20 octubre 2005

La concesión de calles a los dos columnistas indignan a los extremistas de ambos lados

Muere el histórico columnista de EL PAÍS, Eduardo Haro Tecglen, cinco meses después que su rival, Jaime Campmany

Hechos

El 19.10.2005 falleció el columnista del diario EL PAÍS, D. Eduardo Haro Tecglen.

20 Octubre 2005

DOS

Erasmo (José Luis Gutiérrez)

Leer

Dos falangistas. Jaime Capmany y su libro póstumo (Zapatiesta Zapatero).Y Tecglen, que se ha ido, huésped una vez en este ático de Erasmo: Hablaba solo por la calle como el psiquiatra de Eduardo Haro Tecglen. Sus verdades al aire, el primero; atormentado por su propio fingimiento, el segundo: hombres de confianza del régimen de Franco, ambos. Tan buenas plumas, tan distinto plumaje. Descansen.

Erasmo

20 Octubre 2005

Haro

Juan Luis Cebrián

Leer

Había sobrevivido a las calamidades del siglo a base de impartir a diario su particular pedagogía cívica desde una columna casi invisible en EL PAÍS. Era tal su influencia y tan grande su significado que muchos lectores acostumbraban a abrir el diario por la página del Visto / Oído,convertida en trinchera personal del autor más descreído y lúcido de cuantos ha tenido este periódico. Llegó a nuestra redacción de la mano de Jesús de Polanco, al socaire de una crisis terminal de la revista TRIUNFO, que fue martillo de tiranos y crisol de la nueva cultura democrática española. Crítico teatral, editorialista sobre política extranjera, comentarista de televisión, Eduardo supo incorporarse como ningún otro profesional de su generación al cambio que transformó España tras la muerte del dictador. Era un demócrata y un hombre de izquierdas, y ejercía de ambas cosas sin matices; su prosa inmisericorde, pétrea, exasperaba hasta el infinito a la derechona, término, por cierto, acuñado por un antiguo amigo suyo que no supo, sin embargo, resistirse a los ocultos encantos de aquellos a los que denostaba. Mientras tantos de su entorno abandonaban la ascesis literaria por los oropeles del poder o del dinero, Haro Tecglen mantuvo hasta el final su estética, siempre displicente con los corruptos y con los idiotas, porque sabía que ése era un escalón irrenunciable en la defensa de la ética. Aplicó ese método letal tanto en sus comentarios políticos como en sus diatribas y lamentos por el estado de la escena. Cientos, quizá miles, de estrenos de pésima factura no lograron apearle de su amor al teatro, en el que apoyó de manera persistente las vanguardias y persiguió a los mitos de la bienpensancia. Todo eso le costó más de un disgusto, que conllevó con perseverante paciencia. Su acidez en la crítica sólo resultaba comparable a su lealtad para con los amigos, lo que no les evitaba, antes al contrario, ser víctimas de su censura cuando, a su juicio, la merecían. Tenerle al lado, escuchar su opinión, siempre distanciada e irónica, a veces arbitraria pero nunca inútil, compartir sus sarcasmos y sus ironías, han sido lujos irrepetibles. Con Eduardo disfruté y sufrí de un buen puñado de noches de estreno, de conferencias ocasionales y discusiones en el consejo editorial. Luego, pasaron años queriéndonos a distancia, porque nos sabíamos inevitablemente cercanos. Los lectores de EL PAÍS y los oyentes de la SER echarán a faltar sus lecciones agridulces, de hombre cabal hasta el exceso: ese punto en que el sentido común, a fuer de tan escaso, acaba por convertirse en verdadera excentricidad. Y en un territorio lleno de asechanzas por el que Haro supo deambular con singular e irrepetible maestría.

Juan Luis Cebrián

20 Octubre 2005

Irreemplazable

José Ángel Ezcurra

Leer

Estoy anonadado por la noticia. Mi ánimo no admite la desaparición de Eduardo. Surge inmediata la evocación de la mejor época de nuestro trabajo codo a codo en TRIUNFO. Y también, implacable, me invade el recuerdo de cuando él y yo nos reuníamos a menudo en inolvidables almuerzos y traveseábamos sobre a quién tocaría escribir la necrológica del otro. Yo protestaba porque la edad me convertía en seguro candidato. Un torpe azar ha dispuesto lo contrario. De ahí mi desconsuelo.

No hace mucho, en su Visto / Oído, E. H. T. recogía el Vuelva usted mañana de Larra, transponiendo a la actualidad aquella tremenda verdad. Lo que Haro no imaginaba es que dentro de un siglo él mismo será recordado con idéntica importancia a la del propio Larra. (Y pienso a la vez en otro inmenso escritor de aquella excelente cosecha de TRIUNFO también injustamente desaparecido: Manuel Vázquez Montalbán).

Quienes hemos compartido con Eduardo Haro muchos años de tarea sabemos de su gran capacidad de trabajo, de su enorme eficacia a la hora de contar cada semana, cada día, con sus compromisos. Daba igual que se tratara de editoriales, reportajes, críticas, columnas o simples artículos de opinión: siempre eran sobrios, invariablemente certeros, excelentemente escritos. Con una ventaja añadida para el responsable de una publicación en aquellos tiempos: el artículo dos de la ley Fraga serpenteaba entre las galeradas sometidas a la torpe indagación de tales funcionarios. Resultaba tranquilizador contar con la seguridad de que difícilmente la censura haría mella en cualquiera de sus crónicas, gracias a la aguda visión que Eduardo poseía de la pobre cultura de aquellos censores. Su inteligente escritura los sorteaba hábilmente. Y es que la actitud de Haro fue siempre la de proceder según el signo del mejor periodismo: mostrar como fácil lo dificultoso, natural lo arduo, liviano lo profundo.

Quizá lo más admirable de Eduardo Haro Tecglen resida en su gran capacidad intelectual, de la que se desprende una enciclopédica cultura. Puede afirmarse que no necesitó de nadie para adquirirla. Sus libros constituyen una evidente muestra de su ingente erudición. Cuando hablábamos de su vida, me contaba de su largo aprendizaje en el periodismo militante a pesar de las penosas dificultades por ser hijo de rojo. Y siempre recordaba como ejemplo la independencia absoluta de su padre como director de un diario de izquierdas durante la República y la Guerra Civil. Independencia que heredó y hasta incrementó el propio Eduardo, como atestiguan sus más recientes columnas en EL PAÍS. En estas tristes circunstancias, considero un imperativo moral e ideológico dejar constancia de mi adhesión a los postulados que ha defendido.

La cultura española ha perdido a alguien irreemplazable. Verdaderamente, la desaparición de Eduardo Haro Tecglen deja huérfano al periodismo español.

20 Octubre 2005

Haro Tecglen

Luis María Anson

Leer

Hice mis prácticas profesionales en RADIO NACIONAL DE ESPAÑA y en el diario INFORMACIONES. Era yo casi adolescente. En la radio, mi jefe de redacción fue Victoriano Fernández Asís, instalado en un pequeño despacho en el que había colocado un cartel que decia: «No me cuente nada. Estoy enterado de todo». En el periódico mi jefe de redacción fue Eduardo Haro Tecglen, que era ya un sabio del periodismo. Nos daba lecciones teóricas y prácticas mientra prometía todos los males del infierno – «incluso la obligación de leer a Jesús Suevos» – si le tocábamos las tijeras. Todavía se trabajaba con teletipo, que se cortaban para pegarlos sobre folios y enviarlos a la linotipia. Le robamos las tijeras, claro, y él contraatacó atándolas a la mesa con una cadena. Fue inútil. Se las seguimos robando. Entonces las grabó a fuego. Los becarios descubrimos la forma de neutralizar la marca. «Esto no me había pasado ni con los moros», refunfuñaba Haro.

El cordón umbilical de aquellas tijeras mantuvo una corriente de simpatía entre Eduardo y yo a lo largo de los años. A veces nos vimos enzarzados en el cuerpo a cuerpo pero nuestra amistad siempre salió indemne. Lo de menos entre nosotros eran las discrepancias políticas; lo malo eran las teatrales. Él odiaba a Buero Vallejo; yo creo que, desde Calderón, el mejor dramaturgo español ha sido el autor de ‘La Fundación’. Anécdotas, en todo caso. Así es que me sumé, claro está, al homenaje de sus 80 años y escribí lo que pienso del hombre que hasta el último aliento de su vida siguió escribiendo como maestro de periodistas.

Era Haro Tecglen sagaz, penetrante, mordaz, ácido. Tenía una soberbia pluma de hierro. Y la palabra pedernal. Escribía como los ángeles y suscitaba admiraciones entusiastas. La vida le golpeó con saña y le soleó de tragedias familiares. No perdió nunca la serenidad ni el equilibrio. Era republicano y libre. Padeció a Franco y le bandeó como pudo. Nunca entendió lo que es el teatro. Por eso despachaba las críticas con acritud e injusticia. Fue, en todo caso, un intelectual auténtico, un pensador profundo, un periodista entero, un asombroso memorialista, un ensayista coherente y cabal. Pensaba como Marco Aurelio, que ‘la mejor manera de vengarse de un enemigo es no parecérsele’. Se mantuvo hasta el final en la lucha y la polémica. Ha muerto, en fin, un compañero al que muchos admirábamos. Estoy seguro de que ha cruzado la oscura penumbra del más allá con los ojos abiertos del periodista para saber qué se cuece al otro lado de la gran frontera.

Luis María Anson

23 Octubre 2005

De Bohórquez a Haro

Alfonso Ussía Muñoz Seca

Leer

Fermín Bohorquez, el rejoneado y ganadero jerezano, conoció a Santiago Carrillo allá en su bellísimo sur, a finales de los años setenta, en pleno impulso de la transición. Fermín es simpático, directo, sincero y bien educado. No le caía bien Carrillo, pero la cortesía y las buenas maneras mandan. Así que estaban charlando de levantes y ponientes, cuando Fermín le soltó de sopetón al dirigente comunista – Don Santiago, parece usted mucho más joven que su mujer -. Carrillo miró sorprendido al ganadero y no se mostró de acuerdo- Pues yo encuentro que no, además mi mujer se cuida mucho y está en mejor forma que yo-. Pero Fermín Bohórquez no es de las personas que se callan y se dan por vencidas. – Lo siento, don Santiago. El que está bien es usted. Su mujer parece su madre -. Carrillo empezó a dar señales de molestia, buscando con su mirada a su mujer, que se hallaba en otro corrillo de invitados. Fermín persistía en el empeño. – Es impresionante, pero de verdad se lo digo, señor Carrillo, usted parece el hijo de su mujer – Por fin, el mosqueado Carrillo consiguió que su mujer se acercara y se la presentó a Fermín Bohórquez, que quedó un tanto cortado de principio. Carrillo hizo la presentación. – Mi mujer, don Fermín Bohorquez -.Fue cuando el ganadero jerezano, todavía en sus trece, preguntó: «¿Pero usted no está casado con la Pasionaria?»

En ocasiones, los despistes están sembrados de agudeza y acierto. Pensar que Carrillo y la Pasionaria estaban casados no era una figuración imposible. Prueba de ello es que a Carrillo no le hizo ninguna gracia la genial equivocación. Equivocarse en ocasiones resulta muy divertido. Dijo en cierta ocasión la condesa de Yebes, por quien don José Ortega y Gasset sentía debilidad. – Mañana tengo consulta con el doctor Pichales. No, no, qué tonta, con el doctor Poyales, ¿en qué estaría pensando? – Y Antonio Mingote confundió en determinada ocasión a un señor que se sabía el Quijote de memoria con otro que no se lo había leído. Hablaba Antonio en público y elogiaba sin medida la sabiduría quijotesca de aquel individuo presente que no salía de su asombro. Cuando por fin, diez minutos después de los encendidos elogios, Antonio supo que aquel hombre del Quijote no tenía ni idea suspendió su intervención con un ataque de risa como jamás he visto en Mingote.

Divertida equivocación es la que he leído en una esquela en LA RAZÓN. En una esquela muy presuntuosa y rimbombante que dice ‘Conmovidos, nos despedimos del inolvidable amigo del teatro, Eduardo Haro Tecglen, crítico’. Y más abajo aparecen los nombres de los desconsolados amigos del inolvidable amigo del teatro. Mora Apreda y el equipo del Centro Cultural de la Villa, Mario Gas y el equipo del Teatro Español, José Luis Gómez del Teatro de la Zarzuela, Cristina Santolaria de Albéniz, Eduardo Vasco de la Compañía Nacional de Teatro Clásico y Gerardo Vega del Centro Dramático Nacional. O ha sido un compartido ejercicio de sentido del humor o están equivocados. No he conocido nunca a una persona con menos afición al teatro que Eduardo Haro Tecglen. Le aburría una barbaridad. Lo único que divertía a Haro del teatro era el miedo que le tenían sus gentes por sus críticas, siempre amargas y negativas. No lo eran porque Haro Tecglen fuera dispuesto a destrozar a los autores, los directores o los actores porque sí. Eran negativas y amargas, porque nunca le interesó ni le divirtió lo que criticaba, y ello no ayuda a la visión positiva de las cosas.

Eduardo Haro Tecglen llegaba al teatro con expresión de tortura. Se sentaba en su butaca, se alzaba el telón e inmediatamente se le escapaba un bostezo. He sido lector constante de sus críticas – que por otra parte, además de mala leche, tenían donaire – y no recuerdo haber leído nada que pudiera interpretarse como aceptable. Eduardo sabía de teatro a la fuerza, por horas invertidas como consecuencia de su obligación, pero le aburría el teatro más que a quien escribe una tertulia de literatos, que son unos pelmazos en su gran mayoría. Sólo superan en tostón a los literatos los pintores, aceptables exclusivamente cuando te regalan un cuadro a cambio de tu atención. Pero me voy del nudo de mi comentario. Eduardo Haro Tecglen, de vida azarosa y desgraciadísima, estupendo escritor, polémico, amargo y siempre interesante, no fue jamás amigo del teatro. Otra cosa es que tuviera que ir al teatro para escribir sus críticas, algunas de las cuales muy probablemente las redactó sin haber asistido a ninguna representación. Mis relaciones con Eduardo fueron siempre cordiales y excelentes. Hablé con él de muchas cosas y nuestros puntos de vista no eran coincidentes desde el respeto mutuo. Pero de teatro, nunca. El teatro le horrorizaba. Y por eso le asestaba un golpe tras otro. Que esquelita.

Alfonso Ussía Muñoz-Seca