14 julio 1982

Su objetivo es recoger a los representantes del sector liberal de UCD 'huérfanos' desde la desaparición del ex ministro

Antonio Garrigues Walker, hermano del difunto Joaquín, funda el Partido Demócrata Liberal para liderar el liberalismo en España

Hechos

  • El 14.07.1982 D. Antonio Garrigues Walker presentó el Partido Demócrata Liberal (PDL) que fue registrado el 30.08.1982.

Lecturas

El 23 de julio de 1982 se celebró la Asamblea constituyente del Partido Demócrata Liberal (PDL) un nuevo partido fundado por D. Antonio Garrigues Walker, que nace con el objetivo de crear un bloque de centro liberal situado entre el PSOE y Alianza Popular y al que puedan ir todos los liberales descontentos con la estrategia de la UCD.

GERMÁN YANKE

yanke D. Germán Yanke será el dirigente más destacado del Partido Demócrata Liberal en Euskadi.

¿COALICIÓN CON UCD O CON AP?

El Sr. Garrigues Walker no ha aclarado los planes que tiene su partido, en caso de que pretenda concurrir a las elecciones generales que se prevé para finales de este 1982 en caso de se mantenga la inestabilidad política. No es probable que su joven PDL se presente en solitario, eso, sumado al hecho de que ha hecho llamamientos por la ‘unidad del centro-derecha’, sólo deja la duda de si planea una coalición con la AP del Sr. Fraga o con la UCD del Sr. Lavilla. Aparentemente, el PDL parecería más cómodo en la UCD que con AP. Por otro lado, la prensa especula de contactos del Sr. Garrigues con el los nacionalistas de Convergencia Democrática de Catalunya, el partido de D. Jordi Pujol y D. Miquel Roca, que está adscrito, al igual que ellos, en la Internacional Liberal, algo en lo que no están ni UCD ni AP.

01 Marzo 1982

Los liberales

Luis Carandell

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A pesar de que don Julián Marías, único filósofo liberal como él mismo dice, está haciendo redoblados esfuerzos por dar al liberalismo un contenido doctrinal, a mí me parece que en España no sirve esta etiqueta que en otros países europeos señala una clara diferenciación política.

El adjetivo liberal expresa en España más una virtud que un contenido. Una virtud, diríamos, mostrenca, a disposición de todos, que pueden reclamar para sí todas las ideologías. EL adjetivo se inventó en España y lo utilizaron los clásicos, Cervantes entre ellos, para expresar un talante de liberalidad o generosidad.

Si tuviéramos que buscar una traducción moderna y algo cheli, tendríamos que recurrir al concepto de lo majo. Una persona liberal es una persona maja y la majez es hoy una aspiración general.

Lo liberal ha perdido la connotación izquierdista que tuvo en algún momento en el siglo XIX y que sólo se conserva en Estados Unidos, que lo heredó de España. El liberalismo de derechas que propugnan estos señores de los clubs liberales es un producto europeo difícilmente trasplantable a España, por muchos que sean los esfuerzos de los seguidores españoles de Milton Friedman y por mucho que el señor Schwartz gritara a la puerta de la Iglesia del pueblo donde estuvo exiliado aquello de ‘¡Viva Stuar Mill!’ que dejó turulatos a los campesinos

Decir que uno es liberal no es aquí decir muchos. Todo el mundo puede serlo. De ahí que los liberales tengan dificultades en constituir un partido político. La gente les preguntaría, liberales, muy bien, pero políticamente ¿Qué son ustedes? Y ellos tendrían, o mejor dicho, tendrán que responder: somos de UCD.

Luis Carandell

14 Julio 1982

El nuevo partido liberal

ABC (Director: Guillermo Luca de Tena)

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Mientras continúa pendiente de solución la crisis interna de UCD, en la que se advierten síntomas de desconcierto, nace a la vida política un nuevo partido: el Partido Demócrata Liberal.

Con este partido se enriquece, al menos en principio, el campo de los que representan opciones políticas no socialistas, aunque sea a costa de pluralizar más el número de los alineados en este campo. En buena teoría, la antítesis del socialismo es el liberalismo. No sólo en sus principios económicos, que son actualmente los más conocidos y divulgados, sino también en sus principios políticos de organización o modelo social, porque el liberalismo pone tanto énfasis en la defensa y desarrollo de los derechos individuales como pone énfasis el socialismo en la afirmación y ampliación de los derechos y atribuciones del Estado. Para el liberalismo tiene valor preferente la iniciativa individual, privada. Para el socialismo, la planificación.

El liberalismo tiene en todo el mundo, y con historia especial en España, una noble tradición que ha sido, con lamentable frecuencia, mal interpretada y desvirtuada incluso. Porque en toda época, y muy destacadamente en la actual, han sentado plaza de políticos liberales quienes no defendían en ninguna ocasión esta ideología.

El futuro del Partido Demócrata Liberal no es predecible. De momento, como ya hemos dicho, enriquece con una interesante resurrección el abanico de las opciones políticas no socialistas. Y sin duda puede poner en claro de una vez, ante la opinión pública, que ser liberal no es una cuestión de talante o temperamento, sino de ideología. Que no es endocrinología, sino política. Y política con hondo y noble fundamento.

28 Enero 1982

La operación liberal

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera Cortázar)

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EN UN verdadero juego de prestidigitación la UCD, que ganó las elecciones de marzo de 1979 al amparo de la fotografía de Adolfo Suárez, ha sido transformada paulatinamente en una formación política con objetivos y valores aparentemente diferentes de los que presidieron sus orígenes. En ese sentido, el escandalizado asombro que producen a los portavoces gubernamentales las fugas, hacia la izquierda y hacia la derecha, de diputados centristas recuerda la parábola evangélica de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio. Porque si se les reprocha a los tránsfugas deslealtad hacia el electorado, algo parecido cabría predicar de un partido que ha cambiado sonoramente de líder y de dirigentes sin tomarse la molestia de pasar antes por las urnas. El respeto al electorado, y no sólo a éste sino al conjunto de los ciudadanos, toda vez que se trata del partido del gobierno, ha sido pisoteado repetidas veces por ellos mismos.Tras la defenestración de los hombres elegidos en el Congreso de Palma de Mallorca para dirigir el partido centrista, operación que fue precedida de una campaña de Prensa para sumir en el desprestigio moral a las víctimas, el nuevo presidente de UCD, que lo es también del Gobierno, y el secretario general de la organización han cooptado para los cargos directivos del centrismo a hombres de filiación democristiana, notablemente alejados, sin embargo, de los más caracterizados y energuménicos representantes de la sumamente inmoderada plataforma moderada. Pero en la nueva cúpula centrista ocupa también un lugar relevante un antiguo subsecretario de Joaquín Garrigues Walker y ahora hombre de confianza de Antonio Garrigues Walker. Pedro J. López Jiménez, vinculado previamente a Manuel Fraga, pertenece a esa curiosa tribu de políticos sin causa que han decidido ocultar su orfandad ideológica y su pasado atonal bajo el rótulo, tan prestigioso en teoría como devaluado en la práctica, del liberalismo.

La habitual equivocidad de las palabras es sometida, en el lenguaje político, a multiplicaciones vertiginosas y a tergiversaciones sin límite. De todos es conocido que el nazismo se autodenominó socialismo nacional; y el falangismo, sindicalismo nacional. Los sistemas totalitarios de los países situados en el hinterland soviético fueron bautizados por sus invasores como democracias populares y el franquismo se protegió de la derrota del Eje con el paraguas de la democracia orgánica. Ni siquiera el liberalismo se ha salvado de esas bromas macabras, ya que la sangrienta dinastía de los Somoza practicó el genocidio en Nicatagua bajo las siglas del partido liberal nacional. Aunque en España la utilización del término liberal para fines partidistas jamás ha llegado -ni de lejos- a esos siniestros límites, cabe percibir, sin embargo, claros abusos en el aprovechamiento de la ambigüedad de la palabra para apoderarse de sus connotaciones emocionales y retóricas favorables y abandonar, al tiempo, valores, creencias y hábitos que han formado el núcleo de esa corriente de pensamiento, especialmente la tolerancia política, la generosidad con el adversario, la curiosidad por las nuevas ideas y el respeto por los sentimientos y las necesidades populares. La preocupante tendencia a que los sedicentes liberales unan sus destinos políticos con personalidades atadas por abundantes votos religiosos o vinculadas a la tradición de la Santa Casa, que nunca se distinguió por su amor hacia la tolerancia y por su respeto al laicismo, terminan en ocasiones de hacer inverosímil esas pretensiones ideológicas.

Desgraciadamente, prácticas tan viciosas como la inflación del censo electoral del Ateneo madrileño en vísperas de las primeras elecciones democráticas a su Junta Directiva, que han convertido al viejo caserón de la calle del Prado en una parodia institucional de los burgos podridos, pueden invocar el precedente de los pucherazos y las redes caciquiles de la Restauración, cuando conservadores y liberales rivalizaban a la hora de muñir los resultados de las urnas. En ese sentido, cuando Calvo Sotelo reivindica la tradición liberal, amenaza con situarse, quizás ingenuamente, en una línea de continuidad con aquella clase política de la Restauración que convirtió el ejercicio del poder en una profesión vitalicia, que fue incapaz de conseguir esa «España moderna y liberal» que el actual presidente del Gobierno dice desear, que se negó a abrir las puertas del establecimienta las fuerzas sociales y a las corrientes de pensamiento de la otra España y que propició con su ceguera la caída de la Monarquía. Esa coalición gremialista de los conservadores y liberales de la Restauración, en suma, que José Ortega y Gasset describió y valoró en 1914 con severidad y acierto en Vieja y nueva política.

En la operación liberal montada desde el Palacio de la Moncloa, están destinados a jugar un papel no sólo los pálidos reflejos del liberalismo de la Restauración, sino también gentes más á la page. En la estrategia desempeñan un papel esencial, por supuesto, hombres como Antonio Garrigues Walker, que aspira a ser llevado en andas, sin haberse buscado ese duro pan de los políticos que son los votos populares, desde su despacho de asesor de compañías multinacionales a la presidencia del gobierno o a un ministerio importante. Es lástima que los profesionales del poder que toman como punto de referencia la política norteamericana, admirable en tantos aspectos, sean incapaces de extraer las lecciones que se desprenden de la vida democrática en Estados Unidos. A saber, que los ciudadanos al fin y al cabo algún día tendrán algo que decir, si es que esto sigue siendo verdaderamente una democracia y no se transforma en el franquismo de rostro humano.

18 Julio 1982

El Partido Demócrata Liberal

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera)

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LA CREACION del Partido Demócrata Liberal, nacido de la Federación de Clubes Liberales presidida por Antonio Garrigues, tiene al menos la virtud de acabar con la confusión que había rodeado a un proyecto electoral y polítíco disfrazado hasta ahora de tertulia ideológica. La inicial estrategia de incluirse en UCD con la ayuda del presidente del Gobierno y de algunos de sus ministros, descontentos del pragmatismo centrista y deseosos de apropiarse de señas de identidad respetables, comenzó a deteriorarse en el pasado septiembre, cuando Antonio Garrigues rechazó la oferta de sustituir a Fernández Ordóñez en la cartera de Justicia, y terminó en naufragio con el fracaso de Pedro López Giménez, secretario de organización del centrismo y hombre vinculado al movimiento liberal, en las elecciones andaluzas. En esa pequeña historia de desencuentros y desengaños también debe figurar la marginación de Eduardo Punset, que encontró en su camino la presidencia de una empresa pública pero perdió un ministerio, y la frustración de Eduardo Merigó, que no logró ser nombrado secretario de Estado para el Deporte en el Ministerio de Cultura regido por Soledad Becerril. En cualquier caso, la ficción de que los clubes liberales eran instituciones dedicadas a la investigación y al debate, alejadas de la actividad partidista y compatibles con la pertenencia a UCD, no podía sostenerse por más tiempo cuando el reloj de las próximas elecciones había iniciado ya la cuenta atrás. Corresponde ahora a los malabaristas de la doble militancia echar sus cuentas y decidirse por las siglas que más convengan a sus ideas o a sus intereses.El manifiesto del nuevo partido, cuyo congreso fundacional se celebrará a finales de la próxima semana, es un documento de circunstancias. Nadie debe escandalizarse, sin embargo, ante la debilidad de un texto cuya meta no es otra que rellenar el expediente exigido a cualquier formación política que busca un lugar al sol en la hacinada vida pública española. El PDL pretende enlazar «con la tradición más progresista del liberalismo español» y quiere incorporar «a su acervo las enseñanzas de la ciencia y de la historia». El documento incluye el elogiable propósito de luchar por un Estado de derecho «en el que se limite el poder de unos hombres sobre otros y el de la sociedad sobre el individuo», y anuncia su intención de «vigilar atentamente que los derechos humanos sean respetados, y las libertades individuales, protegidas». El reforzamiento de la sociedad civil frente al Estado y la defensa de las autonomías territoriales frente al centralismo burocrático también ocupan su lugar en el credo del PDL. Sin embargo, el cántico del manifiesto a la igualdad de oportunidades y su voluntad de conseguir «el destierro de la ignorancia y la supresión de las relaciones de dependencia» no parecen totalmente compatibles con la estatofobia que transpiran otras partes del documento. Todavía no se han inventado las fórmulas de autorregulación social que sustituyan a las administraciones públicas en esa tarea redistributiva y en esa oferta de servicios de educación, sanidad, jubilación y vivienda que hacen menos estridentes las desigualdades. De otro lado, no sólo el Estado dificulta o prohíbe el ejercicio de esas «libertades reales» que el PDL desea proteger. El rechazo de un «Estado fuerte y omnipresente que planifique, intervenga y dirija los más particulares aspectos del actuar humano» y la afirmación de que «el control económico por el Estado conduce inexorablemente a su dominio sobre la vida de los ciudadanos en todas sus parcelas» parecen, en una España con dos millones de parados, una incompetente administración pública y un escandaloso déficit de equipamientos colectivos, una operación de diversionismo político o una broma de escaso gusto. Los enemigos de la libertad, partidarios de mantener «el poder de unos hombres sobre otros», también se cobijan en centros de decisión económicos y sociales instalados a extramuros del Estado. En este sentido diricilmente contribuirá a la credibilidad del PDL, aunque proclame su compromiso con «un sistema solidario de leyes y servicios sociales», el currículo de algunos de sus dirigentes, que proceden de medios vinculados con los grandes poderes financieros españoles e internacionales.

El PDL aspira, sin duda, a participar en el reparto electoral que va a tener lugar en los próximos meses. Parece poco probable que el nuevo partido comience su vida política con una travesía por el desierto y se resigne a comparecer en solitario ante las urnas. Un eventual acuerdo del PDL con Fraga no es, desde luego, descartable, pero la formalización de ese pacto convertiría en papel mojado su manifiesto programático y dejaría en una incómoda situación a quienes creen que este partido ha recibido la herencia política de Joaquín Garrigues, cuya memoria no resulta compatible con Alianza Popular. Queda otra posibilidad. Si la intransigencia de Fraga hiciera imposible el acuerdo con el nuevo grupo de Oscar Alzaga, y si el Partido Demócrata Liberal renunciara a la aventura de la gran derecha, el presidente del Gobierno podría convertirse en catalizador de una alianza electoral que incluyera a la UCD de Landelino Lavilla, al Partido Demócrata Popular de Oscar Alzaga y al Partido Demócrata Liberal de Antonio Garrigues. Regresaríamos así a la fórmula, ensayada con éxito en la primavera de 1977, de ganar las elecciones desde el palacio de la Moncloa. Pero la diferencia entre aquellos tiempos y la situación actual es que el Ministerio del Interior, los gobernadores civiles y la televisión no poseen ya las mágicas llaves de las urnas. Y que UCD llegará a ellas deteriorada de prestigios, plagada de miseñas y enervada de contradicciones.