15 diciembre 1995

Sinova asegura que su despido de DIARIO16 fue por motivos políticos, en cambio Gutiérrez considera que fue por la aplicación de un ERE

El director de DIARIO16, José Luis Gutiérrez, se enfurece con la versión de Justino Sinova sobre su salida del periódico

Hechos

  • El 15.12.1995 el diario EL MUNDO publicó un fragmento del libro ‘El Poder y la Prensa’ en el que el Sr. Sinova daba su versión sobre su salida de DIARIO16. El 22.12.1995 el diario EL MUNDO publicó una carta de D. José Luis Gutiérrez replicando a la versión del Sr. Sinova. EL 27.12.1995 el diario DIARIO16 publico una réplica de D. Justino Sinova a las palabras del Sr. Gutiérrez.

Lecturas

El diario El Mundo publica el 15 de diciembre de 1995 un adelanto del libro ‘El poder y la prensa’ del ex director de Diario16, D. Justino Sinova Garrido justifica su sustitución por José Luis Gutiérrez Suárez al frente del periódico en un intento de complacer al Gobierno del PSOE y a los directivos del Banco Ibercorp publicando la transcripción de las conversaciones de Jesús Cacho Cortés. Como respuesta D. José Luis Gutiérrez Suárez, actual director de Diario16 manda una réplica contra Sinova a El Mundo recordando que sí que publicó resúmenes de las conversaciones de Cacho y explicando que su despido fue por su negativa de responsabilizarse del ERE que trabajadores que precisaba la empresa. Sinova publicaría una carta de réplica que sería publicada tanto en El Mundo como en Diario16.

PresentaciSaRamGutSin2 D. Justino Sinova y D. José Luis Gutiérrez fueron compañeros durante muchos años en DIARIO16. Ahora son adversarios, el Sr. Gutiérrez es el actual director de DIARIO16 mientras que el Sr. Sinova ha fichado por EL MUNDO, principal competidor del periódico.

15 Diciembre 1995

Como se pierde la dirección de un diario

Justino Sinova

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Comuniqué la difícil situación a dos de mis más directos colaboradores. José Luis Gutiérrez comenzó a hacer la guerra por su cuenta, con evidente rédito inmediato.

A los periodistas les llegan las presiones desde los lugares más insospechados. También dentro de su propia casa y a veces acompañadas de apelaciones a la profesionalidad y disfrazadas de servicio a la verdad. No siempre está detrás de ellas el poder político, pero suele haber por medio algún poder, o alguna amistad, o alguna servidumbre. He sostenido con frecuencia que el trabajo de periodista consiste en esquivar los controles que permanentemente le acechan, controles de todo tipo que quieren arrancarle decisiones o al menos unas palabras impresas o lanzadas al aire. Todo el mundo quiere dominar de alguna manera al periodista.

En mi vida profesional he sido testigo de innumerables intentonas y ni que decir tiene que he sufrido también varias de ellas. Pero la más grave, la más injusta y de más duras consecuencias fue la que tuve que soportar en 1992, siendo director de DIARIO16, y que dio con mis huesos en la calle. Quiero trasladar al lector en estas páginas finales el relato de ese episodio en la vida de un periodista, nunca narrado por escrito pese a su significación, conocido por unos pocos colegas y deformado o mal interpretado por algunos otros. Al tiempo que repongo la verdad en su sitio, ofrezco a los lectores unos datos para la reflexión. Pienso sobre todo en esos estudiantes de Periodismo que esperan encontrar en el ejercicio de la profesión la satisfacción de sus ilusiones. Deben saber que la aventura periodística pasa a veces por amargas experiencias que exigen un valor que no garantiza la victoria.

Caso Ibercorp

En el primer trimestre de 1992 (escribo de memoria y no voy a ser muy preciso en las fechas), el diario EL MUNDO destapó lo que luego se conocería como «caso Ibercorp». EL MUNDO era un periódico que había nacido de DIARIO16, cuando una parte importante de la Redacción decidió seguir los pasos de Pedro J. Ramírez, destituido de la dirección tres años antes, y estaba planteando una dura batalla por el mismo segmento del mercado. Realmente, aquella temporada DIARIO16 aguantaba la competencia más fuerte de su historia. Pedro J. y quienes se fueron con él conocían la casa al dedillo y sabían que el éxito de EL MUNDO dependía en gran parte de la cuota de lectores que pudiera arrancar a DIARIO16.

Pero el Diario aguantaba bastante bien la batalla y no sólo su venta no había descendido sino que había aumentado. Yo había puesto en marcha varias operaciones para captar mercado (fuimos el primer periódico que regaló un video -«50 años en la vida de España»- y el que inició la entrega de un fascículo diario -con «Crónica de Madrid», «Crónica de España», etc.-), el periódico mantenía un nivel informativo muy apreciable y presentaba un plantel de firmas excepcional: yo había ido fichando a Camilo José Cela, que escribió, además de un artículo diario, sus memorias en fascículos semanales, luego publicadas en libro con el título Memorias, entendimiento y voluntades, a José Luis Martín Prieto, a Raúl del Pozo, a Antonio Burgos, que fueron marchándose luego, tras mi destitución, el primero a ABC y los demás a EL MUNDO. Las cifras de venta, en franca progresión, y la satisfacción con que se recibía la evolución del periódico en la propia Casa 16 no hacían presagiar la tormenta que se iba a desatar poco después.

De la satisfacción de la casa es un claro indicio el elogio público que me dedicó Juan Tomás de Salas, presidente del Grupo 16, del que era en gran parte propietario, en un acto celebrado en octubre de 1991 para recordar al fallecido Romualdo de Toledo, director general y alma del periódico desde su fundación. En un discurso que pronunció al descubrir una placa en el hall de la nueva sede del Diario, que hoy también ha perdido, Salas afirmó que por fin el periódico contaba con «el director de primera» y se felicitó de que los 200.000 ejemplares de difusión media diaria estuvieran «al alcance de la mano». Esa circulación era el récord histórico del periódico. El discurso quedó reproducido en el periódico al día siguiente por expreso deseo de su autor.

Nada anunciaba, como digo, la crisis repentina, pese a que el «caso Ibercorp» tocara muy de cerca a Juan Tomás de Salas y a su círculo personal de asesores, compuesto exclusivamente, aunque parezca mentira, por su mujer y la ex-esposa de Mariano Rubio, cuya conexión con el mundo de la información periodística se produjo por casualidad. Para las finanzas y la gestión empresarial, el presidente del Grupo16 contaba también con Luis Blasco, cuya exacta participación en los sucesos posteriores desconozco todavía.

Amigos personales

El «caso Ibercorp» afectaba a dos amigos personales de Salas, el ya citado Rubio, gobernador del Banco de España, y Manuel de la Concha, que había sido síndico de la Bolsa y había estado junto a él en los delicados momentos en que el grupo francés de Robert Hersant había intentado quedarse con todas las publicaciones del 16.

El Gobierno, por lo demás, veía con enojo cómo las informaciones de cada día ponían en entredicho a un alto cargo de la Administración, a quien había defendido públicamente Felipe González. Yo comprendía los sentimientos encontrados que pudiera tener Juan Tomás de Salas y sabía que las noticias que EL MUNDO publicaba sobre el caso, haciendo evidente las irregularidades de Ibercorp y negando la independencia de la primera autoridad monetaria, eran misiles contra el Grupo 16, ya que las amistades citadas eran conocidas al menos en los círculos políticos y económicos, además de contra el Gobierno, cuya falta de información quedaba al descubierto. Pero, al mismo tiempo, era consciente del riesgo que para DIARIO16, que se había labrado un lugar de privilegio en la Prensa de España, entrañaba el perder esa batalla informativa y el aparecer como el abanderado de quienes se hallaban implicados en un caso de corrupción cada día más claro. Por eso yo había intentado que la Redacción aportara noticias sobre el caso mientras le había asegurado a Salas que editorialmente defenderíamos la inocencia de los implicados mientras no se demostrara lo contrario (es lo que se hace con todos los acusados, presumir su inocencia). Estaba en juego la credibilidad del periódico, que es, para quien entiende rectamente la responsabilidad pública de un medio de comunicación y de una empresa informativa, más importante que unos amigos y también que un director y un presidente.

La información que ofrecíamos cada día sobre el «caso Ibercorp» salía mal que bien. Las fuentes informativas no se abrían suficientemente a un periódico que tenía puesto ya el sello de su amistad con los públicamente acusados y, además, se acentuaba de manera subrepticia la presión «de García Noblejas» (así llamábamos, por el nombre de la calle, a la sede de la presidencia del Grupo16) sobre algunos miembros de la Redacción. Yo me sentía puenteado, claramente puenteado, pero no pude hacer nada. Lo digo con pesar y frustración. La información se me escapó a veces de las manos.

Todo comenzó a última hora de la tarde de un día de mediados de marzo, que sería para mí fatídico, cuando se presentó Juan Tomás de Salas en mi despacho del periódico. No solía venir casi nunca ya que despachábamos por teléfono algunos días, así que su presencia no anunciada hacía presagiar alguna novedad. Y vaya si la hubo. Traía en las manos un pequeño magnetofón con una casete para que yo la oyera. Me quedé perplejo cuando empecé a escuchar una conversación telefónica entre un conocido periodista y un abogado, que comentaban diversas circunstancias relacionadas con el «caso Ibercorp». Salas sostenía que de esa conversación se colegía que el «caso» era producto de una conspiración. Yo no quise entrar en ese asunto. Me daba igual que quedara al descubierto una conspiración (cosa que, por otro lado, no se desprendía de lo que oí). Sin escuchar más que una parte de la cinta, le recomendé que la devolviera a quien se la había entregado si conocía su identidad (que no me comunicó, pues me dijo que su fuente estaba amparada por el secreto profesional) y que avisara a la Policía, pero que, en cualquier caso, nosotros no podíamos hacernos eco de una grabación ilegal.

Lo que dice la Ley

Todavía no había sido promulgada la ley que castiga la difusión de conversaciones grabadas ilícitamente cuyo origen sea conocido por el periodista (Ley Orgánica 18/1994, de 23 de diciembre, citada en el capítulo 5º), con la que evidentemente estoy de acuerdo como he escrito con palabras y con hechos, pero me parecía que un periodista no puede usar algo que procede aparentemente de un acto delictivo. Debe de haber alguna excepción a esto que me parece la norma adecuada, pero si la hay no existía en aquel caso.

Prescindo de algún episodio menor (tuve que abandonar el periódico a última hora de la tarde por una cita inaplazable, con la primera edición cerrada, y cuando llamé a la Redacción para interesarme por la edición de Madrid me encontré con un titular a cuatro columnas alusivo a unos datos de la cinta realizado por Salas y que reduje a la menor expresión permitida por la situación), porque al poco tiempo creí haber solucionado el problema. Mantuvimos varias conversaciones en las que se me aducía, incluso con el concurso del letrado del Grupo, que el caso era muy parecido al protagonizado por la SER, que había reproducido unas cintas con conversaciones de José María Benegas. Pero era absolutamente diferente: las cintas de la SER habían captado una conversación emitida por ondas y eran, al parecer, o eso decían, resultado de la casualidad de un radioaficionado; en cambio, «nuestra» cinta provenía de una interrupción física de la línea telefónica, de lo que comunmente se entiende por un pinchazo. En conclusión, yo mantenía con firmeza que el Grupo16 no podía hacer uso de ella, que eso era no jugar limpio y que, en contra de los deseos de Salas, que quería reproducirlas íntegramente, yo no las publicaría en Diario 16. Le recomendaba también que él no las incluyera en CAMBIO16, semanario del que se había hecho director meses atrás.

Pero en los momentos de mayor tensión personal, cuando creía perdida la batalla, recibí una agradable sorpresa. Mi tenacidad, pensé entonces, había dado fruto. Al día siguiente de una larga conversación en la que salieron a relucir los argumentos anteriores y que concluyó sin nada que hiciera presagiar el giro que se iba a producir, Salas me comunicó que le había convencido y que se olvidaba de la cinta. Tan satisfecho quedé de la gestión que yo sí me olvidé efectivamente del maldito trasto y archivé en un hueco del pasado el problema que tan malos tragos me había costado.

Así ocurrió que cuando CAMBIO16, un mes más tarde, salió a la calle con la transcripción literal de la olvidada cinta, hube de hacer un esfuerzo por recuperar la memoria y conservar la serenidad. ¿Qué había pasado? ¿Por qué de pronto cambiaban de tal manera las cosas y sin un solo aviso? Salas, como quitándose del medio, me ofreció una explicación débil, más bien una disculpa, aduciendo que «alguien de la Redacción» así lo había decidido. Eso era algo inverosímil. Me pareció que la revista emblemática del Grupo 16, defensora ardiente de la libertad personal, que tan destacado papel había desempeñado en la concienciación de la sociedad a la salida del franquismo, había cometido un error mayúsculo, había traicionado su propia historia.

Sinergias de grupo

Como yo no estaba dispuesto a seguir por el mismo camino, tal como había dicho reiteradamente, me abstuve de reproducir en el periódico nada de lo que la revista ofrecía. Todas las semanas, DIARIO16 publicaba una información sobre los contenidos de la revista cumpliendo lo que se llama en argot empresarial sinergias de grupo, haciendo publicidad de su oferta periodística, en lenguaje llano. Pero aquella semana, DIARIO16 se abstuvo, como era lógico. Para la revista y para quienes deseaban la máxima publicidad de la cinta magnetofónica, aquello no fue un problema insuperable. Cuarenta y ocho horas después, el domingo, día de máxima audiencia, el texto de CAMBIO16 era reproducido ¡por EL PAÍS! Los lectores asiduos lo recordarán: una página del periódico en la sección de Economía con la transcripción casi literal del pinchazo telefónico. ¿Cómo era posible? Yo sospeché desde el primer instante que el periódico de Jesús de Polanco se había prestado a cumplir el papel amplificador, y otros papeles, que Salas necesitaba. No pude confirmarlo entonces, pero una conversación que mantuve meses después con el director de EL PAÍS, sobre estas desagradables aventuras, despejó mis sospechas. Joaquín Estefanía me confesó que esa reproducción le había llegado «impuesta».

Meses después, cuando esa conversación, yo ya no era director de DIARIO16. Casi dejé de serlo aquel domingo de abril en que EL PAÍS se prestó a hacer el juego que Salas quería. Para él debió de ser la fecha en que me consideró un director muerto. Para mí fue el comienzo de una cuenta atrás, que se confirmó cuando en el número siguiente de CAMBIO16, elogiaba el gesto de EL PAÍS, «gesto» que no había querido tener con él DIARIO16, y cuando abrió un paréntesis de silencio y de distancia similar al que sufrieron mis antecesores. Por si fuera poco, un alto cargo de la empresa me pronosticó mi cese próximo. Se equivocó sólo en unos días.

En el momento de serme comunicada mi destitución no pedí explicaciones. Ya habíamos hablado bastante. Se adujo como disculpa las dificultades de realizar una reconversión del periódico porque yo me había opuesto al plan trazado. No era toda la verdad. Yo había rechazado el diseño de la operación, no la operación en sí, y había demostrado con hechos -pues había amortizado numerosos puestos de trabajo como la empresa quería y exigía la situación- estar dispuesto a la reconversión por medios menos traumáticos y, en mi opinión, más eficaces. Desde luego, no había razones profesionales que justificaran la destitución.

El periódico había mejorado en contenidos y en ventas durante los dos años y medio que yo llevaba ejerciendo la dirección, pese a la durísima competencia de EL MUNDO, a la crisis general publicitaria y a las restricciones económicas que sufríamos. Salas me había comunicado con cierta frecuencia su satisfacción y la del Consejo. Se había creado en torno al periódico un clima de euforia que ya no recordábamos.

Habíamos lo gra do alcanzar los 200.000 ejemplares. Según el Estudio General de Medios (EGM), en mayo de 1992 teníamos 611.000 lectores, más que LA VANGUARDIA y que EL MUNDO. Y la Oficina de Justificación de la Difusión (OJD) certificó una circulación de 191.962 ejemplares al día durante el primer semestre, la más alta de toda su historia, según dejó constancia el propio periódico casi tres meses después (de esta fecha sí me acuerdo: el 19 de octubre, página 2) de mi obligada marcha. Pero otras razones me despedían del periódico en el que había enterrado dieciséis años de mi vida, desde aquel septiembre de 1976 en que unos cuantos periodistas empezamos a trabajar para fundarlo en un tiempo récord. Fundador y director, con una dedicación absoluta en distintos puestos de la Redacción, tenía que abandonarlo vencido por las presiones en las que se mezclaban la amistad, la política y el interés personal. Esta vez el periodista, obligado a saltar con habilidad los controles, había sido cazado de lleno.

No quiero olvidar un breve pero ilustrador detalle. En los momentos en que yo sentía la máxima presión, no hice partícipes de los problemas a los miembros de la Redacción del periódico. Me parecía que podía ser una circunstancia turbadora que sólo causaría inconvenientes en el trabajo. Pero sí comuniqué la difícil situación a dos de mis más directos colaboradores. Estaban en juego la independencia del director y el futuro del periódico, y ellos debían saberlo por si los acontecimientos tomaban peor cariz.

Deslealtades

Pues bien, sólo uno de los dos se puso incondicionalmente al lado del director, dispuesto a defender la causa justa de la información. Su fidelidad fue la compensación de las deslealtades de quienes sólo buscan una sombra en la que cobijarse. El otro [José Luis Gutiérrez] comenzó a hacer la guerra por su cuenta, con evidente rédito inmediato.

Si he contado esta historia ha sido 1) porque ilustra acerca de los problemas que pueden asaltar la vida de un periodista, 2) porque es conveniente que quienes consumen información conozcan lo que se cuece a veces en las calderas de los medios, 3) porque es bueno que quienes se preparan para ejercer la profesión de periodista sepan que se van a encontrar con muchas trampas en el camino, y 4) para que se vea que el Poder, bajo muchas formas y con el objetivo de dominar la información, llega en ocasiones hasta donde se propone. No hay que ser ingenuo. La cuerda sigue rompiéndose por lo más delgado. Y no es suficiente compensación que al final sólo nos quede la palabra.

Justino Sinova

22 Diciembre 1995

Cómo se pierde el control

José Luis Gutiérrez

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Trataré de desmontar toda esta trama de miserias, medias verdades y bajezas, en las que se ha implicado a personas que nada tienen que ver con el torturado, deforme y convexo drama personal de Justino Sinova.

En el suplemento de Comunicación del diario EL MUNDO del pasado viernes, 15 de diciembre, se publicó el adelanto de un libro, El poder y la Prensa, del que es autor Justino Sinova, ex director de DIARIO16. El capítulo reproducido, «Epílogo para ingenuos», epigrafiado en el periódico que diriges con el título «Cómo se pierde la dirección de un diario», relata de forma irreconocible las visicitudes vividas por el autor en los últimos momentos de su permanencia al frente de DIARIO16.

El texto leído, la unánime reacción de malestar que ha producido en la Casa 16 semejante cúmulo de fabulaciones y fantasías, las innominadas y calumniosas alusiones a mi persona, me obligan a escribir estas líneas cuya publicación en el suplemento citado ruego, para que esta respuesta pueda llegar a los lectores del periódico que diriges, que conocieron el pasado viernes su visión de los hechos. Debo decir que pocos días después de ser cesado, el autor ya transmitió tal versión a las agencias. Ante la terminante advertencia recibida de este periódico por la falsa interpretación, el autor hubo de desdecirse de sus declaraciones y obligar a las agencias a anular el despacho que ya había llegado a las redacciones.

La «perruca»

Cuentan que el general Franco, ante un ilustre periodista que le visitaba para manifestarle sus preocupaciones profesionales y empresariales, comentó con su legendaria sorna gallega: «Ustedes los periodistas, sólo parecen estar preocupados por la perruca…». La «perruca» -aquellas ínfimas monedas de cinco o diez céntimos, ya desaparecidas, fundidas en insignificantes aleaciones cercanas a la calamina- era para el Caudillo la numismática metáfora de lo trivial y lo irrelevante.

Siempre he tratado de evitar esa querencia hacia lo efímero, lo superficial y lo intrascendente que se atribuye a esta profesión y más aún cuando se trata de adentrarse en la historia de Diario 16 o del Grupo 16. Una cosa son los medios y otra los fines, una las estrategias para alcanzar determinados objetivos y otra muy distinta los instrumentos utilizados para lograrlos.

Creo, por tanto, que lo esencial, lo importante es el relato de un acoso taimado, inclemente y sistemático, violentando el más elemental respeto a la libertad de Prensa, a uno de los más esenciales derechos del hombre, que, desde el poder socialista, se ha instrumentado, durante más de trece años, contra el Grupo 16 y sus publicaciones -y que tuvo su explicitación más soez, en aquella propuesta que un miembro del Gobierno le formuló a Manuel Fraga, al que solicitó su colaboración, en 1985: hay que cerrar el Grupo 16- de los «porqués», los «cómos» y los «cuándos» de tan inelegante y antidemocrática persecución.

El acoso tiene sus orígenes, sin duda, en ciertos cambios societarios que se produjeron en la empresa editora a principios de los años setenta que no gustaron a ciertos dirigentes socialistas.

Habrá, sin embargo, tiempo, modo y momento más adecuados para relatar detalladamente esta historia inacabada en la que muchos han sido instrumentos, -conscientes unos, inconscientes y despistados otros-, y en la que el autor del libro comentado tan sólo jugó un intrascendente, episódico y terciario papel.

Tampoco pretendo figurar en esa familia periodística que Le Monde etiqueta derogatoriamente -Querelles d’Espagnols- cuyos miembros entienden como parte sustancial de su profesión la ardua pugna y la más encendida y acalorada controversia con sus colegas para tratar de imponer criterios sobre las cuestiones más peregrinas. Sin embargo, entiendo que, por lo anteriormente dicho, la respuesta resulta inexcusable.

En síntesis, el autor del libro viene a decir: desde su nombramiento como director de DIARIO16, en abril de 1990 hasta julio de 1992, el periódico vivió tiempos de esplendor, tras lo cual, se enzarza en una pueril exhibición de excombatientismo y medalleros. Vendía más que nunca, hizo muchos suplementos y muchos fascículos y consiguió que columnistas de prestigio escribieran en sus páginas.

Sin embargo, en marzo de 1993, el editor y propietario del periódico entonces, Juan Tomás de Salas, le cesó porque el director se negó a publicar el contenido de unas cintas con grabaciones de conversaciones del periodista Jesús Cacho -que, en cambio, sí reprodujeron la revista CAMBIO16 y el diario EL PAÍS -. Salas le cesó fulminantemente -seguimos con su versión-, presionado por el entorno de sus amigos, Mariano Rubio y Manuel de la Concha. En aquellos días, el autor se manifiesta víctima de las presiones de Salas y asegura que se sentía «puenteado» y que la información «se me escapó a veces de las manos». Sin escuchar «nada más que parte de la cinta» recomendó al editor que llamara a la Policía pero que él no podía recoger el contenido de una «grabación ilegal».

Finalmente, y según el autor, cuando hizo saber a dos de sus más directos colaboradores la «causa justa» en la que estaba empeñado frente al editor Salas, uno de ellos se mantuvo fiel y el otro, «comenzó a hacer la guerra por su cuenta, con evidente rédito inmediato». El «otro» es quien esto firma y «el rédito inmediato», ser nombrado director de DIARIO16.

Debo decir en este punto que un leve atisbo de vergüenza ajena me embarga al comentar estas cosas. Un periódico es un ser vivo, hijo de experiencias acumulativas, un estado de ánimo colectivo que se nutre de los aciertos de muchos y de los logros y fracasos de quienes nos han precedido en su elaboración y dirección. Analizar la propia ejecutoria de forma tan infantil y ruidosamente azucarada, descontextualizándola de cualquier otra consideración, es falsificar neciamente la realidad. No creo que merezca la pena adentrarse en explicar la verdad de aquellos años, pero, al menos sí trataré de desmontar toda esta trama de miserias, medias verdades y bajezas, en las que se ha implicado a personas que nada tienen que ver con el torturado, deforme y convexo drama personal del autor.

El dato de las cifras de venta que aporta no es el real y se extrae, de nuevo, descontextualizándolo de la realidad de la competencia del resto de los diarios de entonces y de ahora. Los columnistas que fueron marchándose luego, «tras mi destitución», no lo hicieron entonces, como sugiere falsamente, sino muchos meses después de tal «destitución» y por razones que nada tuvieron que ver con su cese: la falta de recursos de la empresa y la crisis profunda que vivía el periódico, que padeció seis días de huelga, la más formidable y teledirigida agresión sufrida nunca por un periódico en nuestro país, fue la verdadera razón.

El episodio de las cintas también está ruidosamente falsificado. No escuchó el autor «parte de la cinta», sino, varias veces, todas las cintas -en una de las cuales, por cierto, se describía una operación contra el periódico entonces dirigido por el autor, ante la que no reaccionó-, nadie le «puenteó» y es falso que la «información se le escapara de las manos», lo cual, por otra parte, resulta bastante duro de confesar. No se negó «con firmeza» a publicarlas sino que lo hizo con varios y extensos resúmenes.

Sólo resta una incógnita en toda esta lamentable charada: ¿Por qué, entonces, prescindió Salas de los servicios del autor como director de DIARIO16? No voy a recrearme en rencores ni «vendettas» -que estarían plenamente justificados- y olvidaré esa malévola y falsa imputación que el autor del libro hace sobre mí. Tan sólo trataré de explicar brevísimamente las cosas como fueron.

Los problemas del autor como director del periódico no surgieron en marzo del 92 como él cree o dice creer, sino mucho antes, pocos meses después de ser nombrado en abril de 1990.

Regulación de empleo

La empresa estaba empeñada en realizar un ERE, un expediente de regulación de empleo que aliviara las pérdidas de la cuenta de explotación, que había suscitado una fortísima reacción sindical en contra. Ya a finales de 1991, las asambleas eran frecuentes y el clima se enrarecía por momentos. El editor llegó a confesar que el director estaba «aterrorizado», «escondido en su despacho».

Un director de periódico, además de su destreza profesional, debe acreditar inequívocas condiciones de liderazgo que a juicio del editor -y de prácticamente toda la redacción del periódico que, utilizando el argot castrense, acostumbraba a bromear diciendo que «han nombrado general a alguien que ni siquiera está caracteriológicamente cualificado para el galón de sargento»- estaban ausentes en la personalidad del autor. No deseo recoger en este texto ni siquiera unos pocos de los cientos de testimonios que sobre este penoso asunto obran en mi poder sobre el autor del libro. Tan sólo aportaré algunas leves pinceladas para explicar la razón de su cese. Todas las aseveraciones que aquí hago están soportadas por el testimonio de los propios protagonistas.

Su carácter pusilánime y asustadizo le impedía tomar decisiones y para ello requería siempre el concurso del «staff» del periódico, al que llegó a plantear, incluso, los contenidos de algunos editoriales. Asimismo, un vago y burlón disgusto se había extendido por la redacción por entender que el autor del citado libro, siguiendo terminantes instrucciones conyugales, se dedicaba a censurar expeditivamente el inocente seno desnudo de una fotografía o el comentario ingenuamente procaz de un columnista. Y lo hacía en un periódico librepensador, laico y con una sana tradición de libertad en este ámbito y en todos los demás.

Su falta de magnanimidad, su autoritarismo casi siempre frente a los más débiles y siempre a destiempo, hicieron el resto. Denostaba a algunos de sus colaboradores por razones extraperiodísticas, como ocurrió con cierto profesional del que pretendió prescindir, porque había sido descargador de camiones en un mercado madrileño.

Sin embargo, la gota que colmó el vaso fue cuando el editor le exigió que elaborara una lista de medio centenar de personas de la redacción que debían ser incluidas en el ERE, es decir, ser despedidas. El autor del libro no sólo no lo hizo, sino que trató de que lo hiciéramos… sus directores adjuntos. Luego, la lista debería «consensuarse» entre todos, para difuminar la responsabilidad exclusiva del director en tan dolorosa decisión, en un colectivo más amplio.

Ante la negativa de todos sus colaboradores a elaborar tal lista, la preparó él y la entregó a la empresa, pero, eso sí, en secreto. Sólo muchos meses después supimos que la lista de periodistas despedidos -salvo algunos pocos profesionales que quien esto firma pudo rescatar- había sido elaborada por el autor del libro que comentamos. Todo esto explica que las breves líneas de despedida que el autor del libro escribió a la redacción fueran respondidas con el más elocuente y desdeñoso silencio.

Finalmente, el comentario en el que implícitamente me acusa de conspirador y desleal a cambio de ser nombrado director del periódico, me ha producido una honda tristeza, al comprobar, una vez más, a qué extremos de bajeza se puede llegar para montarse un film fantástico en torno a uno mismo que oculte las verdaderas razones del propio fracaso. Eso sí que es perder la dirección y el control de uno mismo.

La historia es justamente la contraria. Desde que se inició la crisis en DIARIO16 en 1989, siempre dejé claro al editor que yo no era candidato a la dirección del periódico. En marzo de 1990, rechacé nuevamente tal hipótesis, y propuse al autor del libro como director. El lo sabe. Y mejor aún lo sabe el editor, pues tuve que discutir concienzudamente con él durante días para vencer su resistencia, y la de algunos de sus colaboradores más cercanos, a nombrarle. Es más: mi nombramiento como director del periódico se produjo el 28 de julio de 1992. Si no hubiera rechazado el ofrecimiento del editor -y de colaboradores suyos, que insistieron para que aceptara- durante meses, mi acceso a la dirección se habría producido mucho antes. Entendían que con el autor del libro no podían iniciar un período tan complicado como el que se avecinaba. Acertaban. La ardua, esforzada y a veces poco gratificante experiencia -enriquecedora como pocas y que no cambiaría por nada- de estos años al frente de DIARIO16 ha merecido la pena. Ahí está, cada día, DIARIO16 para demostrarlo. Gracias al trabajo entusiasta de sus profesionales, el autor del libro se llevó una multimillonaria indemnización. Pero ésa ya es otra historia. Mientras tanto, los ataques contra DIARIO16 prosiguen.

Royce definía al embustero como aquella persona que deliberadamente descontextualiza sus propuestas ontológicas. El embuste, por tanto, se materializa cuando difiere lo que se dice de lo que se sabe o lo que se piensa, con lo cual, una convicción equivocada puede conducir a decir la verdad a un embustero y, contrario sensu, a mentir a alguien con voluntad de decir la verdad.

En una postrer tentativa de ser piadoso, me acojo a esta concepción relativista de la verdad para enjuiciar el texto que he comentado, sin llegar al extremo de Freud para quien sólo la aritmética es capaz de resolver la disyuntiva entre lo verdadero y lo falso.

Por ahora es suficiente. Así se escribe la historia.

José Luis Gutiérrez

27 Diciembre 1995

Matonismo periodístico

Justino Sinova

Leer
En el texto intoxicador de Gutiérrez veo el rastro de mensajes difamatorios que, según me contaron, circulaban entonces sobre mi persona y sobre mi trabajo. He visto confirmado, pues, que el matonismo que anima su réplica no es cosa de ahora.

No esperaba yo convertirme en el objeto de las iras de un irascible periodista cuando escribí un breve epílogo en mi último libro, El Poder y la Prensa, dedicado a relatar, por primera vez y con la mayor serenidad y precisión, mi salida de la dirección de Diario 16. Aquella experiencia me pareció adecuada para ilustrar los problemas que acechan a veces a un periodista en su vida profesional, como colofón a un estudio sobre el control político de la información en España. Pero está visto que no siempre uno es libre para contar la verdad. Alguien cae sobre él para estigmatizarlo.

No acabo de explicarme la razón por la cual José Luis Gutiérrez ha salido a replicar esta historia. No sé si hacer caso a algunos de sus colaboradores, que me dicen que la mayor ofensa que le he infringido ha sido recordar que, cuando hube de dejar la dirección, Diario 16 tenía una circulación récord en su historia, próxima a los 200.000 ejemplares. Yo la evoqué simplemente para poner de relieve la falta de argumentos profesionales para mi cese. Si él la relaciona con la actualidad -cosa que yo no hago- es cosa suya. Hay otra interpretación posible, que también me apuntan, y es que se sienta protagonista de la historia en la que fui víctima. Sería, pues, la consecuencia escrita de lo que se llama mala conciencia.

Sea cual sea la causa, el objetivo de la réplica de Gutiérrez es bien explícito: desvalorizar la labor de su antecesor, desacreditarlo para encontrar en ello su propio encumbramiento. Despreciando mi trabajo -que no podrá destruir porque ahí están las hemerotecas para demostrar cómo Diario 16 vivió una de las etapas más positivas de su historia-, cree encontrar su recompensa. Un penoso propósito que intenta manejando desvergonzadamente la mentira.

Hay algo que nos distancia largamente y es el sentido ético de la tarea de la comunicación pública, que me impide defenderme con esas mismas armas. Evitaré también recoger los comentarios que durante muchos años su actividad provocó en las altas esferas de la casa.

El texto que él firma y que publicó generosamente este periódico, es una muestra de matonismo periodístico. No pretende tanto desmentir unos hechos cuanto destruir a una persona, aprovechándose de su posición de privilegio, de la falsedad, de la invención más descarada. Responde a lo que Ortega y Gasset describió como uno de los abusos más perniciosos que se pueden cometer en periodismo. Antiguamente -escribía el filósofo-, «la manera de deshacerse de un adversario era pagar a un asesino para que lo matase; hoy, basta con pagar a cualquier mercenario de la pluma para que le injurie y le calumnie; a ser posible, para que le mate civilizadamente». Gutiérrez no necesita lacayo; se basta él mismo para intentarlo.

Su relato de los hechos que sucedieron durante mi dirección y en mi cese está plagado de sonrojantes mentiras, que no merecerían el esfuerzo de la réplica si no fuera porque con ellas pretende, repito, un grosero ataque a una persona.

Miente repugnantemente cuando afirma que yo elaboré una lista negra que él encontró casualmente al cabo de unos meses: sólo la vileza o la más culpable ignorancia puede llevarle a ocultar que me opuse al plan de reconversión, que incluía una dura reducción de plantilla, tal como había sido planteado por la empresa, ante la que yo aducía la importante amortización de puestos de trabajo lograda durante dos años mediante el procedimiento de no cubrir algunas bajas o excedencias producidas y efectuar traslados voluntarios a ediciones regionales; labor dura, que requería soluciones imaginativas, pero muy eficaz, de la que él ni se quería enterar y en la que, por lo tanto, no colaboraba. Ahora viene poniéndose medallas y presentándose como salvador.

Miente cuando me adjudica una labor de censura: él podía publicar libremente en Diario 16 hasta sus a veces extemporáneas elucubraciones a pesar de que yo recibía frecuentes invitaciones de la casa a no permitirlo y a pesar de haber podido decidir no difundir algunos textos en uso del derecho que asiste a cualquier director de un medio.

Miente, y no voy a agotar piadosamente los ejemplos, cuando dice que escuché varias veces las cintas (de conversaciones grabadas ilegalmente), aunque en este caso la mentira puede ser disculpable: el tiempo transcurrido debe de llevarle a confundir lo que hizo él con lo que hice yo, que efectivamente escuché sólo parte de una cinta, no quise conocer más y traté por todos los medios a mi alcance que el Grupo 16 no las utilizara.

Su afán por matar a su antecesor le lleva a replicar hasta la cifra de ventas de mi etapa publicada cuando él era ya director (que es un pretendido desmentido a la propia OJD) y a acusarme de ¡no tomar decisiones! al tiempo que se queja de que yo recuerde la gran actividad editorial que el periódico desarrollaba entonces. Y, para redondear el absurdo, me echa en cara que requiriera el concurso de mi equipo directivo y que llegara a consultarle editoriales. Esta sí que es buena. Es la primera vez que veo que a alguien se le acusa de trabajar en equipo. Yo convocaba, sí, muchas veces a mi «staff» y, naturalmente, le consultaba editoriales y, además, proyectos, ideas, fichajes, nuevos productos. En general, hacía partícipe a mi «staff» de la labor de dirección, sencillamente porque eso es lo que corresponde hacer, y de lo que Gutiérrez se enteraba por segundas y terceras versiones porque casi nunca acudía a los consejos.

Lo que no comunicaba a mi «staff», generalmente, era todos los problemas, y lamento haberle informado a él del agudo conflicto de las cintas que acabó truncando mi actividad profesional. Es evidente que cometí un error. Y está claro que debo cuidar más la elección de mis colaboradores.

Esta polémica ha surgido a consecuencia de un breve relato de mi libro en el que, legítima y verazmente, expongo un problema profesional con ánimo didáctico. No trato de reivindicar nada ni, mucho menos, de afectar a una institución como Diario 16, en cuya fundación participé allá por 1976, a la que he dedicado dieciséis años de mi vida en cuerpo y alma, de la que guardo gratos recuerdos y en la que quedan muchos buenos periodistas, entre ellos grandes compañeros (esa supuesta «unánime reacción de malestar» de la que habla Gutiérrez es otra falsedad: haría bien, en todo caso, en enterarse del verdadero origen del verdadero malestar actual). Pero se entenderá que no permanezca callado ante el ataque vilipendiador. Se me concederá el derecho a defenderme.

Este episodio me ha ofrecido, con todo, una información muy útil. En el texto intoxicador de Gutiérrez veo el rastro de mensajes difamatorios que, según me contaron, circulaban entonces sobre mi persona y sobre mi trabajo. He visto confirmado, pues, que el matonismo que anima su réplica no es cosa de ahora.

Por ahora es suficiente. Así se escribe la historia.

Justino Sinova