

Juan Cruz

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Nunca lo ha ocultado, pero ahora hay algo nuevo. Günter Grass tenía 15 años cuando el ejército de Hitler lo llamó a filas; según parece, ahora hay un dato que no se conocía y que el escritor revela en una entrevista que ha concedido al Frankfurter Algemeine Zeitung y que se publica hoy. Aparentemente, el autor de Mi siglo, premio Nobel de Literatura de 1999 y nacido en Danzig (ahora Gdansk, Polonia) en 1927, explica, según un despacho de Efe, que «sirvió en las Waffen-SS, cuerpo de élite y brazo de combate de las SS».

Grass, de 78 años, habló con EL PAIS ayer desde Dinamarca, donde descansa, a la espera de que a fines de este mes aparezca el libro en el que cuenta ese episodio, entre otros, de su amplia autobiografía. La novela se titula Pelando la cebolla, y la corrigió la primavera pasada mientras pasaba, con su mujer, Ute, una temporada en España.Günter Grass nunca ocultó su permanencia en las filas hitlerianas; ayer mismo explicó que entonces él tenía 15 años, y era muy difícil no atender entonces a la obligatoriedad de ese concurso militar para un adolescente de esa edad. Siempre dijo, y ahora lo reitera, que jamás disparó un arma; toda su obra -desdeEl tambor de hojalata- ha sido, simbólica y directamente, de repudio a la figura de Hitler y a la actuación que llevó a éste a destrozar la vida de millones de personas, en Alemania y fuera de Alemania. El autor de El tambor de hojalata indicó ayer, hablando desde Dinamarca, que el episodio en el que se refiere a esa parte de su juventud «ocupa una mínima parte del libro».

La implicación de Grass en las Juventudes Hitlerianas y en el ejército era conocida porque él mismo la ha revelado varias veces; el nuevo matiz es que formó parte de las Waffen-SS poco antes del final de la guerra mundial. [Las Waffen-SS estaban bajo la dirección de Heinrich Himmler y fueron creadas como unidad de protección del partido nazi, y se convirtieron luego en cuerpo paramilitar de combate y fueron especialmente activas en la perpetración del Holocausto, resume Efe].

En las biografías de Grass se sabía que había formado parte de las filas del ejército hitleriano como auxiliar de artillería. Grass ha puesto énfasis en el carácter no voluntario de su adscripción al ejército y ha explicado reiteradamente que «sólo tenía 15 años» cuando estos hechos tuvieron lugar.

Esas mismas biografías recuerdan que Grass sirvió en las filas del ejército alemán como artillero de tanques; fue herido y capturado por fuerzas norteamericanas, que luego le liberaron. Trabajó en las mismas, estudió arte en Düsseldorf y Berlín, y en los años cincuenta se fue a vivir a París, donde escribió El tambor de hojalata, un éxito mundial. Fue El tambor de hojalata -la historia de un niño, Oskar, que se niega a crecer y que tiene una facultad extraordinaria: su voz destroza objetos, es ensordecedora- una metáfora contra el nazismo, que después ha sidoleitmotiv de toda su obra.

Gran parte de la obra narrativa de Grass, que también es dramaturgo, poeta, escultor y pintor, tiene carácter autobiográfico, o al menos se basa en su propia biografía. Uno de los breves capítulos de Mi siglo, en la que recorre lo que fue su vida hasta los 75 años (en octubre de 2007 cumple 80), recuerda la tragedia de Guernica, causada en la guerra civil española por la aviación alemana aliada con Franco.

En su reciente visita a España, donde corrigió precisamente el libro que ahora va a aparecer, Grass recordó aquella tragedia, a partir del cuadro de Pablo Picasso que vio en el Museo del Prado. «Pocas veces como en el Guernica se ha logrado en la pintura concentrar en una sola imagen el terror y el horror que uno puede sentir en la guerra», nos dijo.

«En mi memoria de esas imágenes yo recuerdo Los horrores de la guerra,de Goya, cuando entraron en España las tropas napoleónicas… Los métodos de matar cambian, pero el terror que padece la población civil sigue siendo el mismo; ahora ese terror se plasma en una guerra absurda como la de Irak, y uno siente ante ese cuadro el horror del mundo que sufre sin tener nada que ver con el origen de los conflictos».

En esa misma ocasión, Grass explicaba que «se tarda en escribir del horror que se ha vivido», y eso pasa en su propia literatura, decía, y en la literatura española. «Yo mismo he escrito de la guerra, en El tambor de hojalata, en El gato y el ratón, pero lo he hecho más tarde, con cierta distancia…» Como ahora.

Desde la unificación alemana, el escritor ha expresado su deseo de que se conozca «toda la historia» y ha señalado que con respecto a su país y con respecto al mundo «la verdad está malherida». Cuando se produjo la unificación alemana, Grass se opuso a la manera en que ésta se ejecutó y declaró (a la revista Paris Review): «No, yo no quiero subirme a un tren que nadie gobierna y que no responde a las señales de advertencia. Me he quedado de pie en el andén».

Grass fue uno de los principales apoyos de Billy Brandt, el líder socialdemócrata alemán, a quien ayudó en sus tareas electorales, y con él vino a España a apoyar al Partido Socialista cuando comenzaba la transición.

Cuando le llamamos ayer, a Dinamarca, Grass se sorprendió de que el episodio del que habló, relacionado con su pasado en el ejército nazi, armara este revuelo. «Tenía quince años, es tan solo una breve referencia en este libro. Esperen a leer el libro».

14 Agosto 2006

El corazón de las tinieblas

Juan Manuel de Prada

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Cuando ya está a punto de cumplir los ochenta años -¡a buenas horas, mangas verdes!-, el escritor alemán Günter Grass reconoce que militó en las Waffen-SS, auténtico ejército paralelo surgido en el seno de la organización nazi, fundado por el propio Heinrich Himmler, líder de las SS, la guardia pretoriana de Hitler. Conviene especificar que las Waffen-SS, que llegaron a aglutinar una fuerza de más de novecientos mil hombres, agrupados en treinta y ocho divisiones de combate, fueron condenadas, durante el proceso de Nuremberg, como integrantes de una organización criminal, por su vinculación directa con el Partido Nacional-Socialista. En las actas de dicho proceso, podemos leer que «las SS fueron usadas para propósitos criminales, incluyendo la persecución y el exterminio de judíos, brutalidades y asesinatos en campos de concentración, excesos en la administración de los territorios ocupados y el maltrato y asesinato de prisioneros de guerra». De dicha condena colectiva sólo se salvaron los soldados rasos.
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De este modo, los veteranos de las Waffen-SS no pudieron acceder a los derechos que, tras la rendición incondicional del Tercer Reich, se les reconocieron a otros combatientes alemanes que habían servido en las filas de la Wehrmacht, la Luftwaffe o la Kriegsmarine. Digamos que, para ser reclutado por el ejército alemán, bastaba con haber alcanzado una determinada edad (que se fue rebajando, a medida que las carnicerías en el frente del Este aumentaban y la defensa de una Alemania agónica se hacía más perentoria); para ingresar en las Waffen-SS, en cambio, se precisaba aportar una declaración de fe nacional-socialista. El ingreso en dicho cuerpo requería una severísima instrucción previa que incluía el adoctrinamiento político; quienes presentaban solicitud no eran exactamente «voluntarios», sino más bien nazis convencidos y confesos. En honor a la verdad, debemos añadir que, durante los años finales, cuando la necesidad de reemplazos era más imperiosa, el ingreso en las Waffen-SS se relajó notoriamente, e incluso se generalizó el reclutamiento forzoso.
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Seguramente, la incorporación del joven Grass no exigió especiales muestras de adhesión al régimen que caminaba a marchas forzadas hacia su desmoronamiento.
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En la entrevista publicada por el «Frankfurter Allgemeine Zeitung», Grass afirma que a los quince años había intentado sin éxito enrolarse en un submarino, pero que por su corta edad fue rechazado; dos años más tarde, sería llamado a filas e inscrito en la Décima División Armada «Frundberg», con sede en Dresde, la ciudad salvajemente bombardeada por la aviación aliada. Grass aduce que se ofreció voluntario para «salir del confinamiento que sentía como adolescente en casa de sus padres». Podemos aceptarlo, haciendo un esfuerzo de credulidad; más inverosímil resulta su siguiente afirmación: «Sólo cuando llegué a Dresde me di cuenta de que estaba en las Waffen-SS». Quizá un descargo de conciencia tan poco convincente se explique si recordamos que, por aquellas fechas -finales de 1944-, era vox populi que los Waffen-SS habían participado en masacres y perpetrado todo tipo de atrocidades en los campos de exterminio.
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Por supuesto, no estamos insinuando que Grass sea un criminal (ni siquiera para el criterio de Nuremberg, a fin de cuentas era soldado raso). Pero esta confesión tardía de su pertenencia al cuerpo más temible y desalmado del ejército alemán exhala el inequívoco tufillo de la chamusquina. Sobre todo si consideramos que Grass ha fundado en buena medida su reconocimiento literario sobre su condición de sermoneador moral y «conciencia crítica de Occidente». Grass viajó al corazón de las tinieblas; y durante sesenta años nos lo ha ocultado. La impostura siempre ha sido el género literario predilecto de ciertos santones de la izquierda.

14 Agosto 2006

Memoria de hojalata

Ignacio Camacho

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El mayor riesgo de la memoria histórica es que la carga el diablo. En el armario del tiempo, en las fosas del recuerdo, espera a veces una amarga sorpresa. Mucha gente que ha empezado a cavar en el jardín de su identidad familiar o colectiva se ha acabado llevando sobresaltos ciertamente desagradables, porque la Historia no es siempre como nos la han contado ni como creemos merecerla, y hay ocasiones en que uno busca el rastro de un heroísmo y halla el de una infamia. Costa Gavras hizo una gran película -«La caja de música»- sobre la ambigua zozobra moral de esa clase de viajes por el túnel del tiempo. Y Günter Grass acaba de destripar el íntimo y abrumado secreto de su propio tambor de hojalata, que era, efectivamente, de hojalata moral: fue un joven nazi. Y no un nazi cualquiera: de las SS.
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El aldabonazo de Grass, brillante conciencia crítica del siglo XX alemán, ha dejado un poco huérfana y perpleja a la izquierda europea, que de repente ha encontrado un notable agujero de honestidad en la peana de uno de sus más sólidos mitos. Porque incluso desde la más amplia benevolencia retrospectiva, lo mínimo que se pregunta cualquier espíritu capaz de pensar por su cuenta es por qué ha tardado tanto el novelista en abrir el pesado armario de esta confesión espeluznante. Y resulta difícil no pensar en dos potentes razones, ambas de escasa ejemplaridad: una, que de cantar antes la gallina se habría quedado con toda probabilidad sin premio Nobel, y la otra, que esta revelación casi póstuma se produce en el marco de la promoción de su inmediata autobiografía, «Pelando la cebolla».
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El pecado juvenil de Grass no es venial, y sólo la conciencia colectiva de su país, herida profundamente por el drama del Holocausto, podrá decidir si tiene o no perdón; si no fuese un icono de la izquierda, ya estaría lapidado por el rasero implacable de la propaganda. Tampoco resta un ápice de calidad a su formidable obra literaria, pero desde luego sí relativiza en gran medida el rigor ético de sus juicios históricos. Sobre todo, por la ocultación, imposible de no relacionar con su larga expectativa del Nobel. Un truco doloroso si se piensa en el largo elenco de figuras -Borges quizá sería la más llamativa- despreciadas por la Academia de Estocolmo por su tenaz incorrección política.
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Lo que el joven adolescente Grass hizo o dejó de hacer a los 17 años bajo el uniforme pardo es cosa que le compete a él y a su conciencia; probablemente, el tiempo y la Historia hayan corrido ya de sobra ese telón si no mediaron actos criminales en el libreto de su escaso papel al servicio de la locura hitleriana. Pero es el silencio de seis décadas, voluntario y en cierto modo culpable, lo que chirría y extiende sobre el prestigio del gran escritor una sombría nube de duda que pone en cuestión su encarnadura de rectitud. La otra lección es general, y afecta al núcleo del proceso de memoria histórica: cuando se pelan las cebollas del pasado, no es difícil que broten las lágrimas del fiasco.

17 Agosto 2006

Günter-44

Editorial (Director: Javier Moreno)

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A los 15 años, Günter Grass intentó enrolarse voluntariamente en los submarinos del Ejército alemán, pero fue rechazado por su corta edad. No obstante, en septiembre de 1944, semanas antes de cumplir los 17 años, el futuro escritor fue llamado a filas. Al borde del colapso, la Alemania nazi reclutaba desesperadamente a casi cualquier varón de entre 16 y 60 años. Grass fue incorporado a una unidad de las Waffen-SS -el brazo militar de la organización nazi dirigida por Himmler-, herido y capturado luego por soldados norteamericanos. Estos hechos son comunes a las biografías de cientos de miles de alemanes de la generación de Grass. Grass no era un nazi y no se incorporó voluntariamente a las SS, e incluso aunque hubiera sido así, no es posible ignorar que era un adolescente.

El problema empieza por el hecho de que Grass sólo haya revelado esta parte de su biografía este verano, como anticipo de la publicación de su libro de memorias Pelando la cebolla. Puesto que no hay mayor gravedad en estos hechos de adolescencia, ¿por qué el premio Nobel de literatura no los ha contado con naturalidad en el más de medio siglo transcurrido desde entonces? ¿Por qué no ha aprovechado para hacerlo en sus cientos de libros, entrevistas en prensa y televisión y conferencias? ¿Por qué no se lo dijo a su biógrafo, Michael Jürg? Alguien podría argüir que quizá Grass pensara que estos hechos no eran relevantes, pero es algo difícil de aceptar para un autor que, desde la publicación de El tambor de hojalata en los años cincuenta, ha destinado buena parte de su obra literaria y de su actividad ciudadana a reflexionar sobre la Alemania nazi y las complicidades de las que se benefició.

Durante décadas, Grass ha denunciado con vehemencia que millones de alemanes, por interés, seducción o cobardía, apoyaran a Hitler o cerraran los ojos ante sus tropelías. Es eso lo que hace difícil de entender su largo silencio y lo que provoca malestar entre sus muchos admiradores dentro y fuera de Alemania. Simpatizante de las políticas socialdemócratas y las causas pacifistas, Grass ha venido siendo considerado una autoridad moral cada vez que opinaba sobre asuntos controvertidos, como la reunificación alemana, la situación en Cuba, la globalización y un largo etcétera. Hubiera sido deseable que alguien con esa autoridad fuera un poco más transparente sobre aspectos de su pasado claramente relacionados con el tipo de personaje público que se ha construido.

Más vale tarde que nunca, y el propio Grass admite que este asunto le provocaba un «sentimiento de culpa» y le pesaba como «una ignominia». En cualquier caso, su tardanza en desvelar un hecho biográfico relevante no invalida la calidad de su obra literaria ni la justicia de las causas que ha defendido y defiende. Esa tardanza sólo confirma que nadie es perfecto, que todos somos humanos; a veces, demasiado humanos.

20 Agosto 2006

A propósito de Günter Grass

José Antonio Zarzalejos

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El común de los mortales no estamos ya compelidos a otorgar a este «referente ético» de Occidente ni mayor ni menor credibilidad que a cualquier otro personaje de dudosa encarnadura moral...
Ha tenido razón Charlotte Knobloch, presidenta del Consejo Judío de Alemania, cuando suponía que la revelación de su pertenencia a las SS de Hitler ha sido una estratagema comercial de Günter Grass para promocionar su último libro, una autobiografía titulada «Pelando la cebolla». La obra, que iba a ser distribuida en septiembre, ha llegado a las librerías alemanas el pasado miércoles, de modo que, en medio de la polémica, ya se pueden leer las justificaciones del autor alemán, no tanto por su incorporación adolescente a la organización criminal dirigida por Himmler, sino por la tardanza -nada menos que de sesenta años- en asumir su propio pasado.
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Una amnesia defensiva que tampoco sería relevante si no se tratase de un autor galardonado con el Nobel y, entre otros premios, con el Príncipe de Asturias de las Letras (ambos en 1999), y sobre todo, cuya personalidad intelectual se ha cincelado en la categoría de las llamadas «referencias morales».
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Grass ha sido la conciencia crítica alemana a cuya sociedad ha reprochado de manera constante su benevolencia con el nazismo. No ha habido causa progresista a la que el autor de «El tambor de hojalata» no se haya adherido, desde el régimen castrista hasta cualquier iniciativa pacifista crítica con los Estados Unidos, pasando por las tesis palestinas. Obtendrá Grass buenos réditos de su postrera obra en la que ha encontrado «el contexto adecuado» para relatar su reclutamiento en las SS, y nada impide, por tanto, considerar que esta confesión sea en realidad un mercantilismo del autor. Porque si ha sido capaz de simular tan largamente -y de hacerlo con tanta convicción-, ¿qué escrúpulo obstaculizaría ahora suponer que lo que pretende el literato es hacer caja a sus setenta y ocho años? El común de los mortales no estamos ya compelidos a otorgar a este «referente ético» de Occidente ni mayor ni menor credibilidad que a cualquier otro personaje de dudosa encarnadura moral.
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Günter Grass -más allá de los méritos que atesoren sus obras en lo literario-no dejaría de ser una anécdota si no fuese porque se alza, tras desvelar su pasado con una tardanza insuperable, en eso que hace sólo poco más de una semana denunciaba en las páginas de ABC Miquel Porta Perales, esto es, que determinados intelectuales de la izquierda perpetran la trampa de aparecer comprometidos con valores sociales de carácter ético, cuando, en realidad, sus biografías no soportan un contraste de coherencia con ellos. Porque el rasgo distintivo del intelectual respecto del mero prosista o del poeta sin más pretensiones que las estéticas, consiste en la correspondencia entre aquello que dice y aquello que hace, de tal manera que, si entre su discurso y sus propios actos media una distancia llamativa, el intelectual se convierte en un impostor.
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Viene a cuento la referencia a nuestro ensayista catalán por el acaecimiento el pasado día 14 del cincuentenario del fallecimiento de Bertolt Brecht, que él glosaba en las páginas de este periódico advirtiendo del modo servil con el que Brecht hizo apología -y apología poética para mayor escarnio- de catalogados criminales como Lenin y Stalin, como lo hizo igualmente Sartre, que tampoco se privó de la elegía al dictador cubano ni de reclamar silencio general ante el «gulag» soviético. Escribe Porta Perales -y a estos efectos internos, españoles, importa mucho la impostura de Grass- que «en la España de hoy -la reserva progresista de Occidente- el intelectual comprometido a la manera de Brecht y Sartre, inasequible al desaliento, continúa existiendo en versión más o menos moderada. ¿Quizá no hay intelectuales comprometidos con una izquierda a la que nunca critican y siempre ríen las gracias? ¿Quizá no hay intelectuales que criminalizan a la derecha y el liberalismo al tiempo que loan las hazañas de dictadores y populistas hispanoamericanos?».
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Las respuestas a las preguntas de Porta Perales son todas positivas y los acontecimientos, nacionales e internacionales, desde los incendios en Galicia hasta la misteriosa enfermedad de Fidel Castro, nos ayudan a comprender que a muchos de los «abajo firmantes» -sospechosamente empeñados en eso que denominan «memoria histórica»- hay que desafiarles desde posiciones intelectuales y éticas opuestas a las suyas y que no por serlo resultan de peor condición o de más difícil defensa. Claro que si desde la derecha se repite -como se ha venido haciendo- que la cultura, para serlo en toda la extensión de su concepto, ha de ser de izquierdas, la batalla de las ideas está perdida antes de comenzar a plantearla, de lo que se ha valido la izquierda para escribir unos relatos de la historia reciente y mantener unas tesis de presente que han buscado siempre la culpabilización de sus oponentes. Günter Grass ha creado escuela en esta forma artera de proceder.
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A propósito del simulador alemán que nos ocupa se podría, y se debería, extraer algunas lecciones de gran importancia. Y de entre ellas, no sólo la del escepticismo con el que tienen que ser acogidos determinados discursos bien empaquetados en la semántica maniquea del progresismo, sino también la de reparar en la benignidad con la que, desde el auditorio ideológicamente más bronquista, está siendo tratado el autor de «Pelando la cebolla». Después de la indulgencia, tratarán de que llegue la rehabilitación y, finalmente, la coartada argumental para no perder ni uno sólo de los efectivos de la «intelectualidad comprometida» frente a la derecha, la reacción y la regresión que representan los discursos alternativos a los progresistas de Grass y compañeros mártires. En España ha comenzado innecesariamente la labor de maquillaje Graciano García, director de la Fundación Príncipe de Asturias, cuya «admiración» por el galardonado Grass no ha disminuido «como intelectual, grandísimo escritor, y en lo que le he conocido, como ser humano». Acabado ejemplo estas palabras de inanidad crítica, que es una forma sutil de intolerancia.
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No se trata de que al literato alemán le priven ahora del Nobel ni del Príncipe de Asturias ni de ningún otro premio, galardón o reconocimiento concedidos, pero sí de asumir que se da una suerte de papanatismo cultural e ideológico cuya expresión última es lo políticamente correcto y que, a veces, conduce a fiascos históricos como éste que nos han proporcionado Günter Grass al que «la doble runa en el cuello del uniforme» de las SS no le «repugnaba». Es posible que la aquiescencia del autor con esa simbología infernal tuviera que ver con la pirueta de la historia que confabuló a Hitler y Stalin para que el primero se pudiera hacer con Europa y perpetrar un genocidio mientras el otro desplegaba una dictadura a cuyo jaez criminal le quedan por escribir muchos capítulos de «memoria histórica» a los que Günter Grass no ha contribuido con su literatura denunciadora. Estaba pelando la cebolla, una tarea tan laboriosa que le ha ocupado seis interminables décadas. Ahora ya es tarde. Demasiado e irremisiblemente tarde.

10 Septiembre 2006

"Mi vergüenza creció al conocer los crímenes de las Waffen-SS"

Hermann Tertsch

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Llegar a este lugar en la última curva de un camino de arena bajo un arco de hayas, abedules, fresnos y robles centenarios, en un bosque tupido ya casi otoñal en esta reserva natural del patrimonio nacional danés, en la isla de Mon, es imposible sin la complicidad de los anfitriones de la casita de tejado de junco y ventanas azules con vistas al mar Báltico, mirando hacia el este hanseático, hacia las costas de la antigua Alemania Oriental, en Greisfswald y Stralsund, y, más allá, la vieja Danzig, otrora prusiana y hoy polaca patria de Oskar Matzerath, aquel niño repelente y demoledor que tocaba El tambor de hojalata.

Günter Grass, Nobel de Literatura, Príncipe de Asturias, con cientos de premios internacionales, la mayor gloria viva de la literatura alemana, no ha venido a este rincón a esconderse de la conmoción mundial, de los ataques, reproches, de la indignación pero también solidaridad que ha generado con la revelación en su autobiografía Pelando la cebolla de que, en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, sirvió en la división Frundsberg de las Waffen-SS, organización que cometió crímenes atroces. Durante 60 años, ha explicado Grass, reprimió sus impulsos de sincerarse «por pudor y voluntad de dar forma a la explicación».

Mientras, ascendía hacia la gloria literaria y se erigía en autoridad moral de la izquierda. Él sabe que la ocultación les parece imperdonable a sus enemigos, deseosos de liquidarle como polemista, pero también a amigos como el director de cine Volker Schlöndorff, que llevó al cine El tambor de hojalata, o al escritor Erich Loest. Se debaten entre admiración y afecto, por un lado, y decepción. Grass se refugia en esta isla desde hace tres décadas, cuando se la descubrió su mujer, Ute, que iba allí a observar las playas de la república comunista de la que había huido. «Ahora los veranos son más secos, es el cambio climático». Aquí escribe y dibuja, su otra gran pasión.

EL PAÍS le visita cuando acaba de regresar de las primeras lecturas públicas de su libro, en esa gran casa de las letras alemanas que es el Berliner Ensemble y en la Nueva Ópera de Francfort. Allí tuvo un público incondicional que acudía a escuchar la brillantísima prosa de Pelando la cebolla, leída con virtuosismo inigualable. Pero también a defenderle de cualquier ataque y a perdonarle todo.

En una larga conversación al aire libre con un periodista al que conoce desde hace muchos años, Grass deja traslucir que, acostumbrado a ser jaleado y querido, acusó el golpe de la crítica y la incomprensión en un principio, pero que ya vuelve a ser casi el mismo.

Pregunta. Todos sus libros son autobiográficos, pero en ésta su autobiografía de aquellos años habla de lo que nunca dijo. No acaba de estar claro si está usted sorprendido o no por el eco de sus revelaciones. ¿Qué reacción preveía?

Respuesta. Yo he tenido siempre grandes reservas a escribir algo autobiográfico porque era muy escéptico hacia la forma. El autor tiene que trabajar con sus recuerdos, con su memoria. Y sabemos que la memoria tiende a embellecer situaciones, a presentar cuestiones muy complejas de una forma lo suficientemente simple como para hacerlas narrables. De ahí la desconfianza hacia la propia capacidad de memoria y hacia mis recuerdos. Quería escribir a un tiempo, tenía que ser una narración rota. Y con el tiempo le fui cogiendo gusto a esta forma de narrar porque fui quitando estas pieles de la cebolla, fui despegando capas y leyendo cosas entre ellas. Pero además se hacía posible algo nada fácil, que era coger a aquel niño del año 1939, una persona tan lejana ya de mí, y entrar en conversación con ella. En principio, ella se niega a ser interrogada y tiene sus secretos, pero se va logrando y, poco a poco, voy entrando en ella, capa a capa, en la persona que crece encerrada en aquel sistema ideológico, en la era nacionalsocialista.

Ahí se ve ese ritmo: con 15 años ya estoy de uniforme en las juventudes hitlerianas; después, con el uniforme de los ayudantes antiaéreos con las baterías; después, en el Reichs-Arbeitsdienst (Frente Juvenil de Trabajo Nacionalsocialista); con 16, con 17, en mi estupidez, yo me había presentado voluntario a los submarinos, y éstos ya no aceptaban a nadie y, cuando llamaron a filas a mi quinta de 1927, me convocaron y, cuando llegué a Dresde, al campamento de instrucción de tropas, pude comprobar que estaba en un campo de entrenamiento de las Waffen-SS.

Yo entonces, por lo que sabía, consideraba a las Waffen-SS como unas unidades de élite, que estaban mejor equipadas que las demás, pero también que tenían siempre más bajas que las demás. Eso se sabía. Pero yo era joven, quería irme de casa. Y en el fondo estaba de acuerdo. Lo que después se puso en relación con las Waffen-SS, todos sus crímenes, de todo eso no fui consciente hasta después de la guerra. Eso tuvo mucha influencia en que este hecho único, este episodio de mi vida, me lo guardara para mí. Está relacionado con un sentimiento de vergüenza…

P. ¿Y aumentó con el tiempo?

R. Sí, este sentimiento de vergüenza fue creciendo según iba viendo y sabiendo todos los crímenes de los que eran responsables las Waffen-SS y lo que era la culpa general de todo aquel sistema alemán que recaía sobre nosotros. Al dar mis datos biográficos, también cuando me manifestaba públicamente y en mis conferencias o artículos, nunca he ocultado que hasta el final de la guerra yo creía en la victoria final [del nazismo]. Y en esta cautividad ideológica no me parecía aquello una ocultación de algo grave, sino de algo que yo tenía que solucionar conmigo mismo. Y ahora que esto está en el libro, tampoco creo que se acaba la vergüenza de haber estado en una unidad como ésta, aunque no me viera envuelto en ningún crimen de guerra, gracias a Dios.

Sólo estuve poco tiempo en el frente y la división en la que me encuadraba ya sólo existía en rudimentos, estaba ya fraccionada; estuve en diversos grupos de gentes unidas casi por azar, entre los que había Wehrmacht [Ejército], Waffen-SS, Volkssturm [Defensa Popular] y hasta miembros de las fuerzas aéreas.

P. Muchos se preguntan cómo es posible que, con lo que estaba sucediendo en esos meses en aquella zona en la que usted se hallaba, con ejecuciones de prisioneros soviéticos, con los soldados alemanes desertores o sospechosos de desertar colgados en las alamedas o en las farolas de los pueblos como usted describe en el libro…..

R. Sí, sí, eso lo cuento, allí estaban…

P. ¿Pero cómo, cómo es posible que estando dentro de la división nunca oyera a compañeros de las Waffen-SS hablando de hechos semejantes ni tuviera noticia directa sobre los mismos?

R. Para mí todo aquello, hasta aquellos momentos, no me era patente, no era consciente de ello. Soy crítico conmigo en mi propio entorno. Que es lo que es, en sí, el contenido del libro. Y esto ya comienza al principio de la guerra, con mi tío.

P. Cuando ejecutan a su tío.

R. Sí, a mi tío, que estaba en el servicio de correos polaco, lo matan, acusado de un acto de resistencia. Con la muerte de mi tío desaparece también de nuestra vida la totalidad de su familia. Los hijos de mi tío tenían mi edad y eran mis compañeros de juegos, y después de esto ya no se volvió a hablar de ninguno de ellos. Mis padres, de forma oportunista, impusieron el silencio sobre la suerte de todos ellos, y yo no hice preguntas. Éstos son los reproches que me tengo que hacer realmente. O cómo desapareció un compañero mío de colegio. Después de la guerra me lo encontré y supe que su padre había sido deportado a un campo de concentración, y conocí la suerte de su familia. Tampoco entonces me pregunté nada. Ni cuando detuvieron al profesor de Latín, un sacerdote católico que desapareció también durante un tiempo en el campo de concentración de Sutthof y volvió y no dijo nada. Y yo no pregunté. Eso siempre me ha perseguido. O con aquel que en el Arbeitsdienst se negaba a tocar un arma.

P. Eso lo cuenta en el libro, el chico que dice que no y resiste tanto a los mandos como a la presión y al desprecio de todos los camaradas hasta que también desaparece.

R. Sí, era un testigo de Jehová. Lo admiramos y odiamos al tiempo porque sufríamos las consecuencias de su resistencia. Ésas son las omisiones culpables que intento investigar en el libro. Y para mí resultan más graves que las pocas semanas en las SS, en las que me vi envuelto sin voluntariedad.

P. Dentro de la conmoción que han provocado sus revelaciones en Pelando la cebolla se pueden distinguir los ataques lógicos de sus adversarios políticos y enemigos de siempre, que ven llegada la ocasión ideal de zanjar cuentas, pero tambien se distinguen claramente voces de amigos, Schlöndorff o Loest por ejemplo, que se quejan con mayor o menor amargura de que usted no ha sido franco con ellos. Schlöndorff dice que sigue admirándole y queriéndole, pero que no le verá ya nunca más en el pedestal.

R. Se me puede criticar, y desde luego yo voy a aceptarlo. Pero también reclamo para mí el derecho de reservarme mis cuestiones hasta que encuentre fórmulas de expresarlas. Por ejemplo, he tardado mucho tiempo en escribir Krebsgang (A paso de cangrejo), en el que me ocupo de la suerte de los expulsados alemanes [de los territorios orientales]. Eso tenía mucho que ver con el destino de mis padres. Durante la ocupación soviética de la ciudad de Danzig [actual Gdansk, en Polonia], mi madre fue violada repetidas veces por soldados del Ejército Rojo. Para evitar que violaran a mi hermana, ella se ponía una y otra vez delante, y para que la niña de 14 años no fuera violada, ella lo fue de forma continua. Mi madre jamás habló sobre ello, y sólo lo supe después de su muerte. Únicamente pude hablar de ello al escribir ese libro. Ésa es la complejidad de este proceso literario que se hace así en el paso (hacia atrás) del cangrejo. Creo de verdad que es mi derecho.

No he dicho ninguna falsedad. Lo que he hecho ha sido guardarme un hecho para mí mismo a la espera de encontrar una forma de explicarlo, de articularlo literariamente. Esto no podía hacerlo público con una confesión, sino que tenía que ser narrado en el marco del entorno en el que crecí entonces.

Además, el Frankfurter Allgemeine Zeitung (FAZ) -el diario que publicó la primera información al respecto- ha presentado todo esto de forma errónea, porque no fue una confesión que yo les hice a ellos. Al contrario, el libro ya lo tenían, como todas las redacciones desde semanas antes, en ejemplares adelantados de prepublicación. La oleada de indignación llegó porque Schirrmacher (un editor de FAZ) publicó esa parte concreta. Acepto la crítica; también respeto las expectativas decepcionadas. Pero nadie puede impedirme que yo me guarde algo hasta articularlo como crea necesario.

P. Hay quien dice que usted ahora se bajará del pedestal y de dar porrazos morales a los demás.

R. Lo que pasa es que algunos han querido utilizar esta ocasión para intentar liquidarme como ciudadano político y dicen que me tengo que callar la boca. Eso, por supuesto, es una estupidez.

P. Dicen que usted se ha arrogado una autoridad, Schlöndorff lo dice, que le será difícil mantener.

R. Yo jamás me he entronizado. Ni lo he querido. Nunca he pedido esto. Ya se hizo esto con Heinrich Böll, lo de presentarle como la conciencia de la nación. Y ambos nos negamos a ello. ¿Qué conciencia voy a descargar yo y por qué?

P. Lo que pasa es que, como un texto que tengo aquí delante, en una intervención con Juan Goytisolo en Madrid, usted condena los silencios sobre el pasado nacionalsocialista alemán con vehemencia.

R. Y es que siempre he hecho lo contrario. En mis libros y en mis discursos políticos siempre se habla de ello. Y también he hablado siempre de mi implicación como hombre joven en el sistema. Nunca hice de ello un secreto. Y me he preguntado a mí mismo, porque si hubiera nacido tres o cuatro años antes me habría visto envuelto con toda seguridad en estos crímenes. Esto les pasó a muchos. Por eso, lo mío [no haberlo hecho] no es ningún mérito. Pero es mi derecho también el manifestarme en contra de que antiguos nacionalsocialistas de relieve llegaran a puestos dirigentes y que un nazi importante como Hans Georg Kissinger llegara a canciller federal. O que el Gabinete de Konrad Adenauer tuviera muchos miembros que habían sido del partido nazi y en puestos destacados. Es mi derecho, y lo mantengo hoy.

P. Ni Thomas Mann, ni Heinrich Böll, ambos Premio Nobel también, ni Gottfried Benn, tres montruos de la literatura alemana del siglo XX, han llegado a tener la repercusión, la presencia social que ha tenido usted. ¿La siente peligrar tras este libro y los ecos que ha tenido?

R. Yo no puedo valorarlo. Yo nunca he querido ser una institución, yo siempre he sido celoso de defender mi posición como ciudadano que ha entendido las lecciones del tiempo que le ha tocado vivir, que ha entendido que esta democracia nos ha sido regalada y que había que aprovecharla. Porque la democracia de Weimar se fue al traste por la lucha política, por las luchas del poder, y así se convirtió en botín de los nacionalsocialistas. Yo lo sé y lo digo en el libro, y perdone que vuelva al libro, pero está la escena del trabajo en la mina en la que se produce una pelea y los comunistas y los nazis forman una alianza contra los socialdemócratas. Y es ahí donde veo la escenificación del fin de la democracia de Weimar. Aquello eran lecciones, aunque tardara después en convertirme en hombre político.

P. Muchos miembros de su generación literaria, el Grupo 47, en la posguerra, por edad, venían del frente. Acabo de leer unas declaraciones de Marcel Reich-Ranicki en las que se plantea el antisemitismo de parte del grupo.

R. Eso es un perfecto disparate. En primer lugar, había en el grupo toda una serie de judíos. Gracias a Dios no había filosemitismo. Pero nos tratábamos como compañeros todos. Lo que pasa es que había muchos que habían sido soldados y tenían sus experiencias, y se estaba en un proceso de aprendizaje que había que hacer. Lo que en todo caso se rechazaba en el Grupo 47 eran textos ideológicos. Allí no habría tenido oportunidad alguna ningún neonazi ni tampoco un comunista dogmático.

P. El quiebro hacia la izquierda totalitaria, y en muchos casos después a la decepción con la misma, forma parte de su generación intelectual europea. Usted nunca tuvo veleidades comunistas. Su amigo Erich Loest, del que hablamos antes, pasó directamente a los comunistas desde la juventud nazi. Usted, sin embargo, siempre estuvo con Camus frente a Sartre.

R. Loest estuvo en la Werwolf [organización nazi formada para acciones de insurgencia terrorista contra los aliados tras la derrota en 1945], se hizo comunista y después pasó en Bautzen (cárcel de la RDA) más de siete años. Alemania tenía una singularidad, especialmente respecto a Francia, por la ocupación soviética de la RDA; los comunistas en el Oeste jamás tuvieron la mínima oportunidad. También en el contacto con los escritores del Este, aun con los simpatizantes con el régimen, se notaban las dificultades que tenían con la censura. Y lo que sufría [la poetisa] Christa Wolf, por ejemplo.

P. La tragedia está en que los archivos han demostrado que Christa Wolf fue informante de la Stasi [policía política de la RDA].

R. Sí que lo fue, pero sólo al principio y sin comprometer realmente a nadie. El trato con estas fichas de la Stasi de repente puso bajo sospecha a todo un pueblo. Fue un disparate. Yo siempre supe que fui espiado por la Stasi. Vivía en Berlín y pasaba mucho al Este.Me he negado a ver las fichas. No quiero saber quién lo hacía porque no me considero dañado. Los informantes no tenían nada que ver con la prohibición de mis libros.Ahora, periódicos del grupo Springer dicen que yo he revelado mi paso por las Waffen-SS por temor a que lo hicieran otros a partir de los archivos de la Stasi. Un auténtico disparate. Allí han salido ahora 500 páginas sobre mí que revelan que siempre me vigilaron.

P. Han surgido voces exigiendo que se le retiraran premios. Ni con el Nobel ni con el Príncipe de Asturias han tenido eco, y en Polonia ha recibido una gran satisfacción con el apoyo del alcalde de Gdansk y de muchas personalidades de la transición polaca, que recuerdan la labor a favor del entendimiento de quien nació en una ciudad alemana hoy polaca.

R. En efecto, el alcalde Abramowicz ha tenido un gesto que yo agradezco. En Polonia hay ahora un Gobierno populista de derechas que busca, como los comunistas antes, esa propaganda con la imagen del enemigo en Alemania.

P. El enemigo exterior y el enemigo interior. El pasado como instrumento político. En Polonia y en España se utiliza contra las transiciones a la democracia.

R. Hablar del pasado no puede suponer saldar cuentas presentes. Eso es el abuso del pasado sacado de contexto. Es una demagogia que también tuvimos aquí en Alemania. El canciller Adenauer difamaba a Willy Brandt llamándole «hijo de madre soltera», lo que entonces aún funcionaba. Y jugaba con la ignorancia de la gente aludiendo a contactos de Brandt con el POUM en la Guerra Civil para sugerir contactos con los comunistas soviéticos, cuando el POUM fue víctima de Stalin.

P. Joachim Fest, biógrafo de Hitler, publica también sus memorias. Dice que no se fía ya de usted.

R. Sí, dice Fest que no me compraría un coche usado. Yo jamás he hablado de él, pero creo que es el último que puede decir algo después de escribir un libro dando por bueno todo lo que le decía Albert Speer [ministro y arquitecto del nazismo], al que presenta como un nazi caballeroso. Ahora sabemos que Speer estaba informado de la Conferencia de Wannsee [donde en 1942 se decidió la solución final del Holocausto] y que estaba implicado en la expropiación de bienes judíos. Fest es el último que puede hablar críticamente de esto.

P. Ha dicho que los ataques le habían llegado a suponer una «amenaza existencial» y que lo ha superado gracias a los apoyos de los amigos. ¿Este libro le ha cambiado más que los otros?

R. Sí, los primeros días han sido muy difíciles. Se me ha querido liquidar como persona y callarme para siempre. Pero después me ha llegado comprensión y muestras de apoyo de escritores y de gente que ni conocía. Ahora, con el libro publicado, me llega el aliento de los lectores. Y es cierto que este libro me ha cambiado más porque a través de la escritura sí me he acercado más a mi padre y a mi madre. A mi padre siempre le tuve mucha distancia, y ahora me es más cercano, pero además he tenido que escuchar como no había hecho antes a ese egocentrismo del joven.

P. Para terminar, hablemos de otro joven que se topó en el campo de prisioneros. Está seguro de que ese Joseph era el actual papa Benedicto XVI.

R. Ha sido una cosa curiosa que me ha sucedido durante el proceso de escritura. Yo estaba recordando a un joven, también de 17 años, con el que en Bad Elbling, un campo con más de 100.000 prisioneros, había escarbado una covacha y habíamos tensado por encima una tela que él tenía y nos protegía de la lluvia. Ambos teníamos hambre, yo había conseguido unas migas y nos juntamos y pasábamos el tiempo hablando de todo. Él era rigurosamente católico, en sí un chico cariñoso, pero muy fanático, fanático de una forma tímida católica.

P. Pero si en aquella época el fanático era usted.

R. No, qué va, yo ya no creía. Aunque llegara de una educación católica.

P. Me refiero a la ideología.

R. No, es que no hablábamos de ideología, sino de cuestiones de fe, de la Inmaculada Concepción y esas cosas. En todo caso, cuando fue nombrado, viendo su biografía, que había estado en baterías antiaéreas y fue prisionero de guerra en Bad Eilbling como yo… Y me acordé de Joseph. Era bávaro. Por eso pudo salir en libertad, porque tenía un domicilio que dejar registrado. Yo no tenía porque mi casa quedaba allí lejos. En Gdansk.

27 Agosto 2006

Günter Grass, en la picota

Mario Vargas Llosa

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No entiendo las proporciones desmesuradas que ha tomado en el mundo la revelación, hecha por él mismo, de que Günter Grass sirvió unos meses, a los 17 años, en la Waffen-SS y de que ocultó 60 años la noticia, haciendo creer que había sido soldado en una batería antiaérea del Ejército regular alemán. Aquí, en Salzburgo, donde paso unos días, no se habla de otra cosa y los periodistas que la editorial Suhrkamp envía a entrevistarme apenas si me preguntan sobre mi última novela, recién publicada en Alemania, porque lo que les interesa es que comente «el escándalo Grass».

No tenía la menor intención de hacerlo, pero como ya circulan supuestas declaraciones mías sobre el tema en las que no siempre me reconozco, prefiero hacerlo por escrito y con mi firma. No me sorprende en absoluto que Grass ocultara su pertenencia a una tropa de élite visceralmente identificada con el nazismo y que tuvo tan siniestra participación en tareas de represión política, torturas y exterminación de disidentes y judíos, aunque, como ha dicho, él no llegara a disparar un solo tiro antes de ser herido y capturado por los norteamericanos. ¿Por qué calló? Simplemente porque tenía vergüenza y acaso remordimientos de haber vestido aquel uniforme y, también, porque semejante credencial hubiera sido aprovechada por sus adversarios políticos y literarios para descalificarlo en la batalla cívica y política que, desde los comienzos de su vida de escritor, Günter Grass identificó con su vocación literaria.

¿Por qué decidió hablar ahora? Seguramente para limpiar su conciencia de algo que debía atormentarlo y también, sin duda, porque sabía que tarde o temprano aquel remoto episodio de su juventud llegaría a conocerse y su silencio echaría alguna sombra sobre su nombre y su reputación de escritor comprometido, y, como suele llamársele, de conciencia moral y cívica de Alemania. En todo esto no hay ni grandeza ni pequeñez, sino, me atrevo a decir, una conducta impregnada de humanidad, es decir, de las debilidades connaturales a cualquier persona común y corriente que no es, ni pretende ser, un héroe ni un santo.

¿Afecta lo ocurrido a la obra literaria de Günter Grass? En absoluto. En la civilización del espectáculo que nos ha tocado vivir, este escándalo que parece ahora tan descomunal será pronto reemplazado por otro y olvidado. Dentro de pocos años, o incluso meses, ya nadie recordará el paso del escritor por la Waffen-SS y, en cambio, su trilogía novelesca de Danzig, en especial El tambor de hojalata, seguirá siendo leída y reconocida como una de las obras maestras de la literatura contemporánea.

¿Y sus pronunciamientos políticos y cívicos que ocupan una buena parte de su obra ensayística y periodística? Perderán algo de su pugnacidad, sin duda, sus fulminaciones contra los alemanes que no se atrevían a encararse con su propio pasado ni reconocían sus culpas en las devastaciones y horrores que produjeron Hitler y el nazismo, y se refugiaban en la amnesia y el silencio hipócrita en vez de redimirse con una genuina autocrítica. Pero, que quien estas ideas predicaba con tanta energía tuviera rabo de paja, pues él escondía también algún muerto en el armario, no significa en modo alguno que aquellas ideas fueran equivocadas ni injustas.

La verdad es que muchas de las tomas de posición de Günter Grass han sido valientes y respetables, y lo siguen siendo hoy día, pese al escándalo. Lo dice alguien que discrepa en muchas cosas con él y ha sostenido con Günter Grass hace algunos años una polémica bastante ácida. No me refiero a su antinorteamericanismo estentóreo y sistemático, que lo ha llevado a veces, obsedido por lo que anda mal en los Estados Unidos, a negar lo que sí anda bien allá, sino a que, durante los años de la Guerra Fría, una época en la que la moda intelectual en Europa consistía en tomar partido a favor del comunismo contra la democracia, Günter Grass fueuno de los pocos en ir contra la corriente y defender a esta última, con todas sus imperfecciones, como una alternativa más humana y más libre que la representada por los totalitarismos soviético o chino. Tampoco se vio nunca a Günter Grass, como a Sartre, defendiendo a Mao y a la revolución cultural china, ni buscando coartadas morales para los terroristas, como hicieron tantos deconstruccionistas frívolos en las épocas de Tel Quel. Pese a sus destemplados anatemas contra los gobiernos y la política de Alemania Federal, Günter Grass hizo campaña a favor de la socialdemocracia y prestó un apoyo crítico al gobierno de Willy Brandt en lo que demostró, ciertamente, mucha más lucidez y coraje político que tantos de sus colegas que irresponsablemente tomaban, sin arriesgar un cabello, eso sí, el partido del Apocalipsis revolucionario.

Mi polémica con él se debió justamente a que me pareció incoherente con su muy respetable posición en la vida política de su país que nos propusiera a los latinoamericanos «seguir el ejemplo de Cuba». Porque si el comunismo no era, a su juicio, una opción aceptable para Alemania y Europa, ¿por qué debía serlo para América Latina? Es verdad que, para muchos intelectuales europeos, América Latina era en aquellos años -lo sigue siendo para algunos retardados todavía- el mundo donde podían volcar las utopías y nostalgias revolucionarias que la realidad de sus propios países había hecho añicos, obligándolos a resignarse a la aburrida y mediocre democracia.

Grass ha sido uno de los últimos grandes intelectuales que asumió lo que se llamaba «el compromiso» en los años cincuenta con una resolución y un talento que le ganaron siempre la atención de un vasto público, que desbordaba largamente el medio intelectual. Es difícil saber hasta qué punto sus manifiestos, pronunciamientos, diatribas, polémicas, influyeron en la vida política y tuvieron efectos sociales, pero no hay duda de que en el último medio siglo de vida europea, y sobre todo alemana, las ideas de Günter Grass enriquecieron el debate cívico y contribuyeron a llamar la atención sobre problemas y asuntos que de otra manera hubieran pasado inadvertidos, sin el menor análisis crítico. A mi juicio, se equivocó oponiéndose a la reunificación de Alemania y, también, poniendo en tela de juicio la democratización de su país, pero, aun así, no hay duda de que esa vigilancia y permanente cuestionamiento que ha ejercido sobre el funcionamiento de las instituciones y las acciones del gobierno es imprescindible en una democracia para que ésta no se corrompa y se vaya empobreciendo en la rutina.

Tal vez el formidable escándalo que ahora rodea su figura tenga mucho que ver con esa función de «conciencia moral» de la sociedad que él se impuso y que ha mantenido a lo largo de toda su vida, a la vez que desarrollaba su actividad literaria. No me cabe duda de que Günter Grass es el último de esa estirpe, a la que pertenecieron un Victor Hugo, un Thomas Mann, un Albert Camus, un Jean-Paul Sartre. Creían que ser escritor era, al mismo tiempo que fantasear ficciones, dramas o poemas, agitar las conciencias de sus contemporáneos, animándolos a actuar, defendiendo ciertas opciones y rechazando otras, convencidos de que el escritor podía servir también como guía, consejero, animador o dinamitero ideológico sobre los grandes temas sociales, políticos, culturales y morales, y que, gracias a su intervención, la vida política superaba el mero pragmatismo y se volvía gesta intelectual, debate de ideas, creación.

Ningún joven intelectual de nuestro tiempo cree que ésa sea también la función de un escritor y la sola idea de asumir el rol de «conciencia de una sociedad» le parece pretenciosa y ridícula. Más modestos, acaso más realistas, los escritores de las nuevas generaciones parecen aceptar que la literatura no es nada más -no es nada menos- que una forma elevada del entretenimiento, algo respetabilísimo desde luego, pues divertir, hacer soñar, arrancar de la sordidez y la mediocridad en que está sumido la mayor parte del tiempo el ser humano, ¿no es acaso imprescindible para hacer la vida mejor, o por lo menos más vivible? Por otra parte, esos escritores que se creían videntes, sabios, profetas, que daban lecciones, ¿no se equivocaron tanto y a veces de manera tan espantosa, contribuyendo a embellecer el horror y buscando justificaciones para los peores crímenes? Mejor aceptar que los escritores, por el simple hecho de serlo, no tienen que ser ni más lúcidos ni más puros ni más nobles que cualquiera de los otros bípedos, esos que viven en el anonimato y jamás llegan a los titulares de los periódicos.

Tal vez sea ésa la razón por la que, con motivo de la revelación de su paso fugaz por la Waffen-SS cuando era un adolescente, haya sido llevado Günter Grass a la picota y tantos se encarnicen estos días con él. No es con él. Es contra esa idea del escritor que él ha tratado de encarnar, con desesperación, a lo largo de toda su vida: la del que opina y polemiza sobre todo, la del que quiere que la vida se amolde a los sueños y a las ideas como lo hacen las ficciones que fantasea, la del que cree que la del escritor es la más formidable de las funciones porque, además de entretener, también educa, enseña, guía, orienta y da lecciones. Esa era otra ficción con la que nos hemos estado embelesando mucho tiempo, amigo Günter Grass. Pero ya se acabó.