14 diciembre 1988

Será reemplazado como Subdirector de Opinión por J. M. Santiago Castelo

Dario Valcárcel deja ABC abandonando su cargo de subdirector por discrepancias con el director Luis Mª Anson

Hechos

El 13.12.1988 El nombre de D. Dario Valcárcel figuró por última vez como ‘Subdirector’ de ABC en su macheta para pasar a ser ‘Adjunto a la presidencia de Prensa Española S. A.’.

Lecturas

La mala sintonía entre D. Luis María Anson Oliart y D. Darío Valcárcel Lezcano como Director y Subdirector de ABC se traduce al cese de Valcárcel Lezcano el 14 de diciembre de 1988 como subdirector y su reemplazo por el periodista D. Joaquín Vila Sanz. El Sr. Valcárcel Lezcano no había sido nombrado Subdirector por el Sr. Anson Oliart sino por su antecesor, D. Guillermo Luca de Tena Brunet, que sigue siendo el propietario del periódico como presidente de Prensa Española y es quien le había respaldado hasta ahora para poder aguantar cinco años junto al Sr.  Anson Oliart.

Con su marcha el Sr.  Valcárcel Lezcano pasará a ocupar el cargo de ‘Adjunto al presidente de Prensa Española’ hasta su desvinculación del medio.

En febrero de 1996 en la revista Informe Semanal de Política Exterior D. Darío Valcárcel Lezcano denunciará la existencia en España de “un grupo de profesionales de la información que practica la extorsión, la difusión de falsas noticias y la protección de redes de delincuencia”. Desde el diario Cinco Días asumen que se refiere a D. Luis María Anson Oliart.

Tres incompetentes censores

Carlos Dávila

Leer

Puedo hablar de tres grupales de menor cuantía. Periodistas o proximadamente algo así. Los tres del ABC verdadero, que escribe Luis María Anson. Claro está que ninguno de estos tres. Darío Valcárcel, Rafael Góngora (él se colocaba una preposición entre el nombre y apellido para darse pote) o Manuel Adrio no fueron otra cosa que una rémora para el ABC al que se refiere uno de los cuatro directores de periódico más importantes del siglo XX y en algún caso del XXI. Son, él mismo, Anson, Emilio Romero, el primer Cebrián de EL PAÍS y Pedro J. Ramírez.

Nada que ver con estos monstruos. Dario Valcárcel (D. V.) ha realizado una carrera de aquí para allá, más enjundiosa por sus pretensiones de influencia en lo universal que por su perfil profesional. Es un viceversa: un tipo del ABC a la competencia y así sucesivamente pero, eso sí, acumulando requiebros convertidos en puñaladas cuando el requerido comete la temeridad de darl a espalda. D. V. ha sido siempre un vigilante de la ortodoxia del momento (ora allí, ora allá, ora acullá) salvo, naturalmente, para sí mismo: podría haberse censurado el día en que, según todas las informaciones internas de la Casa, perpetró una historia falsa, miserable, para justificar que la Política Social del último franquismo lanzó a un estudiante, Ruano de apellido, por una ventana. Partidario muy interesado fue cuando ya se vislumbraba la catástrofe de UCD de pactar que este partido básico de la transición se entregara con armas y bagajes a la Alianza Popular del Fraga menos reformista. Esa tarea le ocupó grandes ratos en ABC, también usó mil desvelos destrozando los textos políticos en forma de crónica de todos los que se oponían a sus fines, también en sobarle el lomo estrepitosamente al editor y presidente de Prensa Española, Guillermo Luca de Tena, probablemente el editor más respetuoso, más liberal con sus redactores y colabroadores que yo haya conocido nunca. D. V. siempre pasa a mejor vida, incluso cobrando subvenciones para sus aventuras exteriores. Como se comprueba, guardo un hermoso recuerdo del sujeto.

El censor se apellidaba impropiamente Góngora. Era, a lo mejor todavía es en este momento, un personaje más oscuro que las minas de Gales, que se ganó la vida en el, otra vez, ABC verdadero, fisgando para a continuación contar sus malévolas averiguaciones al jefe que pocas veces, ésa es la verdad, le hacía caso. No se le conoce en toda su biografía un solo escrito propio, como no fueran las denuncias que perpetraba gozando del anonimato. Sólo en una ocasión se despojó, en compañía de otros, claro está, de su infame virus. Corría la madrugada del 23 de febrero de 1981 y los redactores de ABC que habíamos pasado unas cuantas horas secuestrados por el espadón, o pistolero mejor, Tejero y sus superiores Armada y Milans del Bosch, regresamos a la sede del periódico. Allí en el despacho barroco, en un confesionario que parecía del Bosuet y un artesonado de madera rica realmente apabullante estaban reunidas las fuerzas vivas de la empresa. El güisqui era el principal sustento de aquellas horas. El citado se dirigió a mí , algo que no hacía desde tres años antes, y en tono enfático me ordenó con prosopopeya: “Escribe sin adjetivos porque todavía no sabemos quien ha ganado”. Mi sorpresa duró sólo unos segundos, los que tardó el director Luca de Tena en sentenciar: “Dávila escribirá como siempre” y rematar: “y nosotros estamos con el Rey y la Constitución”. Al oficioso acompañado le pudo dar un patatús en el momento. Mi natural bonhomía lo lamentó. Yo todavía lo sigo lamentando ahora.

Manuel Adrio puede ser síntesis y resumen de los censores anteriores. Tras algunas vueltas y revueltas en su periplo profesional, volvió a ABC, de set en set decía, él era buen jugador de tenis. Fue aupado hasta una subdirección y allí le entró un pavoroso ataque de censor en la creencia de que así se haría perdonar sus idas y venidas. Cualquier medido aspaviento liberal le resultaba un atentado contra la tradición de la Casa. Los sábados, vísperas de mi Crónica del Domingo, me perseguía por toda la Redacción; se colocaba tras de mí mientras pergeñaba el texto y, sin leer una línea, argüía sin piedad: “Esto aquí no se puede decir”: Fue uno de los responsables de mi salida de aquel ABC. No le he visto más; se murió sin darme ese gusto, el gesto de decirle: “Eras un memo, Manolo”. Para qué gastarme en otras exquisiteces.