1 marzo 1938

El dirigente del PCE carga contra el ministro de defensa nacional en un artículo publicado en FRENTE ROJO (órgano comunista) y en LA VANGUARIA (órgano de Negrín)

Enfrentamiento en el Gobierno del Frente Popular: el ministro comunista Jesús Hernández ataca al socialista Indalecio Prieto

Hechos

El 20.03.1938 los diarios FRENTE ROJO y LA VANGUARDIA publiaron el artículo ‘El Pesimista Impenitente’.

Lecturas

El día 15 de marzo de 1938 las tropas franquistas, en su avance por el frente de Aragón, llegaron a Alcañiz. Un clima de derrotismo invade la retaguardia catalana, que se veía afectada, además, por los terribles bombardeos de marzo. En el seno del gobierno Negrín algunos ministros reían que la guerra estaba perdida y que toda resistencia sería vana. El día 20 de marzo en el diario comunista FRENTE ROJO y en el diario LA VANGUARDIA controlado por el Dr. Negrín apareció un artículo titulado ‘Un pesimista impenitente’ que aludía directamente al ministro de Defensa, D. Indalecio Prieto, como responsable del descalabro de Aragón.

El artículo llevaba la firma de ‘Juan Ventura’, seudónimo del comunista D. Jesús Hernández, ministro de Instrucción Pública y, por tanto, colega del Sr. Prieto en el Consejo de Ministros.

20 Marzo 1938

El Pesimista Impenitente

Jesús Hernández ('Juan Ventura')

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Lo mismo que el granuja o el idiota son dos tipos  antípodas pero inservibles, ambos para confiarles empresa noble y delicada, así el pesimista y el optimista sin principios nos resultan dos seres inútiles y muchas veces dañinos en nuestra empresa de ganar la guerra.

Hay quien sostiene la teoría de que el ser pesimista u optimista es cosa natural y temperamental. Eso es falso. El pesimita no nace. El pesimista que siempre lo es, es, contemplativo, que se vanagloria de predestinar todas las catástrofes y cuyo ánimo no reacciona más que para presumir de haber acertado con el suceso que viene a ratificar su pesimismo. Pero ni el pesimista sin fundamento es otra cosa el pesimismo sin fundamento es otra cosa que un individuo privado de las condiciones de fuera, de confianza, de serenidad suficiente para descubrir las razones de todas las causas, preerlas, corregirlas y superarlas. Es decir, el pesimista como el optimista a ultranza, no operan jamás sobre los motivos de los acontecimientos; inducidos por su convicción fatalista, aceptan los sucesos tal como se producen, sin inquirir por qué se han producido precisamente de esa manera.

El pesimismo en estos casos, es producto de una serie de concepciones sin método, mecánicas y simplistas que pueden abonar toda suerte de inepcias y aceptar toda suerte de episodios como un producto fenomenal y maravilloso que está fuera del alcance de la previsión humana.

Naturalmente nada se produce por espontaneidad milagrosa. Si proyectamos a este pesimista a nuestra guerra, nos encontramos por él todas las vicisitude graciadas, todos los accidentes adversos son el producto de la fatalidad. El pesimista razona suficientemente así: “Esto ya lo sabía yo…”.

Y como el pesimista es así por ‘temperamento’, no siente el afán de inquirir las causas que han motivado no importa qué fracaso o catástrofe ‘Tenía que ser así’. El pesimista estaba seguro de que eso había de producirse. Y no vale la pena de molestarse en averiguar qué produjo la situación calamitosa, como tampoco le es menester deducir enseñanzas prácticas de cada acontecimiento.

El pesimismo se nos revela, pues, como la máscara cómoda y fácil de la falta de confianza, de energía y de respectiva. Así como el optimista lo espera todo del azar y de la improvisación, el pesimista se resigna a todo como ante una consecuencia de circunstancias fatales.

Pero en la vida nada ocurre porque sí, ni fatalmente. Ni en la vida, ni en la guerra ni en la política. Lo que importa es saber abarcar justamente el radio de elementos con que se cuenta, calibrar la exactitud de su fuerza, medir el alcance de sus efectos. Y eso le está vedado al pesimista que se encuentra envarado, con los ojos ennegrecidos por sus lentes tétricos, y para quién las cosas ocurren sin antecedente y sin causa.

El pesimista se niega a fiar en la gran fuerza de nuestro pueblo y de nuestras masas. No está facultado para conocer su impulso porque sus concepciones se lo impiden. No puede estimar exactamente el inmenso valor de los recursos que están alcance de su mano porque a sí mismo se veda el reconocerlos. Su reducto es el muro de las lamentaciones, y su meta la aceptación sin esfuerzo crítico de lo que considera irremediable.

Y acontece siempre que a la sombra del pesimismo florecen la más estériles concepciones de las debilidades y de la incompresión. De ahí que el pesimismo ‘enragé’ como no explica nada, tiene explicaciones para todo. Por eso a no importa qué hecho opone su justificación: “Natueral que ocurriera, así. Ya lo suponía yo”.

El pesimista no en todas las circunstancias puede ser considerado igual. Hay momentos, por ejemplo los que vivimos hoy, en que resulta pernicioso y perturbador porque puede desencadenar fáciles corrientes de contagio.

Está claro que el pesimista no es ningún tipo temperamental con características inevitables. ¡Ah, no! Un pesimista consecuente llegaría a negar la ciencia en su concepción de lo irremediable. Aceptada la inexorabilidad de la muerte, el pesimista no tendría por qué luchar contra ella. ¿La cirugía, la aspirina, el suero Pasteur? El pesimista debería estar dispuesto a reventar por lealtad a su concepción a su temperamento, antes de aceptar los alivios con que los hombres se consuelan. Pero el pesimista no ha llegado a acordarse de su temperamento cuando le aprieta el dolor en el estómago o en las muelas.

Salga de sí mismo el pesimista y sature su espíritu con la esencia viva de nuestro pueblo: fe en sus destinos y en la victoria. El pueblo que lucha, trabaja y labora sin cesar, conoce su fuerza, sabe estimar su temple, comprueba en la misma breclia del combate su capacidad y se cerciora de la gran energía que le queda en depósitos de nuevos entusiasmos. Esta sensación real, palpable segura de su poder, le hace que jamás le conturben visiones negras de pesimismo ni le disparaten las corrientesalocadas del optimismo. El pueblo, nuestro pueblo, tiene fe en sí mismo. La fe razonada del examen del o que ha sido capaz y de lo que puede ser capaz todavía.

Es a este ejemplo vivo del pueblo español a donde todos los arrebatados de pesimismo han de volver los ojos para obtener la claridad de concepción y de energía que precisan.

Sólo fundidos de esa majestuosa serenidad del pueblo, pueden corregirse esos ‘temperamentos’. Quien no lo comprenda así es un lastre que embaraza nuestra lucha. No es posible conciliar el pesimismo y la fe en la victoria.

El pesimismo, hoy más que nunca, es un complejo de inferioridad a cuyo amparo se cobijan y refugian todo ese bullaje de compromisos y transacciones que no tienen más origen que el de la desconfianza, la falta de fe en el venero inagotable de energías del pueblo, y en la incapacidad para extraer y utilizar los recursos que esa teoría entrega intactos.

El pesimista se revolverá contra esta afirmación; lo siento, pero esa es la verdad. La decisión personal de sacrificio, no niega los efectos contraproducentes de una concepción injusta.

La única realidad hoy no puede salirse de este marco: mientras a nuestro pueblo le quede una gota de sangre y de energía estará dispuesto a luchar. O lo que es lo mismo; a vencer.