19 enero 1980

La ceremonia contó con todos los honores y fue presidida por el Conde de Barcelona, Don Juan de Borbón

Los restos del Rey Alfonso XIII son trasladados desde Roma a Madrid casi cuarenta años después de su muerte

Hechos

El 19.01.1980 el féretro del Rey Alfonso XIII fue enterrado en El Escorial (Madrid).

Lecturas

19 Enero 1980

Alfonso XIII, en El Escorial

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera)

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La sepultura, en el Panteón de los Reyes, de los restos mortales de Alfonso XIII, 39 años después de su fallecimiento en el exilio, simboliza la restitución a nuestra memoria histórica de uno de los más importantes protagonistas de las tres primeras décadas del siglo XX. Uno de los rasgos más negativos de nuestra posguerra fue su voluntad expresa de establecer una solución de continuidad respecto al pasado más inmediato y de construir unos imposibles puentes sobre el vacío para empalmar con una falsificada reconstrucción, propia de las películas de cartón-piedra de Cifesa, de los mitificados y sublimados tiempos de los Reyes Católicos y los primeros Austrias. Ese corte con el pasado, ideado para eliminar las impugnaciones contra la legitimidad del sistema franquista y para convertir fraudulentamente una cruenta y desgarradora guerra civil en una cruzada no sólo inevitable, sino también purificadora, ha significado para las nuevas generaciones una orfandad respecto a sus antecedentes históricos, ha dificultado ese necesario e ininterrumpido debate que toda sociedad debe establecer sobre sus orígenes y su futuro, ha debilitado las señas de identidad de una comunidad histórica a la que se trató de imponer otras obviamente falsificadas y ha enturbiado las posibilidades de que los diversos pueblos y culturas de nuestro país prolongaran positivamente, en el redescubrimiento de un sentimiento auténticamente español, su justificado rechazo de la equiparación de España con la versión autoritaria, centralista e inquisitorial propugnada por quienes controlaban el Estado.Ni qué decir tiene que muchas de las grandes figuras históricas de nuestro pasado, cuya dimensión polémica guarda relación directa con la influencia que desempeñaron en la sociedad de su tiempo, fueron, dentro de esa lógica, silenciadas, injuriadas o tergiversadas. De los tres últimos jefes de Estado de la España anterior a la guerra civil. Manuel Azaña. el centenario de cuyo nacimiento se cumple precisamente este año. sin que ninguna institución oficial lo haya todavía recordado, ha sido probablemente la figura más denigrada. Hace pocos meses. los restos mortales de Niceto Alcalá-Zamora fueron traídos. casi a escondidas. a recibir definitiva sepultura en tierra española. Tampoco Alfonso XIII se salvó. durante las últimas décadas, de descalificaciones injustas y de conspiraciones de silencio. Su enterramiento en el panteón del monasterio del Escorial debe servir, así, tanto de homenaje a su memoria como de comienzo para esa devolución al museo de la Historia. por encima de las pasiones y en el nivel civilizado de los juicios cruzados y las interpretaciones diversas, de los grandes hombres públicos de nuestro pasado.

Sería deseable en cualquier caso, y altamente conveniente para nuestra paz civil y para la formación de hábitos democráticos, que la política del día a día no tratara de instrumentar ese proceso general de revisión y discusión de nuestros orígenes. No se puede decir que hayamos dado demasiados pasos hacia adelante en esa dirección, cuando incluso una película cuyo argumento es un error judicial cometido hace casi setenta años y abrumadoramente documentado es contemplada como presunto cuerpo de delito por suspicaces intérpretes que leen siempre el pasado con la falsilla del presente. La circunstancia de que se eligiera Cartagena como punto de arribo de los restos mortales de Alfonso XIII, que partió para el exilio en abril de 1931 desde ese puerto, ha sido también motivo para roces y tensiones que un mayor sentido de la delicadeza del Gobierno hubiera podido evitar, pero que, en cualquier caso, parecerían desproporcionados en otros países y en otras circunstancias.

20 Enero 1980

Sangre de Reyes

Luis María Anson

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Alli estaban juntos y enlazados los últimos cuatro eslabones de la dinastía española. Allí estaba Alfonso XIII, el Rey que nació siendo Rey, el que todo lo tuvo y el que, por amor a España, lo perdió todo. Allí estaba Don Juan de Borbón, como un torrente de humanidad, una vida entera sobre el filo de la dictadura, sin una claudicación, dignidad real intacta en defensa de la libertad de todos los españoles. Allí estaba Don Juan Carlos I, el admirable Monarca que ha cumplido el destino histórico de devolver la soberanía nacional al pueblo español. Allí estaba, en fin, Don Felipe, Príncipe de Asturias y de la confianza en un futuro de continuidad y grandeza para nuestra patria, la España entrañable, la España dura y dolorida de los reyes católicos.

Recuerdo la emoción vivísima que sentí aquel día de primavera en que Don Juan de Borbón se cuadró ante su hijo, inclinó la cabeza de bronce altivo, y dijo: “Majestad, por España, todo por España. ¡Viva el Rey! ¡Viva España!”. Y abdicaba así los derechos históricos de la Corona que custodió siempre como le pidió su padre, sacrificándose hasta el heroísmo. Hoy, bajo las cúpulas escurialenses, se ha renovado esta emoción que la razón no entiende ante el cuadro de la dinastía española, sangre de Reyes, que nos llegan de padres e hijos desde la Reconquista para que aprendamos la lección de la España entera, que es la de ayer, la de hoy, la de mañana, lo contrario de las dos Españas, de las mil Españas que tantas veces nos helaron el corazón.

Abrazado a la bandera roja y gualda, el féretro de Alfonso XIII que trajo su hijo desde la Roma de los Papas y los Emperadores, se dirigió entre sus leales, en presencia de Don Juan, de Don Juan Carlos de Don Felipe, al Panteón de Reyes. Allí, el Soberano recibirá sepultura para siempre, bajo las piedras heladas de El Escorial, donde entre mármoles y bronces viejos, le aguardaban sus antepasados. Alfonso XII podrá explicar ahora, con la voz oscura del granito, la lección amarguísima del destierro y la injusticia a los Reyes que escribieron la historia de España

Luis María Anson

Presidente de EFE

10 Enero 1980

Alfonso, XIII, por fin, en España

Julián Cortes Cavanillas

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En EL PAIS SEMANAL del 6 de febrero de 1977 escribí, con el título de Alfonso XIII, el doblemente exiliado, un artículo que comenzaba con estas palabras: «Creo que no hay castigo más cruel ni despiadado que vivir forzosamente fuera de la tierra en que se ha nacido, ni espina más aguda ni dolorosa que la clavada en el corazón cuando se presiente el adiós a la vida lejos de la cerca de nuestra propia heredad. Y esa desgarradura del alma se acrecienta si quien la sufre es un rey condenado al -destierro por no haber querido derramar sangre fraterna. No hay que decir que ese Monarca, doblemente exiliado -vivo y muerto- se llamaba Alfonso XIII, al que no hicieron justicia los que más le debieron, y que mereció, al menos, un gran respeto por su apasionado amor a pEspaña, en el Trono y fuera de él, correspondiéndole con plenitud el dicho clásico «de que no importa errar en lo menos, si acertó en lo principal».» Mi artículo de entonces terminaba diciendo: «Es llegado el tiempo, con la Monarquía que encarna el rey don Juan Carlos, que se levante el destierro a don Alfonso XIII, que tuvo áureas universales y relieves europeos de emocionada gratitud, y vuelva a España como símbolo máximo de los regios exiliados, desagraviando, así, su clara memoria y su limpia conciencia de español enamorado.»

Y, por fin, tal deseo -el de tantos españoles- se va a cumplir al cabo de 39 años, reparando la absurda injusticia franquista de haber tenido exiliado, durante tanto tiempo, los restos mortales de un Rey a quien España quiso -y las propias elecciones del 12 de abril de 1931 lo demostraron, si es que el sufragio universal posee un valor estrictamente aritmético-, y que ahora regresa a la tierra en que naciera y reinara, ocupando el puesto que le corresponde en el Panteón de Reyes del monasterio de El Escorial. ¿Quiénes son los que se atreverían a impugnar esta augusta presencia,junto al palacio en que vio la luz de Madrid y vivió la mayor parte de su existencia como Rey y como enamorado de su pueblo? Creo sinceramente que nadie, salvo los que no hayan leído la Historia y tiemblen ante la protesta de cualquier indocumentado. A estas alturas no puede haber nadie -ni de derechas ni de izquierdas- que ose hostilizar a unos restos mortales y tratar de mermar importancia a la gran figura de don Alfonso XIII y al categórico progreso, en tantos aspectos de la vida política, social, económica y cultural de España, que representó su reinado y, no pocas veces, a la acción personal del Rey en el interior y en el exterior del país.

Alfonso XIII reina casi treinta años. Desde 1902, en que se corona, a 193 1, en que se ausenta de España. Largo período de la vida española -escribe Areilza-, en que el país da un gigantesco salto hacia adelante. No se hacían entonces evocaciones públicas de períodos determinados para cantar alabanzas de lo conseguido. Y, sin embargo, podría ofrecerse -digo yo- un muestrario impresionante de realizaciones, donde se observa que la España de 1902 nada tiene que ver con la de 1930. Grandes ciudades modernas. habían surgido de las vetustas y decimonónicas capitales. Carreteras, teléfonos, universidades y puertos testimoniaban el progreso general. Fábricas y astilleros se inscribían en la técnica adelantada de entonces. El país tenía unas fuerzas armadas disciplinadas e instruidas, de corte europeo, con material aéreo y naval aceptable. A su vez, nuestros profesionales -médicos, abogados, ingenieros, profesores- se mantenían en decorosos niveles universales.

De otra parte, en orden a la cultura en general, y en particular al arte, a la literatura y a la ciencia, en su gran variedad, hay que decir de ese período alfonsino lo que Marañón calificó de «nuevo siglo de oro». Ciertamente produce admiración -y vuelvo a citar a Areilza- la coexistencia intelectual de los hombres del 98 con la generación subsiguiente de Ortega y los escritores y artistas de los años veinte. Pocas veces surgió en nuestra sociedad conjunto semejante de personalidades diversas y antagónicas de tanta fuerza y originalidad. Ese Parnaso excepcional -reitera José María Areilza- se acogía a un clima de independencia y libertad que la Monarquía de Alfonso XIII auspiciaba. Esta afirmación responde a una verdad indiscutible -pese a cuanto se dijo de la incompatibilidad del Monarca con algunos intelectuales- y fácil de demostrar con textos de Azorín y Menéndez y Pelayo, de Galdós y el propio Unamuno, de Rodríguez Marín y de Ramón y Cajal, de Torres Quevedo y Altamira, de Rubén Darío y Amado Nervo, de Emilia Pardo Bazán y Concha Espina. Y también cabría hablar de razones y sinrazones existentes, en juicios o reservas, en cuanto a la personalidad del Monarca, por parte de Salvador de Madariaga,y del español más citado en el mundo, que es Ortega y Gasset.

Ramiro de Maeztu, al anunciar hace bastantes años que llegaría el momento en que la Historia proclamaría que el reinado de Alfonso XIII fue uno de los más prósperos de España, señaló que sólo fueron tres los cargos que los republicanos le hicieron: «El de emplear su influencia para negocios privados en beneficio. personal; el de causar la guerra de Marruecos, y el de excederse en sus poderes constitucionáles.» Sin embargo, aquellas acusaciones tan falsas se pulverizaron por sí mismas en pleno período republicano. Todos los archivos y documentos, que quedaron a la completa disposición de una Comisión de Responsabilidades, con poderes omnímodos, no pudieron demostrar en dos años de funcionamiento nada contra don Alfonso. Acusaciones tan grotescas como la del sacrificio humano de dos soldados, cada día, para alimentar con su sangre al Príncipe de Asturias, enfermo, provocaron la rechifla de no pocos republicanos. ¿Y qué decir de las «acciones liberadas» que le adjudicaron al Rey los señores del pacto de San Sebastián? Así se comprende que el ministro de Hacienda, Indalecio Prieto, ante el fracaso de los acusadores dijera con su humor habitual: «Creíamos que don Alfonso era un pillo y ahora resulta que fue un ingenuo.»

En cuanto a la segunda culpa, achacándole como capricho la campaña de Marruecos, en época en que existían Gobiernos constitucionales, cámaras legislativas y fiscalizadoras y más tarde un «expediente Picasso», sin poder encontrar en él, nunca, el telegrama -clave, en que se acusaba a don Alfonso de ser el responsable del desastre de Anual, fue siempre una absoluta falsedad, donde la República no pudo -pese a la documentación militar y civil que poseía- demostrar nada de efectiva verdad contra don Alfonso. Y con respecto a la violación constitucional en 1923, ¿quién o quiénes empujaron al Rey, ante el estado del país, a aceptar y legalizar el golpe de Estado de Primo de Rivera? El hecho fue tan claro, la adhesión nacional tan clamorosa y rotunda, y el respaldo que ofrecieron los hombres políticos -en su. mayor parte- tan elocuente, que no Creo necesario añadir los testimonios, tan favorables a la dictadura de Primo de Rivera, de Niceto Alcalá-Zamora, Angel Osorio y Gallardo y Miguel Maura, entre otros de los que fueron, más o menos, protagonistas de la Segunda República española.

¿Qué otras culpas podrían cargarse sobre la memoria del jefe del Estado que llamó al poder a Canalejas y que al ser ases Inado presidió su entierro a cuerpo limpio, sin temor a las bombas o a las pistolas? ¿Qué crimen fue el del Rey, que sostuvo la neutralidad española durante la primera gran guerra, y que salvó del fusilamiento a 102 condenados a muerte y de los campos de concentración a millares de prisioneros? ¿Qué tipo de sátrapa encarnó don Alfonso. para promover e impulsar las grandes exposiciones iberoamericana y universal de Sevilla y Barcelona? ¿Y qué caprichoso monarca resultó el XIII de los Borbones españoles, al ocurrírsele la idea de conmemorar sus bodas de plata con la Corona, creando la Ciudad Universitaria, que es orgullo de la capital de España y ha cubierto una necesidad fundamental en la órbita de la cultura? Si se piensa, seriamente, en rehabilitar una memoria falseada y difamada desde hace más de medio siglo, se comprende que es justo y bueno respetar la voluntad de los muertos y darles la paz y el honor que merecen. Por eso no se comprende que Franco negara, al que fue su Rey, el sepulcro que era suyo. Y luego, que le recordara cada año oficialmente con unos funerales solemnes, en que don Alfonso debía compartir los sufragios, al menos con los reyes godos, los Trastamara, los Austria y los Borbones anteriores a él. Pero, por eso, también resulta absurdo e inexplicable que no se haga participar, como se debiera, al pueblo español en este retorno de la memoria esclarecida de Alfonso XIII, sin ánimo -que sería innoble pensando en él- de revancha o de desquite, ya que su ejemplo fue siempre servir a España, como rey de todos los españoles; quitándose de en medio cuando creyó percibir un claro desvío de su pueblo; reconociendo a España «como única señora de sus destinos» y evitando, con su alejamiento de lo que era el amor de sus amores, toda posibilidad de salpicar de sangre fraterna la limpia historia de su propia vida.

Julián Cortés Cavanillas

09 Marzo 1980

Por qué cayó Alfonso XIII

Pedro Laín Entralgo

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La pantalla del televisor me puso hace semanas ante los ojos el traslado de los restos de Alfonso XIII desde Roma hasta El Escorial, y el espectáculo me removió el alma con emociones bien encontradas. Días lejanos de España; días lejanos de mi propia vida. Aquel octubre de 1923, cuando por vez primera y única vi en persona al entonces rey, recorriendo a pie, junto al general Primo de Rivera, el paseo de la Independencia de Zaragoza. Aquel otro de abril de 1931, cuando pocos curiosos contemplábamos en la plaza de la Armería las evoluciones de unos húsares que montaban la última y ya inútil guardia de la derrotada monarquía; la posible secuencia de un nuevo «año pasado en Marienbad», pensaré luego. Pero no es esto lo que ahora importa. Lo que importa ahora es el recuerdo que de la monarquía de Alfonso XIII debe operar en los españoles a quienes todavía incita la posibilidad de una España donde la libertad, la justicia y la actualidad tengan real vigencia. Aunque sus ojos no lleguen a verla realizada.Llamo «monarquía de Alfonso XIII» al conjunto social, a una continua y variable que entre 1902 y 1931 componen la persona del rey, los cortesanos y los grupos políticos y económicos más o menos allegados a la institución monárquica, desde los conservadores de Maura hasta los reformistas de Melquiades Alvarez y los catalanistas de Cambó. Y la pregunta es: ¿Por qué esta monarquía cayó el 14 de abril de 1931?

Mirada en su totalidad, la vida española progresó considerablemente durante los casi treinta años en que Alfonso XIII rigió los destinos de España. Cuando el triunfalismo franquista pregonaba a bombo y platillo, allá, por la década de los sesenta, el auge de nuestra economía y nuestra técnica desde 1940, los monárquicos de entonces habrían podido responder recordando lo que durante el reinado de Alfonso XIII aconteció en el orden intelectual (qué era la universidad española en 1900 y que había llegado a ser en 1930), en el orden urbanístico (el paso del Madrid galdosiano al de la casi conclusa gran Vía, la Barcelona y la Sevilla de las exposiciones, el Bilbao en torno a la plaza Elíptica) y en el orden industrial (el crecimiento económico de Vizcaya, Cataluña y Asturias a lo largo de esos seis lustros). Nada hubiera sido más oportuno y más justo. Y si nuestro progreso fue el que de ese triple cotejo se desprende, de nuevo surge ante nosotros la interrogación precedente: ¿Por qué la monarquía de Alfonso XIII cayó el 14 de abril de 1931?

Más de uno responderá: «Porque Alfonso XIII, con muy noble gesto, quiso evitar el derramamiento de sangre y desistió de recurrir a la fuerza armada para defender los derechos históricos de la Corona.» No seré yo quien regatee el mérito moral de esa decisión postrera de don Alfonso; ni yo ni los muchos para quienes, como para el Maragall de la Oda a Espanya, «dins de le venes, vida és la sang, / vida pels d’ara i pels que vindran; / vessada és morta». Cuando veía que se acercaban hacia su tumba definitiva los restos de Alfonso XIII, en la nobleza de tal decisión tenían su primer plano mis recuerdos. Pero una resistencia a todo trance, protagonizada por quienes entonces seguían fieles a la monarquía de Alfonso XIII, ¿hubiese impedido la marea ascendente de la opinión republicana, y, en definitiva, la caída de esa monarquía no mucho después de la primavera de 1931? Con otras palabras: ¿Por qué, no obstante el progreso de la vida española a que acabo de referirme. fue creciendo y creciendo, hasta hacerse incontenible, la ilusionada convicción de que sólo con la República podrían ser satisfactoriamente resueltos los graves problemas que desde la guerra de la Independencia venían afligiendo a nuestro pueblo? Este es el verdadero nudo de la cuestión, si uno quiere entender, para que de veras sea fecundo el recuerdo, lo que la monarquía de Alfonso XIII históricamente fue.

Una primera aproximación a la respuesta ha sido muchas veces formulada, desde que el desastre por antonomasia -el de 1.898- agudizó la conciencia crítica y la exigencia nacional de los españoles. Dice así: «Porque, durante el reinado de Alfonso XIII, la España oficial no supo incorporar la España vital -España real, dirán otros- al cuerpo político de la monarquía.» Copiaré las palabras con que Ortega, haciendo suyo un sentimiento común a muchos, denunció esa amarga y ya añeja realidad en su discurso Vieja y nueva política: «Hoy en nuestra nación contemplamos dos Españas que viven juntas y que son perfectamente extrañas: una España oficial, que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida, y otra España aspirante, germinal, una España vital, tal vez no muy fuerte, pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la historia.» Y a continuación, como es sabido, el joven reformador -treinta años tenía cuando pronunció esas palabras- expone su visión de la España que él, bajo la aparente fortaleza institucional de aquella sociedad- ya veía derrumbarse.

Sesenta y seis años más tarde, tras haberse derrumbado la España oficial de entonces, cuando tanta agua ha corrido bajo nuestros puentes y tanta sangre ha empapado nuestro suelo, cuando una nueva monarquía y una nueva democracia se han iniciado, ¿cómo se nos presenta la estructura de la España vital que la monarquía de Alfonso XIII no supo hacer suya?

II. Quien de veras aspire a comprender la historia de nuestro siglo XX, necesariamente habrá de hacerse esta interrogación: habiendo sido tan notable el progreso de España entre 1900 y 1931, ¿por que cayó la monarquía de Alfonso XIII? O bien: ¿por qué hasta hoy mismo han subsistido con prestigio intranacional las monarquías inglesa, belga, holandesa y las escandinavas? Y quien desde los sucesos históricos sepa moverse hacia la entraña de la historia tendrá que responder más o menos así: porque la monarquía de Alfonso XIII la España entonces oficial, no supo atraer hacia sí las fuerzas político-sociales más actuales y más prometedoras de la España vital, y porque las restantes monarquías europeas de 1900 a 1931 -no cuento las que en 1918 y en 1945 sufrieron una decisiva derrota bélica- sí supieron hacerlo, mutalis mutandis, en sus respectivos países. Se trata, pues, de saber cuáles fueron esas fuerzas político-sociales en la España vital entre 1900 y 1931.

A mi modo de ver, tres epígrafes deben integrar la respuesta: el mundo del trabajo, el mundo de la inteligencia y los primeros brotes del regionalismo.

No sería lícito desconocer que, sobre todo por obra de Dato, algo hizo la monarquía de Alfonso XIH para acercarse en términos de siglo XX al mundo del trabajo; pero miradas dentro de su contexto histórico y desde el punto de vista en que yo me he situado, el tocante a la perduración de aquella monarquía, ¿podían servir de mucho unas leyes sociales tímidamente justicieras, si el Partido Socialista no entraba en el juego político de los grupos que entonces servían de apoyo al régimen monárquico? Se me dirá, y con razón, que el Partido Socialista de Pablo Iglesias era originaria y obstinadamente republicano, y que la famosa huelga general de 1917 fue más revolucionaria que laboral. A lo cual yo respondo con varias interrogaciones: 1.ª En sus orígenes, ¿hasta qué punto fueron o no fueron republicanos los movimientos obreros de Europa? 2.ª La incorporación de Largo Caballero al Consejo de Estado, en plena dictadura de Primo de Rivera, ¿no es cierto que abría caminos hacia un diálogo integrador entre la monarquía y el movimiento obrero? 3.ª ¿Qué hubiera pasado -soñemos, alma, soñemos- si en el Gobierno Berenguer hubiesen figurado un socialísta, un intelectual y un catalanista distinto del ya gastado Ventosa? 4.ª Aunque el Partido Socialista de Pablo Iglesias fuese originaria y obstinadamente republicano, ¿podía una monarquía del siglo XX desconocer que sin la incorporación del mundo del trabajo tenía que quedar sin suficiente suelo popular la institución misma? Y esta elemental reflexión, ¿no exigía de los grupos integrantes de esa monarquía una conducta política y social muy distinta de la que de hecho adoptaron hasta las elecciones de abril de 1931? Yo no sé y nadie sabe «lo que hubiese sucedido si … »; pero pienso que a la trama de la historia pertenecen también, contra lo que suele afirmarse, los futuribles, y así lo ponen de

manifiesto las situaciones históricas ulteriores al presente en que la historia se vive. Nuestra actual situación, por ejemplo, respecto de las correspondientes al reinado de Alfonso XIII.

Vengamos al mundo de la inteligencia. Quienes en,1902 organizaron la presentación del nuevo monarca al pueblo español, no olvidaron incluir en ella una «fiesta de la ciencia», para que el joven rey se reuniera en la Biblioteca Nacional con todos los miembros de las reales academias y todos los catedráticos -no muchos, entonces- de la Universidad de Madrid. No se escapaba a esos organizadores la necesidad de contar con el mundo de la inteligencia para asentar socialmente la monarquía. No sé si el recuerdo de aquella «fiesta de la ciencia» operaría en el alma de don Alfonso, cuando quiso celebrar sus bodas de plata con el trono cediendo a la Universidad de Madrid los terrenos de la que hoy es Ciudad Universitaria e impulsando, a través de su amigo el odontólogo Florestán, Aguilar, los primeros pasos de ella; pero no es preciso un conocimiento minucioso de nuestra historia reciente para saber que ese tan laudable gesto era por igual tardío e insuficiente. Nuevas preguntas surgen. En la vida personal y en la vida política de Alfonso XIII, ¿hubo entre 1902 y 1927 algo que acreditara de manera firme y fehaciente la convicción de que sin la ciencia y el pensamiento no es posible, ya desde el siglo XVIII, la constitución de un Estado verdaderamente sólido? ¿Por qué, algunos bien poco a poco, fueron haciéndose republicanos declarados o filorrepublicanos Giner de los Ríos, Cajal, Unamuno, Menéndez Pidal, Bolívar, Cossío, Antonio- Machado, Azorín, Valle-Inclán, Baroja, Ortega, Marañón, Américo Castro, Madariaga, Pérez de Ayala, Pí y Súñer e tutti quanti? Los esporádicos y en ocasiones pintorescos contactos del monarca con los «intelectuales» -que las comillas expresen sin palabras el espíritu de aquel tiempo-, ¿no tuvieron acaso alguna parte en que así fuera? El hecho es que el mundo de la inteligencia, fracción importante de la España vital entre 1900 y 1931, nunca llegó a integrarse en la monarquía de Alfonso XIII, y al fin tuvo un papel esencial en el rápido proceso de su derrumbamiento. Que nos lo digan a cuantos en el curso 1930-1931 asistiamos -yo, como alumno del doctorado- a las cátedras de la Universidad de Madrid.

III. Cayó la monarquía de Alfonso XIII, en fin, porque en sus centros de decisión no se supo o no se quiso entender lo que desde la Renaixenca catalana venía siendo y significando la creciente aspiración regionalista de Cataluña, Vasconia y Galicia.

Es cierto que la creación de la Mancomunitat y la participación de Cambó en la política nacional abrieron el camino hacia una nueva configuración de la unidad española, excesivamente centralista hasta entonces. Es, asimismo, cierto que grandísima parte de la población no catalana de España, comprendida su fracción más ilustrada y liberal, no veía con buenos ojos el auge de un catalanismo cuya primera exigencia era la valoración y el cultivo de la lengua catalana. No sólo a la monarquía de la Regencia, y por extensión a la de Alfonso XIII; a toda España de este lado del Ebro se dirigían los conocidos versos de Maragall en el arranque de la oda que más arriba cité: Escolta, Espanya, la veu dun fill / que el parla en llengua no castellana … y no a la monarquía de Alfonso XIII, sino a la entera sociedad española es posible inculpar la zafia e hiriente personalización de Cataluña -aquella vigorosa y en, tantos sentidos ejemplar Cataluña de Prat de la Riba- en el tipo sainetesco del «viajante caItalán». Sí, es preciso reconocer todo esto. Pero la aparente recuperación de «las esencias españolas y monárquicas» por la dictadura de Primo de Rivera cortó. brusca y definitivamente el camino iniciado por la Mancomunitat y por Cambó, con la inevitable consecuencia de que la masa del catalanismo se hiciera republicana: recuérdese lo que significó el banquete de los intelectuales catalanes a los madrileños en marzo de 1930, o el casi total abandono popular en que Cambó y Ventosa cayeron durante los últimos años de la monarquía. De bien poco sirvió el indudable esplendor de la Exposición Internacional de 1929 para mantener al pueblo catalán dentro del área de colaboración con el poder central que la Lliga había establecido. Con motivo de esa Exposición estuve por vez primera en Barcelona, y tan vivo como el recuerdo de las fuentes luminosas de Montjuich es en mí el del difuso antimonarquismo que en la ciudad pude descubrir. Qué significativos, respecto de él, los dicterios de un apacible cura catalán, cicerone del grupo en que yo iba, ante el retrato de Alfonso XIII, que presidía uno de los salones de la Diputación.

Hablo guiado por mis recuerdos personales, y debo confesar que mi conocimiento de la historia de los regionalismos gallego y vasco es más bien escaso. Sólo después de la guerra civil conocí la realidad de Galicia. Mucho más temprano fue mi descubrimiento del País Vasco, cuyo creciente prestigio se. me hizo patente en mi adolescencia, viendo cómo en su linde pamplonesa ostentaban nombre vascuence los clubes de fútbol -Osasuna, Lagun-Artea, Denak-Bat- y las confiterías y rincones a la moda -Dena-Ona, Toki-Alai-, y admirando en el frontón Euskal-Jai las proezas pelotísticas del delantero Irigoyen y el zaguero Azcoitia. Debo confesar, sin embargo, que la impresión suscitada en mí por aquella Vizcaya y aquella Guipúzcoa en modo alguno per mitía sospechar, no ya el terrorismo de, la ETA y los alardes antiespañoles de Herri Batasuna, pero ni siquiera el rápido auge del pacífico y republicano nacionalismo que en buena parte de Vasconia se produjo a partir del bienio 1928-1930. Aquel Bilbao donde el vasquismo dominante era el de los cuentos de Aranaz Castellanos y el del ciclismo de la Vuelta al País Vasco, pese a los gritos callejeros de los que pregonaban Aberri; aquel Durango en que todos eran tan amables conmigo y nadie me consideraba maketo… ¿Adolescencia y miopía de mis ojos? No lo creo. ¿Acaso el Unamuno que miraba a España desde Hendaya, acaso el Ortega que veraneaba en Zumaya y acaso el Zubiri que estaba iniciando en Madrid su magisterio universitario hubiesen vaticinado la actual realidad de Herri Batasuna y la ETA?

Bien. El caso fue que cuando, tras la dictadura de Primo de Rivera, comenzó a expresarse el verdadero sentir del catalanismo, el galleguismo y el vasquismo, los tres rompieron con la monarquía de Alfonso XIII y tajantemente se inclinaron hacia la República.

Vuelvo a mí interrogación inicial: ¿Por qué cayó la monarquía de Alfonso XIII? Y después de haber dado las razones en que lafundo, reiteromi respuesta: porque esa monarquía no supo traer a su campo el mundo del trabajo, el mundo de la inteligencia y los primeros brotes del autonomismoregionalista. Alguna otra nota podría añadirse. Por ejemplo, la idea de la encarnación social del catolicismo que expresaron la consagración oficial de España al Corazón de Jesús y, pocos años más tarde, la impertinente alocución de Alfonso XIII ante Pío XI: aquella en que habló de «una cruzada contra los enemigos de nuestra santa religión». Qué diferentes de las del Rey de España, las palabras con que le respondió el Pontífice: «Hay otros españoles, también hijos nuestros, que se niegan a acercarse al corazón divino. Decidles que no les excluimos,por eso de nuestras oraciones y bendiciones, sino que, por el contrario, y por esto mismo, hacia ellos van nuestro pensamiento y nuestro amor.» Todo esto hizo caer a la monarquía de Alfonso XIII. ¿Cuál puede ser la lección de esa caída para quienes vivimos bajo la de Juan Carlos l? Otro día intentaré decirlo.