5 septiembre 2014

La televisión pública anuló la colaboración después de que la UGT pidiera que se le prohibiera la entrada en las instalaciones de la TV pública

TVE anula la colaboración de Juan Ramón Rallo en el programa de Mariló Montero tras sólo 1 día

Hechos

El 3.09.2014 D. Juan Ramón Rallo colaboró en una sección del programa ‘La Mañana de la 1’ que presentaba Dña. Mariló Montero.

06 Noviembre 2013

Por qué habría que cerrar todas las televisiones públicas

Juan Ramón Rallo

juanramonrallo.com

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JUAN RAMÓN RALLÓ BORRÓ ESTE ARTÍCULO DE SU BLOG AL INICIAR SU COLABORACIÓN EN TVE, AUNQUE SUS ENEMIGOS YA LO HABÍAN CAPTURADO.

El cierre de Canal 9 debería escandalizar al ciudadano: no porque las administraciones públicas se desprendan de un mecanismo para manipular a las masas, sino porque la clausura haya tardado casi 25 años en producirse. A estas alturas del s. XXI, con la diversidad de fuentes de información que disponemos –en su mayoría gratuitas para el usuario– resulta inaudito que se siguiera coaccionando a los valencianos a pagar por un medio de comunicación: en este caso, la “cuota” obligatoria media era de 25 euros anuales más una deuda acumulada de 235 euros por ciudadano (o una cuota media de 70 euros por ocupado más de una deuda de 675 euros).

Al final, eso sí, el cierre no ha venido motivado por convicción política de que el contribuyente no debe ser atracado por ningún motivo –convicción ausente en el PP–, sino por la imposibilidad material de que una administración al borde de la insolvencia siguiera financiando la muy deficitaria Radiotelevisión Valenciana. Mas, desde luego, no hay mal que por bien no venga.

Evidentemente, el comentario a propósito de Canal 9 resulta extensible a todos los medios de comunicación públicos: no hay ninguna razón que justifique coaccionar a los ciudadanos para sufragarlos. La lógica económica más elemental nos indica que un bien o servicio se ha de producir cuando el valor que le asignan sus consumidores supera el valor que asignan esos consumidores a los otros bienes o servicios (coste de oportunidad).

Expresado de otra forma: si hemos de elegir entre A y B y valoramos B más que A, sería absurdo producir A. Si los ciudadanos desean ver un canal de televisión con más ansias que recibir otra serie de servicios, el canal de televisión será rentable y algún empresario perspicaz lo promoverá en un mercado libre sin necesidad alguna de que los políticos fuercen a los ciudadanos a pagarlo. Si, en cambio, los ciudadanos prefieren recibir otros bienes y servicios con prioridad sobre la televisión pública, no existirá motivo alguno para que los gobiernos nos fuercen a pagar aquello que no queremos.

¿O sí? A lo largo de las últimas décadas, se ha ido desarrollando todo un argumentario dirigido a justificar la necesidad de que los Estados sí roben a sus ciudadanos para costear medios de comunicación estatales y, muy en concreto, televisiones públicas. Merece la pena, pues, repasar los razonamientos más extendidos para comprobar si poseen algún gramo de verosimilitud.

Sin televisión pública no habría televisión.

El primero sostiene que sin financiación estatal no podría haber televisiones. Aunque parezca una chorrada –pues la evidencia empírica en su contra es abundantísima–, fue un argumento muy manido durante el nacimiento de la industria. El razonamiento básico es que la televisión es un caso de lo que se conoce en la literatura económica como “bien público”, es decir, un bien donde no era posible excluir al usuario que no paga (no excluibilidad) y cuyo consumo por parte de un individuo no reduce el consumo que puede efectuar otro individuo de ese mismo bien (consumo no rival).

En realidad, la televisión nunca fue un bien público, pues la televisión de pago o por suscripción hizo su aparición de manera muy temprana, permitiendo técnicamente la exclusión del gorrón. Pero, además, los empresarios del sector encontraron una forma mucho más sencilla de no excluir a ningún televidente y aun así financiar sus servicios: la publicidad. La lógica era y sigue siendo sencilla: si los medios de comunicación ofrecen aquello que la gente quiere ver, conseguirán altas audiencias y las empresas privadas les pagarán por insertar sus cuñas publicitarias. En la actualidad, ambos modelos de negocio (televisión comercial y televisión por suscripción) subsisten, lo que claramente demuestra que sin financiación estatal, sí es posible –y bien posible– que haya televisión.

Sin televisión pública no habría ninguna televisión de calidad

De ahí que los defensores de los medios públicos dieran un salto cualitativo: la televisión que no existiría sin la ayuda estatal es una televisión de calidad. El ejemplo preferido de quienes se adhieren a este razonamiento es la BBC: un caso claro que puede hacerse buena televisión aun desde el sector público. En verdad el caso de la BBC es algo más complejo de lo que suele relatarse: el 75% de los ingresos de la BBC proceden de un canon anual de unas 145 libras que se abona por visualizar o grabar desde cualquier dispositivo las emisiones televisivas en directo. Por tanto, ya de entrada quien no ve o no graba la televisión en directo, no paga la BBC. Además, existen casos de exenciones totales o parciales al canon: los ciegos solo pagan la mitad del canon (porque se entiende que sólo disfrutarán en parte la BBC), las personas mayores de 75 años no lo pagan (pues se entiende que su esperanza de vida no será, como media, mucho mayor y no podrán disfrutar de la BBC), los hoteles lo pagan en función del número de habitaciones, etc. Si nos fijamos, el canon intenta ser una (bastante mala) aproximación al principio de mercado: quien valora el servicio debe cubrir su coste directa (suscripción) o indirectamente (tiempo consumido en ver la publicidad). La cuestión es por qué nos hemos de conformar con una aproximación cutre y parcial al muy razonable principio de un mercado televisivo libre: canales privados y que pague quien quiera ver el canal.

Pero abstraigámonos del caso concreto de la BBC: ¿no es razonable que el Estado sufrague una televisión pública de calidad? Y aquí debemos repetir lo ya enunciado: si los espectadores desean ver programas de calidad, los empresarios de la telecomunicación que aspiren a tener audiencia y obtener ingresos publicitarios (o ingresos por suscripción) tendrán que ofrecer programación que los ciudadanos reputen de calidad. Evidentemente, uno podría argumentar que los gustos culturales de la población son tan diversos y están tan fragmentados que ninguna televisión cultural podría alcanzar el umbral de rentabilidad. Pero, de nuevo, esto es falso: la globalización ha permitido incrementar tanto las audiencias mundiales de una canal de televisión (su programación se puede emitir o comercializar por todo el mundo), que incluso los gustos más estrafalarios pueden encontrar su nicho de mercado. Hoy, en la TDT, podemos disfrutar de multitud de canales temáticos con los programas más extravagantemente específicos que uno puede llegar a concebir.

Sin televisión pública no se reeducaría a la población

Frente a este último razonamiento se esbozan, empero, dos contrarréplicas que en realidad son la misma: por un lado, se sostiene que la televisión pública tiene el cometido de promover la lengua o la cultura de un pequeño territorio, por lo que, por definición, no puede comercializarse a escala internacional y alcanzar el umbral de rentabilidad; por otro, y quizá más importante, se insiste en que la televisión privada no ofrece programas de calidad, sino telebasura. Este último argumento es, en parte, tramposo, porque parece estar sugiriendo que, mientras la gente desea ver una programación de calidad, el sector privado insiste en ofrecerle estiércol televisivo: pero no, las televisiones emiten exactamente lo que la mayoría de la gente desea ver. Por suerte o por desgracia, si las televisiones ofrecen telebasura es porque la gente demanda telebasura: cuando uno muestra su insatisfacción con el nivel de calidad de las televisiones privadas sólo está mostrando su descontento con el nivel de calidad televisiva que demanda la ciudadanía. Así pues, ambos motivos convergen en uno solo: la televisión pública debe servir para reeducar a los ciudadanos (ofrecerles programación sobre temáticas por las que naturalmente no estarían dispuestos a pagar).

El argumento puede tener su aparente lógica, pero sigue sin ser suficiente para justificar la financiación coactiva de una televisión. Primero, porque si un grupo de personas quiere reeducar a sus compatriotas, lo que debe hacer es recaudar por sí solo los fondos necesarios y montar su propio canal temático: si el sector estuviera liberalizado (como debería estarlo), montar una televisión sería muy asequible, como ilustra le legión de televisiones locales que había por toda España hasta que el apagón analógico las cerró. Una televisión que se limite a transmitir ciertos valores o cierta cultura no requiere de superproducciones carísimas y puede financiarse por aquellas fundaciones privadas verdaderamente interesadas en divulgar ese contenido cultural o ideológico: el caso de las televisiones de telepredicadores es bastante ilustrativo. Segundo porque, aun cuando un canal público ofrezca programación “de calidad”, la gente simplemente puede escoger no verla: si desde el comienzo los ciudadanos no deseaban visionarla (de ahí que ningún empresario se lanzara a la aventura), ¿por qué deben comenzar a hacerlo por el hecho de que el canal sea público? La gente puede simplemente seguir refugiándose en la telebasura, resistiéndose a ser “reeducada”: muy en línea con lo que sucede con la telebasura en España con respecto a los excelentes documentales de TVE2. Tercero, porque la ‘calidad’ hacia la que se deba reeducar a la gente es un concepto bastante subjetivo: ¿los Juegos Olímpicos (o el deporte) son televisión de calidad? ¿Los documentales de animales son televisión de calidad? ¿Una serie como Breaking Bad o Juegos de Tronos es televisión de calidad? ¿El cine español es televisión de calidad? ¿Un programa sobre nuevas tecnologías, widgets y gadgets es televisión de calidad? Cada cual tiene su propio concepto de calidad y lo que unos aclaman como un logro cultural otros lo detestan como un atentado contra la cultura. No tiene, pues, mucho sentido que me obliguen a pagar por unos programas que son otros quienes juzgan de calidad: quienes hoy reclaman una televisión pública de calidad para educar a las masas simplemente quieren que sean esas masas las que les subvencionen lo que ellos entienden por calidad; es decir, desean no soportar en solitario el coste de la televisión que solo a ellos les gusta.

Pero, además, existe un último e inquietante argumento en contra de financiar televisiones públicas que busquen reeducar a las masas: la línea entre reeducación y adoctrinamiento es extremadamente delgada, sobre todo cuando la televisión se halla en manos de los poderes públicos. ¿Debemos confiar a unos políticos, ansiosos por mantenerse en el poder manipulando a los votantes, el deber de reeducar a las masas a costa de esas masas? Contamos con suficiente experiencia al respecto en países totalitarios o autoritarios (incluso en países democráticos) como para desconfiar de la conveniencia de esa medida. Aunque, derivado de este último argumento, aparece otro: necesitamos una televisión pública que sea verdaderamente independiente, tanto del poder político como de los intereses económicos… y solo el Estado –con las suficientes garantías constitucionales– puede proporcionarla.

Sin televisión pública no habría ninguna televisión independiente

Y, otra vez, nos encontramos con un razonamiento problemático. Primero porque se confunde independencia con objetividad: que una televisión sea independiente (regentada por funcionarios inamovibles, por ejemplo) no implica que sea objetiva; si los trabajadores tienen un sesgo ideológico –y todos lo tienen… en un sentido o en otro–, la información que transmitirán estará filtrada por ese sesgo. En otras palabras, puede que sea posible crear una televisión independiente de los intereses de empresarios y políticos, pero no es posible crear una televisión independiente… de los intereses de sus trabajadores. ¿Por qué los contribuyentes hemos de concederles a ese grupo de trabajadores/funcionarios el privilegio de hacer la televisión que a ellos les guste al margen de lo que a los contribuyentes les agrade? Segundo, porque lo realmente importante no es que un medio sea objetivo, sino que los televidentes sean conscientes de que no es objetivo: es decir, que duden de todo lo que escuchen por saber que toda la información que les llega ha sido previamente maquetada a gusto del emisor. Crear la sensación de objetividad e independencia cuando no existe (ni puede existir) tal objetividad e independencia supone anestesiar el pensamiento crítico de los espectadores y empujarles a que se plieguen al mensaje “oficial” de la televisión pública. Y, tercero, hoy en día ya disponemos de más fuentes para contrastar, comparar y refutar la información que tiempo material para consultarlas todas (incluso para consultar sólo una de ellas, como Twitter): si a una persona no le gusta un medio, solo tiene que cambiar de canal y buscar otras fuentes que le merezcan más confianza. Pretender encapsular la revolución informativa de las últimas décadas en un boletín oficialista que resuma “la verdad objetiva” no sólo es anacrónico y peligroso, sino un fracaso garantizado.

Sin televisión pública habría más desempleo

Por último, y descartados los razonamientos anteriores a favor de una televisión pública, el último argumento que permanece es aquel que demuestra la falta total de argumentos: es necesario mantener las televisiones públicas para no destruir sus puestos de trabajo. Desde luego, no es un motivo cuantitativamente menudo –Canal 9, por ejemplo, tiene una plantilla de 1.800 trabajadores, por encima de las televisiones privadas nacionales como Telecinco o Antena 3–, pero sí es un mal motivo: los servicios se producen para el bienestar del consumidor, no para el bienestar del productor. Si el coste del servicio supera la utilidad que le atribuye el consumidor, los trabajadores que lo fabrican deben dedicarse a otras cosas: justamente, a esas otras cosas que, por obligar a los contribuyentes a sufragar la televisión pública, no pueden demandar y consumir.

En definitiva, no existe ni un solo motivo razonable para mantener abierta ninguna televisión pública. Si los ciudadanos las demandan, no será difícil que algún empresario (o los propios trabajadores del canal público organizándose en cooperativas y arriesgando su patrimonio) retome el proyecto con financiación privada y voluntaria (sin carga para los contribuyentes); y si los ciudadanos no las demandan, es obvio que no tienen que sufragarlas coactivamente. No sólo Canal 9 debe cerrar: sino todas y cada una de nuestras televisiones estatales.

02 Septiembre 2014

El nuevo economista de cabecera de Mariló Montero aconseja cerrar todas las televisiones públicas

ELDIARIO.ES

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Juan Ramón Rallo, máximo exponente del liberalismo económico en España, tendrá un espacio cada miércoles en el programa “La Mañana” de TVE

A partir de mañana miércoles 3 de septiembre, el programa “La Mañana de la 1”, presentado por Mariló Montero contará con un nuevo colaborador. Se trata del economista Juan Ramón Rallo, conocido en los círculos económicos por ser uno de los principales exponentes del pensamiento libertarismo económico y de la escuela austríaca que aboga por reducir a la mínima (o ninguna) expresión el pago de impuestos y el sector público. La escuela austríaca es una corriente relativamente minoritaria que ha llegado a ser tildada de “pseudociencia”. Ahora da el salto al programa matutino de TVE.

Según anunció en su perfil de Facebook el propio Rallo, su colaboración será semanal y consistirá en un “breve espacio” en el programa de La 1 alrededor de las 11 de la mañana. Según describe el autor, el programa tratará de “aconsejar sobre cómo diversos asuntos de actualidad afectan a la economía doméstica”.

Rallo es más conocido por comentar cómo las cuestiones de la actualidad afectan a la economía nacional. Uno de ellos, un post en su blog en el que aboga por el cierre de todas las televisiones públicas. “No sólo Canal 9 debe cerrar: sino todas y cada una de nuestras televisiones estatales”, concluía Rallo su largo post un año antes de ser fichado por la televisión pública por excelencia.

La preocupación por la financiación de las televisiones públicas es recurrente en los comentarios de este joven economista. “No piensan en cerrar [TVE] de ipsofacto”, lamentaba en su perfil de facebook el 30 de septiembre.

El propio Rallo ha compartido esta información en Twitter y al ser preguntado por otros usuarios de la red social sobre si cobrará sus colaboradores, ha señalado que su saldo neto con el Estado es “altamente negativo”.

Además de su su campaña contra las televisiones públicas, Rallo también cuestiona la obligación de pagar impuestos como uno de sus principales axiomas. En el último artículo de opinión que ha escrito para Libre Mercado, donde es columnista habitual, cuestiona desde el punto de vista filosófico, la necesidad de contribuir a las arcas del Estado. “Las leyes tributarias, en tanto en cuanto constituyen una sustracción de la propiedad legítima y pacíficamente adquirida por los ciudadanos, bien podrían considerarse leyes injustas contra cuyo cumplimiento cabría objetar en conciencia (huelga aclarar que la propiedad que no haya sido legítima y pacíficamente adquirida no debe ser perseguida por la vía tributaria, sino por la vía judicial).”

Rallo imparte clases en tres organismos privados de educación y no se le conocía relación con entidades públicas hasta este fichaje de Montero. Dirige el Instituto Juan de Mariana, una suerte de club de economistas o think tank privado que comparte los principios austriacos. En 2011 recibió el premio Julían Marías al mejor investigador económico menor de 40 años, un fallo fuertemente criticado por otros economistas.

03 Septiembre 2014

LOS LIBERALES Y EL ESTADO

Juan Ramón Rallo

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La relación entre el Estado y los liberales es una relación inevitablemente complicada. El objetivo del liberalismo es reducir el Estado a su mínima expresión, ya sea por motivos éticos o consecuencialistas. Muchos liberales, de hecho, llegan a equiparar impuesto y robo, con lo que aparentemente también equiparan gasto público con disposición del atraco.
A raíz de mi colaboración en el programa La Mañana de TVE, se ha suscitado una comprensible polémica sobre si los liberales pueden participar del gasto público toda vez que denuncian su coactivo origen. Se trata de un debate recurrente que resulta extensible a muchos otros campos: ¿Puede un liberal que quiere privatizar la educación ser profesor de una universidad pública? ¿Puede un liberal que quiere privatizar Renfe hacer uso del AVE? ¿Puede un liberal que quiere privatizar la sanidad hacer uso de la sanidad estatal?, etc. Es decir, ¿puede un liberal recibir directa o indirectamente alguna renta (monetaria o en especie) que proceda de la coacción estatal que él mismo denuncia? En este artículo voy a tratar de desarrollar la cuestión.
¿Puede un liberal colaborar con un organismo estatal?
¿Cuáles son los problemas para un liberal de un organismo estatal? Básicamente tres: su cometido (espionaje, represión, adoctrinamiento antiliberal…), su financiación (impuestos) y sus privilegios regulatorios en perjuicio de terceros (por ejemplo, ese organismo opera gracias a una restricción legal de la competencia). Los problemas son esos tres y no otros: si el Estado promoviera la creación de un organismo financiado voluntariamente, sin privilegios regulatorios y con un cometido lícito, los liberales no criticarían su existencia (de hecho, eso es una empresa o fundación privada).
¿En qué sentido, pues, resulta incoherente que un liberal se relacione con un organismo público? Por su cometido, el liberal sería incoherente si ejecutara acciones antiliberales: por ejemplo, un liberal no puede coherentemente formar parte de un servicio de espionaje estatal; por su financiación, un liberal podría ser incoherente si se lucrara desproporcionadamente de ese organismo público (luego trataremos con más detalle la cuestión); por sus privilegios regulatorios, un liberal podrá ser incoherente usara esos privilegios para obtener ciertas prebendas de las que no gozaría en ausencia de Estado. Tomemos el caso de colaborar con medios de comunicación estatales o con las universidades públicas.
Por su objeto: ¿el cometido de estos organismos es antiliberal? Informar y educar no es antiliberal. Informar y educar contra el liberalismo es lícito en una sociedad libre pero, evidentemente, sí es antiliberal. Por tanto, mientras el liberal no adopte una postura antiliberal en los medios y en la universidad pública no hay ninguna incoherencia en este campo por el hecho de mezclarse con ellos. O dicho de otra manera: lo incoherente no es que un liberal participe en una televisión o una universidad pública que desea cerrar o privatizar, sino que, justamente por participar en ellas, deje de defender su cierre o participación (o que adopte discursos antiliberales para participar en ellas).
Por su financiación: al relacionarse con ellos, ¿el liberal se lucra desproporcionadamente? Para ello determinarlo podemos emplear dos criterios que más adelante desarrollaremos: uno al que llamaría “criterio fuerte” (que el liberal no obtenga cobros del Estado, en metálico o en especie, superiores a los impuestos que abona) y otro al que llamaría “criterio débil” (que el liberal no perciba por sus servicios remuneraciones ampliamente por encima de las que se logran en el mercado por servicios asimilables).
Por sus privilegios: ¿el liberal se aprovecha de algún privilegio regulatorio que detenten universidades y televisiones públicas? En España no están prohibidas ni las televisiones ni las universidades privadas. Tampoco las televisiones o universidades públicas se han constituido para uso exclusivo de los liberales. Por tanto, por participar en ellas no se hace uso de ningún privilegio: la presencia no-liberal en ambas es infinitamente superior a la liberal, lo que prueba que el liberal no se aprovecha de ningún trato de favor del Estado.
Por consiguiente, bajo estas condiciones y siempre que el liberal siga defendiendo la supresión de ese organismo público, no debería observarse ninguna profunda incoherencia en que un liberal colabore con él. Pero, sin ninguna duda, que un liberal cobre del Estado resulta un asunto harto espinoso. Si los impuestos son dinero robado, ¿no está el liberal tomando parte del botín cuando cobra del Estado? ¿Puede un liberal lucrarse del sector público?
El criterio fuerte: el saldo fiscal con el Estado
Lo primero de todo es aclarar a qué nos referimos cuando se dice que un liberal se lucra del sector público (o incluso que “vive del” Estado). Todo ciudadano, también los liberales, paga una determinada suma de dinero de impuestos y recibe unos determinados servicios del Estado: la diferencia entre ambas magnitudes es su saldo o balanza fiscal individual. Así, si su balanza fiscal es negativa (el valor de todos los impuestos pagados supera el valor de todos los servicios estatales recibidos), ¿puede decirse que ese ciudadano se lucre del Estado? Evidentemente no: ese ciudadano no sería un beneficiario neto de su relación con el Estado sino un perjudicado neto.
La cuestión, entonces, pasa a ser: sin perjuicio de sus principios liberales (ejecutar acciones antiliberales o aprovecharse de privilegios estatales), ¿puede un liberal tratar de reducir su saldo fiscal negativo con el Estado cobrando rentas monetarias o en especie del Estado? Muchos se escandalizan con semejante pregunta, por cuanto optan por observar sólo un lado de la relación liberal-Estado (en concreto, el de los cobros que el liberal recibe del Estado), obviando por entero el otro lado (el de los pagos que el liberal efectúa al Estado). A mi entender, los siguientes cuatro casos son perfectamente asimilables:
1º Supongamos que el Estado aprueba una nueva deducción en el IRPF por cada hijo que tenga el declarante. Si un ciudadano se acoge a ella, ¿podríamos decir que no paga impuestos o que incluso vive del Estado? No, diríamos que paga menos impuestos y que el Estado le quita un menor porcentaje de su renta.
2º Supongamos que el Estado le arrebata mensualmente a un liberal un 40% de su salario y, a cambio de ello, el ciudadano puede optar dentro de 35 años por cobrar una pensión pagada por el Estado que no llega a cubrir la totalidad de todo lo que se le quitó. Remarco que el ciudadano tiene la opción (pero no la obligación) de percibirla. Si finalmente escoge cobrarla, ¿podríamos decir que ese ciudadano está viviendo del Estado o que sólo está recuperando lo que previamente le arrebataron? Más bien la segunda opción.
3º Supongamos que una familia paga 60.000 euros anuales en impuestos y que sus hijos consiguen una beca estatal de 3.000 euros. ¿Diríamos que esa familia se lucra del Estado? En realidad, está recuperando un 5% de los impuestos que ha abonado. Desde luego, mucha gente puede pensar que esos 3.000 euros que recupera no proceden de los 60.000 euros que previamente les han arrebatado, sino de los impuestos abonados por otros ciudadanos. Pero el dinero es un bien fungible, es decir, un bien no identificable por su individualidad: una vez pagados los impuestos, es imposible conocer qué saldos concretos de la administración pública pertenecen a qué ciudadanos. Lo único que podemos saber es cuántos impuestos le ha pagado cada uno al Estado: y, en este sentido, ser receptor de gasto público es una forma equivalente a las deducciones fiscales de reducir la carga tributaria (siempre, insisto, que se paguen más impuestos del gasto público percibido).
4º Una buena analogía con lo anterior es plantearse qué sucede en la más celebérrima de las formas de presunta explotación: la explotación del capital sobre el trabajo denunciada por Marx. Según el alemán, el capitalista explota al trabajador cuando no le remunera plenamente su jornada laboral: es decir, cuando el precio de venta de las mercancías que han producido los trabajadores superan los salarios abonados a los trabajadores que directa o indirectamente las han fabricado. ¿Deberíamos decir en tal caso que el trabajador “vive del capitalista” por percibir un salario? No creo que ningún marxista concluyera tal cosa: desde su óptica, el salario es sólo aquella parte de la producción del trabajador que retiene el trabajador (que no le arrebata el capitalista). Si el trabajador logra una subida salarial, ¿significa que está incrementando su tasa de explotación sobre el capitalista? No, según Marx la estaría reduciendo. Si un liberal denuncia los impuestos como una forma de explotación, ¿acogerse a más deducciones o percibir gasto público es una forma de explotar a los demás o de reducir la explotación propia?
En definitiva, no veo incoherencia alguna en que un liberal cobre del Estado menos de lo que paga al Estado: ese debería ser un criterio fuerte de que no se está lucrando del Estado. En caso contrario, estaríamos equiparando coherencia liberal con maximizar los impuestos pagados al Estado: algo que no parece demasiado coherente (ni inteligente) desde un punto de vista liberal.
Dado que mi relación con el Estado es marcadamente deficitaria para mí y dado que sigo defendiendo el cierre/privatización de todos los organismos públicos con los que he colaborado, podría detenerme aquí si mi propósito fuera tratar mi caso personal. Pero como quiero reflexionar de manera general sobre el asunto, demos un paso más allá: ¿pueden los liberales coherentemente recibir más gasto público de los impuestos que abonan? ¿Se están lucrando del sector público en tal caso? El caso paradigmático sería el del liberal que se convierte en funcionario y sólo en funcionario (su única fuente de renta son los salarios públicos que proceden de los impuestos ajenos). Aquí es cuando habría que utilizar el criterio débil.
El criterio débil: el precio de mercado
Entiendo perfectamente que ésta es la zona más gris dentro de la posible incoherencia de un liberal: si los impuestos son un robo, recibir transferencias netas del resto de contribuyentes debería ser equivalente a robarles. Me parece una postura perfectamente defendible dentro del liberalismo, pero me gustaría complementarla con otra en principio igualmente válida.
Los impuestos no se perciben como coactivos por parte de todos los ciudadanos. Ni siquiera, por desgracia, por un gran número de ellos.La mayoría de las personas paga gustosamente impuestos al Estado a cambio de que éste le preste ciertos servicios. Si los impuestos son objetivamente coactivos no es porque nadie los pague de manera voluntaria, sino porque algunos —por ejemplo, los liberales— preferiríamos no pagarlos a cambio de, por supuesto, no recibir servicios estatales. Sin embargo, los liberales no disfrutamos de esta opción: hemos de pagarlos obligatoriamente.
En este sentido, el mensaje liberal es doble: ante todo, los liberales reclaman el derecho de que cualquier ciudadano puedan individualmente desprenderse o separarse del Estado (o de la mayor parte de los servicios que hoy presta). Por añadidura, los liberales también proclaman que la inmensa mayoría de ciudadanos, sin ser consciente de ello, sale perjudicada con el Estado. Pero, en general, la inmensa mayoría de la sociedad acepta el statu quo (por eso el statu quo puede mantenerse): es decir, acepta que el Estado goza de autoridad política para cobrarles impuestos y gastar esos impuestos.
En este sentido, un liberal que trabaje exclusivamente para el Estado percibe un salario que para la gran mayoría de la población no es ilegítimo: un salario que la gran mayoría de la población entiende como una parte de los servicios que acepta que el Estado le preste. ¿Puede decirse que el liberal coaccione a esa mayoría de la población que legitima al Estado y a su sistema tributario? No: el liberal podrá pensar que esas personas se están equivocando al legitimar el Estado, e intentará convencerlas de lo contrario, pero sobre esas personas no estará ejerciendo coacción alguna por cobrar una parte de sus impuestos.
Justamente, a quien podría entenderse que está “robando” o “coaccionando” el liberal que cobra netamente del Estado es a los liberales que contribuyen netamente con el Estado: es decir, a todos aquellos que querrían pagar menos impuestos a cambio de recibir menos servicios del Estado. Pero en muchos casos esos mismos liberales que son contribuyentes netos aceptarán que parte de sus impuestos vaya a parar a la contratación de un liberal siempre que ese liberal utilice su posición para promover las ideas liberales, para reducir el nivel de coacción del Estado o para bajar impuestos (sobre todo, si la alternativa a su contratación no es bajar los impuestos, sino gastarlos en otras actividades). Por supuesto, no todos los liberales verán con buenos ojos que el Estado use sus impuestos en contratar a un liberal, pero no olvidemos que los liberales contratados por el Estado también pagan impuestos y que la mordida tributaria que sufren sobre sus remuneraciones bien podría compensar con creces la porción de impuestos pagados por los liberales descontentos que integraban su salario (sobre todo, cuando el porcentaje de “liberales descontentos” sobre el conjunto de la población es tan reducido).
Por consiguiente, mientras la inmensa mayoría de la población acepte la legitimidad del Estado y del pago de impuestos; mientras muchos liberales acepten que sus impuestos se destinen a sufragar gastos que contribuyan marginalmente a reducir el peso del Estado; y mientras los liberales contratados por la Administración paguen cuantiosos impuestos, resulta bastante discutible que, incluso cuando la única fuente de renta de un liberal sea su empleo público, éste esté recibiendo netamente transferencias coactivas del resto de ciudadanos.
Eso no significa, por sí solo, que el liberal no se esté lucrando del sector público. Si los ciudadanos aceptaran por desconocimiento o por mero Síndrome de Estocolmo que el Estado preste un servicio pagando precios absolutamente descabellados a sus proveedores, entonces sí podría decirse que esos proveedores están capturando rentas y aprovechándose de los ciudadanos. Y si el liberal fuera uno de ellos evidentemente también. Para conocer si los precios que paga el Estado por la provisión de sus servicios son “absolutamente descabellados” o no, habrá que atender a los precios de mercado de servicios análogos: si la diferencia entre uno y otro no es muy grande y si el servicio público es uno que convalidan buena parte de los ciudadanos (y no una canonjía creada ad hoc para el liberal), entonces difícilmente podrá hablarse de lucro. Omitir este criterio débil de determinación del lucro debería llevarnos a considerar que un profesor universitario de la pública que cobre la mitad del salario mínimo por hora y que no obtenga ninguna renta del sector privado se estaría “lucrando” del Estado, cuando obviamente no parece ser el caso.
Bajo este segundo criterio débil, pues, los liberales que prestaran servicios no antiliberales a través del Estado no se estarían lucrando, lo cual no significa que el mantenimiento de su puesto de trabajo dentro del sector público esté justificado: tan sólo que no hay un aprovechamiento personal del Estado en contra de sus principios.

Conclusión
Los liberales que presten servicios a través del Estado que no tengan un contenido antiliberal, sin usar los privilegios regulatorios en perjuicio de terceros y sin percibir más rentas del Estado de las que pagan al Estado no parece que puedan ser calificados de incoherentes. Los liberales que, en cambio, cobren más del Estado de lo que pagan se hallan en una situación más cuestionable, pero en tanto en cuanto presten servicios justificados por la mayoría de los contribuyentes y no perciban rentas absurdamente por encima de las que podría estar logrando en el mercado por actividades análogas, tampoco cabría entender que son incoherentes.
En suma: lo que el liberal jamás puede hacer es promover el crecimiento del Estado u obstaculizar la reducción del mismo en beneficio propio. Interactuar con el Estado realmente existente sin dejar de defender su continua reducción parece ser la vara de medir exigible y razonable de su coherencia.

03 Septiembre 2014

Sobre la (in)coherencia de los liberales

Juan Ramón Rallo

Libre Mercado

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Más allá de ciertas ridículas y anecdóticas salidas de tono, resulta del todo punto lógico y saludable debatir sobre los límites de la interacción entre el Estado y los liberales. Al cabo, el liberalismo es una corriente de pensamiento que impulsa la reducción del sector público a su mínima expresión (cuál sea esa mínima expresión posible y adecuada es otro debate), por lo que evidentemente resulta cuestionable que un liberal se mezcle con organismos públicosque propugna eliminar.

De entrada, es obvio que la radical coherencia de un liberal con los principios de una sociedad liberal sólo podría observarse en caso de que se hallara inmerso en esa sociedad liberal. Fuera de la misma, casi cualquier curso de acción que adopte estará «contaminado» por las influencias antiliberales que ese liberal justamente quiere eliminar. Lo mismo vale para un comunista: su radical coherencia con los principios que predica sólo podría observarse en una sociedad comunista.

Se podría tildar de incoherente al comunista que quiere socializar los medios de producción y, sin embargo, compra en los supermercados las mercancías que necesita para alimentarse por más que las crea fruto de la explotación laboral. Siguiendo esa línea, también podría tildarse de incoherente a un liberal que aparezca o vea una televisión pública que quiere privatizar, que haga uso de una moneda fiat que quiere eliminar, que acuda a un hospital público que desea liberalizar o que camine por una calle que aspira a comunitarizar. Pero elevar hasta ese nivel de exigencia la vara de medir de la coherencia ideológica supone dinamitar la utilidad y razonabilidad de cualquier test de coherencia ideológica: simplemente, medir la coherencia de aquellas personas que buscan alterar ampliamente el statu quo por su nivel de subversión y desafío frontal —y violento— al statu quo implica convertirles en mártires de su causa ideológica. ¿Acaso no es posible vivir dentro del statu quo defendiendo un cambio del mismo?

Por supuesto, lo anterior no significa que los liberales puedan realizar cualquier actividad sin ser tildados de incoherentes. Un liberal que cabildeara para que el político de turno creara una nueva subvención de asignación ad hoc sería incoherente; como lo sería un ecologista que promoviera la prohibición de las corridas de toros y, mientras tanto, fuera a las plazas de toros a disfrutar de ellas; o como lo sería un comunista que no sólo crea una empresa, sino que intenta pagar el salario más bajo posible a sus trabajadores. En todos estos casos, estaríamos ante claros ejemplos de hipócrita oportunismo ideológico.

El martirio y el oportunismo serían los dos extremos diáfanos de qué cabe entender (o no entender) por coherencia ideológica. Entre esos dos extremos nos encontramos, como siempre, con zonas grisáceas y debatibles. ¿Puede un comunista constituir una empresa mientras defiende la necesidad de socializar internacionalmente los medios de producción? ¿Puede un comunista comprarse un iPhone fabricado por trabajadores «explotados»? ¿Puede un médico que considera preferible un modelo de sanidad privada trabajar para la sanidad pública? ¿Puede un liberal que defiende la privatización de todos los medios de comunicación estatales participar como colaborador en uno de ellos?

Diría que la coherencia de las interacciones de un liberal con el Estado se puede fiscalizar desde los siguientes parámetros: a) que el cometido de esa interacción no sea abiertamente antiliberal, b) que el liberal no obtenga un lucro desproporcionado (privilegiado) por su interacción con el sector público, c) que el liberal no intente consolidar los elementos antiliberales (financiación a costa de los contribuyentes o privilegios regulatorios) del organismo con el que se relaciona. Es decir, un liberal no podría coherentemente ni ejercer de, por ejemplo, torturador a sueldo del Estado, ni percibir cobros —en metálico o en servicios— del Estado que carezcan de cualquier justificación razonable (no sólo porque sean muy superiores a los impuestos que ese mismo liberal le paga al Estado, sino también porque tales cobros se hallen muy por encima del valor de mercado de la actividad desempeñada por el liberal), ni defender la supervivencia del organismo público con el que se interrelaciona si defiende la privatización de otros organismos públicos asimilables.

Diría que estos tres criterios son parámetros razonables de coherencia ideológica que no se escoran ni hacia el inexigible martirio ni hacia el hipócrita oportunismo: ni hacen inviable la sociabilidad —e incluso la supervivencia— dentro del statu quo de quienes pretenden modificar profundamente ese statu quo, ni tampoco otorgan una carta blanca a la perversión de los principios que se dicen defender. De acuerdo con lo anterior, pues, un médico sí podría coherentemente trabajar para la sanidad estatal defendiendo al mismo tiempo la conveniencia de privatizarla y un economista liberal sí podría colaborar con una televisión estatal que defiende privatizar.

Ese último es mi reciente caso que tanta polémica ha generado en redes sociales y algunos medios de comunicación: ni acudo a TVE para transmitir un mensaje antiliberal —más bien al contrario: gran parte de las críticas se deben precisamente a que voy a transmitir un mensaje liberal—, ni obtengo un lucro desproporcionado y privilegiado —no sólo sigo pagando muchos más impuestos de los cobros en metálico o especie que recibo del Estado, sino que el importe de la colaboración se halla al nivel, o por debajo, de colaboraciones análogas en medios privados—, ni defiendo la supervivencia de este organismo público —como tengo ocasión de repetir cada vez que se me pregunta al respecto—.

Pese a lo anterior, por supuesto también cabe la posibilidad de que otra persona ofrezca otros criterios para medir la coherencia ideológica y, según esos criterios alternativos, me tilde de incoherente con mis planteamientos liberales. Lo respeto aunque sólo sea porque, como ya dije, la zona entre el martirio y el oportunismo se trata de una zona gris donde caben diversas perspectivas. Por mi parte, ante la razonable duda, prefiero seguir acudiendo a tantos medios de comunicación como se me invite para defender las ideas liberales.

Ahora bien, que estemos en una zona gris también implica que quienes se rasgan las vestiduras por observar una indubitada, absoluta, incuestionable e inadmisible incoherencia liberal en mi colaboración con TVE, en realidad sólo están sobredimensionando su indignación para enmascarar el auténtico motivo de su enfado: que las opiniones liberales puedan ser escuchadas, aunque sea en un formato muy reducido, desde un medio público. Es la pulsión censora, esa misma que no pueden manifestar abiertamente cuando se trata de un medio privado, lo que en el fondo mueve a quienes hacen un absolutocasus belli del asunto: el deseo de mantener abierta TVE para convertirla en foco de pensamiento antiliberal en tanto en cuanto ningún liberal, aunque la costee con sus impuestos, debe tener cabida en ella. Lejos de promover el debate plural que dicen defender, se enrocan en el sectarismo ideológico, acaso inseguros de la solidez de sus posiciones.

En suma, del mismo modo que no debería verse como incoherente el que un comunista trabaje en una empresa capitalista en lugar de en una cooperativa teniendo la opción de hacerlo, tampoco, creo, debería verse incoherente el que un liberal trabaje en un hospital, en una universidad o en una televisión pública. Su coherencia o incoherencia no debería medirse por criterios tan irrealmente maximalistas en una sociedad muy alejada de sus ideales, sino con una vara de medir más razonablemente ajustada a la realidad: ¿ejecutan acciones antiliberales, obtienen prebendas ad hoc por su connivencia con el poder político o promueven un mantenimiento o acrecentamiento de aquellas áreas del Estado de las que salen directamente beneficiados? Si se dan algunas de estas circunstancias, claro que debería calificarse al liberal de incoherente. En mi caso, ya lo dije y lo repito: todos los medios de comunicación estatales, incluida TVE, deberían dejar de ser financiados coactivamente por los contribuyentes lo antes posible. Pero que no lo sean no debería ser óbice para defenderlo, también, desde esos propios medios de comunicación estatales.

05 Septiembre 2014

TVE prescinde del economista que pide acabar con las televisiones públicas

ELDIARIO.ES

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Asegura que se lo ha comunicado personalmente Mariló Montero, y que ésta le ha dicho que “no compartía la decisión” de prescindir de él

El economista que defiende la desaparición de las televisiones públicas deja de colaborar en TVE dos días después de comenzar su participación en La Mañana de la 1. Juan Ramón Rallo ha publicado en su Twitter que la cadena le ha comunicado que cancela su colaboración en el programa presentado por Mariló Montero.

La cosa ha tardado poco: TVE cancela mi colaboración con
@LaMananaTVE
. Ya sabemos quién manda en la televisión de todos.

El economista ha ampliado su anuncio en EsRadio, donde ha revelado que la decisión se la ha comunicado Mariló Montero personalmente, y que ésta le ha dicho que “no compartía la decisión” de prescindir de él. “La verdad es que no me han comunicado los motivos, me han dicho que ha sido una decisión de arriba”, ha añadido.

Antes, y a través de Twitter, Rallo ha insinuado que la culpa de su salida de TVE también es de “las burocracias” que “se apropian de los entes mantenidos por el contribuyente”.

El economista, máximo exponente del liberalismo económico y de la escuela austriaca en España, aboga por reducir e incluso eliminar el pago de impuestos y el sector público.

Tras conocerse su presencia en el programa que presenta Mariló Montero, UGT pidió la salida de Rallo porque TVE había ido “demasiado lejos” al “entregar nuestro espacio y la poca audiencia que nos queda a la voz de quien le niega a la rtv pública su sentido, su existencia y su futuro”.

Sobre esto último, Rallo ha dicho en EsRadio que este comunicado del sindicado “muy probablemente haya tenido su peso y su influencia” en el fin de su participación en La 1.

11 Septiembre 2014

Apología pro Rallo

César Vidal

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Contemplar España desde el exterior constituye un ejercicio provechoso porque los árboles no dejan ver el bosque y además porque, alejados del fragor cotidiano, se adquiere una mirada más equilibrada y también más amable. En cierta ocasión, Arturo Pérez Reverte me dijo que para seguir queriendo a España hay que pasar temporadas fuera de ella. Quizá, pero, con todo, a veces no lo ponen fácil. Me entero con profundo pesar de que la UGT ha decidido impedir a toda costa que el economista Juan Ramón Rallo aparezca en TVE.

​A lo largo de la Historia, UGT no ha destacado precisamente ni por sus aportes intelectuales ni por su honradez. Si durante la Segunda república se incautó de viviendas y de cajas de seguridad y estableció checas, en los últimos años, con el asunto de los EREs andaluces, ha dejado más que de manifiesto lo que le importan los desempleados. Ahora además nos revelan que, salvo para lamentables acciones como las mencionadas, no destacan por su inteligencia. Durante varias temporadas, Juan Ramón Rallo fue el redactor jefe de la sección de economía de un programa que, a la sazón, yo dirigía en la radio. Si algo me quedó claro en todo ese tiempo no sólo fue su extraordinaria competencia académica y profesional, sino también su innegable independencia. Identificado con una visión liberal de la economía, Rallo despellejó dialécticamente la política de ZP y Solbes en su día y siguió haciendo lo mismo con Montoro hasta el punto de ser, con Roberto Centeno, su crítico más sagaz. Nada partidista, ha sido siempre un hombre que cree en principios. Se puede estar o no de acuerdo con sus posiciones identificadas con los impuestos bajos, la preeminencia de la iniciativa privada sobre la pública, la reducción del gasto público y la libertad individual frente a castas que absorben buena parte de los recursos que salen de los bolsillos de los ciudadanos, pero descalificarlas como si fueran el fascismo – precisamente una doctrina que, en términos económicos, fue predecesora de muchas de las políticas socialistas de la posguerra – o la sumisión al gobierno actual constituye un disparate de unas dimensiones colosales. Ignoro en que acabará todo. No sé si, al fin y a la postre, los sindicatos – tan poco ejemplares durante décadas – acabarán imponiéndose en un organismo que pagan todos los españoles. Si así fuera, los ciudadanos se verían privados de los juicios económicos de alguien que no sabe sólo de lo que habla sino que además puede advertir con conocimiento de causa de la que se avecina. Lo sé porque, año tras año, lo vi cuando formaba parte de mi equipo.

César Vidal

El Análisis

TVE tiene derecho a escoger (y a ser chapuza)

JF Lamata

En absoluto aplaudo un bochornoso comunicado como de un sindicato pidiendo que se prohíba la entrada a sus instalaciones de un economista por su ideología como pedían en el caso de D. José Ramón Rallo, por aquel entonces sumo sacerdote de le los ‘anarco-liberales’ concentrados en la Parroquia Juan de Mariana. Pero si hay algo que hay que tener claro es que en un programa de televisión manda su director, el director del programa, que es el que tiene competencia para elegir a qué economista quiere.

Si la dirección de ‘La Mañana de la 1’ tomó aquella decisión a propuesta de UGT o porque se lo sugirió un político o su suegra es secundario, la responsabilidad de quien entra o quien no a un programa es de su dirección. La dirección debe de ser competente para decidir a qué economista quiere de entre los muchos que hay para hablar en su tele.

Lo anómalo de este episodio es que la dirección cambió de opinión entre el 3 de septiembre y el 5 de septiembre, y reconocerle su competencia para prescindir de un colaborador no quita el hecho de suponga una chapuza y contratar a una persona y descontratarla a los dos días.

El problema no es, ni del Sr. Rallo, ni de UGT, sino de la dirección de TVE haciendo lo que mejor se le da hacer: el ridículo.

J. F. Lamata