29 julio 2008

El Grupo Vocento retiró su demanda al locutor tras firmar la paz, pero Zarzalejos mantuvo el pleito a título personal

Jiménez Losantos condenado a pagar 100.000 euros a José Antonio Zarzalejos por su campaña de burlas desde la COPE

Hechos

El 29.07.2008 el director de ‘La Mañana’ de la COPE, D. Federico Jiménez Losantos, fue condenado a indemnizar con 100.000 euros al ex director del diario ABC, D. José Antonio Zarzalejos.

Lecturas

El 29 de julio de 2008 se hará pública la condena  D. Federico Jiménez Losantos a indemnizar a José Antonio Zarzalejos Nieto por su campaña de insultos desde ‘La Mañana’ de la COPE entre 2005 y enero de 2008. Tras el despido de Zarzalejos Nieto de ABC, el Grupo Vocento retiró sus pleitos judiciales contra Jiménez Losantos y la COPE, pero Zarzalejos Nieto continúa a título individual una demanda civil dirigida únicamente hacia la persona del locutor que ha acabado ganando. Con motivo del pleito Juan Manuel de Prada Blanco publica un artículo en ABC en apoyo a Zarzalejos Nieto, mientras que Alfonso Ussía Muñoz Seca en La Razón y Fernando Sánchez Dragó en El Mundo publican artículos contra él.

02 Agosto 2008

CARTA A JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS

Juan Manuel de Prada

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Esta sentencia ha sido un triunfo personal suyo, señor Zarzalejos, porque restablece su honor injuriado. Pero ha sido, sobre todo, un triunfo de los periodistas que, bajo su dirección, se resistieron a seguir la senda que cada mañana les marcaba el difamador desde su sentina radiofónica.

Querido señor Zarzalejos:

Una sentencia judicial acaba de condenar por difamador al locutor radiofónico que durante años le dedicó los insultos más rastreros y soeces, a la vez que ensuciaba el nombre de este periódico. El difamador ha anunciado que recurrirá la sentencia; y es una suerte que lo haga, porque así tendremos ocasión de celebrar su fracaso en cada una de las sucesivas instancias en que su pretensión irrazonable choque con la razón jurídica, pues la libertad de expresión que el difamador invoca en su descargo nunca podrá amparar sus vituperios. La libertad, en sí misma, no es más que un movimiento; hace falta determinar la dirección de ese movimiento para establecer si tal libertad merece ser protegida jurídicamente. Lo que configura el ámbito de una libertad es el para qué; y, del mismo modo que no hay libertad sexual para violar muchachas ni libertad de reunión para planear magnicidios, no hay libertad de expresión para propalar infundios o pisotear honras. Mucho menos para pisotear la honra de quienes se resisten a propalar infundios, como hizo el difamador con usted.

Esta sentencia ha sido un triunfo personal suyo, señor Zarzalejos, porque restablece su honor injuriado. Pero ha sido, sobre todo, un triunfo de los periodistas que, bajo su dirección, se resistieron a seguir la senda que cada mañana les marcaba el difamador desde su sentina radiofónica. Pues, como a nadie se le escapa, los insultos rastreros y soeces que contra usted lanzaba el difamador no eran sino el aspaviento verbal con el que se disfrazaba el propósito más alevoso aún de hundir este periódico, provocando la desafección de sus lectores, a quienes se trató de instilar la desquiciada creencia de que ABC había dimitido de sus principios, por no adherirse a las fantasías conspiratorias sobre el 11-M que el difamador barbotaba desde su sentina radiofónica. A usted le habría resultado muy beneficioso adherirse a tales fantasías rocambolescas: habría acallado al difamador y, de paso, habría excitado la curiosidad de un público deseoso de carnaza, logrando así vender más periódicos. Pero prefirió no hacerlo, porque entendió que la misión del periodismo es el desvelamiento de la verdad; y en el ejercicio de esa misión empeñó su prestigio. De ese empeño su prestigio salió incólume; y, con el suyo, el de este periódico y el de todos los periodistas que, bajo su dirección, fueron zaheridos, escarnecidos y calumniados por anteponer un deber de rigor y veracidad sobre la tentación de halagar los bajos instintos de un público enardecido por el difamador. Los periodistas de ABC podrían haber sucumbido por miedo, podrían haber envilecido este periódico con infundios demenciales; pero prefirieron no hacerlo, a costa de ser vituperados cada mañana, a costa de que su probidad fuese puesta en entredicho, a costa tal vez de que se resintiera su salud. «Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo», nos dice el replicante de «Blade Runner». Los periodistas de ABC, con usted al frente, decidieron entonces no ser esclavos; y eso es algo que ABC nunca podrá agradecerle suficientemente. Esta deuda de gratitud no hará sino agigantarse, a medida que pasen los años; pero en la distancia la gratitud corre el riesgo de perderse en las esquinas del aire. Por eso yo quiero expresársela ahora.

No es un hecho baladí que los insultos rastreros y soeces que contra usted lanzó el difamador fueran proferidos desde una emisora de propiedad episcopal. Si la libertad que proclama nuestra época exige una finalidad legítima, la libertad cristiana impone compromisos mucho más exigentes; impone, sobre todo, un compromiso con la Verdad del Evangelio. Cuando desde una emisora católica se difunden proclamas y difamaciones contrarias a la Verdad del Evangelio se está desnaturalizando gravemente su misión; y a esta desnaturalización se le llama fariseísmo, pecado que consiste en vaciar el corazón de la fe, convirtiéndolo en una cáscara huera que se rellena de intereses oportunistas y espurios. Usted, señor Zarzalejos, fue víctima del fariseísmo; para consolarse, puede leer el pasaje del Evangelio en el que Jesús lanza siete maldiciones rotundas como aldabonazos contra los fariseos que lo llevaron a la Cruz.

Juan Manuel de Prada

03 Agosto 2008

El precio del honor

Alfonso Ussía

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Es muy probable que le sobren razones a Zarzalejos para sentirse herido por la obsesiva descalificación de Jiménez Losantos. Pero no era un ciudadano indefenso cuando fue menospreciado de ABC, diario poderosísimo. Y Zarzalejos es periodista con medios sobrados para contrarrestar las críticas por injustas que sean.

¿Qué valen «Las Meninas» de Velázquez? Nada y todo. No tienen precio. Cuando una gran obra de arte sale de viaje, una carísima póliza de seguros responde de su valor en caso de accidente. «Las Meninas», mil millones. ¿Por qué no treinta mil? ¿Y por qué no veinte euros? ¿Qué cantidad puede compensar su pérdida? ¿Y cuánto vale el honor?

Como «Las Meninas». Todo y nada. El precio del honor es un deshonor. El honor no se recupera con un millón de euros, quinientos mil o cien mil. Mi honor no vale nada porque jamás lo he valorado como una vía de compensación económica. Por eso, por no valer nada, mi honor vale todo. Y si considero que alguien atenta contra él, y muchos lo han hecho, mi honor, que nada vale porque lo vale todo, me recomienda el silencio y el desprecio hacia quien ha intentado herirlo o disminuirlo o deshacerlo.

El honor no puede pagarse. No es indemnizable. Esta moda de las demandas contra el honor me inquietan. Hace años un locutor de la SER, Fernando G. Delgado, dijo la siguiente frase, entrecomillada por Alfredo Urdaci en su libro «Días de Ruido y Furia». «Mañana tenemos, tienen ustedes, la oportunidad de terminar con gente como Federico Jiménez Losantos, Carlos Dávila, Alfonso Ussía y Alfredo Urdaci, herederos directos de los que asesinaron a Lorca». Mi honor me obligó a contestarlo en un artículo, no a demandarlo por su injusta barbaridad. Y me demandó él por la vía Civil, la del dinero. No me dieron oportunidad sus abogados de defenderme. Y Urdaci, en la séptima edición del libro, llegó a un acuerdo con el bocazas para quitar la frase. Urdaci no tuvo honor. Allá él. El honor del locutor se valoró en treinta mil euros. Hoy vale veinte mil. En el Supremo aguarda su nueva cotización. El honor no vale lo que cuesta montar una barbacoa en el chalé adosado. He leído, con disgusto, no por las personas sino por los hechos, que Jiménez Losantos ha sido condenado a indemnizar con cien mil euros a José Antonio Zarzalejos, ex-director de ABC. Pierden los dos. A Zarzalejos, que pedía seiscientos mil euros, le han rebajado de golpe el precio del honor hasta los cien mil. Es muy probable que le sobren razones a Zarzalejos para sentirse herido por la obsesiva descalificación de Jiménez Losantos. Pero no era un ciudadano indefenso cuando fue menospreciado. Era director de ABC, diario poderosísimo. Y Zarzalejos es periodista culto, de pluma afilada y medios sobrados para contrarrestar las críticas, por injustas que sean. No tengo motivos para sentirme agradecido a Zarzalejos, pero lo estimo. Y me duele que su honor se haya establecido en una cotización no definitiva de cien mil euros. Como el mío, como el del locutor de la SER, como el de Jiménez Losantos, el honor de Zarzalejos no tiene precio, porque vale todo y nada. Otra cosa es interponer una querella criminal, reacción más honrosa, siempre que no sea un político en el poder el que la interponga, por motivos de decoro.

No me gusta que la gente que estimo o he estimado, y que han cumplido brillantemente con su profesión, pongan precio a su honor. El de Zarzalejos vale mucho más que cien mil euros. El honor herido entre escritores se defiende con la palabra y la réplica. El duelo dialéctico y el talento en el ataque y la defensa. Eso es respetar el honor. Sin colgarle un precio. A José Antonio Zarzalejos le corresponde ponerlo en su sitio, con generosidad y señorío.

Alfonso Ussía

01 Agosto 2008

Insultos

Fernando Sánchez Dragó

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¿Podían Góngora, Quevedo, Cervantes y Lope, ejemplos obvios, insultar en su siglo, que lo era de monarquía absoluta, a quien les viniese en gana y no puede ahora Jiménez Losantos, muertos ya el Caudillo, Felipe II y el de Olivares, llamar a Zarzalejos o a Gallardón lo que más le pete? ¿Es eso democracia?

Estoy indignado. Tengo ganas de insultar. ¿A quién? A muchos. La indignación ceba la pluma y convierte la lengua en navaja viperina. Se pregunta este periódico por lo que hemos hecho bien y mal en 30 años de democracia. La sentencia condenatoria de Federico Jiménez Losantos responde, en parte, a lo segundo. Sin libertad de expresión no hay democracia posible. La justicia es a menudo, entre nosotros, lunática y prepotente, hace de su toga un sayo de sayón cuando le viene en gana, esgrime distintas varas de medir costillas según quién sea el imputado y eleva a palabra de Dios los antojos de cualquier magistradillo intoxicado por el discurso de valores dominante.

Lo de magistradillo, por cierto, y por si acaso, no es insulto, a tenor de la jurisprudencia sentada por los clásicos (autoridades, los llaman) y por los doctos legisladores de la Española en su gramática, sino mero diminutivo, aunque de intención -eso sí- despectiva. Lo de Española tampoco responde a voluntad de agravio, sino de acogimiento a lo que dicta el uso. ¿Digo bien, amigo De la Concha? ¿Estoy en lo cierto, amigo Anson? ¿Lo seréis, amigos, y me echaréis una mano si cae sobre mí, por culpa de la gracieta del diminutivo, todo el peso de la Ley Midas?

¿Ley Midas? No, no. Rey Midas, quería decir, aunque vuelto el pobre del revés, porque convierte en mierda cuanto toca. No tenemos, insinué antes y remacho ahora, libertad de expresión, aunque a veces parezca lo contrario. La magistratura, de momento, acaba de cargársela. De sabios y de justicia es decir Diego donde se dijo digo, señores de la Audiencia Provincial de Madrid. Están a tiempo. Libertad de expresión: ¿hay algo más expresivo que un insulto? ¿En qué se quedarían, sin ellos, los clásicos, que en cuestiones de lengua son -ya lo hemos dicho- la única judicatura competente?

Aclárenoslo el filólogo Pancracio Celdrán Gomariz, autor con autoridad de El Gran Libro de los Insultos recientemente publicado por La Esfera. Los hay, en esa obra, a mares, divertidos, jugosos, ingeniosos, apuntalados siempre por la voz del pueblo o de la literatura y admirablemente explicados por la erudición, la buena pluma, el sentido común y el del humor de quien los recopila. El insulto -dice Celdrán en el prólogo del glosario- es uno de los logros de la humanidad parlante y está justificado «siempre que evite llegar a las manos y que actúe como tubo de escape que ayuda a desfogarse». ¿Es, como dicen que dijo De Quincey, digresión, siempre, y nunca argumento recurrir al insulto? Según, según, porque, a veces, quien insulta, define, y quien eso hace, por definición, arguye.

Además, ¿en qué se quedarían los discursos, orales o escritos que sean, si no hubiese en ellos excursos? ¿Agreden o digreden -consiéntanme el neologismo García de la Concha, Anson y don Pancracio- Valle-Inclán en sus esperpentos y Cela en sus historias de ciegos y de tontos? ¿Podían Góngora, Quevedo, Cervantes y Lope, ejemplos obvios, insultar en su siglo, que lo era de monarquía absoluta, a quien les viniese en gana y no puede ahora Jiménez Losantos, muertos ya el Caudillo, Felipe II y el de Olivares, llamar a Zarzalejos o a Gallardón lo que más le pete? ¿Es eso democracia, Pedro Jota? ¿Hemos ido hacia delante o estamos yendo hacia atrás? ¿Dónde el sentido del humor, la correa y el florete? Respóndase al ingenio con ingenio, al insulto con insultos, a los argumentos -cuando los haya- con argumentos y con encogimiento de hombros, si tal se juzga oportuno, a las digresiones, pero no se refugie nunca el ofendido en las faldas de los jueces diciéndoles señoría, pupa, porque eso, además de ridículo, no es función de la justicia, pervierte el significado de ésta, la convierte en abuso de poder y, por ello, en déspotas a quienes la administran y en tribunales del Santo Oficio a los juzgados, resucita el espíritu de la Inquisición y, para colmo, desjarreta el de la democracia, cuyo talón es, en lo que a la libertad concierne, amigo Sancho, tan frágil como el de Aquiles.

No confundan los jueces la defensa del honor de las personas, por ser éste concepto de muy difícil definición y territorio de casi imposible delimitación, con la defensa de la intimidad, que es cosa harto concreta y zona bien roturada, ni, por supuesto, con la calumnia, que no es opinión vehemente, sino falsa y maliciosa información. ¿Delito el insulto? ¿Criminal quien insulta? Jiménez Losantos lo hace, sí, y supongo que seguirá haciéndolo, pues no es hombre que se arrugue, pero nadie se atreverá a negar, porque la evidencia lo abrumaría, que el periodista recién puesto en la picota a causa de sus insultos es una de las personas más insultadas del país. Procese quien lo ha condenado a los bocazas de la secta progre que desde hace mucho tiempo, impunes y por sus chicos del coro jaleados, dedican insultos de toda laya, soeces y desprovistos de ingenio, a un hombre que les da, por cultura, inteligencia, independencia, congruencia, coraje, chispa, amenidad y fluidez, sopas de ajo picante con honda: la de David frente a Goliat, frente a Rajoy y Zapatero, frente al PSOE y el PP, frente a los nacionalistas y los terroristas, frente a El País, Abc, la Ser, la prensa catalana e, incluso, si me apuran, frente a este periódico y lo que su director escribe. Ahí duele.

Se ataca a Federico por envidia y aristofobia: el mal de España. Y por eso, que es vileza, y no porque yo esté de acuerdo o no con lo que dice ni haga mía su manera de decirlo, es por lo que hoy, sin miedo a Midas ni a los progres, cierro filas con él en defensa de la democracia, de las leyes justas y del derecho de cualquier periodista -cualquiera, digo, de cualquier grupo o cuerda que sea- a expresar su opinión en los términos que considere oportunos. ¿Insultantes? Allá él. No es mi estilo, pero… ¡Vive la difference! ¿Qué sería de nosotros, y de la democracia, si todos fuéramos iguales?

Fernando Sánchez Dragó