12 mayo 2001

Muere Jesús Aguirre, Duque de Alba y miembro del Consejo de Administración del Grupo PRISA

Hechos

En mayo de 2001 falleció D. Jesús Aguirre, Duque de Alba desde que se casara con Dña. Cayetana Fitz-James Stuart en 1978

Lecturas

El Duque de Alba estuvo muy ligado al diario EL PAÍS, periódico del que era accionista y de cuya empresa, PRISA, fue miembro de su Consejo de Administración.

11 Abril 2001

Memorias de un conspirador

Raúl del Pozo

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Raúl Morodo se ponía la sotana de Jesús Aguirre para dar a las colegialas charlas sobre el pecado. A Raúl y a Cristina Cañeque los casó Jesús Aguirre, en la actualidad Duque de Alba, a quien Raúl llamaba mi cardenal, porque Jesús jugaba bien el papel de un cardenal renacentista italiano, o de un abate ilustrado francés del siglo XVIII, que eran bastante libertinos. «En el verano del 70, en Sitges, nos casó a Cristina y a mí, con Tierno como testigo». Dice con fina mordacidad que los papeles podrían haberse intercambiado. Fábulas amorales así se cuentan en un bello, divertido, largo, céltico, ingenioso y bien escrito libro titulado Atando cabos. No se pierdan la autobiografía de Morodo, que es historia de España. El libro no trata de corregir la obra de viejo profesor, porque el afecto, la fidelidad y la admiración por don Enrique continúan.

Pocos políticos españoles saben escribir desde Azaña, que tampoco era un prodigio. Raúl Morodo es una de las excepciones. En este libro escrito a la manera de Plutarco, el autor reduce a la memoria la historia, por emplear la expresión cervantina, pero es también una comedia de enredo, de un régimen que se cuartea pero que aún multa, mata y encierra. Recuerda que cuando acabó su destierro y ya no tenía que presentarse al curtelillo dio una copa en el casinobar. Es un burgués ilustrado que escandaliza por su refinamiento a Tierno; éste confiesa en sus memorias que cuando fue a verle a Ayna, donde estaba confinado, le pareció estrafalario que hubiese llamado al director general de Seguridad, quejándose de que había tenido que lavarse en el pilón de la fuente. Aquel forastero extraño, que al verle pasar las viejecitas decían en voz baja que estaba enfadado con Franco habla, mucho tiempo después, bien de Pío Cabanillas, que fue su valedor para obtener el pasaporte. «Si durante el franquismo fue un hábil protector, en la transición, un eficaz moderador».

Es que Raúl fue un conspirador moderado, que se reunía con otros en la universidad y en los buenos restaurantes. ¿Se puede ser un conspirador moderado? El autor demuestra que sí. Admira a Tierno, a Ridruejo, a Espinosa, a Aranguren. Trata con cierto desdén a Fraga y a Fernández Miranda. Se considera un partisano en la lucha por las libertades, un partisano progresista. Ha evitado el ajuste de cuentas y la saña, tan española.

12 Mayo 2001

Una personalidad excepcional

Javier Tusell

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Hay seres humanos que en la imagen pública, en la relación personal o en la narración biográfica aparecen como una trayectoria o una secuencia cinematográfica que se desarrolla ante nuestra mirada. Otros, en cambio, se nos presentan como una sucesión de imágenes aparentemente contradictorias, fogonazos fotográficos con los que resulta muy difícil reconstruir la clave de una evolución personal de la que, sin embargo, se nos ofrecen los datos fundamentales. Recordando a Jesús Aguirre no puedo dejar de pensar en que corresponde a este segundo modelo.

La primera instantánea de él es la del sacerdote que a fines de los sesenta y principios de los setenta predicaba en la iglesia de la Ciudad Universitaria de Madrid al lado de Federico Sopeña. Los dos -tan diferentes- eran otros tantos símbolos de un estilo y de un momento. Coincidían en que en sus homilías lo religioso estaba ligado de forma entrañable con lo cultural: la música, en el caso de Sopeña; la literatura y el pensamiento, en el de Jesús Aguirre. Diferían en la habitual placidez lírica de la palabra del primero; el segundo frecuentaba la vibración, a veces incluso la vehemencia, cuando las circunstancias del entorno daban pie a ello, que era con carácter habitual. Al recordar ese pasado que hoy puede parecer remoto no se hace otra cosa que rescatar una parcela de las más altas y dignas de la vida española de entonces. Él mismo nunca renunció a ella y la abordaba, en la memoria, con naturalidad y cariño.

El segundo fogonazo se refiere al Jesús Aguirre intelectual y, al mismo tiempo, gestor cultural, dos parcelas que en él estaban estrechamente unidas, lo que no suele ser tan habitual en España. La editorial a cuyo frente estuvo fue, en un momento de prolegómenos de la transición política, un punto de encuentro en el que se aliaban el interés por lo colectivo y una voluntad de excelencia que suele averiarse cuando el compromiso político merodea en exceso. Luego, en el Ministerio de Cultura, Jesús Aguirre disfrutó, supo tomar decisiones difíciles y a veces muy discutidas y, sobre todo, elevó el nivel de exigencia, capacidad que sin duda le caracterizó siempre a lo largo de su vida. Fue la época en que le traté con mayor asiduidad y aprovechamiento personal porque su altura intelectual no le impedía el sentido práctico y sabía encontrar el camino para llevar a cabo sus ideas brillantes. Le aventó del ministerio una bocanada un tanto garbancera con la que se sentía incompatible.

Luego, en su vida y en su trato, se produjo un cambio. El ingreso en otro mundo le hizo mostrar unos fervores que a muchos nos resultaban poco comprensibles y menos aún compartibles. Siempre acababas pensando que quizá hubiera algún registro irónico en la pose. Maestro en la conversación, a veces abrasivo pero siempre original y sugerente, excepcional en los gustos y en los conocimientos y, ante todo, cordial en el trato, incluso con el muy discrepante siempre que tuviera nivel, el paso del tiempo sirvió para aplacar esa actitud en cuyo fondo quizá haya un enigma oculto de su personalidad, difícil de captar incluso desde la asiduidad.

12 Mayo 2001

Inquietante, listo y esnob

Carmen Rigalt

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El duque de Alba se ha muerto y por tanto era bueno, inteligente, gentil. Cuando el duque no Alba aún estaba vivo era cínico, culto, relamido, de maneras afrancesadas (¿con qué «tenue» prefiere que la reciba?, me preguntó una vez que fui a entrevistarlo a Liria), inquietante, esnob. Y por supuesto, listísimo. Había sido cura y gastaba erudición por un tubo. Le gustaba epatar -aunque no precisamente a los burgueses: él era un burgués- y se entregó a tal diversión en cuanto sentó sus reales (que no eran nada reales) en el ducado de Alba. Junto a Cayetana vivía bien. Ella le proporcionaba el aura histórica y él, a cambio, le prestaba una cabeza que era a la vez enciclopedia y caja registradora.

Se sintió en el Palacio de Liria mejor que en su propia casa. El mismo caricaturizaba ese mimetismo poniéndoles etiqueta a sus dolores de cabeza. «Ay, las dichosas jaquecas de los Alba…», comentaba mientras se llevaba las manos a las sienes con gesto de muñeco de porcelana. Semejantes salidas de tono eran muy celebradas socialmente, aunque nunca faltó quien dijera que Jesús Aguirre se creía realmente un Alba, hasta el punto de olvidar sus raíces humildes y cántabras. Sin embargo, lo que empezó siendo una frivolidad, un juego cortesano para neutralizar las habladurías que corrieron por Madrid a raíz de su matrimonio, terminó convirtiéndose en un delirio.

A los pocos años de casarse, Jesús Aguirre ejercía de duque con más propiedad que Cayetana de duquesa. Utilizaba los distintos títulos de su esposa en función del lugar de España en el que se encontrara. Si estaba en el Palacio de Salamanca (ahí pasó con Cayetana algunas Navidades) escribía tarjetones firmando como duque de Monterrey, y si lo hacía desde Teruel, o desde Sevilla, como duque de Hijar o conde duque de Olivares. Al principio de su matrimonio viajó mucho por el gusto de lucir todos los títulos que guardaba su esposa en el baúl. Pero Cayetana disfrutaba más ejerciendo de gitanona que sacando a pasear los títulos, de modo que el capricho acabó pronto y la vida del matrimonio se centró en Madrid y en Sevilla, con escapadas veraniegas a San Sebastián y a Ibiza. Poco más.

Hablaba alemán, como Pujol. Y había sido cura, como Arzalluz. Confesó a muchos periodistas que perdieron la fe en cuanto hubieron de lidiar con él en entrevistas y saraos. En las ocasiones mundanas Jesús Aguirre lucía su vena más chirriante y estrafalaria. Baste un ejemplo: se daba aire con un abanico negro y usaba calcetines blancos para desesperación de los árbitros de la elegancia. El duque disfrutaba haciéndolos rabiar, y cuanto más rabiaban, más se obstinaba él en procurarles nuevos motivos de rabieta.

Uno de los momentos históricos de la frivolidad del duque de Alba fue la puesta de largo de Eugenia Martínez de Irujo, la hija menor de Cayetana, que clausuraba con tal motivo una adolescencia marcada por la rebeldía y los desplantes. Eugenia no quería vestirse como Sissí y elegió para el debut en sociedad un traje negro en el que cobijar su timidez. La fiesta resultó al final un fiestón, y gracias a las excentricidades del duque la muchacha logró pasar casi inadvertida. Era verano y los jardines del Palacio de Dueñas, en Sevilla, estallaban de sensualidad. El vals inaugural a punto estuvo de costarle al señor duque una levitación. Parecía Gene Kelly atacado de ensimismamiento. Mientras Eugenia empequeñecía poco a poco entre los brazos de Jesús, él alcanzaba una pasión casi orgásmica. Los periodistas nunca le agradecimos suficientemente aquel glorioso espectáculo. Yo misma, en un irreprimible acceso de sinceridad, titulé mi crónica: El duque de Alba se puso de largo.

Hace unos años, cuando dio la cara el cáncer, el duque de Alba dio por terminada su vida social y se recluyó en las tibias penumbras de palacio. Sólo sus más íntimos pueden decir si conservó el sentido del humor hasta el final y si, haciendo un último alarde de fino cinismo, pidió que lo enterraran con un yelmo.

12 Mayo 2001

Un intelectual de la transición

Víctor García de la Concha

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Otros, sin duda los más, conservarán de Jesús Aguirre la imagen del cortesano. Y a fe que el retrato paradigmático que de esa figura hizo Baltasar de Castiglione le cuadraba a la perfección: brillante, ingenioso, divertido, seductor. Los amigos le decíamos que, habiendo nacido a destiempo de la historia, se había empeñado en remontarla hasta convertirse en un príncipe florentino del Renacimiento; algunos decían que en un cardenal.

Pero, como es sabido, en cada hombre hay varios hombres. Debajo de esa máscara, que él, dotado de un fino sentido del humor, exageraba en ocasiones, no nos resultaba difícil a quienes lo tratábamos íntimamente -y yo tuve la fortuna de hacerlo en los últimos veinte años- descubrir al intelectual serio, dotado de una sólida y vasta cultura, que abarcaba los campos del pensamiento y del arte, y en los últimos años, también el de la historia. Y en este sentido debo subrayar algo que fue característica constante de su actitud intelectual: todas sus reflexiones eran siempre proyectadas sobre la circunstancia española, sobre España.

Jesús Aguirre ha sido una figura importante en la preparación intelectual de la transición. Reducida la historia de ese periodo a hechos y personas indiscutiblemente claves, se olvida con frecuencia a muchos que, cultivando el pensamiento crítico y fomentando el diálogo entre ideologías diversas y hasta opuestas, la hicieron posible. Entre ellos destaca Jesús Aguirre. Varias generaciones de universitarios madrileños de los años sesenta reconocen la deuda que con él tienen contraída: en su predicación y en sus escritos. Cuando más tarde fue director editorial de Taurus demostró cuáles eran las líneas fundamentales de su pensamiento. Algunos lectores de sus artículos de EL PAÍS se quejaban del exceso de citas con que los empedraba. Y recuerdo que él contestó en otro de ellos con una retahíla de nombres que para nada apuntaban, por más que pudiera parecerlo, a la ostentación erudita. Eran la fe de vida de su trayectoria intelectual y constituían a la vez una llamada a superar las estrecheces aldeanas de los lugares comunes.

Amigo leal, optó hace algún tiempo por retirarse a vivir con sus libros y a preparar una historia del patrimonio artístico de la Casa de Alba. Había vencido en él el contrapunto de interioridad que alternaba con la actuación brillante, la música callada, que ahora se ha hecho silencio y abre un espacio para la invencible esperanza.