29 diciembre 1988

Con motivo de la huelga del 14-D, los centristas mantienen una posición confusa

El diario EL PAÍS critica que el CDS de Adolfo Suárez intente pescar votos tanto procedentes de AP como del PSOE

Hechos

El 27.12.1988 el diario EL PAÍS dedicó su editorial a la formación política Centro Democrático y Social (CDS). El presidente de este partido, el Duque de Suárez, replicó con una carta.

 

27 Diciembre 1988

Amargar y no dar

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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El ex presidente del Gobierno Adolfo Suárez se ha puesto de puntillas, pero no es seguro que su estiramiento en el debate sobre la huelga general le vaya a reportar los réditos esperados. Los análisis sociológicos sobre el electorado potencial del CDS indican que en su seno conviven dos sectores bastante diferenciados y difícilmente articulables detrás de un mismo proyecto. De una parte, en la España interior, agraria, un sector conservador, concomitante con el de Fraga y atraído por la aureola y simpatía personal del ex presidente. De otra, sectores de las clases medias urbanas radicalizadas por su desengaño de la experiencia socialdemócrata y más o menos nostálgicas de liderazgos populistas. El desgarro interno que deriva de esa doble alma se manifiesta con frecuencia en un relativo bloqueo hacia fuera. Más concretamente, en la abstención ante los problemas políticos del momento. El ya legendario silencio de Suárez no es el fruto de ninguna sutileza estratégica, sino más bien de la dificultad de hallar un mensaje que unifique el alma radical y el cuerpo moderado.Recogiendo críticas de aquí y de allá, Adolfo Suárez estuvo implacable en el Congreso contra el Gobierno; pero al precio de dejar flotando, una vez más, la duda sobre cuáles podrían ser sus propias propuestas sobre los problemas planteados. Su discurso resultó ilustrativo de las características que determinaron el fulgurante éxito y posterior derrumbe del suarismo en la transición. Gran habilidad para captar las dispersas voces de la calle y responder pragmáticamente a ellas, pero dificultad para articular esas respuestas en propuestas programáticas coherentes. Como todo seductor, Suárez tiene más capacidad para conquistar que para retener los afectos.

Es cierto que en la España actual, como en la mayoría de los países de la Europa comunitaria, el espacio abierto entre la socialdemocracia centrada y el conservadurismo moderado es bastante estrecho. De ahí que, renunciando a la inicial vocación de equidistancia, su estrategia se haya desplazado gradualmente hacia la conquista del espacio dejado por el PSOE a su izquierda. Suárez permaneció mudo durante el dramático debate sobre la OTAN, para afirmar, meses después del referéndum, que él había votado no. Pronunciamiento que si denotaba cuáles eran susconvicciones, a esas alturas resultaba más estético que ético, por cuanto implicaba el reconocimiento de su renuncia a asumir los riesgos inherentes a toda ética de las responsabilidades. Mudo ha permanecido también en las semanas en que se preparaba la huelga general, y sólo cuando el éxito de la convocatoria se hizo evidente proclamó que a él no le hubieran montado una movilización de ese género. Después del 14 se apuntó ya decididamente al carro triunfador, sobrepasando incluso a los convocantes -por su izquierda- mediante la envenenada alternativa: o cambio de política económica, lo que implicaría, dijo, retirar los presupuestos para 1992, o elecciones anticipadas.

El CDS ha conseguido extender su implantación territorial y cuenta con algunos valiosos cuadros políticos. Pero sus expectativas políticas siguen dependiendo casi exclusivamente del carisma de su jefe. Y si la presencia de éste en el cartel garantiza un eco electoral estimable en cualquier caso, no parece que por el momento pueda aspirar a desempeñar un papel diferente al de bisagra en alguna combinación de gobierno más amplia. Si la imagen producida por el debate de la semana pasada tuviera alguna relación con la realidad, el aliado preferente de Suárez sería Izquierda Unida, formando un bloque que aspiraría a expresar políticamente el descontento sindical. De momento parece que Suárez ha dejado pasar una oportunidad de oro para, aprovechando el desconcierto del electorado de AP desde la retirada de Fraga, convertirse en el líder de una alternativa de centro-derecha. Incluso la posibilidad de desempeñar el papel de refuerzo centrista de un PSOE sin mayoría absoluta -para intentar recomponer un espacio autónomo desde el poder- parece hoy problemática. Tal como están las cosas, a los socialistas les resultaría seguramente más rentable un acuerdo con los nacionalistas catalanes -y quizá los vascos- que con un CDS cogido por la contradicción permanente.

29 Diciembre 1988

Entre la coherencia y el desgarro

Adolfo Suárez

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Con el máximo respeto a la libertad de expresión y a la independencia y profesionalidad de EL PAÍS, querría salir al paso de algunas inexactitudes contenidas en el artículo editorial aparecido el 27 de diciembre del presente año y manifestar mi discrepancia con ciertas afirmaciones que en él se vierten.Querría, en primer término, aportar los datos que contradicen, refiriéndose a mi persona, la siguiente afirmación: «Mudo ha permanecido también en las semanas en que se preparaba la huelga general, y sólo cuando el éxito de la convocatoria se hizo evidente proclamó que a él no le hubieran montado una movilización de este género». La inexactitud de esta afirmación queda reflejada por las diversas declaraciones que tuve ocasión de formular tanto en la radio como en la prensa escrita, no siendo posible hacerlo adecuadamente, por razones conocidas, en Televisión Española. Me limito a recordar estas dos:

El 18 de noviembre, es decir, casi un mes antes de la huelga, en declaraciones al semanario El Independiente, afirmé, entre otras cosas: «El CDS comprende que los sindicatos acudan a la huelga. Es la consecuencia de una conducta del Gobierno que ha impuesto medidas económicas y ha hecho imposible el diálogo. Aquí, en España, los sindicatos son una institución, según se recoge en la Constitución».

En el mismo sentido, y al propio diario EL PAÍS, con fecha de 6 de diciembre, ante la pregunta de si la convocatoria de paro general para el día 14 me parecía comprensible, desmesurada o injustificada, definí mi posición en una amplia respuesta, de la que extraigo parte en los siguientes párrafos:

«Me parece que es el ejercicio de un derecho constitucional, con independencia de que a nadie le gusta la convocatoria de un paro general: ni a los convocantes ni a los que vayan a soportarlo».

«En la crisis económica de los años setenta, los sindicatos asumieron sacrificios para facilitar el ajuste económico. En una etapa de bonanza de la economía, como afirma el Gobierno, es razonable que se pida una cierta redistribución de los beneficios que se generan».

«Creo que era imprescindible haber llegado a un acuerdo, que las posiciones maximalistas no son buenas y que nunca una de las partes posee todas las razones para imponer sus tesis. Quizás ha faltado flexibilidad en las conversaciones, en especial en el Gobierno, y eso ha conducido a un enfrentamiento que creo que lamentamos todos».

«En todo caso, en lo que de mí dependa, estoy a favor de generar un clima de diálogo».

En segundo lugar, discrepo de la tesis del editorial de que en el actual momento político español sea preciso contraponer a una política de centro izquierda, teóricamente practicada por el PSOE, la necesidad de una alternativa de centro derecha, liderada por quien escribe estas líneas, que a renglón seguido sería probablemente descalificada por su conservadurismo anacrónico. Es este, en cualquier caso, un planteamiento que procede de una visión de la política española que no se ajusta, a mi juicio, a la realidad de hoy. Es, en verdad, difícil considerar que el Gobierno socialista ha orientado su acción hacia el centro izquierda en política económica y social, en política exterior, de paz y de seguridad y en el ámbito que define la relación libertades públicas-seguridad ciudadana y Estado de derecho. Si ello es así -y en mi opinión lo es-, la estrategia política no puede ser oponer el centro derecha a un centro izquierda inexistente, sino luchar por la recuperación para el CDS del centro político que un día captó el PSOE y le dio la victoria electoral.

A mi juicio, la ideología ya no cuenta principalmente como elemento definitorio del PSOE, porque su verdadera estrategia es llegar a ser y consolidarse como un partido hegemónico -que yo llamaría partido institucional o del Estado- sin perfiles muy definidos, oportunista, en el que todo quepa, y sin más pretensión que conservar el poder por encima de todo. Es una actitud peligrosa. Mi crítica al PSOE no se refiere, sin embargo, al objetivo de conservar el poder, que es un propósito legítimo. Pero hay dos maneras de pretenderlo: una, tratar de hacer una buena gestión de gobierno en el marco de unos compromisos electorales, rendir cuentas en su momento al electorado y solicitar de nuevo su confianza. Otra -la seguida por el PSOE-, aplicar una estrategia de ocupación de las instituciones del Estado para eludir el control público de otros poderes, manipular la televisión, presentarse como única alternativa frente al presunto caos que representan los otros y, desde las instituciones, influir y presionar a la opinión pública para que considere irremediable tener que votar al PSOE una y otra vez. Por eso ha perdido ya todo sentido tratar de calificar al PSOE en términos ideológicos. Es, sobre todo, una maquinaria de poder que utiliza el poder del Estado y no sólo para gobernar. La oposición parlamentaria debe combatir primordialmente esta realidad y no inexistentes fantasmas ideológico-programáticos de centro izquierda.

Tal es la posición del CDS que el electorado habrá de juzgar en las próximas elecciones, en las que, entre otras muchas cosas, se va a decidir si es admisible o no gobernar con el talante, actitudes, comportamientos y propósitos de que el PSOE ha hecho gala, y cuyos resultados ha descrito con agudeza el antiguo director del EL PAÍS, Juan Luis Cebrián, en reciente artículo: «Me refiero a la suposición gratuita que los socialista exhiben de que la mayoría absoluta en las Cortes les concede también la absoluta capacidad de razonamiento. En una palabra: su recalcitrante empeño en destruir toda disidencia, desoír toda crítica, anular todo debate y destruir toda mediación posible con los ciudadanos que no sea la del voto. Los grupos minoritarios en las Cortes son avasallados; los sindicatos, desoídos; la oposición, arrinconada; la Prensa, corrompida; la televisión, sojuzgada; la cultura, sobornada; los intelectuales, diezmados».

Y, por último, tampoco comparto los pretendidos análisis sociológicos a los que alude el editorialista de EL PAÍS, que, según se alega, delimitan -no sé en función de qué datos- al electorado potencial del CDS en dos sectores -un sector conservador agrario y otro de las clases medias urbanas radicalizadas- incompatibles entre sí y generadores de desgarro, según el editorial, a la hora de definir posiciones programáticas y de unificar el mensaje. En mi opinión, tales análisis son meras presunciones o valoraciones interesadas que no responden a datos empíricos contrastados. Dejo aparte el tratamiento negativo que parece hacer el editorial sobre esos sectores ciudadanos y sus motivaciones para apoyar al CDS. Lo cierto es que el partido que ha incrementado más significativamente su voto desde el año 1982 en el llamado sector agrario conservador -al tiempo que pedía apoyos en los medios urbanos- ha sido el PSOE, como demuestra la comparación de los resultados electorales de 1982, 1986 y 1987, que sí son datos empíricos. En el CDS no hay desgarro interno alguno que pueda diferenciarle, como no lo hay en la sociedad española. Por fortuna, casi todos los partidos políticos de nuestro arco parlamentario son claramente interclasistas. Singularizar al CDS por el presunto antagonismo de los sectores que le apoyan, o pueden apoyarle, carece por ello de sentido y de rigor. Por otra parte, es hoy insostenible, con un mínimo de fundamento, argumentar sobre la existencia de antagonismos reales entre una España rural y conservadora y otra urbana, nostáigica, según el editorialista, de liderazgos populistas. La teórica dificultad de unificación del mensaje político, de existir, derivaría del interclasismo de los partidos y de la compleja estratificación social de las sociedades industriales como la española. Sería un problema común a todas las fuerzas políticas. Si hoy se le exigiera al PSOE lo mismo que EL PAÍS pide al CDS, el presidente González lo tendría muy difícil. A menos que se considerara, como «unificación de mensaje», hacer programas para incumplirlos o eslóganes como: «OTAN, de entrada, no», «por el cambio» o «que España funcione». Me gustaría que el editorialista, en aras de la objetividad, hubiese puesto de relieve las dificultades -el desgarro interno- del PSOE y de su secretario general si tuviese que acudir a las elecciones y explicar a sus electores potenciales un programa que reflejara la posición adoptada antes y después de la huelga.