13 febrero 2003

Su prestigio - y su poder - sólo es superado en el rankin por el de Juan Luis Cebrián (del que fue maestro), Pedro J. Ramírez y Luis María Anson

Muere Emilio Romero uno de los cuatro grandes directores de periódico de la historia contemporánea española

Hechos

El 13.02.2003 se conoció la noticia del fallecimiento del periodista D. Emilio Romero Gómez.

Lecturas

Aunque también dirigió periódicos regionales, en su curriculum destaca con luz propia su cargo de director del diario PUEBLO que ejerció desde 1952 hasta 1975 (salvo un paréntesis por una suspensión 1953-1956). También fue director de la Prensa del Movimiento lo que le dio el control de toda la cadena de periódicos falangistas que incluían ARRIBA o el MARCA entre 1975 y 1976. También dirigió la revista LA JAULA (1976), el periódico EL IMPARCIAL (1977-1978) y el periódico INFORMACIONES (1979-1980). Fue columnista de las revista INTERVIÚ, del ABC y EL PAÍS, hasta que se hizo fuerte en el diario YA donde fue uno de su principal columnista entre 1981 y 1994.

Su experiencia como director de periódico durante tantos años sólo podía ser comparada con la de D. Juan Luis Cebrián (del que fue mentor), D. Luis María Anson y D. Pedro J. Ramírez.

El hundimiento del YA supuso el fin de su última ventanilla. En 1998 ofreció su pluma al periódico LA RAZÓN, pero este declinó su ofrecimiento. También fue tertuliano en programas de radio y televisión en TVE, ANTENA 3 TV o la COPE.

Recordado como ‘el periodista franquista’.

A pesar de que en los últimos años de su vida D. Emilio Romero trató de desvincularse del régimen y asegurar que su sensibilidad siempre había sido socialista, en el sentido de su preocupación por el sindicalismo y los trabajadores, no pudo evitar que todos los medios le recordaran como ‘el periodista franquista’. Especial intencionalidad en ese campo cabe atribuirle al diario LA RAZÓN que publicó su foto jurando como miembro del Consejo Nacional del Movimiento (el presidente de LA RAZÓN, Sr. Anson y el Sr. Romero mantuvieron fuertes enfrentamientos durante los años sesenta y setenta).

14 Febrero 2003

El periodista más importante del franquismo

Juan Luis Cebrián

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Lo primero que vi al entrar en la redacción de PUEBLO fue una pesada máquina de escribir volando. Se la había arrojado el crítico de cine al cronista municipal, que tuvo fortuna y agilidad suficientes como para esquivar el golpe. El motivo de la disputa había sido un comentario desabrido del reportero del Ayuntamiento sobre el director del periódico. Comprendí de inmediato dos cosas: que éste era un individuo controvertido hasta en su propia casa y que uno se arriesgaba a morir aplastado por una Underwood si osaba hacer pública esa controversia.

Corría el año 1962 y Emilio Romero era ya el periodista más importante del franquismo. Sólo el mito gigantesco de don Manuel Aznar Zubigaray -abuelo del actual presidente del Gobierno- podía competir con él. La diferencia estribaba en que don Manuel se las agenció para utilizar el periodismo como trampolín hacia la diplomacia y los salones de la corte, mientras Romero se empecinó hasta el fin de sus días en no ser otra cosa que periodista, quizá porque comprendió que a un desclasado como él los edecanes del régimen no habrían de ofrecerle más. De modo que ha muerto con las botas puestas.

Al frente del órgano oficial de los sindicatos verticales, Emilio Romero hizo mucho por renovar y modernizar el diarismo de su época, en lo que contó con la inestimable ayuda de su redactor jefe de siempre, Jesús de la Serna. Abrió el periódico a las nuevas generaciones, fomentó el reporterismo de calle, se interesó por la renovación tecnológica de la empresa y propició una cierta disidencia dentro de un orden que permitió identificar a su periódico como portavoz de una singular izquierda obrerista del régimen, inaceptable del todo para la oposición a la dictadura, pero muy molesta, al tiempo, para la derechona católica. Mis primeros seis años de periodismo activo los ejercí bajo su dirección. Él y yo sabíamos que en punto a ideas políticas pensábamos de forma bien diferente, lo que no impidió que antes de cumplir mi mayoría de edad me nombrara redactor jefe de las páginas de información local, en las que militaba el enfurruñado cronista que salvó su vida de la agresión del crítico; también, y por periodo de unos breves meses, me encomendó la entonces famosa Tercera Página, donde permitió que escribieran -hasta donde la autoridad competente lo toleraba- gentes del entonces clandestino partido comunista, curas posconciliares como Juan Arias, actores disidentes como Marsillach y no pocos opositores al franquismo. Tenía fama de autoritario, nepotista y egocéntrico, pero a mí me permitió hacer mi trabajo, me defendió cuando la caverna del régimen quiso atacarme y sólo obtuve de él muestras de respeto y de confianza, a las que siempre intenté corresponder. Frente al servilismo de que hacían gala no pocos de sus colaboradores, comprobé que su indudable vanidad era mucho más susceptible a la dialéctica que a la sumisión, quizá por eso guardamos durante muchos años una buena relación personal, incluso cuando en la etapa de la transición política sus opiniones comenzaron a confundirse extravagantemente con las de los militares que acabaron por dar el golpe de Estado del 23-F. Como tantos de su generación, viajó poco fuera de España, entre otras cosas por su conocida aversión a volar, con lo que acabó por convertirse en representante de un casticismo intelectual muy del agrado de los tiempos que ahora mismo corren.

Emilio era un escritor temible, de prosa arrogante y juicios afilados, bueno para los periódicos aunque no tanto para la gran literatura. Gozó durante mucho tiempo de la protección del ministro Solís, la sonrisa del régimen; disfrutó de la amistad de Juan Domingo Perón; cultivó a algunos intelectuales que regresaban del exilio, y se esforzó por situar su periódico y su persona en el centro de la crónica social y de los sucesos de la farándula, a los que contribuyó escribiendo un buen puñado de piezas teatrales. Las marquesas, los futbolistas, los embajadores, los toreros, las bailaoras y actrices de moda, los banqueros, los poetas malditos y los reporteros de fama se disputaban su amistad y demandaban su influencia. Fue generoso con todos y sólo ocasionalmente vengativo con algunos. Convirtió Pueblo en una auténtica cantera de nuevos periodistas y parecerse a él terminó siendo la ambición de muchos jóvenes profesionales, deslumbrados como estaban por el brillo de su estrella, que comenzó a apagarse durante los complejos años de la transición. El declive del franquismo había marcado ya el comienzo del fin de su reinado. Rescató una cabecera de noble abolengo como EL IMPARCIAL, que había sido el diario de la familia de Ortega y Gasset, y que acabó por convertirse en portavoz de la nostalgia bronca de la dictadura. No comprendió el significado de la emergente democracia, pese a que luchó denodadamente por mantener su puesto y rescatar su perdida influencia en el firmamento de la política española. Le ofrecí las páginas de EL PAÍS, en las que se desempeñó como articulista habitual durante años. Se fue alejando de ellas por propia voluntad, pero nunca tuvimos discrepancias personales ni hubo quejas ni desacuerdos sobre el tratamiento que el periódico le daba.

A veces pienso que Emilio Romero se equivocó de tiempo. Si hubiera nacido en una España diferente, sus formidables dotes profesionales habrían merecido un mejor destino. Le tocó protagonizar el periodismo español de los sesenta, una década crucial para la historia de la humanidad. Nuestra profesión le debe mucho, y yo me encuentro entre los que le estarán siempre agradecidos.

Juan Luis Cebrián

19 Febrero 2003

Emilio Romero

Luis María Anson

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He dejado pasar una semana para escribir desde la distancia y comprobar el trato periodístico que se ha dispensado a la muerte de Emilio Romero. La cicatería, salvo alguna pluma aislada, ha sido la nota dominante en los medios de comunicación. Los periodistas suelen ser más propicios a la invectiva que al reconocimiento.

Emilio Romero fue un profesional de características excepcionales. Conocía lo fundamental: la arquitectura del periódico. Sabía construirlo desde las zapatas de los cimientos hasta el tejado. Además escribía con la palabra acechante y no perdió nunca la capacidad para el mordisco o el adjetivo insolente. Es verdad que hizo PUEBLO entre las faldas del Estado. Pero también lo hicieron otros y fracasaron. Fue él quien lo transformó en periódico de referencia de la vida española y rozó la venta media anual de 200.000 ejemplares. La cena de sus Populares de PUEBLO se convirtió en uno de los actos más cotizados de la vida del país. Emilio Romero, educación de cachorros del periodismo, luego triunfadores, no sólo era un profesional símbolo del periodismo franquista, sino hombre de vasta influencia. Durante la dictadura, siempre estuvo allí donde se trababan los nervios secretos de la política. Hizo, además, servicios impagables a la profesión. En colaboración con los más destacados profesionales de la época llevó el periodismo a la Universidad. La veintena larga de Facultades que hoy existen en España avalan el acierto de aquella operación.

Cuando en 1975 Don Juan Carlos decidió transformar la Monarquía de Franco, la del Movimiento Nacional, en la Institución que siempre defendió su padre Don Juan, la Monarquía de Todos, la Monarquía constitucional, Emilio Romero quedó descolocado y no supo integrarse en la transición. Adolfo Suárez no quería periodistas brillantes que le recordaran el pasado y lidió a Emilio Romero con muñeca maestra. Lo sacó de su fortín de PUEBLO para instalarle en la Prensa del Movimiento y luego lo escabechó.

Era la época de gran éxito de los semanarios políticos y Romero trató de resituarse dirigiendo LA JAULA. Pero fracasó. Quiso también llevar a cabo una de las tareas más difíciles en nuestro oficio: levantar un periódico hundido, INFORMACIONES, que le ofrecía Sebastián Auger. No lo consiguió. Fundó sin éxito un periódico nuevo, EL IMPARCIAL. El fracaso de aquellos intentos le apartó definitivamente del os puestos de dirección. No se rindió y, acogido sobre todo por Asensio, demostró ser una vez más el luchador de siempre y colaboró en muy diversas publicaciones y en la radio. Pero ya no tenía fuentes de información y su esfuerzo se diluía. Cuando empezó LA RAZÓN vino a verme a mi despacho. Quería escribir una columna. Era demasiado inteligente para no comprender enseguida, tras mis explicaciones, que este periódico miraba sólo hacia el futuro y no quería impregnaciones pasadas. No insistió. En la soledad de los últimos años, hierro derrotado ya, sabía que la cicatería o el silencio de aquellos a los que había enseñado o encumbrado le acompañarían en su muerte. El viejo luchador hubiera esbozado su célebre media sonrisa escéptica ante lo que han publicado los periódicos, ante lo que, sobre él, se ha balbuceado en la radio o la televisión.

Luis María Anson

13 Febrero 2003

Capitán de un galeón de papel

Emilio Romero

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Yo fui reportero y corresponsal en el diario Pueblo que él dirigía como un avezado lobo de mar en un galeón de papel. Esperé muchas veces, como otros, a que mi reportaje viajara desde la quinta a la séptima, donde él mandaba y miraba las cuartillas pardas quitándose las gafas, arrimándolas a los ojos, porque era miope.Jamás se equivocaba; si la noticia saltaba en las manos, si era digna de ir a la primera página, allí aparecía oliendo a tinta fresca, que entonces me parecía aroma de jacintos.

No eran buenos momentos para la libertad de expresión, pero acogió en el Mayflower de Huertas 73 a pícaros y bohemios con tal de que amaran a esta puta profesión más que a su propio padre.

La historia de un hombre puede resumirse desde diferentes prismas y valores; digamos que fue un maestro de periodistas y que dirigió con pericia Pueblo, que fue el ecocardiograma de una época de la historia de España. Era del régimen pero en muchos aspectos trajo novedad, progreso, libertad, vanguardia y sobre todo, noticias.

Emilio Romero ha muerto a los 85 años. Fue franquista, pero a él nunca le indultó la democracia. Nació en Arévalo, tenía tres hijos reconocidos y ocho nietos. No sabía conducir, le gustaba el flamenco y las bailaoras, andaba escorado como un barco a la deriva. Y tenía la facultad de convertir en un reportero a cualquiera que se hubiera envenenado por el periodismo. Manolo Alcalá era capaz de perder dos dedos para lograr un scop y Yale, de disfrazarse de enferma para presenciar una operación a corazón abierto.

Hizo de la primera página la gloria; firmar en ella era tocar las estrellas. Algunos de los reporteros míticos se fueron antes que él -Yale, Salgado, Camarero-, porque se dejaron la vida en las alambradas de la noticia y en la whiskería, donde él mandaba como un pavo real. Le hacían la pelota los ministros, Franco le hizo procurador, fue director de la Escuela Oficial de Periodismo, columnista de Abc, Ya, Informaciones e Interviú. Estrenó quince obras teatrales y fue adaptador de Brecht.

Si Sesé, el telefonista, te llamaba a media noche, podías terminar en Las Brujas, pero también en un bombardeo o en un depósito de cadáveres.

A aquella redacción se entraba desde la Escuela de Periodismo, pero la mayoría llegaban de la calle como en la Legión. Emilio Romero ganó todos los premios de periodismo y casi todos los de novela y de teatro: premio Planeta por La paz empieza nunca, el Nacional de Literatura por Cartas a un príncipe, y el Ateneo de Sevilla por Tres chicas y un forastero.

Ejerció sesenta años el periodismo. «Yo ejercí el periodismo en una época con enorme dificultad -declaró hace unos años-, porque era rebelde y molesto. Y fue Adolfo Suárez, un señor proveniente del régimen, quien me echó de Pueblo en el año 1976».

Emilio Romero estuvo tres décadas al mando de Pueblo -desde el año 1946 a 1976- , aquel periódico de los sindicatos verticales, una redacción que olía a plomo y a ginebra. Durante 22 años estuvo al frente del diario de la tarde, convirtiéndolo en uno de los tres más importantes de la tarde. De 25.000 ejemplares lo pasó a 300.000.

Yo viví apasionadamente mi juventud en esa quinta planta. Estuve en Cabo Kennedy y vi a los tres astronautas salir para la Luna.Pero otros hicieron cosas más grandes. Julio Camarero partió de esa quinta planta para entrevistar a Chessman segundos antes que entrara en la cámara de gas. Tico Medina salió de allí para llegar hasta Indira Gandhi, disfrazándose de mendigo. Otros entrevistaron a Fidel Castro en Sierra Maestra o cubrieron entre el cieno la Guerra de Vietnam.

No sé que epitafio pondrán en su tumba, pero podría ponerse, sin temor a la hipérbole o a la inexactitud, «Emilio Romero, director de periódicos y cronista de una época dura, tenebrosa, falta de libertad». Así como Brummel pudo decir «he enseñado a Inglaterra a ponerse los pantalones», Emilio Romero, pudo presumir de ser un director de periódico legendario en la dictadura.

Conocí a Emilio Romero desde hace cuarenta años y no tengo más remedio que reconocer que le debo gran parte de lo que sé de este oficio. El me enseñó, no sólo a mí, sino a tres generaciones de reporteros y cronistas. Un oficio que no se aprende en la universidad, sino en las esquinas, en los aeropuertos, en las casas de socorro, en las trincheras y en los garitos.

En su redacción, que era una academia de improvisación y de lucha contra reloj, estudió la generación que ahora manda en los medios escritos y audiovisuales, en la novela y en el teatro: Vicente Romero, Vicente Talón, Antonio de Olano, Javier Pérez Reverte, Juan Luis Cebrián, José María García, Arturo Pérez-Reverte, José Luis Balbín, Tico Medina, Carlos Luis Alvarez, Jesús de la Serna, José María Carrascal, Jesús Hermida, Carmen Rigalt, Julia Navarro y veinte más.

Toda su obra tiene un alto nivel intelectual, lingüístico y de fabulación. Fue un hombre del régimen, pero supo burlar a la censura y rasgó listas negras que le pasaba el Almirante Carrero Blanco.

Su símbolo y talismán era el gallo, heredado de El Sol, que sobre la bobina de papel anunciaba las auroras. «Emilio Romero -escribió Manuel Aznar, abuelo del presidente del Gobierno actual- es un periodista extraordinario. Para mí, sin duda, el primero de los periodistas españoles. Periodista, el hombre que sale a la calle, abre los ojos, ve el país».

Emilio Romero nació en Arévalo, Avila, el 21 de julio de 1917. A los 23 años fue nombrado director de periódico. Hay una avenida y una estatua con su nombre. Hace cinco años, cuando se supo que estaba ya enfermo, se organizó un homenaje en el que íbamos a participar todos los periodistas que habíamos pertenecido a aquella mítica redacción. Apenas llegamos dos. Nunca le negaron en el corazón, pero sí en las apariencias. Todos los que estuvieron en ese diario de la tarde saben que inventó un nuevo reporterismo a la española, años antes de que los americanos inventaran el Nuevo Periodismo.

«Aquel diario -ha escrito José María García- era espectacular, pero el espectáculo no estaba peleado o enfrentado a la verdad.En los tiempos que mandaba el imperio de la censura, cuando las galeradas tenían que ir de madrugada al Ministerio de información y Turismo, estaban los mejores periodistas en los frentes de guerra».

14 Febrero 2003

Dedicado a los ingratos

Carmen Rigalt

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Emilio Romero fue siempre el director, desde la primera vezque me mandó poner a la máquina de escribir hasta nuestro último encuentro, en Arévalo, su pueblo natal, durante un homenaje al que asistí en compañía de Raúl del Pozo. He tenido varios directores a lo largo de mi vida profesional, pero sólo a él lo he llamado siempre director, de ahí que ahora, después de muerto, me niegue a apearle el tratamiento. Es lo mínimo.

Raúl y yo fuimos sus últimos de Filipinas. Si no llegamos a despedirnos de él fue porque desde hace meses, coqueto y vanidoso como era, no deseaba recibir a nadie y también porque nosotros, sin admitirlo expresamente, no queríamos comprobar cómo el deterioro físico había minado su altivez y su empaque, signos inequívocos de su imagen.

He sabido que se sentía deprimido, triste, y que dos días antes de morir lamentó no poder opinar con fundamento sobre la crisis de Irak «por falta de información». También he sabido que murió con los zapatos puestos, como si fuera a ser recibido por un ministro. No salía ya de casa, pero se negaba a calzar zapatillas para no verse convertido en anciano. Era un último gesto de coquetería que le acercaba a lo que siempre fue: un hombre capaz de decirlo todo con su inconfundible presencia.

Hoy no escribo para Emilio Romero, el director. El se ha ido a ninguna parte y allí donde está ahora no hay ojos para ver ni voz para comunicarse. Al hacerlo me siento más libre que nunca porque no me leerá y nadie podrá chivárselo. Emilio Romero ha muerto, y esa noticia significa algo más que una reseña en la sección de obituarios.

Hoy escribo estas líneas para los desmemoriados y los ingratos, para aquellos que aprendieron el oficio en Pueblo y no se atreven a reconocerlo públicamente, para los cobardicas que en esta hora de evocación miran hacia otro lado y para los que jamás se habrían abierto paso en el periodismo si Emilio Romero no les hubiera facilitado el camino.

Escribo también para los que comieron caliente gracias a él y para algunos rojeras a los que protegió dándoles cobijo. Escribo para los que hoy le llaman fascista y sin embargo no tuvieron escrúpulos en dejar regueros de baba cuando practicaron con él el sinuoso arte del peloteo. Escribo para los cínicos, los aprovechados y los oportunistas. Para los ridículos y los necios. Para los que siempre están a la sombra del último poder y pretenden que no se les note.

No es exageración. Yo he conocido a algunos de ellos. Por las noches estaban en el bar del diario Pueblo (la whiskería, le decíamos nosotros) riéndole todas las gracias al director, incluso aquellas que no la tenían.

14 Febrero 2003

Con la libertad y contra ella

Víctor de la Serna Arenillas

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Algunas, pocas, voces desabridas lo recuerdan como la figura del más oficial de los periodistas oficiales de la dictadura franquista, Emilio Romero. Son mucho más numerosas, en el momento de su muerte, las manifestaciones de cariño y admiración sinceras por parte de los muchos profesionales aún en activo que fueron sus jóvenes pupilos en la vibrante Redacción de Pueblo, que -significativamente- han triunfado profesionalmente en la democracia y que hoy, cincuentones, sesentones o setentones, no abdican de su lealtad hacia el director.Se la ganó: propició desde el vespertino de los sindicatos verticales un periodismo vivo y formalmente irreverente, y mantuvo sólidamente el tipo cada vez que los capitostes del Régimen se irritaban con una crónica o un comentario en exceso desvergonzados, defendiendo a los suyos en tiempos en que la represión podía ser feroz.

Pueblo se parecía, en la tipografía abigarrada, escandalosa y bicolor (negra y roja), al France-Soir de Lazareff, y buscaba el mismo atractivo populista. Lo lograba: llegó a vender más de 200.000 ejemplares cuando el otro periódico oficial de Madrid, Arriba (cabeza de la cadena de medios del Movimiento) llegaba a la décima parte. El Régimen sabía bien que, aparte de TVE, el único medio de comunicación verdaderamente popular e influyente con el que contaba era Pueblo, y eso le valía a Romero su bula.Porque, en todo lo fundamental, el Régimen sabía que podía contar con él.

Franquista convencidísimo, consejero nacional del Movimiento de camisa azul y chaqueta blanca, enemigo de opusdeístas y de liberales, Emilio Romero era al mismo tiempo un periodista vocacional y sentía esa invencible tentación de publicar lo más posible, aunque fuese un ápice más que lo que permitía la censura. Como franquista, sus instintos eran liberticidas; como periodista y escritor inteligente, todo le impulsaba a rodearse de los mejores reporteros y comentaristas, a menudo situados mucho más a la izquierda que él, y a darles toda la manga ancha que podía negociar con el poder. Publicaba lo que a otros no se les permitía, y dio a esos jóvenes pupilos la primera oportunidad de crecer profesionalmente en un ambiente de cuasilibertad que nadie había conocido en la prensa española desde 1939.

Esa contradicción peculiar, que no era exclusiva de Romero en el franquismo tardío pero que él encarnó como pocos, es la que hoy salva su carrera frente a otros episodios negros, a las críticas a su integridad personal, a los reproches por su trayectoria política: Emilio Romero, pese a todo, abrió camino a las libertades.