9 febrero 1988

El descubrimiento de un túnel en la prisión llevó a los carceleros a apalear a Rueda, a quien consideraban responsable del mismo

Caso Agustín Rueda: Toda la cúpula de la Prisión de Carabanchel condenada por torturar hasta la muerte a un prisionero

Hechos

El 9.02.1988 la Audiencia Provincial de Madrid condenó a 12 funcionarios de la prisión de Carabanchel por el asesinato del recluso Agustín Rueda.

Lecturas

Penas

  • Eduardo Cantos Rueda (Director de la Prisión) – Condenado a 10 años de cárcel
  • Antonio Rubio Vázquez (Subdirector de la Prisión) – Condenado a 10 años de cárcel
  • Nemesio López Tapia (funcionario de la Prisión) – Condenado a 10 años de cárcel
  • José Luis Esteban Carcero (funcionario de la Prisión) – Condenado a 10 años de cárcel
  • Alfredo Luis Mallo  (funcionario de la Prisión) – Condenado a 10 años de cárcel
  • Alberto de Lara (funcionario de la Prisión) – Condenado a 9 años de cárcel
  • José Luis Rufo Salamanca (funcionario de la Prisión) – Condenado a 9 años de cárcel
  • Andrés Benitez Ortiz (funcionario de la Prisión) – Condenado a 9 años de cárcel
  • Hermenegildo Pérez Bolaño (funcionario de la Prisión) – Condenado a 8 años de cárcel.
  • Julián Minguez (funcionario de la Prisión) – Condenado a 6 años de cárcel
  • José María Barigón (Doctor de la Prisión) – Condenado a 2 años de cárcel
  • José Luis Casas (Doctor de la Prisión) – Condenado a 2 años de cárcel

13 Diciembre 1987

Muerte en la cárcel

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián)

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EN LA noche del 13 al 14 de marzo de 1978, el recluso anarquista Agustín Rueda moría en los sótanos de la cárcel de Carabanchel, abandonado de toda asistencia médica, tras el brutal apaleamiento a que fue sometido por un grupo de funcionarios. El hecho de que hayan transcurrido casi 10 años hasta que los presuntos culpables del aquel ignominioso suceso comparezcan ante la justicia es ya de por sí todo un escándalo. Pero, como en una especie del túnel del tiempo, los españoles de hoy pueden vislumbrar, a través de la representación judicial que ahora se celebra, las cosas terribles que sucedían en este país hace sólo una década.El exagerado espacio de tiempo que transcurre desde aquella trágica noche hasta el momento de sentar en el banquillo a los acusados del sádico aquelarre en que fue sacrificado Agustín Rueda -10 hombres apaleando en una habitación aislada, con porras de goma, a siete reclusos y ocasionándoles graves lesiones, y la muerte a uno de ellos- no puede ser achacado exclusivamente a la normal lentitud con que actúa la justicia española. El sumario fue concluido. menos de dos, años después del suceso. Pero lo más incomprensible es que hayan transcurrido más de siete años desde entonces hasta la comparecencia a juicio de los presuntos responsables. La opinión pública tiene derecho a saber qué o quiénes han entorpecido la celebración de la vista oral. Y una investigación sobre los fiscales y magistrados encargados del caso serviría para aportar alguna luz. Una idea de la escasa colaboración -por no llamarla, lisa y llanamente, obstrucción- que con frecuencia se ofrece a la justicia desde otras áreas del Estado en supuestos como el que acabó con la vida de Agustín Rueda es la tardanza del entonces director de Carabanchel -hoy en el banquillo- en comunicar los hechos al juez de guardia y la incompleta información que le suministró sobre lo sucedido. Incidencias de este tipo, en las que el llamado honor corporativo se convierte en escudo protector de actuaciones individuales, aun de las más abominables, se produjeron en más de una ocasión a lo largo del proceso de investigación sobre la muerte de Rueda. La saña demostrada por varios funcionarios de Herrera de la Mancha con el recluso Alfredo Casal, uno de los apaleados en Carabanchel, muestra a qué aberraciones pueden llevar las actitudes corporativistas. Este grupo de energúmenos obligó a dicho recluso a comerse materialmente los recortes que conservaba sobre sus declaraciones ante el juez.

Quienes hoy se sientan en el banquillo para dar cuenta de los innobles hechos sucedidos hace 10 años en la prisión de Carabanchel tienen derecho a la presunción de inocencia y a beneficiarse de las garantías constitucionales para un proceso justo. Todo lo contrario de lo que se hizo con el preso preventivo Agustín Rueda, al que se le castigó con la muerte al margen de todo proceso y sin darle opción alguna a defenderse. Ante un sistema penitenciario que hacía posible las torturas, las vejaciones de todo tipo e incluso la muerte, la población reclusa española se rebeló con violencia en los primeros momentos de la transición. La ley general Penitenciaria promulgada en 1979 y su desarrollo normativo han pretendido sustituir aquel sistema con otro más humanitario desde la perspectiva de que el preso no deja de ser persona aunque esté privado de libertad. Pero el proceso de cambio en las prisiones se ha enfrentado con fuertes resistencias de grupos de funcionarios, y desde determinados sectores de la sociedad se ha confundido interesadamente la humanización de la vida carcelaria con un ensalzamiento irresponsable del recluso.

Sin duda, las cárceles españolas han cambiado a mejor desde la época en que vivió y murió Agustín Rueda. Sin embargo, el reciente informe del Defensor del Pueblo, tan poco apreciado por los estamentos oficiales, constituye una denuncia implacable de las graves carencias de las prisiones actuales. Si se persiste en cerrar los ojos ante los síntomas alarmantes y no se pone remedio a tiempo, la situación puede deparar sorpresas desagradables que retrotraigan el mundo carcelario a épocas pasadas.

11 Febrero 1988

Una sentencia leve

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián)

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EL VEREDICTO del tribunal que ha juzgado el caso Rueda ha resultado bien favorable para los funcionarios de prisiones acusados del brutal apaleamiento que provocó la muerte del recluso anarquista hace 10 años en los sótanos de la cárcel de Carabanchel. Los magistrados, ni han aceptado la acusación de homicidio formulada por el ministerio fiscal ni, mucho menos, la de asesinato, propugnada por la acusación particular. El tribunal, a iniciativa exclusivamente suya, se ha inclinado por tipificar los hechos como un delito de imprudencia temeraria con resultado de muerte. La condena impuesta a los acusados ha sido de seis años de prisión menor. En caso de homicidio, les hubieran correspondido entre 12 y 20 años, y hasta 30 años si la muerte hubiera sido considerada asesinato. No obstante, el tribunal considera que los hechos constituirían en realidad un delito de torturas con resultado de muerte. La ausencia de esta figura delictiva en el Código Penal en el momento de producirse los hechos le imposibilita para calificarlos de torturas y, por tanto, de imponer una condena más fuerte.El aspecto jurídico del caso no está definitivamente cerrado, pues tiene todavía por delante un interesante debate ante tribunales superiores. Pero más allá de la valoración que merezca la tipificación delictiva que el tribunal ha aplicado a los hechos y la pena infligida a los acusados, el caso Rueda es un ejemplo esclarecedor de los obstáculos ingentes que se oponen a la realización de la justicia en zonas todavía umbrías del aparato del Estado.

Desde una perspectiva histórica, algo hemos avanzado, y hay que reconocerlo así. Hasta poco antes de la fecha en que fue apaleado hasta la muerte Agustín Rueda, hechos parecidos quedaban impunes en la oscuridad silenciosa de las prisiones. La democracia ha vuelto posible que la justicia llegue, aunque sea tarde y con dificultades, a los rincones más ocultos y protegidos. En el caso Rueda, la hora de la justicia también ha sonado, y no han podido impedirlo ni el ocultamiento de los hechos por parte de los acusados ni la eventual implicación de ftincionarios judiciales en el retraso de siete años en el sefialamiento del juicio.

En todo caso, un correcto funcionamiento del poder judicial es absolutamente incompatible con el escándalo que supone que un proceso pueda tardar hasta 10 años para sustanciarse, como ha ocurrido con el abierto por la muerte de Rueda. Y resulta más que llamativo que desde ninguna instancia oficial se hayan investigado las causas de retraso tan sospechoso. Las simpatías ideológicas o el interés corporativo pueden seguir jugando todavía un papel discriminatorio en la aplicación de la justicia por igual a todos los ciudadanos. En supuestos así, quienes tienen la responsabilidad última de que la justicia se imparta sin la más mínima sospecha de preferencia están obligados a no quedarse quietos. Su pasividad podría alentar otros intentos de lenidad o de pura y simple impunidad. La postura del letrado del Estado, adhiriéndose a la petición de absolución de los funcionarios acusados, no ha podido ser más reveladora de cuál es la verdadera catadura moral del cliente sin rostro al que representa.