7 mayo 1995

Francisco Umbral (EL MUNDO) la descalifica por haber sido franquista, causando la ira de Encarna Sánchez (COPE)

Muere la cantante Lola Flores ‘la farona’, y su hijo, Antonio Flores, se suicida dos semanas después

Hechos

En mayo de 1995 fallecieron Dña. María Dolores Flores Ruíz ‘Lola Flores’ (el 16 de mayo) y su hijo D. Antonio González Flores (el 31 de mayo).

Lecturas

Lola_Flores (1) En la imagen el ministro franquista, D. Manuel Fraga Iribarne con la cantante Dña. Lola Flores.

El columnista de EL MUNDO, D. Francisco Umbral no dudó en vincular a la cantante con la dictadura del General Franco, durante los dos días siguientes a su muerte.

17 Mayo 1995

LOLA FLORES

Francisco Umbral

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Eran, con Villaverde y López Bravo, el naipe de la España culta y fraguista, el faralae o fleco de un sistema cerrado

Era antigua y violenta como el ídolo de la tribu franquista, era alta y girante como la Salomé gitana y apócrifa de una España lamentosa, localista y zarzamora. Era Lola Flores.

Quedará para siempre su lámina corriendo entre las fuentes de La Granja, mientras los surtidores bailaban flamenco, a la hora en punto en que el César Visionario salía del sopor de la gloria y el parkinson avanzaba una mano hacia el dadito de jamón. Era la señal para empezar la corrida, y este torero hembra, Lola Flores, mató cada tarde de su vida (y cada noche) un toro cornilírico que era un rojo, un futbolista, un cantaor o un espectador de provincias.

A mí me llamaba «el constipaíllo», y me lo gritaba a gritos, de orilla a orilla de la noche madrileña, entre la amistad y la hostilidad. Todavía no hace tanto que en la televisión, auspiciados por Raúl del Pozo, nos cantamos ella y yo una copla flamenca y madriles, ay María Reyes, ay María Reyes, antes que tú me quieras se ha de secar la fuente de la Cibeles. Quedará como la niña de fuego ardiendo bajo la sombra macho de aquel hombrón que fue Manolo Caracol, voz penúltima del gran cante, que enronquecía para el pintor Viola y para mí (aquel Greco de la abstracción). Quedará como la Salvaora, quedará hecha y deshecha en el cante del genio que la creó. César, una vez que le llevamos al teatro para verla bailar, dijo: «Es el Cristo de Velázquez cabreado». Escribí su biografía, apresurada y política (esos libros de encargo con dinero en mano, que son los que mejor salen), en años revueltos y urgentes de hostilidad juvenil. Estoy seguro de que no lo leyó nunca:

– Mira, constipaíllo, yo con los escritores prefiero hablar, que se aprende más.

Más o menos, lo que dijo Dominguín por la tele. Eran, con Villaverde y López Bravo, el naipe de la España culta y fraguista, el faralae o fleco de un sistema cerrado que tenía su apertura y licencia en cuatro o cinco figuras de la noche ilustrada y gallofa, más un torero chuleta y una cupletista que fue La Tirana del franquismo, nunca pintada por un Goya, porque no lo había, pero con el Lazo de Isabel la Católica a modo de tanga y su genio genial alborotando un poco, con falso escándalo, el tiempo de silencio en que los guitarristas de derechas y los ángeles palmeros subían ya al cielo del Valle de los Caídos, en alegoría caliente y militar de una Victoria que fue eterna.

A la ruleta jugaba eligiendo por los colores, porque vivía en la superstición de sí misma y se había convertido en su propio fetiche de la buena y la mala suerte. En Joy Eslava me besaba y en otros sitios me insultaba. Su casa de María de Molina era como un campamento gitano con alfombras persas, y por las saletas isabelinas ardían hogueras de miseria de los últimos inmigrantes del Hondo Sur andaluz, tercermundismo nacional, cojonudo y de las JONS, mientras ella me contaba cosas, muchas cosas, porque tenía el largue fino, rico, abundante, plástico, con la anécdota caliente y una temperatura biográfica de torero antiguo.

Hago toda esta literatura porque su muerte nos arrastra un poco más cerca del cementerio a varias generaciones en las que fue águila del César, pero ahora sabemos que nos vamos con ella, que era un genio sin destino, el ángel caído y la violencia hembra de toda la España silenciosa, represada, represaliada, y sobrevoló extensiones de pobres y de rojos, poniendo una metafísica de guitarra en la cárcel de España. «Qué tiene la Zarzamora que a toda hora llora que llora…» Tiene cáncer.

Francisco Umbral

18 Mayo 1995

LA COLA DE LOLA

Francisco Umbral

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La cola de Lola, las colas para ver a Lola Flores muerta, en Colón, me han recordado lúgubremente las colas de cuando entonces para ver a Franco

La cola de Lola, las colas para ver a Lola Flores muerta, en Colón, me han recordado lúgubremente las colas de cuando entonces para ver a Franco, el cadáver enjoyado e increíble de Franco.

Yo diría que son las mismas gentes, los mismos ramos de flores fanáticas y españolas, el mismo tiempo que vuelve, cenefa de hombres, un faralae de mujeres, largo, largo, que baja desde el cuerpo de la difunta a las calles adyacentes. Tiempo de España, España sin tiempo, una entraña quietista, faraónica en pobre, España como superstición, la gloria analfabeta de un general asesino o una cupletera cachonda. Lo malo de España es que sea tan española.

Esto sí que es campaña electoral. Esta cola no se la hacen a ningún gran político (si los hay) que se muriera mañana. Lola es, ha sido por unas horas el Cristo de Medinaceli hembra que ha recibido el besapié de Madrid, de un Madrid de tablao, copla de patio, viva la Pepa y pena, penita, pena. Primero el atentado contra Aznar, y ahora la muerte de Lola, están potenciando el alma tan de derechas de los nacionales, y la cola de Lola supone un subidón sociológico en la intención de voto. A esta gente de las flores mustias, robadas a los muertos de la guerra, no la veo yo votando a Julio Anguita. Es la cola de Medinaceli y es una cola electoral, somos el país de las colas, los entierros y las ovejas destripadas contra la cara de un ministro.

Medinaceli hembra, ya digo, se sospecha uno que acabarán creando una devoción de los primeros viernes para el besapié a Lola, que fue buena, lista y genial, que era la condensación del alma popular, ocurrente y antigua de España, un alma con bata de percal.

He compartido la noche de los fervores con Carmen Sevilla. Carmen, compañera de mantilla y otra que tal, hembrazas de la raza que se lo daban todo a la Patria (la Patria es un militar a caballo), de cintura para arriba, y de cintura para abajo se daban al demonio, el mundo y la carne, con tanto derecho como el primero o la primera, pero levantando entre todas un martirologio de tópicos, Semana Santa, el Rocío, las exclusivas sentimentales en la prensa vaginal y el jipío de sexo y ron en mitad de la noche cabaretera y puta, cuando los flamencos del colmao la vigilan a deshora.

La cola de Lola, la España de los grandes lutos, Paquirri, Franco, Lola. Recuerdo que lo de Manolete, 1947, fue un silencio nacional, un minuto de silencio que duró años. Mientras sigamos siendo tan sentimentales, sensibles y sensitivos (estas colas no se le hicieron a Severo Ochoa ni a Vicente Aleixandre), la derechona lleva las de ganar y las de volver, porque yo he visto, a trasflor de tantas flores, en la noche faraónica, catacumbal y lacrimosa, el vivan las caenas, la charanga y la pandereta, el nacionalismo de castañuela y finolaína, todo ascendiendo, ritual, en el azul católico de España. Entre Medinaceli, Lola y Aznar, van a ganar las elecciones por mayoría beata.

¿De dónde sale esta gente, todo este luto repartido, cuando muere una artista, un símbolo, un fetiche? Esta cola sí que supone sondeos previos, estadística viva de la que no saben hacer los sociólogos ni los economistas que contabilizan al pueblo desde la jet. España enseña los forros, se vuelve del revés, y su pequeña burguesía, su artesanado sin sentido de clase, su lumpen sentimental se ve que cree más en la cola de la Lola que en la cola de la urna. Son conformistas, continuistas y lloranderos. La que has liado, Lola, hasta después de muerta, amor.

Francisco Umbral

17 Mayo 1995

Morena clara

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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SE LLAMABA a sí misma Lola de España, y ahora que muere en loor de multitudes, personaje destacado del paisaje de la gran pandereta nacional, su figura con mantilla blanca y descalza, como ha quedado en la capilla ardiente del Centro Cultural de la Villa de Madrid, convertida por tanto en cultura, se ve que no le faltaba razón. La sigue un verdadero y apenado llanto. Hay una larga España en los cuadros de Romero de Torres, en los poemas de Rafael de León, en las figuras de Benlliure o en unas tardes de toros, en las que ella reinaba por encima de las demás: y había cientos. También iba descalza cuando empezó, en la posguerra del Madrid de un millón de cadáveres.Arrebataba ya, casi niña, la melena alborotada y el amor desbocado. Ella era lo prohibido: la muchachita suelta y libre y oferente. No iba por el camino de Concha Piquer, la doña Concha de los señores. Lola iba por el camino popular, por la vereda de gitana descalza. Pasaría mucho tiempo hasta que fuera la de los enormes pendientes de brillantes, la señalada por los inspectores de Hacienda. Pero también había sido la reina de las fiestas de La Granja, cuando Franco recibía en el aniversario de su guerra, y donde las señoras de la nueva aristocracia militar, bancaria, del clero y de la empresa rápida y fácil de la autarquía la rendían honores. Una grandeza española, una nobleza antigua en la que relumbran nombres como el de la Caramba o el de Lola Montes.

Pero el pueblo no dejó nunca de adoptarla: todas las estaciones, todas las temporadas, ha estado con ella. Esta mujer singular, que cantó y dio figura y cuerpo a los sentimientos libres cuando ello era sospechoso, que fue libre ella misma en los tiempos medrosos y moderados de la Sección Femenina, y estuvo despreciada por los intelectuales de después de la guerra que adoraban a la Piquer y de los de antes que habían querido a la Argentina y a la Argentinita, y a Pastora y a la Niña de los Peines, fue destacándose de la pandereta en que la habían pintado y haciéndose ella misma; lejos ya de Manolo Caracol, fuera de la fuerza de cualquier compañero, o maestro, o inspirador; al revés, inspiradora ella misma de quienes la imitaban, o creadora de su propia familia, que no salió nunca del tablado más que para llegar a los grandes escenarios. Como si hubiera una dinastía, una sangre más azul que la azul, una transmisión genética. Toda ella creada por su tesón, su creencia en sí misma.

Al final de su vida la única crítica que temía era ya la de sus amigos. La otra se daba por supuesta en un país de celos y de envidias. Puede que no fuera ni mejor ni peor que otras, pero era intrínsecamente ella, creada a sí misma; su duende era ella, y arrebató con sus desplantes a todo el país. Irse del mundo descalza, como los místicos o los personajes machadíanos, es una lección de humildad: la guardó, la ocultó durante toda su vida para mostrarla a la hora de la muerte.