20 octubre 1987

La UGT acusa al Gobierno de Felipe González y a su ministro de Economía de seguir los planteamientos del liberalismo

El Secretario General de la UGT, Nicolás Redondo dimite como diputado del PSOE por su rechazo a los presupuestos de Solchaga

Hechos

El 20.10.1987 los diputados del PSOE, D. Nicolás Redondo (Secretario General de la UGT) y D. Antón Saracíbar (Secretario de Organización de la UGT) renunciaron a su acta de diputado.

Lecturas

El 20 de octubre de 1987 D. Nicolás Redondo Urbieta, secretario general del sindicato UGT y D Antón Saracíbar Sautua, secretario de Organización de la UGT anuncian sus respectivas dimisiones como diputados del PSOE para no tener que respaldar la política económica del Gobierno de D. Felipe González Márquez.

La mala relación entre UGT y el PSOE era evidente desde el debate televisado por TVE entre D. Nicolás Redondo Urbieta y el ministro de Economía D. Carlos Solchaga Catalán. Durante el debate el sindicalista acusó al ministro de tener un problema con los trabajadores.

Saracibar D. Antón Saracíbar abandona su escaño como diputado del PSOE juntó a su jefe

Los diputados del PSOE, D. Nicolás Redondo (Secretario General de la UGT) y D. Antón Saracíbar (Secretario de Organización de la UGT) renunciaron a su acta de diputado por discrepancias con la línea económica del PSOE de D. Felipe González y D. Carlos Solchaga.

22 Octubre 1987

El sindicato, el poder y los funcionarios

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián)

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La renuncia a sus escaños por parte de Nicolás Redondo y Antón Saracíbar, secretarios general y de organización de la UGT, levanta acta del tamaño de las divergencias del sindicato socialista con el Gobierno. Ello ocurre cuando se inicia el debate del XXXI Congreso del PSOE, previsto para mediados de enero próximo. El partido socialista es la fuerza política mayoritaria y, a la vista de la situación de las demás, está destinada a seguir siendo el principal eje vertebrador del Estado durante unos cuantos años. Una ruptura catastrófica del PSOE, comparable a las producidas en UCD, PNV o PCE, afectaría seriamente a la política nacional en su conjunto. Sin embargo, los movimientos centrífugos en el interior de las formaciones políticas son de difícil control una vez desatados, de alto poder autodestructivo y relativamente independientes de la situación general.Ello explica en parte, aunque sólo en parte, desde un punto de vista psicológico, el temor de los dirigentes socialistas a abrir un debate real -y no meramente cosmético, como diría Fernández Ordóñez- en el seno de su organización. Los jóvenes cuadros que asumieron la responsabilidad del Gobierno tras la victoria electoral de 1982 abandonaron con inusitada celeridad algunos de los dogmas y prejuicios más o menos doctrinarios que habían alimentado sus anhelos juveniles. Cuestiones como las del marxismo, la OTAN, las nacionalizaciones o la política económica fueron resueltas con criterios pragmáticos, sin apenas discusión teórica. Ello permitió a González llevar a cabo una política aceptable para un amplio espectro social -mucho más amplio que el identificado con la ideología socialista, incluso en su versión socialdemócrata- sin por ello poner en riesgo la unidad organizativa.

El precio ha sido la evaporación del partido, reducido al papel de legitimador a posteriori de la práctica desarrollada por el Gobierno. El PSOE ha sido inca paz de jugar un papel mediador entre el poder y las aspiraciones de sus votantes, en las que se apoyaba el proyecto de transformación de la sociedad prometido por Felipe González. Esa base social estaba compuesta fundamentalmente por un gran sector de la clase obrera industrial y una parte ilustrada de la clase media urbana. La política económica del Gobierno, quizá inevitablemente, estuvo sobre todo dirigida al saneamiento industrial y financiero, reducción de la inflación y contención del gasto público. Ha resultado en términos generales un éxito, y a él ha contribuido la moderación practicada por la UGT, que había conseguido ya en el período anterior desplazar a Comisiones Obreras de la posición casi hegemónica ocupada por el sindicato comunista en los inicios de la transición.

En el distanciamiento de UGT a lo largo de los dos últimos años hay un componente personal importante, pero no se entendería la radicalidad que ha alcanzado sin la tensión que existe entre los objetivos generales encarnados por el Gobierno y los específicos de los sectores sociales en que descansa el proyecto socialista. Esa tensión sale a la luz cuando la situación económica suscita esperanzas nuevas respecto al papel redistribuidor del Estado en la mejora de las clases menos pudientes. Es dudoso que la UGT elija una buena bandera cuando apela, para justificar sus actitudes, a los funcionarios de una Administración retardataria y corporativista, que el Gobierno ha sido incapaz de reformar. Pero la dimisión de los dirigentes sindicales como diputados del partido contribuirá enormemente a clarificar las posiciones políticas y el ambiguo papel jugado por UGT durante estos últimos años.

La confrontación suscitada entre sindicato y Gobierno sólo puede solventarse si la mediación del partido es capaz de influir en los comportamientos de ambos -cosa que en ningún modo ha sucedido hasta ahora-. Es decir, si se invierten los términos y es el partido el orientador de las políticas del Gobierno. Por lo demás, sería excesivo pedirle a la UGT que en un momento de grave crisis sindical y de estupor del movimiento obrero en toda Europa sea capaz de diseñar un modelo de sindicato alternativo. La unidad sindical que ahora proclama será ficticia si no va más lejos de basarse en los funcionarios -entre los que los sindicatos independientes siguen siendo muy poderosos, con perjuicio de los de clase- y los pensionistas, cuyo peso sindical en una sociedad moderna es casi irrelevante. Todavía la fuerza de las dos centrales mayoritarias de este país se basa esencialmente en el sector público y en empresas muchas veces en crisis, lo que debilita sus perspectivas de futuro. Por lo mismo, la oportunidad de las elecciones en la función pública amenaza con arrastrarles a la demagogia en un terreno en el que el propio Gobierno ha fracasado a la hora de plantear una mínima reforma que acompañara a la modernización social.