14 octubre 1999

La presión internacional forzó la retirada política de Jorg Haider, el líder del Partido Liberal, al que acusaban de ser filo-nazi

Elecciones Austria 1999 – Conmoción mundial por el ascenso del Partido Liberal de Haider, que gobernará en coalición con Shüssel

Hechos

  • Partido Socialdemócrata (SPO) – 65 escaños
  • Partido Liberal (FPO) – 52 escaños
  • Partido Popular (OVP) – 52 escaños
  • Los Verdes – 14 escaños

Lecturas

klima A pesar de ser el más votado, el líder socialdemócrata, Viktor Klima, fue el gran derrotado de la jornada electoral

05 Septiembre 2015

La banalidad de Haider

Miguel Ángel Basternier

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¿Están ya las hordas asediando los muros de la ciudadela? ¿Representa el relativo triunfo electoral de Jörg Haider, líder del partido oficial de la extrema derecha en Austria, la más temida de las reapariciones políticas? Escasamente, aunque no por ello el fenómeno sea menos grave.Cuando desaparece la Unión Soviética, hace menos de 10 años, el mapa político comienza a experimentar convulsiones tectónicas de las que aún no hemos visto el final. El segmento más clásico de la izquierda, el comunismo soviético, pierde gran parte del atractivo que hubiera podido tener en Occidente; es como si al cuerpo político le amputaran el brazo izquierdo con diversos y profundos efectos.

El primero, quizá, es el de que todo lo que no estaba permitido por mor del mantenimiento de la disciplina ante el enemigo sale a la superficie en busca de una respetabilidad, que si le va a ser difícil obtener de la mayor parte de los medios de comunicación, una parte del público no parece igual de dispuesto a regatearle.

El segundo es el de que en el abanico político que resta tras aquella amputación se han dibujado nuevos surcos, han aparecido nuevos compartimientos para la acción pública, con los que las fuerzas políticas pretenden tallarse el mayor grado de distinción posible, en el campo menos extenso posible, aquel en el que el modelo de sociedad es básicamente el mismo para todos -elecciones, libertades públicas, partidos-, a diferencia de lo que ocurría en los tiempos de la presunta amenaza soviética.

La extrema derecha trata de dejar de ser extrema en cuanto a su posición en la tabla del pluralismo político, sin que por ello abandone su objetivo básico, cada día más integrador y menos anatematizable para una parte de la audiencia: metecos, fuera; fortaleza Europa; pateras al fondo del Estrecho, y la nación para sus nacionales. Si el nazismo era la banalización del mal, que dijo Hannah Arendt, los nuevos xenófobos son la putrefacción de lo banal.

La pequeña historia persistirá en que el Frente Nacional se situó en el mapa electoral de Francia gracias a la ley de proporcionalidad que, brevemente, el presidente Mitterrand puso en vigor en los años ochenta, pero sin la convulsión pos-soviética no habría habido aritmética suficiente para sostenerlo; Gian Franco Fini -que, sin embargo, ha sido bastante convincente en hacer de una derecha extrema un extremo de la derecha- no habría hallado en Italia un público acogedor y a punto para su operación-respetabilidad, de no haber desaparecido previamente la democracia cristiana en el tumulto de la explosión comunista; y ahora Haider poda cuidadosamente los mayores excesos del pasado porque se acerca peligrosamente al poder, pero siempre preservando lo esencial: ¡Viva Cromañón!, que dibujó una vez El Roto.

¿Y España? El abrazo de Aznar ha sido geométricamente contrario al de Fini; mientras el italiano acarreaba a su partido a zonas que en Francia, por ejemplo, hoy serían propias de un gaullismo conservador, el español ha acarreado con su partido una potencial extrema derecha, que hoy sólo se encabrita cuando le enseñan fotos de Arzalluz.

Aunque todo será ver qué pasa si un día España tiene un 12,5% de inmigrantes como Austria, o más de un 5% como Alemania y Francia.

Por todo ello, el fenómeno Haider es tan inevitable y vulgar como el tiempo en que vivimos, aunque no menos inquietante. Los bárbaros no aparecen súbitamente en el horizonte, ni asedian la ciudadela, como los tártaros de Levi, sino que han estado siempre viviendo entre nosotros. Sólo que ahora pronto dejarán de ser los más radicales de los radicales, no sólo porque a la vista del poder cambien de modales, sino porque el fenómeno de reproducción en la extremidad que aún conserva el cuerpo político occidental no ha hecho más que comenzar.

09 Octubre 1999

¡Que vienen!

Miguel Herrero Rodríguez de Miñón

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La corrección política europea se ha alarmado más que los demócratas austriacos con el éxito electoral de Haider y de su partido, candidato populista que yo no votaría jamás por un montón de razones, pero que es necio comparar, en cuanto a ultra, ni siquiera con el francés Le Pen.Ahora bien, pagado el ineludible tributo a la enérgica condena, no estaría de más analizar las causas que han inducido al voto de tantos austriacos. Sin duda, el primero es la eliminación de toda tensión en la alternativa política, dado el largo entendimiento entre socialistas y populares, acentuando la tecnificación y alejamiento de la cosa pública, propia de la Unión Europea, y la omnipresencia excluyente de un pensamiento económico y social único, incapaz no ya de resolver, sino de abordar ciertos problemas situados más allá de la oferta y la demanda y que son los más graves. El mercado es, como dijera un brillante grupo de jóvenes liberales, «la increíble máquina de hacer pan». Pero la derrota de Giscard en 1982 o la de Major en 1987, o, ahora, los éxitos de Haider, muestran que el electorado democrático de un país avanzado no sólo vive de pan. Se necesita también ilusión, identidad, enraizamiento y cosas por el estilo.

Haider ha utilizado con grande demagogia la apelación a la conservación de la propia identidad y la defensa de los intereses y peculiaridades de Austria frente a la globalización y la supranacionalidad. Y el eco electoral de tales cuestiones debería hacer meditar a los demócratas de toda Europa. Si el verdadero liderazgo democrático supone dirigir al pueblo hacia lo que se estima valioso, exige también atender a lo que realmente preocupa a ese mismo pueblo. No para utilizarlo con demagogia, sino para servirlo con lealtad.

Una de estas preocupaciones es, en Austria y parece serlo por doquier en Europa, el incremento de la inmigración. Un hecho que no vale ni negar ni ignorar. Por eso es de aplaudir la iniciativa gubernamental de flexibilizar la Ley de Extranjería y programar la entrada de tres millones de inmigrantes en los próximos años. Ahora bien, sería preciso ir más allá y debatir, sin las convencionales orejeras políticamente correctas, algunas cuestiones claves que la inmigración plantea y sobre las que es necesario optar.

Primero, la emigración es útil porque nutre la población activa, algo especialmente importante en un invierno demográfico como el europeo en general y el español en particular. Pero el caso es que esta saludable inyección se produce a la vez que gran parte de esa población activa se encuentra en paro. O no hay trabajo que ofrecerle y la emigración aumentará el paro, o tenemos un extraño sistema en el cual subvencionamos la quietud de nuestros connacionales e importamos la actividad de fuera. Si ésta es beneficiosa, resulta cuando menos extraño que los albañiles de Madrid sean polacos, los huertanos almerienses magrebíes y los jardineros del Maresme subsaharianos. El que tales trabajos no gusten a los españoles sería plenamente aceptable si existiesen mejores empleos alternativos. Pero que la opción sea en pro de la holganza revela las deficiencias de nuestro sistema de cobertura, y, más aún, de educación y formación.

Segundo, la recepción de emigrantes legales obliga a plantear el problema de su integración. ¿Queremos una sociedad realmente abierta, por cohesionada, y dotada de identidad, o un interculturalismo, fragmentario más que pluralista, que produce tensiones y radicalizaciones? España no tiene aún ese problema; evitémoslo a tiempo.

Tercero, para ello es importante que la programación de la emigración favorezca la venida de quienes son más fácilmente integrables por razón de afinidad lingüística y cultural. Sin duda, iberoamericanos, rumanos y eslavos con preferencia a africanos. Una cosa es la cooperación intensa con el Magreb y otra el fomento de la difícilmente integrable inmigración magrebí.

Frente al estuporoso ¡que vienen! planteémonos el racional ¿a quién traemos?

17 Febrero 2000

Nazis y neos

Jaime García Añoveros

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Vivimos en la moderada conmoción que ha producido la llegada al Gobierno de Austria del partido de Haider, un neonazi que produce más escándalo que temor; porque en el poder ya estaba, aunque en otras instancias territoriales.Pero veo eso: más escándalo y proclamación que sustancia política verdadera en las reacciones, sobre todo de carácter institucional europeo. Porque el problema se presenta, por supuesto, en Austria, pero, sobre todo, en el ámbito de la Unión Europea. La democracia europea (la Unión) se encuentra con el problema de toda democracia coherente: no parece que se puedan aceptar los resultados del ejercicio libre del derecho al voto y a la opinión hasta el extremo en que adquieran preeminencia quienes, lógicamente, acabarían dañando de muerte al sistema democrático mismo. Éste es un problema normalmente teórico, y algún límite habrá que poner al ejercicio libre e institucional de otros principios políticos que, por esencia, podemos llamar antidemocráticos. Lo que habrá que buscar, probablemente, al dar a la democracia un alcance sustancial propio, y no meramente de procedimiento de designación de titulares del poder político en cada concreto momento. Personalmente, me inclino a fijar la sustancia democrática en la garantía, para todos y cada uno, de unos derechos fundamentales (y sus consecuencias). En esta garantía de derechos se encuentra, quizá, la esencia irreductible de estas democracias (y de la europea, entre ellas), que nadie puede enmendar a fuerza de votos; España es un Estado de derechos; la UE es una entidad que garantiza derechos de sus ciudadanos.

Los peligros pueden aparecer por este camino que ha surgido en Austria, y que tiene antecedentes en varios países europeos, pero también por el lado contrario o de orientación ideológica totalmente opuesta a la de los neonazis. En Europa, en general, en la actualidad no son peligros tan operativos o inquietantes, desde el punto de vista de las posibilidades reales de buen éxito, la sombra de algún otro tipo de totalitarismo que destruye derechos, o sea libertades. Pero, vengan por donde sea, hay que tener presente que una de las bases de ese componente de libertades es la libertad de expresión, y a veces las reacciones frente a los excesos pueden pensarse teñidas de alguna clase de espíritu inquisitorial. Una cosa es condenar, o discrepar, y otra, no exactamente la misma, prohibir.

Lo que preocupa es que estas cuestiones, los límites, no están mejor precisados y definidos en la convivencia europea, y que, de momento, no parece haber vía institucional clara para reaccionar. Porque bien está que un partido europeo llame la atención o expulse a los que de algún modo han ido demasiado lejos en la desviación, o traición a las esencias. Pero es poca cosa. Sería conveniente un esfuerzo de precisión de vías institucionales, sin dejar el asunto vinculado a la reacción de un partido europeo. Creo que la Unión debería pensar más en estos mecanismos de defensa de sí misma, no para aplicarlos con criterio inquisitorial, sino para que se sepa lo que en cada momento se puede hacer, contando, lógicamente, con las mayorías adecuadas en los órganos comunitarios.

Una situación como ésta que se ha producido en Austria es susceptible de generar expresiones inútiles y mucha propaganda política. Parece claro que la UE no tiene aún los instrumentos necesarios para digerir este tipo de disidencias; compaginemos las libertades de pensamiento y opinión con el mantenimiento indudable de la solidez institucional que debe tener una UE basada en derechos y libertades de sus ciudadanos. La primera tentación es, como estamos viendo, la de atribuir al discrepante político algún tipo de connivencia, o al menos comprensión profunda, con los planteamientos políticos antisistema. Una especie de alarde de pureza democrática, cuya ausencia se achaca a los que son de otra opinión, aunque ésta se encuentre claramente dentro de las esencias del sistema democrático europeo. La posición institucional que ha adquirido en Austria el partido de Haider requiere, me parece, una actuación «constructiva» de los demócratas europeos, que habremos de defender nuestra democracia europea y sistema de libertades sin complejos, ni a derecha ni a izquierda. Y digo que «habremos de defender» porque la complejidad de la Unión, social, política y territorial, que va a ser creciente, comportará abundantes situaciones en las que esa esencia de la convivencia europea en libertad será puesta en peligro más o menos grave. Precisamente la ampliación territorial comportará un riesgo creciente de que falle esa homogeneidad de fondo. En España hay riesgos de procedencia diversa. Con todos hay que ser igualmente firme y tranquilo; pero muy claro en las posiciones

25 Febrero 2000

Sinrazón al alimón

Hermann Tertsch

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Jörg Haider es un personaje perfectamente indigesto para el escenario político europeo. Wolfgang Schüssel, que gracias a Haider es canciller en Austria, no es tampoco Winston Churchill. Nunca lo será. Para qué engañarnos. Pero, si podemos hablar de matices en esta Europa unida, es indignante la sacra indignación que se ha apoderado de muchos Gobiernos y políticos europeos y norteamericanos tras la formación del Gobierno austriaco. Las sanciones de la UE contra Viena no tienen precedentes ni sentido. A los embajadores austriacos se les ha vetado todo contacto político con los Gobiernos de la Unión, de la que son miembros. Los ministros austriacos desaparecen de las fotos y Austria se ha convertido de repente para todos los bienpensantes en el país paria de Europa.Esto no es sólo hipocresía. Es una pura obscenidad que los ministros de países que se pasean por los salones de Moscú en los que se decide la matanza de miles de civiles en Chechenia, que han acudido sonrientes a charlar con el genocida Slobodan Milosevic hasta hace cuatro días y se abrazan a la casaca militar de Fidel Castro, que fusila, detiene, persigue y acosa, sean tan pudibundos de repente en su trato con un país que, hasta hoy, respeta como pocos los principios y valores que unen y sostienen a las democracias occidentales.

Haider es un demagogo populista de la peor especie. Su concepción del poder y la política es repugnante. Pero igual de indigesta resulta esa actitud autocomplaciente de los países que demonizan hoy a Austria en lo que parece un coro de señoritas espantadas que muchas veces no tienen empacho en lanzarse a la sauna afterhours. No estaría mal imaginarse cuántos El Ejido habría en España si tuviéramos el 12% de inmigrantes en vez del 1,4%. No estaría de más acordarse de las palizas racistas en Madrid, París, Bruselas o Estocolmo. Ni de la caza al negro decretada en el norte de Italia.

En la Austria democrática, desde 1945 jamás se ha producido un acontecimiento similar a esa vergüenza de Almería ni a los crímenes habidos en tantas capitales europeas con trasfondo racista y xenófobo. En Carintia, una región que gobierna Haider, personaje que, por cierto, no está en ese Gobierno al que ahora parecen decididos algunos a tratar peor que a Ceaucescu, no ha habido ataques a extranjeros y los derechos de la minoría eslovena son respetados escrupulosamente. Austria ha acogido durante décadas a centenares de miles de refugiados que encontraban cerradas todas las fronteras de los otros países europeos, hoy tan escandalizados ellos, tan pusilánimes.

Ahora todos parecen decididos a lavar su mala conciencia castigando a un pequeño país que tiene una de las rentas per cápita más altas del mundo, de la que participa una inmigración de las más altas, y a orquestar una farsa de exquisitez moral contra un Estado que en ningún momento ha incumplido regla democrática alguna.

Los responsables de que Haider haya metido a su partido en el Gobierno son muchos. También las causas generales. Van desde los miedos a la globalización al eterno compadreo de los grandes partidos, el socialista (SPÖ) y el conservador (ÖVP), que han fomentado el hastío y a las fuerzas antisistema que supo encabezar Haider. Él es peligroso. Pero también lo es la estulticia. Es ideal para dar argumentos al demagogo y simplificador. Esta paliza, política perfectamente injustificada, que la UE está dando a Austria no sólo es un error, es un disparate. Las sanciones contra Austria debilitan a la inmensa mayoría de los austriacos demócratas y europeístas y fortalece a los antieuropeístas en otros países, sobre todo en Alemania, y -cuidado- éste sí que no es un Estado al que se le puede sacudir gratuitamente.

Combatir a Haider es legítimo y necesario. En toda Europa. Hacer una política cretina y contraproducente no es más que sinrazón. Y, tristemente, parece que al alimón.

25 Febrero 2000

Lección europea para Arzallus

Luis María Anson

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Vuelvo a la carga con ánimo mordaz, la palabra en sosiego y el látigo de seda. La reacción europea ante un eventual Gobierno neonazi no es un espasmo. Se deriva de la lógica democrático que presidió la construcción de la Europa soñada por Adenauer, De Gásperi, Schuman y Churchill. Si en su día se dijo no a los gobiernos de Salazar o Franco y se rechazó cualquier incorporación de gobiernos comunistas, ahora se cuestiona por pura lógica, al que han elegido los austríacos. El pueblo de Austria es libre para votar a quien le plazca. Los pueblos de Europa son, a su vez, libres para hibernar el neonazismo de Viena hasta que cambien las cosas.

SI la alianza de los democristianos con los neonazis austríacos ha producido la reacción fulminante de la Unión Europea, ¿Qué hubiera ocurrido si en lugar de con un grupo neonazi el acuerdo se estableciera con un partido terrorista? No es fácil que Javier Arzallus se entregue a estas alturas de su vida a la meditación sosegada. Los tiempos del cilicio pasaron para él. Los ayatolás no reflexionan, dogmatizan. Pero su partido, antes democristiano, antes ejemplarmente democrático, gobierna hoy, como cuestión de hecho con el apyoo de un gurpo, Euskal Herritarrok-Herri Batasuna, proterrorista, marxista-leninista y brazo desenmascarado de ETA. El pacto Arzallus-Otegui es perfectamente comparable con el acuerdo Schüssel-Haider. En Europa no caben los despropósitos. La política aldeana de Arzallus y su perfume decimonónico producen rechifla en Estrasburgo. El País Vasco además es la única región de España en que la democracia está comrpometida. La gente vota pero coaccionada unas veces, aterrada otras. Allí pguna por imponerse la dictadura del miedo. Y las dictaduras no caben en Europa, unida por la argamasa indeclinable de la libertad.

01 Febrero 2000

Democracia cautiva

Mario Conde

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El espectáculo proporcionado por muchos políticos en torno a la situación en Austria, y en concreto, respecto del FPÖ, el Partido Liberal que lidera Haider, me parece fascinante. Al inicio de los primeros compases electorales,  además de asegurar que tal partido se teñía en su interior de proposiciones fascistas y racistas, con reminiscencia veladas a los asesinatos de judíos en la Alemania de Hitler, indicaban que la sensatez del pueblo austríaco impediría que una organización política del tal naturaleza recibiera más allá de un puñado de votos.

Reconozco que no tenía excesiva información sobre el personaje y menos aún sobre su partido que, al parecer, perteneció a la Internacional Liberal. Nunca había leído declaraciones de Haider en el sentido indicado por los políticos y los medios europeos que enfatizaban con fervor religioso en su anatematización como extrema derecha, xenófobo y admirador de Hitler. Suponía que algo de verdad habría en tales posicionamientos y que, en consecuencia, resultaría difícil que recibiera el voto masivo de los austríacos, a pesar de que algunos aseguran que se tata de un pueblo sustancialmente racista.

Llegaron las elecciones y resulta que el partido de Haider fue el segundo más votado y a punto estuvo de encaramarse a la primera posición. La conmoción fue inmensa. Los dos partidos políticos tradicionales, la derecha y los socialdemócratas, perdían su tradicional hegemonía, rechazados por el pueblo austríaco que en gran medida se decantaba por Haider. Los titulares de los medios de comunicación enfatizaban que la extrema derecha xenófoba  se convertía en la segunda fuerza política austriaca. Señales de alarma se encendieron en los estados mayores de los políticos profesionales a lo largo y ancho de la geografía europea.

Comencé entonces a interesarme por el personaje y me di cuenta de que lo único que fui capaz de encontrar para atribuirles carácteres tan duros como admirador de Hitler fueron, al parecer, unas referencias a la política de empleo del III Reich, negadas por el propio Haider. Hace apenas unos días, en un reportaje del diario EL PAÍS, la corresponsal aseguraba que ese pensamiento prohitleriano no se manifiesta expreso sin que percibe gestualmente. Utilizar el lenguaje corporal indirecto para atribuir posiciones políticos de tal guisa, me parece más propio de un adivino del tarot que de un político profesional o un periodista. En todo caso no resultaba imprescindible tomarse el asunto en serio porque los dos partidos tradicionales, los dos de siempre, se encargarían, una vez más, de formar gobierno en Austria y de aislar al líder calificado de ultra derechista.

Fracasaron las conversaciones y los austríacos se encontraron con un doble camino: o pactar con Haider, o volver a convocar nuevas elecciones. Posiblemente les habría gustado la última fórmula, pero no se atrevieron por el fundado temor de que el FPÖ llegara a ser el más votado de Austria. Así que la derecha anunció que iniciaba las conversaciones con el FPÖ.

Desde los confines de la tierra se alzaron voces contra semejante dislate. La presión exterior, la de otros países alcanzó tintes tan insólitos que se vestía de grotesca. Se amenazó con expulsar a Austria de la UE si el partido de Haider llegaba a ocupar alguna cuota de poder gubernamental. Clinton, desde Estados Unidos, se unía la festejo. Se azuzaba a la opinión pública europea a manifestarse en contra de la negociación. Se anunciaban catástrofes sin límites para el pueblo austríaco, incluida la demolición de su economía. Aznar pidió que se echara a los conservadores austriacos del Partido Popular Europeo, que no se recibiera a sus ministros, que se cometiera con ellos faltas de educación, en fin, una sucesión de dislates que llegaron al paroxismo cuando en las páginas del diario EL PAÍS alguien escribió que debíamos revisar los valores de la democracia, asegurando que el principio de un hombre, un voto no podía aplicarse a personas como Haider que no eran del sistema y, por tanto, lo mejor era declararle inelegible.

Agobiado por el acontecer, me vi obligado a reflexionar un poco. El FPÖ que lidera Haider, ¿es un partido legal, inscrito en su país? ¿Cumple los presupuestos constitucionales para ser admitido como tal en la arena política? ¿Defiende en su postulado ideológico algún principio esencial que atente de manera directa e inmediata contra los derechos humanos? Si es así, la cuestión es clara: hay que ilegalizarlo. De otra manera, si el partido es legal y cumple con todos los requisitos y presupuestos ideológicos, ¿Quiénes son el resto de Europa – incluido Clinton – para lanzar anatemas de quien puede y quién no puede ser elegido?

De nuevo el fantasma de que la democracia es un régimen que conviene a los países siempre que salgan elegidos los políticos de siempre, pero si alguno desde fuera del sistema se presenta con intenciones de cambiarlo, los profesionales no dudan hasta en volverse contra sus propios postulados afirmando que si quien elige el pueblo no les gusta, entonces el pueblo se equivoca.

No se trata de ofender a Haider o a su partido. Se trata de ofender al pueblo austríaco que le ha votado, a la sustancial parte del pueblo austríaco que le ha votado. No se puede afirmar que todo hombre tiene derecho a votar para luego pretender eliminar las consecuencias del voto. Para eso es mejor decir públicamente que los profesionales de la política quieren un nuevo derecho a votar para luego  pretender eliminar las consecuencias del voto. Para eso es mejor decir públicamente que los profesionales de la política quieren un nuevo derecho de sufragio pasivo, una especie de sufragio censitario, es decir, que ellos y sólo ellos pueden ser elegidos. El pueblo tienen derecho a votar, pero exclusivamente a los que la casta política designe como elegibles.

Cada día se fortalecen mis convicciones de que este sistema no funciona más que para los instalados en él, eso sí, con el precio que pagan la sociedad y el individuo en el terreno de las libertades reales. El modelo es siempre el mismo: la cultura, la economía, las finanzas y la política deben ser necesariamente controlados por quienes se ajustan a la definición del sistema. Obviamente los medios de comunicación deben seguir el mismo trazado. Para conseguirlo se imbrican empresas, finanzas y medios de un comunicación en un mismo y único entramado. Lo bueno consiste en que el entramado carece de soporte ideológico distinto al de poder por el poder. Por eso cuando suceden casos como el de Haider se deslizan directamente hacia el dislate, y ello ilustra a buena parte de la sociedad que permanecía ciega o, como mínimo, aturdida por la velocidad de los acontecimientos. Afortunadamente cada día son más los que comienzan a ver claro.