26 marzo 1980

Asesinado al arzobispo de El Salvador, Óscar Arnulfo Romero, cuando celebraba misa, después de haberse enfrentado a la Junta Militar

Hechos

El 26 de marzo fue noticia el asesinato de monseñor Romero en El Salvador.

Lecturas

En 1980 en el transcurso de una misa celebrada en San Salvador, fue asesinado el arzobispo Óscar Arnuldo Romero, que mantenía una actitud crítica contra el régimen. El atentado, cometido por activistas de extrema derecha, reforzó la unión de las fuerzas de la oposición. 

A pesar que en 1979 un grupo de jóvenes oficiales derrocaron al presidente Carlos Humberto Romero, los conflictos en El Salvador no finalizaron. Hacia ya algunos años que diversos grupos políticos de izquierda habían optado por la lucha armada contra el Gobierno. Exigían democracia, así como mejoras sociales y económicas para la población humilde, que era la más castigada por el régimen.

La muerte del comprometido arzobispo Romero en 1980 contribuyó a que los movimientos opositores cooperarán  de manera más estrecha. Además la opinión pública mundial centró su atención en la situación que vivía El Salvador. Romero había trabajado durante años en favor de los pobres y los marginados, denunciando abiertamente la violencia y la represión que ejercía el Estado en su país. Después de su asesinato, asociaciones de campesinos, sindicatos, y los partidos socialdemócrata y socialista se unieron para formar el frente democrático-revolucionario. Las luchas entre tropas gubernamentales y guerrilleros desembocaron en 1980 en una guerra civil.

La Junta Militar en el poder era apoyada por Estados Unidos que tenía interés en crear unas condiciones estables en la región centroamericana. En la guerra civil se hallaban enfrentadas las unidades del régimen, las milicias derechistas y los grupos rebeldes de izquierdas del Frente Farabundo Martí. Amplios sectores de la población defendían a los guerrilleros, quienes abogaban también por una reforma agraria, a fin de quebrar el poder de los grandes terratenientes. Tras largos años de sangrienta guerra, en 1984 los rebeldes de izquierdas se declararon dispuestos a iniciar las primeras conversaciones de paz.

Sin embargo, el cambio que debía conducir El salvador a la paz no llegó entonces ni siquiera tras las elecciones del año 1989. Alfredo Cristiani Burkard, candidato del partido de ultraderecha – según calificó la prensa occidental – fue elegido presidente de la nación por el 53,81% de los votos; el movimiento de liberación había efectuado un llamamiento para que se boicotearan las elecciones. Alfredo Cristiani puso como condición para alcanzar una solución política a la guerra civil que la guerrilla depusiese las armas. Ésta, por su parte, exigía que se despojara del poder al os militares, responsables de numerosos atentados contra los derechos humanos.

 

26 Marzo 1980

Asesinato en la catedral

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián)

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OSCAR ARNULFO Romero, arzobispo de San Salvador, ha tenido la muerte que ha dado gloria a alguno de sus grandes predecesores, como Thomas Beckett, muerto en la catedral de Canterbury por los asesinos del arbitrario poder real al que combatía. Unas horas antes de su muerte aparecía su imagen última en Televisión Española, y las palabras que podrían ser su epitafio: «A mi me podrán matar, pero a la voz de la justicia ya nadie la puede matar.» Un último optimismo.Monseñor Romero ofrecía ese patético, pero sereno, rostro que en los últimos años es el honor de la Iglesia en Latinoamérica: la incansable defensa de los oprimidos, la denuncia constante de un régimen que ha ido superando en los últimos meses las manchas trágicas que había sido llamado a limpiar, cuando fue depuesto el régimen anterior. El día en que fue asesinado era uno más entre los treinta cadáveres causados por las armas del régimen que no son siempre, como en el caso del arzobispo, las regulares y uniformadas, sino las bandas de la extrema derecha, que asesinan amparadas por el poder. Un poder en el que figura todavía una democracia cristiana que ha sido ya abandonada por sus juventudes, desertada por algunos de sus grandes dirigentes, pero que se aferra al poder donde ya no es más que un rehén en manos de los militares, a los que ni siquiera consiguen legalizar. Es posible que estos fieles vaticanistas reconsideren su actitud en el momento en que la figura principal de la Iglesia de su país cae asesinada. Aunque la conciencia. muchas veces, puede celebrar pactos y consensos poco comprensibles.

Puede ocurrir también que Estados Unidos reconsidere sus proyectos, hasta ahora contenidos, pero siempre a punto, de enviar una ayuda militar creciente, o de fomentar la entrada en el país de los soldados acantonados en Guatemala para traspasar la frontera en un momento dado. Las operaciones de las fuerzas de seguridad estaban siendo asesoradas por un número de consejeros (entre cincuenta y cien) especializados en la lucha antisubversiva, las fuentes de información de la oposición atribuían a estos consejeros no solamente la asesoría del Ejército y las fuerzas de seguridad, sino también el apoyo y las armas a las bandas de la extrema derecha.

Puede ocurrir que, como dice el viejo tópico que se emplea en estos casos, la sangre del arzobispo Romero no haya sido derramada en balde. La reacción en el país ha sido enorme, y la indignación internacional, aun por parte de figuras de la Iglesia que no son en nada afines a las opciones políticas y humanas que defendía monseñor Romero, tienden ya a descalificar al régimen de El Salvador definitivamente.

En realidad, la guerra civil existe ya en El Salvador. Sólo una solución inmediata, patrocinada por Estados Unidos y por los países democráticos de América Latina, puede evitar que se extienda e incluso que se amplíe a otras zonas de la América Central. Esta solución no puede ser más que la evicción del Gobierno actual y la formación, en su lugar, de una coalición que represente todas las fuerzas en lucha y abra inmediatamente el proceso legal para la reconstitución de una democracia, que tampoco podrá subsistir si no acomete inmediatamente la reforma agraria y el cambio total de estructuras, que ya se ha demostrado que es inviable en su forma actual.

01 Abril 1980

El Salvador, hacia la guerra civil

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera Cortázar)

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LA TELEVISION acaba de rendir al mundo uno de sus grandes servicios posibles con la película de los últimos sucesos de San Salvador: una inmensa multitud reunida en un servicio fúnebre para despedir a quien fue ellos mismos -la voz de los que no la tienen, según la frase que se hizo popular-, al arzobispo Romero, agredida por quizá no más de media docena de tiradores trabajando en una impunidad absoluta. Impunidad que tiene una demostración concreta: no han sido detenidos, ni siquiera identificados, tras el asesinato de monseñor Romero, el asalto aljuez que ha sido encargado de instruir el proceso o esta horrible matanza.Va a ser muy difícil seguir manteniendo la ficción de un grupo de cubanos anticastristas -Omega 7- o la de un tirador de nacionalidad venezolana, aunque puede existir físicamente para culpar a alguien indefinido de los hechos. Toda la responsabilidad es del Gobierno, donde todavía hasta ayer militaban miembros de la Democracia Cristiana, agarrados a sus puestos ministeriales aunque la base joven de su partido se les hubiera ido ya de las manos y algunos de sus correligionarios les hubieran denunciado. Y donde unos militares colocados para garantizar el orden público y la apertura de la vía democrática, al ser derribado el régimen anterior, no han hecho más que imponer una represión para evitar la reforma agraria que vulneraba los intereses de la clase a que defienden. Todavía en los primeros momentos de la matanza, militares y rpilitarizados de la Democracia Cristiana -que no supieron ver a tiempo la lección experimentada por sus colegas de la DC chilena, al abonar un régimen de sangre, que tardaría pocas horas en prescindir de ellos- han responsabilizado de la jornada violenta del domingo a la Coordinadora de Masas, por ese viejo sistema que consiste en acusar siempre a la víctima: por haber estado allí o quizá por no haber muerto antes con la muerte resignada del hambre y la enfermedad al pie de los maizales.

Aquellas estructuras que denunciaba el arzobispo Romero, perseguido hasta más allá de la muerte (el Gobierno de militares militaristas y de civiles descivilizados, las bandas fascístas que asolan el país) son, sin embargo, los responsables y autores de los crímenes que enmarcan un estado de revolución real y de auténtica guerra civil. Es difícil ya que el proceso de El Salvador se detenga con medidas represivas, ni siquiera con las que hasta ahora estaban previstas -los «consejeros» de Estados Unidos o los 10.000 hombres contingentados en Guatemala-, ni siquera podría intentar Carter una invasión de marines o de fuerzas especiales, al estiio de Santo Domingo, que le harían volver por pasiva todas susjustas reflexiones sobre la intervención soviética en Afganistán. Hay un punto de no retorno, y ese punto se ha sobrepasado en El Salvador. Sólo una marcha atrás rapidísima, una evicción clara de los puestos de poder de los responsables y una preparación inmediata a una democracia civil con una modificación automática del reparto de la pobreza y de la riqueza podría evitar lo que parece ya inevitable: la abierta guerra civil, ante la que la experiencia nicaragüense no dejará de influir en las decisiones norteamericanas.

La cuestión de El Salvador no se encuentra, en definitiva, aislada de la de Honduras, Guatemala, Nicaragua, el abandono futuro de Panamá por Estados Unidos y las convulsiones a las que puede avecinarse México no dentro de muchos años. Toda Centroamérica es hoy una gran incógnita para la estabilidad mundial, un nuevo foco de preocupantes y sangrientas tensiones, una amenaza al coloso americano, semejante o peor que la de Irán. La revolución de los pueblos del Tercer Mundo ni debe ni puede ya ser parada mediante la represión militarista. Dar salida a los justos deseos de cambio y renovación social en países en los que la miseria de muchos es el sustento de la opulencia de una mínima parte de la población es hoy responsabilidad directa e inmediata de las naciones democráticas.

23 Marzo 1982

Monseñor Romero, profeta y mártir

Alberto Iniesta

Obispo auxiliar de Madrid

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A los dos años de la muerte de monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, su figura no solamente no ha disminuido -dice el autor de este artículo-, sino que ha crecido en importancia para la historia de la Iglesia y aun para la historia de Latinoamérica. Tres años tan sólo duró su ministerio en aquella diócesis, pero, en ese tiempo, Romero descalificó todas las dicotomías entre pueblo y jerarquía, entre liturgia y vida, entre política y contemplación.

Romero podría ser propuesto como ejemplo para todos los cristianos de hoy, pero, muy especialmente, los obispos deberíamos considerarlo como modelo a seguir, por su cercanía al pueblo, por su profunda vida de piedad, por su disponibilidad constante hacia todos, por su espíritu de servicio y, sobre todo, por la identificación tan grande que llegó a realizar entre el profeta y el mensaje, entre la palabra y su portavoz. Porque adivinando lo que podría ocurrirle si asumía ese papel dramático de los profetas, se dejó poseer por ese mensaje divino de juicio y de condenación contra los poderosos y opresores del mundo, que terminaron por derribarle y aplastarle, como sucedió a otros profetas, y muy destacadamente a Jesús de Nazaret, Palabra de Vida ofrecida a los hombres y que éstos convirtieron en palabra de condenación y de muerte, pero que Dios transformó en Vida nueva y definitiva para el profeta y para el pueblo. En aquellos tres milagrosos años, Romero descalificó todas las dicotomías entre pueblo y jerarquía, entro liturgia y vida, entre evangelio e historia, entre política y contemplación.Pero ni aun los más grandes mártires pueden nacer, vivir y morir como tales sin la comunidad cristiana, sin el Pueblo de Dios, sin la Iglesia. También en este aspecto fue ejemplar y modélico el último trienio de Romero. El insistia mucho en ello: fue convertido por el pueblo, por su Iglesia, por sus comunidades. Es ya bien conocida la imagen de pastor gris, timorato y adocenado que representaba a su llegada a la archidiócesis. Es también tristemente sintomático que la gente más inquieta y concienciada le recibiera con recelo, porque se sabía que «era muy espiritual», acaso porque tantas veces la vida espiritual se ha vivido de manera alienante y como motivo de evasión frente a los problemas de la vida real. Y si bien toda la vida tiene sus procesos lentos e impalpables, también tiene sus momentos cruciales, y para él se presentó en la muerte de un sacerdote asesinado al podo de llegar el arzobispo. Entonces dice que se le abrieron los ojos: «A mis sesenta años, empecé a entender el Evangelio; la muerte del padre Grande me abrió los ojos», repetía con frecuencia. Se podría recordar, dentro de las evidentes diferencias, el parecido con la muerte del diácono Esteban, a cuyo martirio asistía un tal Saulo, y al que parece que aquél dejó su manto de profeta y su sangre de mártir, como el atleta agotado pasa el testigo a su compañero de carrera, que luego sería el apóstol san Pablo.

La diócesis hace al obispo

De aquí que aquella diócesis mártir y su arzobispo mártir llegaran a formar un todo que mutuamente se enriquece, se estimula, se consuela, se da fuerzas, se cuestiona, pide, interpela, responde y siempre colabora, en solidaridad y en corresponsabilidad. Si el obispo hace diócesis, la diócesis hace obispo. Y si una iglesia mártir hizo un obispo mártir, el mártir Romero sigue ayudando con su presencia invisible, pero cierta, a su iglesia de San Salvador, para que siga siendo palabra, testigo, paciencia, oración, solidtridad, defensa de los pobres, voz de los sin voz, liberación para los oprimidos y lucha contra los opresores. El obispo, el clero, los religiosos y relígiosas, los catequistas, los militantes cristianos de San Salvador continúan la (dolorosa y glo riosa tarea de Romero, que, en definitiva, es la tarea continuada del único Señor de la Iglesia a lo largo de la historia, dando testimonio del amor de Dios a los hombres, sembrando la utopía, ya aquí fundada en la Resurrección del Cristo, aunque aún no terminada, de un mundo mejor, una sociedad sin clases, una humanidad justa, fraternal, solidaria, familiar.

La iglesia de San Salvador, a su vez, está enraizada en la Iglesia renovadora del Concilio, y de las asambleas de Medellín y de Puebla; en esa parte de la Iglesia latinoamericana que ha optado descaradamente por los pobres y oprimidos, que ha abandonado sus falsas seguridades munda nas, sus pactos compromisos con los poderosos de este mundo, y ha comenzado a vivir y caminar con el pueblo marginado, explotado, reprimido y machacado. Precisamente por eso, la Iglesia está sufriendo de manera sistemática y generalizada la calumnia, la insidia, la denuncia, la cárcel, el secuestro, la tortura y hasta la muerte, en tantos y tantos cristianos, desde obispos a catequistas, religiosas y sacerdotes. San Salvador no es, por tanto, un caso aislado, aunque sí muy significativo, sino una parte de esa Iglesia mártir de Latinoamérica, que es luz de esperanza y exigencia de compromiso para la Iglesia del mundo entero.

Hay que suponer que tampoco aquí «ni están todos los que son, ni son todos los que están». En la Iglesia de Latinoamérica hay de todo también obispos, clero, religiosos y laicos que colaboran con la opresión y la injusticia, o quizá más frecuentemente, que al menos la silencian, la explican o la legitiman. Sin embargo, tenemos no solamente el derecho, sino el deber, de hacer un discernimíento evangélico, si no sobre las conciencias, cuyo juicio per tenece exclusivamente al Señor, sí sobre las actitudes y las actuaciones. También en la historia de la Iglesia ha habido de todo malo, mediocre y admirable, pero sabemos muy bien qué ejemplos son los que representan la fidelidad al Evangelio y al Señor, y cuáles son debilidades y pecados que se apartan de sus caminos.

El que un sabio profesor haya tenido discípulos tontos o perezosos, ni descalifica la sabiduría de aquél, ni es una excusa para imitar a éstos, ni siquiera para decir que vale todo por igual. Por eso los cristianos, y aun los hombres en general, hemos de mirar a la Iglesia de Latinoamérica a la luz del Evangelio, del Concilio, de Medellín y de Puebla, para ver quiénes pueden servirnos de estímulo y de ejemplo. No todos podremos llegar a la misma altura, a la misma generosidad, al mismo heroísmo. Pero, aun dejando aparte el hecho de que el misterio de la gracia nos transforma cuando llega la ocasión, de todos modos, cambia mucho el tono de la Iglesia según que nos miremos en los mártires o en los traidores, en los solidarios o en los egoístas, en los generosos o en los aburguesados. En algunos casos será difícil la frontera entre un campo y otro, y debamos abstenernos de juzgar. Pero, en general, tenemos suficientes datos de la realidad y suficientes pistas en el Nuevo Testamento y en la tradición de la Iglesia para que tengamos derecho a pensar que la parte más cristiana, más evangélica y más santa de la Iglesia de Latinoamérica está en aquella que, por seguir las consignas del Señor, está desnuda con los desnudos, perseguida con los perseguidos, pobre con los pobres, encarcelada con los encarcelados, para conseguir más o menos pronto, para todos, la dignidad, la libertad, la paz y la alegría de los hijos de DIOS.