2 agosto 1996

Sus víctimas eran mujeres de 12 a 19 años. Dutroix ya había sido condenado, pero quedó en libertad a los cuatro años

Caso Marc Dutroix: Bélgica se encuentra con el horror de los escándalos de esclavitud sexual de menores

Hechos

  • El 16.08.1996 el belga Marc Dutroix confesó a la policía que había secuestrado a niños y adolescentes y los había vendido como esclavos sexuales. En el sotano de su casa se encontraron cadáveres de cuatro mujeres encadenadas.

22 Agosto 1996

Alarma social

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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UN VIOLADOR de dos niñas en Bélgica fue condenado en 1989 a 13 años y 6 meses de prisión y puesto en libertad condicional en 1992 por buena conducta. Se llama Marc Dutroux y es hoy el principal sospechoso del secuestro, abuso sexual y asesinato de dos niñas de ocho años en lo que parece parte visible de una siniestra red de pedofilia con conexiones internacionales. El jardín de una de sus viviendas es el de una de esas casas de los horrores que con desgraciada frecuencia aparecen en las crónicas de sucesos, y el clima de indignación de la sociedad no difiere tampoco demasiado del provocado, por ejemplo, en España por el asesinato de tres adolescentes en Alcásser.Las circunstancias de los delitos cometidos en Bélgica parecen especialmente repugnantes, y se entiende que, en esas circunstancias, surjan peticiones de mano dura, desde el restablecimiento de la pena de muerte a la fijación de condenas más duras a los culpables de estos crímenes o el endurecimiento de las condiciones para la libertad condicional.

A la hora de determinar los acortamientos de pena desde una perspectiva de reinserción, la justicia ha de tomar en consideración, además de un criterio de equidad, la peligrosidad del detenido. No es lo mismo la posibilidad de reincidencia de un atracador que la de un asesino compulsivo o la de un violador. La indignación popular ante los fallos de la policía y el sistema penal de Bélgica en este caso tienen, por tanto, fundamento. Pero la justicia tampoco puede actuar a impulsos de los requerimientos inmediatos y en caliente de una opinión. pública excitada por el horror de una situación particular. No puede hacerse ni una justicia a la carta ni una justicia coyuntural, del día a día, que dependa de los vaivenes de una opinión pública impresionada hoy por unos crímenes de niñas inocentes, pero que mañana puede estarlo por los delitos económicos, la corrupción política o los delitos contra la propiedad.

Otra cosa es que se llegue a la conclusión de que no se trata de crímenes excepcionales, sino cotidianos, y que la realidad que esconde el asesinato de las dos niñas en Bélgica es la de una de tantas redes de explotación infantil, que si en el mundo desarrollado supone un fenómeno más o menos controlado y limitado, en el Tercer Mundo es trágicamente habitual. Y es lícito preguntarse si las legislaciones nacionales y las políticas de prevención y lucha están adaptadas a esta realidad, que incluye desde la prostitución a la pornografía infantil o la filmación de vídeos con muertes reales que se venden a precio de oro.

Sobre todo ello puede plantearse un debate, cuyas conclusiones sería prematuro aventurar, pero, en el caso concreto de Bélgica, lo deseable es que, sencillamente, se aplique la ley, con el rigor que determinen los jueces, a quienes se halle culpables tras un proceso justo y con garantías. Para entonces, seguro que ha disminuido la actual presión social y la justicia podrá actuar con criterios nunca dependientes de las cambiantes tendencias de la opinión pública.

12 Septiembre 1993

El "caso belga"

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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EL DEDO del rey de los belgas, al igual que el del niño del cuento de Andersen, ha apuntado a la desnuda justicia de su país para pedirle que se cubra con nuevas ropas y se reforme en profundidad. Diversos casos de asesinatos y pedofilia han conmocionado a la ciudadanía y están minando gravemente su confianza en el sistema judicial, policial y político de un país aquejado en los últimos tiempos de demasiados casos. Alberto II ha pedido públicamente que la justicia actúe con eficacia y que llegue al fondo. La inusitada intervención del monarca ha provocado un debate sobre si el rey está constitucionalmente capacitado para expresar una opinión aunque la avale el ministro de Justicia.Los dos casos que agitan al país sugieren tramas de extraños vínculos entre delincuentes -nacionales e internacionales-, policía, magistrados y políticos. La justicia tendrá que desvelarlos. Pero Bélgica es un país conocido por la adscripción política de numerosos magistrados y por escándalos financieros, como el caso Agusta– que llevó a la dimisión de Willy Claes como secretario general de la OTAN. El caso Dutroux, que trata del secuestro y asesinato -en 1995- de cuatro jóvenes de 8 a 17 años cuyos cadáveres han sido encontrados ahora, ha sacado a la luz la existencia de una red de pedofilia, posiblemente con rantificaciones internacionales, y otra de tráfico de coches robados, sobre la cual han sido interrogados 11 policías.

En el caso Cools, sólo ahora, cinco años después del asesinato del ex viceprimer ministro y dirigente socialista de Lieja, se producen detenciones e inculpaciones al respecto, entre ellas y principalmente la de Alain van der Biest, sucesor de Cools al frente de los socialistas de aquella ciudad que el asesinado, aparentemente, pretendía limpiar. Van der Biest no ocupa en la actualidad ningún cargo relevante.

Sorprende el escaso impacto de estos casos en la coalición cuatripartita -socialcristianos y socialistas, francófonos y flamencos-, que pretende no verse afectada. Los políticos en activo, especialmente en el Partido Socialista francófono, miran hacia otro lado, aunque se han cruzado algunas críticas con sus homólogos flamencos. La explicación de tanta cautela no puede estar sólo en la urgencia de sacar un presupuesto que permita entrar en la Unión Monetaria Europea. Difícilmente puede un país democrático creer en sí mismo si no cree en su justicia. Menos aún cuando se trata de un Estado profundamente dividido en dos comunidades -la valona y la flamenca-, que cada vez tienen menos que- ver entre sí, y que se mantienen abrochadas por la Corona. La apelación del rey es compartida sin duda por la mayoría de los belgas, pero la Constitución le impide hacer pronunciamientos políticos. Mejor, pues, que se reserve sus opiniones, porque a la crisis que vive el país sólo le falta sumar un debate sobre la Corona.

21 Octubre 1996

Bélgica: la revolución blanca

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

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Con el color blanco como distintivo -que simboliza el tono apolítico de la movilización y, a la vez, la reinvidicación de la inocencia-, más de 300.000 ciudadanos belgas se manifestaron ayer en las calles de Bruselas en memoria de los niños víctimas de las redes de pederastia. El carácter masivo de la marcha -la mayor de la historia reciente de Bélgica-, la variedad social de los asistentes, la desinteresada colaboración de empresas públicas de transporte (como Sabena y el metro de la capital) pusieron de relieve que se trataba de un clamor general, la movilización de una ciudadanía dolida por el horror de los crímenes contra la infancia, molesta con la inoperancia de las instituciones y harta de corrupción.

Las terribles fechorias del pederasta Marc Dutroux y los vínculos entre las redes de prostitución infantil y la Policía no son sino la punta del iceberg. La sede de las instituciones comunitarias, la civilizada nación que simboliza el progreso -plasmado en el «Atomium», el emblemático edificio de la Exposición de Bruselas- no se libra del cáncer de los mayores escándalos y los más depravados crímenes. Desde hace años, todos los affaires de Bélgica aparecen unidos por vasos comunicantes, conectados a su vez con tramas criminales. Desde el asesinato de André Cools, líder del partido socialista francófono, del que ha sido recientemente acusado su rival dentro de esa formación Van der Biest, hasta el «caso Agusta» (la Filesa del socialismo belga), por el que dimitió Willy Claes como secretario general de la OTAN. La revelación de estos vínculos y el clima de sospecha permanente que señorea la vida pública de ese país ha generado entre los ciudadanos una sensación de hastío y frustración. Las atrocidades de Dutroux ya eran la gota que colmaba el vaso. Pero ha habido una circunstancia más que ha exasperado a los belgas: el Supremo separó hace unos días de la instrucción del caso a Jean-Marc Connerotte, magistrado eficaz y que goza de la simpatía popular. El juez cometió la torpeza de compartir mesa y mantel con los familiares de las víctimas de Dutroux, lo cual dejaba en entredicho el carácter escrupulosamente imparcial que debe tener toda instrucción. Pero el problema es que detrás de esa apariencia, otros muchos colegas han preferido mirar hacia otro lado.

El propio Alberto II ha hecho un llamamiento, inusual y dramático, a la conciencia de la nación. Sus palabras suponen una autocrítica («ha habido errores»), ya que las familias de las víctimas están molestas con él porque durante meses no contestó las cartas que le enviaron; demandan un rearme ético («esta debe ser la ocasión de un salto moral»); e implican también un llamamiento a las instituciones («hay que escuchar atentamente a los ciudadanos»).

He ahí el problema: escuchar a los ciudadanos. Aislada en una campana de cristal, la clase gobernante vive ajena y distante, insensible a los problemas y preocupaciones del hombre de la calle. Comienza a abrirse un profundo foso entre una superestructura de poder burocratizada y la sociedad. Eso explica buena parte de la frustración de los belgas, que anticipa, probablemente, la de los ciudadanos de otros países europeos.

26 Noviembre 1996

Caza de brujas

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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LA CRISIS política que vive Bélgica desde el pasado mes de agosto, cuando estalló el caso del presunto asesino de niñas Marc Dutroux, acaba de alcanzar al viceprimer ministro, Elio di Rupo, acusado de abuso de menores por un dudoso y voluble testigo. Aunque el Gobierno belga y su primer ministro, Jean-Luc Dehaene, han invocado la presunción de inocencia, Di Rupo no ha conseguido la exoneración del Parlamento, que ha pedido más investigaciones.El caso ha dividido a las opiniones públicas flamenca y francófona. Han sido la prensa y dos partidos flamencos, el liberal y el ultraderechista Vlaams Blok, los principales motores de las sospechas; los liberales, porque buscan el adelanto de las elecciones, y los radicales, de derecha, porque promueven todo lo que sirva para dividir al país.

El caso ha permitido, además, que algunos irresponsables realicen una peligrosa amalgama entre comportamientos justiciables -desde la prostitución infantil hasta el asesinato- y opciones sexuales perfectamente legítimas y honorables, y que esta confusión entre cosas tan dispares prenda fuertemente en una opinión pública convulsionada. Los peores, fantasmas puritanos, e incluso inquisitoriales, han surgido tras las sospechas de que la red criminal de Dutroux pudiera haber contado con complicidades en la Administración.

Nada hay mejor para los casos en que todo está confundido que la clarificación que aportan las sentencias. Cuando nada funciona, en cambio, lo que se hace es exponer al primer ciudadano objeto de sospecha al linchamiento y a la venganza pública. Esto es lo que está sucediendo con Di Rupo. Después de sucesivos errores policiales y judiciales, que permitieron detener, juzgar y poner en libertad por buena conducta a Dutroux hace siete años, ahora todo está dispuesto para que la sospecha histérica se extienda sobre cualquier chivo expiatorio. Bélgica ha conseguido así que su opinión pública se plantee la pregunta monstruosa de si es posible tener como viceprimer ministro a un ciudadano con preferencias sexuales distintas a las confesadas por la mayoría.