4 julio 1980

El Gobierno Suárez se vio obligado a renunciar a su candidato, Aurelio Menéndez, en favor del consenso

Se constituye el Tribunal Constitucional, cuyo primer Presidente será Manuel García Pelayo y Joaquín Arozamena su vicepresidente

Hechos

El 3.07.1980 se constituyó oficialmente el primer Tribunal Constitucional cuyo primer Presidente será D. Manuel García Pelayo.

Lecturas

El 12 de julio de 1980 se constituye oficialmente el Tribunal Constitucional en España., compuesto por 10 magistrados. A pesar de que se había especulado con que D. Aurelio Menéndez Menéndez sería el primer presidente del Tribunal Constitucional, cargo el que había sido propuesto por el presidente D. Adolfo Suárez González, el 4 de julio de 1980 se hizo público que por acuerdo de consenso entre UCD y PSOE el primer presidente del Tribunal Constitucional es D. Manuel García Pelayo.

D. Aurelio Menéndez Menéndez será nombrado magistrado del Tribunal Constitucional, pero dimitirá a los nueve meses.

El Sr. García Pelayo será reelegido como presidente del TC por el organismo en 1983 hasta su dimisión definitiva del cargo en enero de 1986.

DERROTA DEL CANDIDATO DE SUÁREZ

AurelioMenendez El ex ministro de Educación era el candidato del Gobierno Suárez para ser el primer presidente del Tribunal Constitucional. Él había entrado expresamente como magistrado del TC para ese cargo y se encontró con la sorpresa y la humillación de que los propios magistrados optaban por otro candidato. Tras la cuál el Sr. Menéndez renunciaría incluso a seguir como magistrado.

05 Julio 1980

El Tribunal Constitucional ya tiene presidente

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera Cortázar)

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La elección de Manuel García Pelayo como presidente del Tribunal Constitucional, con nueve votos a favor, ninguno en contra y uno en blanco -sin duda el suyo propio-, representa un éxito del buen sentido y un apreciable contrapunto, que ojalá sirva para algo, a las decisiones de corte militar que hoy mismo comentamos.El poder ejecutivo había asignado la presidencia del alto tribunal a Aurelio Menéndez, prestigioso catedrático de Derecho Mercantil y ministro de Educación en el primer Gobierno Suárez, que sólo aceptó su nombramiento de magistrado constitucional después de una tarea larga de convencimiento por parte del propio presidente y de sectores de UCD. Los socialistas se habían mostrado receptivos a esta propuesta gubernamental, cuyo resultado final pactaron. Los conocimientos jurídi cos y la honestidad personal del señor Meriéndez se hallan fuera de duda, lo que no significa por sí solo que, a nuestro juicio, fuere el óptimo candidato, según dijimos en su día. Lo que es preciso reconocer, sin embargo, es que en este caso fue candidato casi a la fuerza y que el partido en el poder le ha dejado en la estacada de manera incomprensible e inexplicada.

Hecha esta aclaración, y la de que la actitud de Aurelio Menéndez, permaneciendo con enorme dignidad en el tribunal en circunstancias distintas a las previstas, le honra como persona y como jurista, digamos, que la solución dada a la presidencia nos parece inmejorable.

Manuel García Pelayo es, evidentemente, una persona perfectamente adecuada para ocupar ese cargo. Profesor de Derecho Constitucional y autor de una considerable obra de investigación jurídico-política, el primer presidente del alto tribunal es un hombre equidistante de los partidos y al que no ata ningún compromiso pasado o presente con el poder.

García Pelayo acumula, además, una rica y atribulada experiencia personal de la preguerra y la contienda civil (en la que luchó en las filas del Ejército republicano), de la etapa de represión y soledad de la inmediata posguerra, del exilio forzoso y de la distensión social y cultural del último tramo de vida española. La España democrática necesita, para que la reconciliación entre todos sea algo más que una palabra de consuelo o un encubrimiento retórico para legitimar la indefinida continuidad en el poder de los mismos de siempre, que también ocupen puestos relevantes en la vida pública gentes humilladas y ofendidas hasta noviembre de 1975 por un historial digno y honesto que pertenece al pasado común.

En este sentido, la elección de Manuel García Pelayo es un símbolo del que los españoles que desean sinceramente ver cicatrizadas las heridas de la guerra civil no podrán sino congratularse. Como también se alegrarán quienes creen que un sistema democrático exige la creación de centros de poder independientes de los intereses y de los círculos de influencia del Gobierno y de la propia maquinaria de los partidos. Así se evitará el sacar adelante leyes que infringen la letra o el espíritu de la Constitución y lesionan el respeto que todos los ciudadanos deben a nuestra Carta Magna.

12 Julio 1980

El Tribunal Constitucional

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera Cortázar)

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A FALTA DE los magistrados que deben ser designados por el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional entra hoy en funciones para desempeñar su papel de «intérprete supremo de la Constitución». El acuerdo alcanzado por centristas y socialistas para elegir a los diez magistrados de propuesta parlamentaria -ocho- y gubernamentales -dos- significó un buen comienzo para este alto organismo, si bien la ausencia de juristas identificados con los problemas de las comunidades autónomas empañó de alguna forma el acierto global en la formación del Tribunal. La práctica unanimidad de los magistrados para elegir como presidente a Manual García-Pelayo, eminente constitucionalista sin compromisos pasados o presentes con el poder y con los partidos, ha ratificado, en cualquier caso, la voluntad del Alto Tribunal de situar los «principios de imparcialidad y dignidad» por encima de toda maliciosa sospecha. Nunca se insistirá lo suficiente en que una institución como el Tribunal Constitucional, dotado de amplias y decisivas competencias, debe conquistar el indiscutible reconocimiento de su autoridad, mas allá de su poder, mediante la estricta aplicación de criterios jurídicos a los litigios políticos que le sean sometidos y mediante el enérgico rechazo de cualquier intento del Gobierno o de los partidos de instrumentalizar sus decisiones. Sin duda, las tentaciones de las gentes que ocupan el poder o que aspiran a lograrlo de servirse del Tribunal Constitucional para sus fines, van a ser irreprimibles y vigorosas. pero no deben ser irresistibles.La notable preparación jurídica de los magistrados es la mejor garantía de que será el derecho el principio orientador de sus decisiones y el muro de contención ante las ofensivas intimidatorias o manipuladoras que les aguardan. Pero, además, el historial de los miembros que actualmente forman el Tribunal y su explícito compromiso con los valores de la democracia parlamentaria y con las libertades ciudadanas disipan cualquier temor a que la letra de la ley pueda matar el espíritu de la Constitución o a que el formalismo jurídico predomine sobre los principios generales del derecho.

Que el Tribunal Constitucional esté sobre aviso de las presumibles presiones que ha de recibir no significa que tenga que caer en la tentación, simétricamente opuesta, de situarse por encima de los demás órganos constitucionales como un poder político autónomo y hegemónico. Tan negativo como su mediatización por los partidos sería su aspiración de invadir ámbitos y funciones que no le corresponden. Al fin y al cabo, el Parlamento es la representación de la soberanía popular y el órgano del poder legislativo, capacitado para la libre creación de normas dentro de ese marco constitucional que el Alto Tribunal debe interpretar con arreglo a criterios jurídicos para evitar que sea rebasado o burlado.

El Tribunal Constitucional es, ciertamente, un defensor de la Constitución, cuya primacía debe garantizar mediante el enjuiciamiento de la conformidad o disconformidad con ella de las leyes, disposiciones o actos impugnados. Sería, sin embargo, un dislate que los demás órganos del Estado asignaran al Alto Tribunal el papel de único defensor de nuestra norma fundamental y se reservaran el derecho picaresco de transgredirla y burlarla a su conveniencia, con la esperanza de que sus abusos no sean denunciados o sólo sean condenados cuando el trasfondo del tiempo se haya encargado de quitarles importancia. El respeto a la Constitución debe ser interiorizado por todos los ciudadanos, especialmente por quienes hacen las leyes, tienen a su cargo el poder ejecutivo, han recibido de sus compatriotas el privilegio y la carga de la defensa militar de nuestras fronteras y del orden público o imparten la justicia ordinaria. La simple idea de atribuir al Tribunal Constitucional la protección exterior de nuestra norma fundamental, en tanto que diputados, ministros, altos mandos o magistrados pudieran considerarse libres para conculcarla a sus conveniencias, mientras no se les agarre con las manos en la masa, sería una aberración.

El Tribunal Constitucional tiene que ser, en suma, la jurisdicción constitucional de la libertad. Una Constitución no es, al fin y al cabo, más que un sistema de limitación y distribución del poder. De aquí que el conocimiento de los conflictos de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, de éstas entre sí y de los órganos estatales entre sí, constituya una competencia del Alto Tribunal casi tan importante como el recurso de inconstitucionalidad de las leyes. Al igual que el recurso de amparo por la violación de los derechos y libertades públicas garantizados en el título I de la Constitución, tendrá una crucial importancia en la actividad del Tribunal, último baluarte de los ciudadanos frente a las arrogancias, caprichos e invasiones de los poderes públicos.