6 agosto 1982

El historiador replica desde EL PAÍS a Romero diciendo que él no cree en la democracia 'ni en nada'

Emilio Romero (YA) despelleja a Adolfo Suárez, tras los encendidos elogios del profesor Carlos Seco Serrano

Hechos

El 6 de agosto de 1982 D. Emilio Romero dedicó su columna en el YA a analizar la figura del Duque de Suárez, mostrando un balance negativo del personaje.

Lecturas

El historiador D. Carlos Seco Serrano realizó una reseña muy elogiosa a la gestión del Duque de Suárez como político que lideró la Transición Española.

El periodista D. Emilio Romero, el mayor enemigo mediático del Duque de Suárez, quiso replicar a la información del Sr. Seco Serrano y en dedicó una columna en el diario YA (donde escribía diriamente) a arremeter contra el ex Presidente del Gobierno titulada ‘Un historiador erotizado’.

Versión de D. Emilio Romero en sus memorias: «Tragicomedia de España» (Pag. 268)

Empecé a escribir en ABC, primero con el seudónimo de Fouché, para no alarmar y después con mi nombre. El periódico lo dirigía Guillermo Luca de Tena, pero en ocasiones se lo gobernaban otros, y aparecían mutilaciones graves en mis artículos. Estaba dispuesto a irme y me rogaron que escribiera en YA, Manolo Jiménez Quílez y José María Castaño, que llevaban ese periódico en la nueva generación. Eran dos personas estupendas, con las que tenía grandes lazos afectivos, y acepté.

Emilio Romero

06 Agosto 1982

Un historiador erotizado

Emilio Romero

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"Suárez aumentó el terrorismo considerablemente al amparo de la debilidad del poder, obsequió al país con dos millones de parados y eligió el tercermundismo de Fidel o de Arafat, sintiendo en sus propias carnes el desprecio de Europa y de los Estados Unidos".

Hay dos tipos de entusiasmo en la debilidad humana, y no en la virtud, que son los eróticos o los sufragados. En ciertos articulistas esto es deplorable, pero no grave. Y, sin embargo, cuando el fenómeno se produce en los historiadores es muy difícil que la reacción se acoja a la templanza, porque un historiador desfigura a largo plazo, o permanentemente, la historia. Tal es el caso que vengo observando hace algún tiempo en Carlos Seco Serrano en torno a los acontecimientos políticos del pasado y del presente, pero especialmente en torno a la figura de Adolfo Suárez. Este original personaje de Cebreros es ya una figura histórica, pero necesita por parte de los historiadores una presentación habida. Yo echo mucha de menos a Galdós para la crónica de este personaje. Carlos Seco Serrano producido en EL PAÍS una semblanza política e histórica de Adolfo Suárez absolutamente falsa desde el principio al fin. Se trata, indefectiblemente, de un apasionamiento erotizante. Voy a hacer una réplica resumida al panegírico. No es exacto que Adolfo Suárez haya sido el autor del cambio a la democracia y el realizador de este cambio en las últimas Cortes generales del viejo régimen. El autor del cambio a la democracia ha sido el Rey Juan Carlos I, que hizo suya la preocupación y los actos de conciliación de su padre, el Conde de Barcelona, que venían teniendo lugar desde hacía muchos años en su casa de Estoril. Hay muchos testigos de todo esto, pero a mí me basta el testimonio de tres de ellos: Pero Sainz Rodríguez, Rafael Calvo Serer e Indalecio Prieto. El diseño de la España democrática actual se coció en Estoril. El Rey Juan Carlos pensó que aquel viejo lema ‘La Monarquía de todos’  debería ser la solución posfranquista y se pronunció en 1976 por un hombre que tuviera grandes dosis de domesticidad y destreza para un trapicheo político, tristemente necesario en una transición. No se escogió a un hombre por sus excelencias virtuosas o intelectuales, sino por su condición de camastrón.

Quien puso en bandeja este nombre al monarca fue Torcuato Fernández Miranda, profesor del Rey y lealísimo a la persona del monarca, haciendo figurar este nombre en la famosa terna del Consejo del Reino. Y quien sacó delante de las Cortes españolas de aquel régimen la ley de Reforma Política, que abriría el paso a la democracia, fue el mismo Torcuato Fernández Miranda. En aquellas Cortes hubo dos personajes decisivos, que fueron Cruz Martínez Esteruelas y Fernando Suárez González, cuyas condiciones parlamentarias eran extraordinarias. Pero hubo una negociación interior dirigida por el Presidente de aquellas Cortes, que era Fernández Miranda, y así fue commo salió triunfante aquel texto. Adolfo Suárez engatusaba. Este era su oficio. Pero lo que no era – y ello se ha probado cumplidamente – es estadista. Hubo un primer periodo pre-constitucional en el que el engatusamiento o el ejercico de truchimán eran necesarios. Pero cuando aquella primera legislatura se convirtió en constituyente, lo que hubiera hecho falta era un estadista para realizar estos tres pactos de consolidación de la democracia: un pacto político para hacer un sistema que estuviera libre de tensiones y riesgos Un pacto social para hacer debidamente las relaciones industriales. Y un pacto constitucional para redactar una Constitución que no tuvieran las ambigüedades, las lagunas y los errores de la Constitución del 78.

Pero Suárez no tenía ningún parecido con aquellos políticos eminentes que registran nuestra Historia para hacer una empresa de esta envergadura. Ni siquiera era un parlamentario. Y los resultados están bien claramente a la vista de todos. A partir de 1980 el cerco al Presidente del Gobierno fue total. Y el pacto constitucional no fue una solución para liquidar el proceso constituyente español, que duraba siglo y medio, sino una mera negociación política sobre los recelos variados de los que estaban allí encarnando la soberanía nacional. Las razones verdaderas para otro cerco a Suárez (el de su propio partido) no era otro que la alarma o el miedo ante un líder que había sido útil en los comienzos del mangoneo político, pero que ya n era el político o el estadista demandados para hacer frente a los graves problemas nacionales y exteriores. A partir de 1980 ya se exigía otro hombre. El gran iniciador de este movimiento anti Suárez fue una de las imaginaciones mejor equipadas del partido, y que era la de Joaquín Garrigues Walker. Paralelamente a todo esto hizo azañismo antimilitarista, aunque con menos talento que Azaña. Alarmó a las fuerzas económicas que son las que producen riqueza y empleo con ese socialismo encubierto y sin agallas que se llama socialdemocracia. Aumentó el terrorismo considerablemente al amparo de la debilidad del poder, obsequió al país con dos millones de parados y eligió el tercermundismo de Fidel o de Arafat, sintiendo en sus propias carnes el desprecio de Europa y de los Estados Unidos.

Ahora el señor Suárez acaba de decir que su alianza próxima será con la izquierda, cuando procede de las cavernas y era un simpático ‘facha’ en el antiguo régimen. Ha liquidado tres partidos y vapor el cuarto. Y si el señor Seco Serrano se obstinara en su erotismo histórico respecto a la figura de Suárez, estoy dispuesto a enriquecer la biografía del personaje galdosianamente. Lo grandioso de la democracia, como única expresión de la soberanía nacional, es que hay seguir creyendo en ella a pesar de los políticos que enredan y de los historiadores que deforman.

Emilio Romero

11 Agosto 1982

Sólo agravia quien puede

Carlos Seco Serrano

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Nunca he gustado de entrar en polémicas de Prensa. Y, sin embargo, es la segunda vez que me veo precisado a salir al paso de los desafueros de Emilio Romero. La primera fue para rectificarle cuando se empeñó en demostrar que la democracia había venido siempre a España mediante golpes militares, afirmación, por cierto, muy significativa para captar el trasfondo de las tortuosidades políticas en que este hombre se mueve. (Por cierto, que sus argumentaciones históricas de entonces se parecían como una gota de agua a otra a las que utilizó el defensor de Tejero durante el juicio por los sucesos del 23-F. Me limito a consignarlo.)Y ahora me encuentro inopinadamente con un artículo que Romero publica en YA (6 de agosto) bajo el siguiente título: «Un historiador erotizado». Ese historiador erotizado (?) soy yo.

Vaya por delante que no estoy dispuesto a reconocer a mi atacante la más mínima autoridad para enjuiciarme en el terreno académico, y creo tener derecho a exigirle que se atenga a la misma discreción con que, hasta hoy, me abstuve de discutirle como profesional del periodismo. Porque Emilio Romero mezcla dos cosas: mi dimensión de historiador y la que, acertada o no, pero honrada, puede ser mi legítima actuación en cuanto comentarista de la política actual. Y me suelta esta amable andanada: «,Carlos Seco Serrano ha producido en EL PAIS una semblanza política e histórica de Adolfo Suárez absolutamente falsa desde el principio al fin. Se trata, indefectiblemente, de un apasionamiento erotizante». (Alude a mi artículo, aparecido el 5 de este mes, «Suárez y el centro».) No puedo guardar silencio ante esa agresión, aunque no acabe de entender lo que quiere decir con eso de erotizante, salvo el claro designio de insultarme, o de descalificarme, llamándome apasionado. Reafirmo, desde luego, mi derecho a opinar sobre lo que ocurre en mi entorno, le guste o no le guste mi opinión a Emilio Romero; porque en el artículo que así le ha hecho desbarrar me limité a decir que me ofrece más garantías el señor Suárez como valedor de la idea del centro político que lo que hoy es UCD. Ahora bien, Romero no puede soportar el más mínimo pronunciamiento a favor de su mortal enemigo Adolfo Suárez. He de advertir que jamás he hablado con éste, que no le conozco más que a través de Televisión Española. Mi independencia de criterio es absoluta, lo estime o no lo estime así mi atacante. Pero el odio mortal que esta apergaminada eminencia de la Prensa franquista profesa al ex presidente es de tal entidad que estremece tan sólo cualquier intento de asomarse a sus turbias profundidades. Ignoro las razones,y no me interesan; pero que no hable de apasionamiento.

En cuanto a la tajante afirmación sobre la falsedad de mi semblanza, es completamente gratuita y formulada con la ceguedad que le produce ese odio africano a que acabo de referirme. Jamás negué yo el palpel primordial desempeñado por la Corona como motor del cambio (¿para qué aludir a cuanto he escrito sobre el tema?) ni pretendo regatear méritos a los señores Fernández Miranda, Suárez Fernández y Martínez Esteruelas en la operación de propiciar el visto bueno de las últimas Cortes franquistas a la reforma que desarrolló Adolfo Suárez (de ello me he ocupado suficientemente en los libros en que tuve que tocar la historia más próxima). Pero en el artículo que tan mal le ha sentado a Emilio Romero no se trataba de eso, sino de reconocer la obra realizada bajo el riesgo y la responsabilidad personal del presidente, y cuyo mérito no le han negado ni sus peores enemigos (salvo, claro es, Emilio Romero): la obra de desguace del barco franquista -en el que tan amplias singladuras cubrió mi enemigo con una auténtica patente de corso de que nadie disfrutaba en el amordazado periodismo de entonces-. Todo lo demás en el alegato de Romero viene a darme la razón. «A partir de 1980, el cerco al presidente del Gobierno fue total». Por supuesto. Y yo he dicho: «1980 fue el año de la gran prueba». Queda en pie siempre, como realidad fundamental, la animosidad con que muchos distinguen a Suárez, precisamente porque cargó sobre sus hombros las pruebas más diriciles del cambio. Pero queda en pie tarilbién su actitud en las Cortes durante el fatídico 23-F, actitud que reflejaba la sinceridad de su compromiso con la democracia, mucho más auténtico que el de los que se empeñan en recomponer en la Prensa el golpe acudiendo al modelo gaullista. (¡Dios mío, qué tendrá que ver la mentalidad de Armada con la de De Gaulle!)

Emilio Romero concluye su insultante filípica con un desplante más: «Lo grandioso de la democracia, como única expresión de la soberanía nacional, es que hay que seguir creyendo en ella a pesar de los políticos que enredan y de los historiadores que deforman». Yo le diré a este incansable y cada vez menos leído plumífero que le agradezco, desde el fondo de mi corazón, el encono de su ofensiva. Porque las cosas hay que tomarlas como de quien vienen: sólo agravia quien puede. Un ataque de Emilio Romero es, indudablemente, un timbre de honor para el que lo recibe. También creo yo que lo grandioso de la democracia -en este caso, la española- es que pueda prevalecer pese a alguno de sus glosadores; de sus glosadores que nunca creyeron en ella… ni en nada.