12 febrero 2011

La revuelta se extiende a Libia, donde su dictador, Gadafi, amenaza con la represión

La revuelta popular de ‘la primavera árabe’ derriba al dictador de Egipto, Hosni Mubarak, tras 20 años en el poder

Hechos

El 11.02.2011 el presidente de Egipto, Hosni Mubarak, dimitió 24 horas después de comparecer por televisión negando que lo fuera a hacer.

Lecturas


30 Enero 2011

Mubarak, ensangrentado

EL PAÍS (Director: Javier Moreno)

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Hosni Mubarak ha designado un nuevo Gobierno, pero tiene la intención de permanecer en el poder. En un discurso vacío y tardío, el presidente de Egipto ha formulado vagas promesas reformistas, familiares a los egipcios en los últimos años, pero a la vez ha puesto al Ejército en las calles y decretado el toque de queda. Estas medidas no han conseguido por ahora calmar una violencia creciente, como el número de víctimas de la represión: el abultado número de muertos se desconoce y los heridos se cuentan por millares. Los manifestantes que continúan en las calles de las grandes ciudades entienden que el Gobierno no pinta nada en un país sometido desde hace 30 años a la voluntad de Mubarak. Su exigencia es la renuncia del presidente.

En el dilema habitual para los dictadores acorralados entre ceder poder o acentuar la represión, Mubarak parece haber escogido lo segundo. El desarrollo de los acontecimientos en Egipto guarda similitudes con el vecino Túnez. También el ex presidente Ben Ali destituyó a su Gobierno, pero se vió forzado a huir del país al no conseguir el apoyo del Ejército para aplastar la revuelta. Es inevitable suponer que Mubarak (militar, como todos los presidentes egipcios que se han sucedido desde el derrocamiento de la monarquía por un grupo de oficiales, en 1952) se ha asegurado la lealtad de los generales -una casta opaca, espina dorsal del régimen- antes de sacar los tanques. El vicepresidente nombrado ayer, Omar Suleimán, militar, es el jefe de la inteligencia, y el nuevo primer ministro, Ahmed Shafiq, un ex jefe de la fuerza aérea.

La evolución del apoyo castrense a Mubarak va a ser decisiva en el desenlace de la crisis en el más influyente y poblado país árabe, al que su aparente estabilidad parecía colocar al abrigo de convulsiones políticas. Un eventual colapso de Egipto constituiría un auténtico maremoto regional (de distinto signo para sus dirigentes y para sus ciudadanos, como lo muestra el feudal mensaje de apoyo al rais del rey saudí), además de liquidar el agónico proceso de paz en Oriente Próximo y colocar a Israel y a las potencias occidentales en estado de alerta roja.

La dirección que finalmente adopten las fuerzas armadas -potentes, entrenadas y equipadas por EE UU, y relativamente respetadas- será tanto más decisiva por cuanto la volátil revuelta, protagonizada masivamente por jóvenes sin horizonte, carece de liderazgo concreto. Aunque a su rescoldo se postule como alternativa Mohamed El Baradei, muy alejado de su país durante años, o se hagan discretamente visibles los islamistas encuadrados en los Hermanos Musulmanes, la oposición más organizada de Egipto y temor por antonomasia de las potencias occidentales. Cabe recordar cómo la revolución iraní de 1979, iniciada por una heterogénea constelación opositora, fue finalmente secuestrada por el fundamentalismo. Ese rumbo castrense todavía no está claro ni para los propios egipcios, aunque puede resultar un indicio la advertencia solemne, ayer, de que el Ejército actuará sin contemplaciones si persiste el caos.

La gravísima crisis supone un especial revés para Estados Unidos. Barack Obama, que irónicamente eligió El Cairo, en 2009, como altavoz de su discurso amigo hacia el mundo árabe, pretende mantener el equilibrio entre la consideración de Mubarak como aliado clave, al que Washington ha sostenido con miles de millones durante décadas, y los principios democráticos proclamados a los cuatro vientos por la superpotencia. Pero los hechos hacen imposible la equidistancia. La represión a ultranza con Mubarak al timón hundiría definitivamente la escasa reputacion de EE UU en la región. La caída del dictador, si el poder no cae en manos suficientemente amigas, abriría un masivo agujero negro en la zona más conflictiva del planeta y su despensa petrolífera.

04 Febrero 2011

El dictador maniobra

EL PAÍS (Director: Javier Moreno)

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El Gobierno egipcio invita infructuosamente al diálogo mientras sus matones salen a la calle

Egipto se desliza rápidamente hacia un escenario cada vez más preocupante de parálisis política y violencia creciente. Los nuevos síntomas son la irrupción de matones gubernamentales en El Cairo contra los manifestantes anti-Mubarak y los periodistas extranjeros y el papel progresivamente policial de un Ejército que pide a los ciudadanos que vuelvan a sus casas, mientras se interpone entre uno y otro bando. Gobierno y oposición emiten en las últimas horas en longitudes de onda tan contrapuestas que invitan a pensar en una estrategia definida del dictador para pilotar la transición en el país árabe, en lugar de abandonar inmediatamente el poder, como le exige la calle.

El nuevo Gobierno, a cuyo frente Hosni Mubarak ha puesto a dos acólitos militares, asume que el presidente sigue. El jefe del Parlamento de partido único aseguraba ayer que los cambios constitucionales prometidos por el rais se materializarán a tiempo de conformar las distantes elecciones de septiembre, ya sin Mubarak. El primer ministro, por su parte, invita a negociar no se sabe qué a una difusa oposición -de la que forma parte la fuerza islamista Hermanos Musulmanes y de la que el ex diplomático El Baradei se ha convertido, por sus conexiones, en portavoz internacional- que rechaza hablar mientras Mubarak siga al timón.

De los dos desenlaces más probables de la mayor crisis del mundo árabe -un relevo instrumentado por un agónico Mubarak o su renuncia en favor de un Gobierno de transición que convoque elecciones y transfiera un poder legitimado por el pueblo-, el primero y más peligroso parece estar abriéndose paso. La posición castrense sigue siendo el pivote decisivo de cualquier vuelco. El Ejército egipcio ha facilitado hasta ahora las protestas, pero se ignora si está dispuesto a llegar a la puerta del palacio presidencial.

Los egipcios han arrancado a la dictadura más en una semana que en 30 años. Y parecen dispuestos a continuar, pese a que cada día en la calle representa una heroicidad, no solo económica. Mubarak puede jugar a esperar y hacer como que hace algún caso, pero es parte de una estrategia de desgaste que no va ser decisivamente forzada por los poderes internacionales, que consideran hechos los deberes poniendo plazo fijo a su reinado. No está claro en todo caso si quienes le padecen desde hace 30 años se puedan permitir un dilatado pulso sin romperse o desfallecer.

12 Febrero 2011

¿Rumbo a la libertad?

EL PAÍS (Director: Javier Moreno)

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Tras 18 días de ejemplar empeño colectivo, los egipcios han conseguido el primer y fundamental objetivo de su revuelta, la caída de Hosni Mubarak. El júbilo en las calles sellaba ayer lo aparentemente imposible semanas atrás: el final relativamente pacífico de una infame dictadura de 30 años en el más importante país árabe, y su referente político y cultural. En Egipto -como antes en Túnez, donde comenzó todo- se había llegado en los últimos días a una situación insostenible, arbitrada cada vez con mayores dificultades y desgaste por los generales. Son esos generales los que ayer se han hecho cargo del poder, en un esperanzador volatín que puede iniciar el camino a la libertad, pero también lleno de riesgos. Lo que suceda en El Cairo está destinado a hacer historia.

La anhelada renuncia del rais abre el crucial interrogante del traspaso del poder a los militares egipcios, decisivos en el manejo y el desenlace de la crisis, anunciado por el efímero vicepresidente, Omar Suleimán. Una Junta dirigida por el general Mohamed Tantaui, ministro de Defensa, teóricamente garante de una auténtica reforma democrática, como la exigida por la calle, pero que también podría acabar erigiéndose en valladar del cambio.

El historial de los militares en las naciones árabes no es precisamente alentador y los ambiguos mensajes castrenses que han puntualizado desde el jueves la vorágine egipcia, más allá de sus buenas intenciones, no aportan demasiada luz. En su «comunicado número tres», anoche, los generales tomaban nota de las demandas ciudadanas para «iniciar cambios radicales» y anunciaban una declaración posterior sobre los pasos y procedimientos a adoptar, necesariamente de una «legitimidad aceptable por el pueblo».

El dictador Mubarak podía haber elegido salir dignamente hacia su mundano retiro en el mar Rojo. Ha decidido lo contrario, prestando un flaco servicio al pueblo al que aseguraba servir en su retórico mensaje del jueves por la noche. No solo porque su abandono se ha producido horas después de asegurar altanero que continuaría en el poder hasta septiembre, sino, sobre todo, porque deja tras de sí la inquietante incógnita militar. Durante las casi tres semanas que ha durado su acoso popular, tuvo tiempo para perfilar una transición ordenada para la que el guion estaba escrito: disolución del Parlamento títere, fruto de las fraudulentas elecciones de noviembre; abrogación de la eterna ley de emergencia y formación de un Gobierno provisional y representativo que preparase unas elecciones libres y con ellas una nueva Constitución. La actual, de 1971, blindada, está hecha a la medida del déspota derrocado y consagra la total impunidad de los militares y los poderosos servicios secretos.

Más allá de su enorme trascendencia para 80 millones de personas, en Egipto se ha abierto una espita incontrolable para un mundo árabe superpoblado de déspotas, algunos de los cuales ya han iniciado maniobras de distracción. Pero la caída del rais, que abre para una sociedad semifeudal la posibilidad de incorporarse al orden de las democracias modernas, modifica también el tablero geopolítico de Oriente Próximo, tan inmutablemente sostenido por las fuerzas combinadas y convergentes de sus propios dictadores y el interés de las potencias occidentales (EE UU y la UE sobre todo) por mantenerlos en el poder a cambio de apoyo a sus objetivos en materia exterior: petróleo sin sobresaltos, control del islamismo radical y mantenimiento de la paz con Israel. Un Israel al que la crisis en el país vecino coloca de nuevo en el ojo del huracán.

El camino de Egipto hacia la libertad acaba de comenzar y todo está por verse. El país árabe entra en una difícil fase de efervescencia, en la que los actores del cambio deberán hacer las cosas rápido y bien para evitar su degradación. Si determinante va a ser el papel de unas fuerzas armadas hasta ahora aparentemente más alineadas con los intereses populares que con los del régimen autocrático (que prometían ayer levantar un estado de excepción de 30 años y elecciones presidenciales limpias), también debería serlo el apoyo occidental a una reforma democrática sin letra pequeña. Tareas inmediatas de esa reforma son liberar a los prisioneros políticos y hacer real la participación de los partidos opositores en el diseño del nuevo orden. Por su importancia intrínseca y su condición de espejo en el mundo árabe, lo que suceda en El Cairo atronará en adelante en la región más conflictiva del planeta.

12 Febrero 2011

Esperanzas e incertidumbres para Egipto

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

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EGIPTO amanece hoy por primera vez en 30 años sin Mubarak como presidente. Tan sólo unas horas después de asegurar que él no iba a dejar el cargo, el ejército le obligó a firmar un documento en el que presentaba su dimisión y transfería el poder al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Este organismo estará presidido por el ministro de Defensa, el general Mohamed Tantawi, un histórico del regimen.

Todo indica que Mubarak se salió del guión pactado con el ejército en el discurso en el que anunciaba que cedía parte de sus poderes al vicepresidente Omar Suleimán, pero que continuaba en su cargo para pilotar la transición.

La población egipcia reaccionó con indignación, viendo en la negativa de Mubarak a dimitir un gesto para seguir dirigiendo el país desde la sombra. Ayer el ejército le obligó a dejar el cargo, en lo que podría ser considerado como un golpe de Estado blando, acogido con euforia por el pueblo que espera que los militares cumplan su promesa de convocar elecciones.

Nadie podía haber previsto este desenlace hace 18 días cuando comenzaron las manifestaciones en la plaza Tahrir para protestar por la carestía de los alimentos. Lo que era en principio una expresión espontánea de malestar popular se convirtió en un movimiento nacional contra Mubarak.

Igual había sucedido hace menos de un mes en Túnez cuando el general Ben Ali tuvo que dimitir tras 24 años en el poder como consecuencia de otra revuelta popular muy semejante. En ambos casos, lo que se ha producido es una revolución de carácter laico, en la que los ciudadanos han salido a la calle para pedir elecciones, libertad y democracia. Ni en Egipto ni en Túnez los elementos islamistas han jugado un papel importante en unas revueltas que les han desbordado.

Lo sucedido pone en evidencia el error de muchos ideólogos como los neocons estadounidenses, que habían previsto que el cambio en estos países vendría de la mano de una revolución religiosa, como aconteció en Irán con la caída del Sha a finales de los años 70.

El gran interrogante es qué va a pasar ahora en Egipto con los militares en el Gobierno. ¿Cumplirán su promesa de convocar elecciones? ¿Asumirán que lo mejor que pueden hacer es transferir el poder cuanto antes al vencedor de unas elecciones limpias?

No está del todo claro, aunque parece que la enorme presión popular les va a obligar a ello. Nadie entendería que millones de egipcios hubieran salido a la calle para remplazar al rais por una dictadura militar.

EEUU, principal aliado político, ha jugado un importante papel en la salida de Mubarak, al que al final ha empujado hacia la caída ante la magnitud de la repulsa que suscitaba. Obama va a presionar ahora al Ejército egipcio para la convocatoria de unas elecciones cuyo resultado, por otro lado, es una gran incógnita.

El único partido organizado y con implantación nacional son los Hermanos Musulmanes, que se han visto totalmente sobrepasados por las movilizaciones. Puede que una figura moderada como El Baradei pudiera atraer el voto de un amplio sector de la población, que quiere estabilidad y democracia. En cualquier caso, hemos asistido estos días a un cambio histórico que necesariamente ejercerá una influencia en los países de la zona, donde podrían repetirse experiencias similares. Argelia, donde hay convocada para hoy una gran manifestación de protesta, es un polvorín que puede explotar en cualquier momento. Egipto se ha convertido en una esperanza para muchos ciudadanos árabes que quieren la misma libertad de la que disfruta Occidente.

12 Febrero 2011

Y van dos... ¿Quién será el próximo?

Javier Valenzuela

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La revolución democrática árabe arrancó el 17 de diciembre, cuando el universitario tunecino Mohamed Buazizi se suicidó a lo bonzo para protestar porque la policía le había arrebatado el carrito de verduras con el que se buscaba la vida. En menos de un mes ya había derrocado a Ben Ali. No se detuvo ahí y, el 25 de enero, llegó al valle del Nilo. Ayer envió a Mubarak al basurero de la historia.

Para una revolución son precisas condiciones objetivas y subjetivas. Estas se dan hoy en el mundo árabe. Más de 100 millones de jóvenes. Hartos de apreturas vitales, dotados de instrumentos tecnológicos para comunicarse y organizarse, contrarios a la autocracia y la teocracia, sedientos de libertad y dignidad.

Adaptar el análisis a los cambios de la realidad requiere esfuerzo, por ello hay quienes siguen apegados a la foto fija del ascenso del islamismo político. Perezosos que no acaban de enterarse de que no estamos ante Teherán-1979, sino ante Berlín-1989. El islamismo parece estar en reflujo y, en todo caso, esta no es su revolución.

Esta es la revolución de los jóvenes y las clases medias del mundo árabe, que han situado de nuevo en el centro de la política internacional la lucha contra las dictaduras y por la democracia y los derechos humanos. En Túnez y Egipto los islamistas les han seguido por odio a los autócratas que, con la complacencia de Occidente, tanto les han machacado, y aspirando a tener un lugar al sol en futuros Estados de derecho.

Durante estas emocionantes semanas, Tahrir ha sido lo que fueron la Bastilla, Praga, Tiananmen. Ayer la plaza cairota celebró su inmensa victoria: Mubarak, el faraón convertido en momia, dijo, al fin, que se iba. El movimiento desencadenado por la ciberjuventud egipcia había hecho de su salida una cuestión esencial. Y con razón. Era delirante pensar en una transición con Mubarak en la jefatura del Estado. Por mucho que él lo intentara hasta la noche del jueves, con el apoyo de todos esos que se han retratado en el lado malo de la historia: los halcones de Israel, los partidarios occidentales de una no ya solo inmoral sino caduca realpolitik, los sofistas de la geoestrategia. Era como pensar en Franco pilotando la transición española.

Ahora veremos si Suleimán es Arias Navarro o Adolfo Suárez. Ese es otro capítulo aún por escribir de la historia. Lo seguro es que el capítulo de Tahrir tuvo ayer un final feliz, felicísimo. Y en este momento en que los demócratas de todo el planeta solo pueden compartir la alegría de Egipto, cabe señalar que, con titubeos y contradicciones, pero muy por encima de sus colegas europeos, Obama ha arriesgado a favor del lado bueno de la historia.

Cuando un Ejército se niega a disparar contra el pueblo, la revolución está a punto de triunfar. Esto ha ocurrido en Túnez y Egipto. Tras la dimisión de Mubarak, ya son dos los autócratas abatidos en esta primavera árabe que arrambla con tantos prejuicios occidentales. ¿Quién será el próximo? Un chiste francés dice que la respuesta es fácil: mírese donde pasaron sus vacaciones de Navidad los ministros de Sarkozy. ¿Podría ser Marruecos? Puede que sí, puede que no. En todo caso, Trinidad Jiménez no acertó cuando dijo que Mohamed VI ya ha hecho todas las reformas que precisan los marroquíes. Ni mucho menos.

13 Febrero 2011

Vacío americano

David Gistau

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PROPONGO un método para calibrar la jerarquía de las naciones: están las que determinan los acontecimientos mundiales -asumiendo un margen de imprevisión y fracaso-, y están las que se adaptan a ellos como pueden una vez que han ocurrido. En este sentido, la revuelta de Egipto constituye un síntoma desastroso para el Leviatán occidental. Y, muy particularmente, para Obama, que ha vuelto a convertir la retórica en la prótesis de su intrascendencia ejecutiva.

Si hace apenas unos días, cuando en los sucesos egipcios aún quedaba un resquicio de incertidumbre, la Casa Blanca todavía se negaba a motejar a Mubarak de dictador, ahora que la plaza Tahrir ha vencido, el Obama más ventajista da por amortizado al socio devenido tirano y ensaya comparaciones improvisadas con mitos de la libertad como la caída del Muro. Con la misma soltura, de prevalecer Mubarak y ser dispersados los manifestantes, Obama habría celebrado un retorno a la estabilidad en la nación amiga. En lo que concierne a Egipto, esta presidencia americana, desbordada por la historia y lastimosamente empeñada en adaptarse a ella cuando ya ha ocurrido, podría haberse apropiado de la célebre frase de Cabanillas: «Vamos a ganar nosotros. Lo que aún no sabemos es quiénes somos nosotros».

El Muro de Berlín no cayó solo, ni lo tiró una revuelta popular. Colapsó porque EEUU fueron determinantes -«Yo también soy berlinés»- y ganaron la Guerra Fría. Como antes al nazismo, junto a británicos y soviéticos. Ahí queda hecha la descripción de un siglo XX en el que EEUU, aun con sus turbiedades morales y sus dictaduras de contención, se implicaba y decidía el discurrir de las cosas como si ejerciera la capitanía de una civilización cuyos principios eran los de las democracias. En ocasiones pudo equivocarse e incluso perder, pero jamás desertó. La América del siglo XXI, la de Obama, contempla cómo los sucesos que forjan el mundo ocurren sin pedirle permiso, y no le queda sino el recurso de hacer frases bonitas y oportunistas con las que alinearse con el vencedor y tapar la evidencia de que llega tarde a todo. Este síntoma de decadencia sin duda alegrará a los obsesos del antiamericanismo que aún mantienen vivo el resentimiento comunista. Pero debería inquietarnos. Desde hace miles de años, desde antes de la guerra también bipolar del Peloponeso, el mundo se ha acomodado a una hegemonía que irradiaba valores. Y, entrados en el XXI, uno sigue prefiriendo la hegemonía estadounidense a lo que podrían irradiar otras ejercidas por China o la Yihad. Y no otra cosa sino eso colmaría el vacío americano, que va ahondándose mientras Obama hace frases de trilero.