17 febrero 1998

Figura clave en los pactos de consenso de la Transición

Muere Fernando Abril Martorell, vicepresidente del Gobierno con Adolfo Suárez (UCD) con el que terminó enfrentado

Hechos

El 17.02.1998 se hizo público el fallecimiento de D. Fernando Abril Martorell.

17 Febrero 1998

Fernando

Alfonso Guerra

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La verdad de los hechos históricos se desvela con el paso del tiempo. La sociedad española un día conocerá lo que todos debemos a Fernando Abril.Cuando España terminaba una larga dictadura, un grupo de hombres, más ligados al viejo régimen que a la oposición democrática, tomaron la decisión de agruparse para favorecer la recuperación de la democracia y la libertad. Con Adolfo Suárez como conductor, desmontaron la arcaica estructura que impedía el ejercicio libre de la voluntad popular y convocaron unas elecciones democráticas en 1977. El acontecimiento no tenía precedente histórico en España. La unidad de grupos y personalidades de las derechas siempre había tenido como objetivo él rapto de la libertad, las etapas autoritarias. Por primera vez, una agrupación de personajes y pequeños grupos se alían bajo las siglas UCD para ayudar a la revitalización democrática.

Las elecciones de 1977 no fueron convocadas para conformar una Cámara constituyente, pero todos éramos conscientes de que antes o después las Cámaras elegidas libremente, tras casi medio siglo de dictadura, habrían de elaborar una Carta Magna que rigiera la convivencia democrática de los españoles.

Los primeros pasos en la redacción de la nueva Constitución no fueron esperanzadores. La mitad de la Cámara ejercía su mayoría para aprobar un artículo tras otro, ignorando por completo las aspiraciones de la otra mitad de la Cámara. Se reproducía así el mecanismo por el que durante dos siglos la mayoría conservadora o la progresista dictaba una Constitución para sus partidarios, desdeñando a los otros, haciendo una Constitución para media España, que sería más tarde sustituida por otra Constitución para la otra mitad del país.

Fernando Abril Martorell entendió antes que nadie que teníamos ante nosotros una oportunidad única: elaborar una Constitución para todos. El día 17 de mayo de 1978, Fernando escribió una página larga de la historia futura de España. Invocó el consenso constitucional, garantía de la etapa democrática actual de España, la más larga de los últimos siglos.

En el año recién comenzado se cumplen 20 de la aprobación de la Constitución democrática de 1978. Sabiendo que Fernando Abril padecía una grave enfermedad tenía mis esperanzas puestas en la celebración de esa efemérides para que la sociedad española rindiese a Fernando Abril el homenaje que su visión política merece. No ha podido ser. La pasada semana animaba yo a Fernando a participar en los actos de celebración del vigésimo aniversario de la Constitución. Le anuncié que varias universidades, en sus cursos de verano, preparaban ciclos de conferencias, mesas redondas y otros actos, y que le reclamaban. Con voz serena, que resultó dramática, contestó que el verano estaba ya demasiado lejos para él.

Al conocer su muerte he evocado nuestros 20 años de amistad. Y me doy cuenta de que uno de los mejores amigos de mi vida ha sido mi adversario político. Y ello me admira, al pensar en la desgarradora historia de mi país. Tal vez ni en política encontramos razones para la confrontación.

Fernando Abril es ejemplo y lección. Las etiquetas no nos enseñan nada de los hombres, sólo sus conductas nos dicen de su grandeza o mezquindad. Fernando ha sido un ser excepcional, y si algunos consideran hiperbólica esta forma de adjetivar, motivada por un momento de congoja, de dolor, les emplazo a esperar el veredicto de la historia, de los hombres que han de analizar, sin adherencias partidarias, este último cuarto de siglo español.

El humanismo de Fernando, su sentido del humor, su ironía creadora, su bondad, el arte de distinguir lo accesorio de lo principal, deja abatidos a muchos amigos verdaderos.

Su esposa, Marisa, sus hijos y sus nietos, la familia que adoraba, sentirán que nadie le puede sustituir en su dolor, nadie puede dolerse por ellos. Es verdad. Sepan, al menos, que somos tantos los que les acompañamos en estos angustiosos momentos en que sabemos que Fernando ya no está. Su recuerdo, grato, amoroso, lúcido, nos acompañará.

Gracias, Fernando.

17 Febrero 1998

Un ejemplo de entereza

Alberto Oliart

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Tuve algún encuentro fugaz con él antes de encontrarlo en el Gobierno que se formó, tras las primeras elecciones, el 4 de julio de 1977. Fue en ese Gobierno, en que él era vicepresidente político, donde le traté y empecé a conocerle, sobre todo durante la discusión y desarrollo de los Pactos de la Moncloa.No era fácil conocer a Fernando Abril; reservado, hosco con los que no conocía o con aquéllos de los que desconfiaba, exigente con los demás en la misma medida en que lo era consigo mismo, adusto de gesto y de palabra, no intentaba ganar el aprecio de nadie con formas de simpatía, sí se lo ganaba cuando se sabia apreciar su honestidad fundamental, su coherencia intelectual, su lealtad, sin sumisión, hacia sus amigos o sus superiores.

Su capacidad de negociación y de buscar incansable el compromiso, allí donde parecía que sólo cabía el enfrentamiento sin solución, fueron dotes de enorme valor y eficacia a la hora de negociar el paradigma de la transición: la redacción de los puntos más difíciles de la Constitución. De las interminables vigilias, mano a mano, con Alfonso Guerra, salieron los pactos necesarios para sacar adelante los acuerdos atascados, y una amistad a la que fue fiel. No creía en las grandes palabras, sí en las soluciones prácticas a las que le llevaban su obstinado pragmatismo y su capacidad para meterse hasta el fondo de cada asunto del que se ocupaba. Y cuando un asunto parecía torcerse o no tener solución, él seguía terco buscándola. Me parece que lo estoy viendo moviendo las manos, como el que moldea el pan o la arcilla, y diciendo con su acento valenciano «este asunto hay que amasarlo, darle tiempo, amasarlo».

En mis tiempos políticos, algunas veces discutí con él, otras discrepé de lo que hacía, pero siempre supe que para él la política era un campo que tenía sus propias reglas en las que no cabía mezclar simpatías o antipatías, preferencias o rechazos personales, y Fernando Abril jugó el juego político de una forma coherente, leal, sin concesiones. Su salida del Gobierno, su crisis fue el principio de la crisis de su gran amigo Adolfo Suárez y, también, de la UCD. Fernando Abril simboliza de alguna manera, con Adolfo Suárez, la grandeza de aquel dramático tiempo político de la transición desde una dictadura a una democracia, y también el esfuerzo baldío de intentar que UCD fuera realmente un partido. Estoy convencido que él supo, antes que otros muchos, que culminada la transición política el precio del objetivo conseguido era, para sus protagonistas, el retiro de la primera fila de la escena pública. Y así lo hizo.

He compartido con él casi cinco años de vida profesional. Seguía siendo el mismo Fernando Abril. Cuando se supo mortalmente enfermo, no cambió ni su carácter ni su modo de estar, ni rehusaba llamar a su enfermedad por su nombre. Dio un ejemplo de entereza y de valiente y serena aceptación de su destino. Y hasta el final, hombre lleno de sí mismo, de sus creencias y de su vida con los suyos, defendió el derecho a vivir su enfermedad y su muerte como había vivido su vida sin debilidades, sin concesiones, fiel a sí mismo hasta el último momento; ganándose, una vez más, el admirado respeto de todos.

17 Febrero 1998

Oración por un hombre bueno

Rodolfo Martín Villa

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Señor: Como nos temíamos desde hace unos meses, has dispuesto que tu hijo Fernando abandone definitivamente esta Tierra y el Reino de España. Quiero pedirte que lo recibas en el Reino de los Cielos y le instales confortablemente allí.»Para ti nos hiciste, Señor». A todos, pero creo que, de forma especial, a Fernando, hombre bueno, en el buen sentido de la palabra «bueno».

Sin duda, recuerdas bien que tu hijo Fernando, a las órdenes de tu siervo Adolfo, tuvo mucho que ver con aquella irrepetible etapa de la Transición, durante la cual los españoles pasamos del autoritarismo a la libertad. Algunos, como Fernando, tuvieron un singular protagonismo en la evitación de otra Guerra Incivil entre nosotros, como aquella de 1936 a 1939, a lo largo de cuyo transcurso, Señor, no nos tuviste de la mano, y nos dejó un millón de muertos y más de un millón de problemas.

Probablemente, Fernando también cantó, como yo lo hice por las calles del viejo León, en el bachillerato de postguerra: «Gloria a Cristo Jesús, el Dios fuerte que los Cielos y Tierra formó y que, entre todos los pueblos del orbe, por su pueblo eligió al español», para descubrir después, en nuestra madurez, que en aquel trienio no fuimos pueblo de Dios sino más bien del Diablo.

Señor: los tiempos de la transición no se entenderían sin el trabajo de tu hijo Fernando. Fue pieza esencial para asegurar el acuerdo entre Gobierno, partidos, patronal y sindicatos que propició los Pactos de La Moncloa. Después, para sacar adelante la Constitución. Por ello, estoy seguro de que a mi oración se unen tus siervos Marcelino Camacho y Nicolás Redondo y, también, tu siervo Alfonso Guerra que, con Fernando, pactó los acuerdos que aseguraron Monarquía y Derecho, para dejar bien probado que tan bueno como que al Derecho lo apliquen los ingenieros es que a la Monarquía la aseguren los republicanos.

Siendo, como soy, de Santa María del Páramo (leonés), quiero creer que en tu Reino puede existir una aldea, Santa María de la Reconciliación (Española), en la que Fernando podría quedar, por sus méritos, naturalmente avecindado. Dado que a Fernando nunca le entusiasmó la autoridad formal y siempre estuvo a favor de la cercana transmisión de las ideas, en esa Celestial Aldea bien podría llegar a ser Presidente de su Casino, al que acudirían para departir con él muchos de tus hijos, pero, sobre todo, aquellos que componen el Celeste Grupo Parlamentario de la Transición: José María Ruiz-Gallardón, Pío Cabanillas, Carmen García Bloise, Josep Solé Barberá, Josep Tarradellas, Juan Ajuriaguerra y Rafael Stinga. Serán citados a reunirse por tu hijo Máximo Rodríguez Valverde, a quien también escribí hace unos meses, a su nueva dirección de la Calle de los Hombres de Buena Voluntad.

Señor: pienso que a tu hijo Fernando no le sorprenderá nada que, tratándose de los españoles, se esté produciendo en Tu Reino una cierta confusión. ¿Quiénes se colocarán a Tu derecha y quiénes a Tu izquierda, si Alfonso, Marcelino y Nicolás te piden que recibas a Fernando en Tu Reino y los azules te pedimos al tiempo que hagas lo mismo con los rojos? Sólo por eso, gracias a Fernando y, por supuesto, a Tu Divina Bondad, valdría la pena volver de nuevo a las calles del viejo León, en el día del Corpus, para cantar a grito pelado que, definitivamente, has elegido como pueblo de tu propiedad al pueblo de España, seguros de que, esta vez, por sobre todas las cosas, es la pura verdad. Así sea. Amén.

17 Febrero 1998

Un hombre cabal, un político honesto

Consuelo Álvarez de Toledo

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Llevaba en su manera de estar la luz del Levante que retratan los óleos de su hermana María Teresa: blanca, transparente, radiante, vital y retadora. De sus padres recibió, desde la cuna, este sentido peculiar de los hombres de bien que proporcionan un anclaje vital ineludible. Aquel 31 de agosto de 1936, cuando Fernando Abril Martorell abrió sus ojos por vez primera a la luz de esta vida, allí en Valencia, España era un corazón helado partido en dos. Los ecos de la guerra aún retumbaban cuando este hombre, profundamente bueno, vino al mundo.

Habrían de pasar 40 años… ¿Sólo 40?… para que volvieran a sonar los latidos de la democracia intuida por dos hombres que pasean en las altas noches castellanas, sin saber a ciencia cierta por dónde comenzar su gran aventura. Fernando Abril, un ingeniero agrónomo sin duda brillante, está destinado en Segovia. Acaba de conocer a Adolfo Suárez.

Sin apenas notarlo, sin saberlo, Fernando Abril comienza entonces la construcción del acueducto político que habrá de unir las dos orillas de aquella España partida, la orilla blanca, la orilla negra, puente de piedra por donde bajarán las aguas de la transición tan breve e intensa. En Segovia ha encontrado Fernando Abril a Marisa Hernández, la mujer que desde entonces le habrá de acompañar siempre fiel, clara y hermosa como los torrentes de las aguas que bajan desde los ventisqueros, fuerte y espigada como los árboles de los pinares de la serranía, leal y acogedora madre de familia numerosa, con seis hijos, que pronto les harían abuelos. En su casa Fernando Abril se entretiene haciendo unos inmensos puzzles que desesperan a la familia.

El joven ingeniero, nombrado en 1969 presidente de la Diputación de Segovia, conspira inocencias con Adolfo Suárez. El sentido común les dice que después del franquismo sólo puede caber la democracia. Desatar lo que algunos aseguraban «bien atado» les parecía a veces un imposible. Ausentes de rencor, libres de Historia, se niegan a la resignación y, a su modo ingenuos, a su manera utópicos, elaboran teorías políticas para un futuro que parece inalcanzable.

Mayo del 68 visto desde Segovia es toda una experiencia. El entrecruce de aquellos dos destinos personales, el de las vidas de Fernando Abril y Adolfo Suárez, se ha convertido en eslabón vital para la Historia de España que ellos, sin darse cuenta, comienzan a escribir cuando inesperadamente se ven con el poder en sus manos después de que el Rey le encomendara a Suárez el Gobierno. En julio de 1976, Fernando Abril es nombrado ministro de Agricultura y desde allí debe hacer frente a la primera huelga de tractores que colapsa la España rural. Será un año más tarde después de las primeras elecciones generales celebradas en junio de 1977, cuando Fernando Abril se desvele como el alter ego político de un Adolfo Suárez que le nombra vicepresidente tercero del Gobierno para Asuntos Políticos, con la encomienda de tantear el pacto constitucional con la oposición socialista.

La política ha dejado de ser un juego de entelequias y poco a poco se impone una delicada ingeniería elaborada noche a noche, desvelo a desvelo, entre los silencios de La Moncloa. Sobre las esperanzas de la libertad se ciernen las amenazas de la vieja España intolerante, las envidias de una derecha insaciable, las deslealtades de una izquierda sin pudor, las incertidumbres de una economía desbocada, los rencores de unos nacionalismos emergentes. España estrena libertad y la política es una vida trepidante. Fernando Abril será, sin que se note, el eslabón imprescindible de una cadena democrática.

Sobrio, honesto, austero, tenaz, generoso, comprensivo, Fernando Abril aguanta el pulso mientras que por los despachos de Castellana 3, los mismos que albergaron a Manuel Azaña y a Carrero Blanco, desfilarán los unos y los otros, los de la izquierda y la derecha, los sindicatos y los empresarios, los intransigentes y los entreguistas, los fanáticos y los escépticos. De los Pactos de La Moncloa, en 1977, a la Constitución aprobada un año después, Fernando Abril tiende los puentes de la concordia que comienzan a ser incomprendidos.

En el Congreso de los Diputados el debate constitucional ha entrado en vía muerta. Será entonces cuando el vicepresidente Abril, libre de ataduras, llame a Alfonso Guerra para negociar con el PSOE. Las paredes del restaurante José Luis guardarán para siempre el secreto de aquel consenso a cuyo amparo hoy vivimos 20 años de democracia en libertad. En aras de un sentido del Estado que algunos de sus correligionarios no comparten, Fernando Abril aboga por el entendimiento con el PSOE convertido por las urnas en la alternativa a la UCD. Son los tiempos en los que empieza a acuñarse el sobrenombre de Fernando el caótico. Sus intervenciones parlamentarias, como aquella del norte-sur son objeto de los chascarrillos de la oposición y lo que es más duro, de sus propios compañeros.

Pero la grandeza de la UCD tal como la concebía Fernando Abril se escribe entonces con las letras del consenso a sabiendas de que estaba negociando por la noche con quien al día siguiente habría de ejercer la más feroz de las oposiciones. Son las historias de aquel estilo político practicado por Felipe González y Alfonso Guerra. Sólo quienes como Fernando Abril entendían la política como un darlo todo y no ganar nada podían encajar estas prácticas de autoinmolación parlamentaria.

Fernando Abril defiende el texto constitucional como si fuera la niña de sus ojos, convencido de que la paz no se construye sobre vencedores o vencidos. Es la expresión más pura de ese centro político que algunos vituperan y desprecian y del que más tarde todos se reclaman. Fernando Abril acabará políticamente exhausto.

Tras las elecciones generales de 1979, Adolfo Suárez nombra a Fernando Abril vicepresidente segundo del Gobierno y encargado de Asuntos Económicos. Se ha convertido Abril en un todopoderoso número dos en quien los aspirantes a la sucesión de Adolfo Suárez ven como principal enemigo a batir en sintonía con los poderes fácticos de la derecha económica que exigen, implacables, su cese. Adolfo Suárez, acosado por los suyos y los ajenos y debilitado por una transición llena de equilibrios le acepta la dimisión inevitable en septiembre de 1980. El distanciamiento entre los dos viejos amigos es doloroso, se rompen relaciones personales, casi familiares. Sólo andando el tiempo, y cuando ya ninguno de los dos esté en la política activa las viejas heridas se restañan.

Políticamente la caída de Fernando Abril marca el fin de aquella UCD que ya era insalvable y será muy poco después, en 1981, cuando Adolfo Suárez presente su dimisión para dejar las riendas del Gobierno a Leopoldo Calvo Sotelo. Aquel 23-F, Fernando Abril lo vive en uno de los escaños de las últimas filas del Congreso de los Diputados aferrado a un pequeño transistor que se convertirá en una de las pocas vías de comunicación del hemiciclo, cautivo del tejerazo, con el exterior. Pero la democracia vuelve a ganar. Los sueños de aquellos dos jóvenes políticos se habían cumplido.

Fue su gran momento de gloria. Suficiente. Poco habría de importarle que aquéllos a quienes había tendido la mano le atacaran inmisericordemente. El fin de aquella UCD estaba escrito en el destino diseñado en aquellos largos paseos a la vera de las murallas de Avila. Una derecha engreída y prepotente creyó llegada la hora de reclamar su primacía y ante ella Abril hizo mutis por el foro. Sabía que su momento político había llegado al punto y al final.

Al margen de toda ambición política Fernando Abril se refugiará a partir de 1983 en la actividad empresarial al frente de la Unión Naval de Levante. Más tarde es nombrado consejero del Banco Central presidido por su amigo Alfonso Escámez y en octubre de 1988 es nombrado vicepresidente de este banco, cargo en el que permanecerá tras su fusión con el Hispano. Convertido en punto de referencia para cualquier política de consenso, en 1991 el Gobierno de Felipe González le encarga la elaboración de un informe sobre la Sanidad española. El Informe Abril nunca llegará a ponerse en práctica a pesar de que nadie discute sus recomendaciones, entre las que figura el medicamentazo.

Nada de lo ocurrido después, importará ya. Pequeñas batallas, pequeñas historias para quienes, como Fernando Abril, como Adolfo Suárez, como tantas otras buenas gentes, no han tenido más concepto de la política que el de servir a su pueblo. Honesto, sin pedir nada a cambio; generoso, sin reclamar gratitud; tolerante, sin reprochar el olvido; demócrata, sin elevar la voz; respetado, sin mediar una queja; con toda la grandeza de una trayectoria impoluta, Fernando Abril supo retirarse a tiempo. La incomprensión se trastocaría pronto en admiración hasta de quienes otrora no cejaron de acosarle.