14 julio 1992

Ganó el puesto en una votación frente a Luis López Guerra y deberá presidir la deliberación sobre la 'Ley Corcuera'

El catedrático socialista Miguel Rodríguez-Piñero es elegido nuevo presidente del Tribunal Constitucional

Hechos

El 14.07.1992 D. Miguel Rodríguez Piñero fue elegido nuevo presidente del Tribunal Constitucional.

Lecturas

El 14 de julio de 1992 D. Miguel Rodríguez Piñero fue elegido por el Alto Pleno de Tribunal Constitucional nuevo presidente de este organismo.

El Sr. Rodríguez Piñero tras empetar en dos ocasiones con el catedrático D. Luis López Guerra. Ante el empate se determinó que la mayoría de edad del Sr. Rodríguez Piñeiro (57 años frente a los 44 de su oponente) le dieran el cargo de acuerdo con el artículo 9.2 de la Ley Orgánica del TC. El Sr. Rodríguez Piñero reemplaza en el cargo a D. Francisco Tomás y Valiente, que ocupaba el cargo desde 1986.

El Tribunal Constitucional es el encargado de valorar si la Ley de Seguridad Ciudadana, la ‘Ley Corcuera’ es no constitucional. La oposición considera que no lo es, pero el ministro del Interior se ha manifestado convencido de que sí hasta el punto de que ha anunciado que dimitirá si el Tribunal manifestara lo contrario.

El Sr. Rodríguez Piñero ocupará el cargo hasta diciembre de 1998 cuando le reemplaza D. Pedro Cruz Villalón. 

19 Julio 1992

TC, TRAJE Y CORBATA

Pedro J. Ramírez

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SEGUN el perfil biográfico que hoy mismo publica nuestro periódico, en medios universitarios sevillanos se recuerda al nuevo presidente del Tribunal Constitucional por su apodo de «Carioco» y se le define como «un hombre con el corazón traspasado por el puño y la rosa». También se recuerda que, «fascinado» o «subyugado» como estaba por la personalidad de su ex-alumno Felipe González, «no se pudo negar» ni a autorizarle un mitin en el 75, ni a figurar en las listas electorales del PSOE en el 77. Por mucho menos un candidato nominado por el presidente de los Estados Unidos para formar parte del Tribunal Supremo sería rechazado por el comité correspondiente del Senado, después de haber tenido que dar todo tipo de explicaciones sobre esos vínculos personales con aquel cuyos actos tendrá algún día que juzgar. En España la mera posibilidad de abrir un debate sobre las repercusiones que para la credibilidad del TC va a tener el prejuicio que se desprende de tan estrechos lazos, merece el anatema inmediato tanto de la portavoz oficial del Gobierno como de su órgano periodístico oficioso. El «caso Rodríguez Piñeiro» tiene, sin embargo, el don de la elocuencia. A partir de ahora quienes solemos ser requeridos por la prensa extranjera para explicar los mecanismos por los que el PSOE subvierte la democracia y erosiona las libertades, podremos ahorramos cualquier circunloquio. Bastará alegar que España es un país en el que el jefe del ejecutivo ha conseguido colocar al frente del Tribunal Constitucional a su profesor de Laboral. «But, that’s a banana republic!», exclamará consternado el visitante y todo habrá quedado diáfanamente claro. Pretenden hacemos comulgar con ruedas de molino, otorgando con desparpajo una apariencia de naturalidad a lo que, como decía Bertolt Brecht, tan sólo empieza a ser, por desgracia, habitual. Pero el sentido común se rebela y saca la cabeza por cualquier resquicio que quede a la decencia: es obvio que alguien con la dependencia psicológica respecto a Felipe González, que el simple repaso de su biografía permite atribuir a Rodríguez Piñeiro, no puede encamar la instancia suprema de apelación ciudadana frente al despotismo gubernamental. No olvidemos que, como certeramente subrayaba Antonio García Trevijano la otra tarde, así como las leyes ordinarias están destinadas a proteger al conjunto de los ciudadanos de los abusos, que pueda cometer cada individuo, el sentido de la Constitución es exactamente el inverso: dar amparo, si hace falta, aun sólo hombre para que sus derechos no puedan ser pisoteados por ninguna mayoría. Y si la Constitución es la única barrera que hoy por hoy se interpone en el camino del rodillo socialista, no es de recibo que el guardagujas termine siendo un antiguo conocimiento del conductor de la apisonadora. ¿Con qué cara, que no sea la de la simulación convenida ante un tema menor, se va a negar el viejo profesor, promocionado al alto tribunal por designación directa del Gobierno, a desatender los ruegos de su primero protegido y ahora protector, por un quítame allá ese recurso de amparo? ¿No significaría, en realidad, echar piedras contra el propio tejado, es decir contra el sentido del Derecho que él mismo inculcó a su alumno, si a estas alturas hubiera que sacar la tarjeta roja de inconstitucionalidad contra la Ley Corcuera o algún otro acto jurídico. trascendente de Felipe González? Ningún ser humano es ciento por ciento previsible, pero con el buen «Carioco» al frente del TC hasta el ministro del Interior puede dormir tranquilo. Quizá con la excepción de los recién elegidos González Campos y Mendizábal, ninguno de los grandes juristas del país está en el Tribunal Constitucional. Ni Cobo del Rosal, ni Rodrigo Uría, ni García de Enterría, ni Bercovitz, ni Tomás Ramón Fernández, ni Clemente Auger, ni Ruiz Vadillo, ni De la Villa, ni Sagardoy, ni Jiménez Villarejo, ni Conde Pumpido, ni Alejandro Nieto, ni Jorge de Esteban, ni Enrique Gimbernat… En cambio Convergencia i Unió «ha tenido plaza», colocando a un joven desconocido en la última renovación, tal y como estaba previsto desde hacía meses a raíz de los enjuagues con Pujol y Roca. Lleva razón la oposición cuando denuncia que el Gobierno se ha hecho un tribunal a la medida, pues la personalidad del presidente no es sino la corbata a juego que complementa tan confortable traje. El símil del vestuario quedaría completo si equiparáramos el Consejo General del Poder Judicial a una camisa ancha de cuello y mangas, el Tribunal de Cuentas a unos calzoncillos bien ceñidos para sacarle a uno de un apuro, la Fiscalía General del Estado a la camiseta de felpa que en último extremo protege tu piel y el Defensor del Pueblo a esos equívocos tirantes que parece que pueden dar mucho de sí,, pero a la hora de la verdad siempre vuelven a estar rígidamente sujetos. Es la suma de todo ello lo que permite que Felipe González tenga siempre, ora al término de un Consejo de Ministros, ora al inicio de una sesión parlamentaria, esa satisfecha apariencia de dandy en perfecto estado de revista. Sabeque su blindaje institucional es tal, que sean cuales sean sus errores o sean cuales sean los aciertos de la oposición, a él nunca le van a coger ni con el trasero ni con ninguna otra parte del cuerpo al aire. La verosímil pesadilla de cualquier demócrata sería imaginar una coherente recepción nocturna en los sótanos de la Moncloa, en la que Pascual Sala comentaría con Alfonso Guerra los detalles más ingeniosos de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía sobre el desgraciado asunto del despacho, Adolfo Carretero brindaría con Benegas y Galeote por el feliz desenlace del caso Filesa, Alvarito Gil Robles se esmeraría dándole otra vuelta a la Ley de Seguridad Ciudadana con el ministro Corcuera y el buen «Carioco» y el «Pollo del Pinar» departirían con el Jefe, glosando lo acertado que ha estado Juan Luis Cebrián en El Escorial al denunciar la «corrupción organizada» de la prensa y el «sentimiento de indefensión» de los ciudadanos frente á los periodistas. Por cierto, ¿a que no saben de entre todos los miembros del Tribunal Constitucional quién fue el ponente de la sentencia por la que se concedía el amparo solicitado por El País y su ex-director en el tristemente célebre caso del comandante Patiño, mientras la misma sala se lo denegaba a quien esto firma, alegando que nuestros adjetivos eran dañinos y los suyos inocuos? Si necesitan alguna pista, puedo decirles su apodo.

16 Julio 1992

Doble elección

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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LA RESPONSABILIDAD de la elección de Miguel Rodríguez-Piñero y Luis López Guerra como presidente y vicepresidente, respectivamente, del Tribunal Constitucional -los dos fueron designados miembros de este tribunal en 1986 a propuesta del Gobierno- sólo debe atribuirse a quienes les han votado. Todas las prescripciones legales se han cumplido escrupulosamente, aunque no los deseos de que el presidente del alto tribunal fuera elegido por mayoría absoluta. Son los votantes los que obviamente han decidido.Sería, pues, un ataque bastante ridículo al prestigio y a la dignidad de los 12 magistrados que con su voto configuraron en menos de 24 horas la dirección del Tribunal Constitucional para los tres años próximos atribuirles la obediencia a consignas ajenas a su propio criterio, libremente expresado. Y es igualmente ridículo vincular al Ejecutivo el resultado de una elección en la que, de haberse producido alguna presión o sugerencia, el principal responsable sería el magistrado incapaz de resistirse a ella y de denunciarla.

El problema es otro. Si partimos del prestigio jurídico, no discutido, de los 12 magistrados del Tribunal Constitucional y de la capacidad que la ley les confiere para elegir libremente su dirección, lo criticable es que falten liderazgos en el seno del alto tribunal y habilidad entre sus miembros para gestar una presidencia y vicepresidencia que responda al equilibrio entre las diferentes procedencias electivas -ocho propuestos por el Parlamento, dos por el Gobierno y otros dos por el Consejo General del Poder Judicial-, profesionales -ocho catedráticos y cuatro jueces de carrera- e ideológicas y asegure una organización del trabajo lo más pluralista posible.

Lo preocupante no es el hecho de que los elegidos fueran en su día designados magistrados a propuesta del Gobierno. Constituye un insulto, además de una inadmisible embestida al prestigio del Tribunal Constitucional, que los orígenes institucionales de una designación puedan ser enarbolados como prueba indubitable de dependencia respecto de un Gobierno o de un partido. Tampoco la independencia de los magistrados del alto tribunal puede ser puesta en entredicho por su mayor o menor sintonía con los perfiles ideológicos de una mayoría o minoría parlamentarias. Es obvio que quienes lo hacen no tienen ni idea de cuáles son los elementos de tal independencia. Algunos correveidiles ni se enteran ni quieren enterarse.

Más bien la preocupación radica en la incapacidad del Tribunal Constitucional para generar una dinámica más imaginativa que la de respaldar para los cargos máximos de la institución a magistrados de una misma procedencia institucional y profesional (los dos son catedráticos). Que ello se haya hecho, en el caso de Rodríguez-Piñero, por amistad personal -no la de su antiguo alumno, Felipe González, en la Facultad de Derecho sevillana, sino la de los magistrados votantes-, y en el caso de López Guerra, para restablecer la unidad de un tribunal dividido en dos mitades en la votación del día anterior, es criticable por lo que pueda tener de trivialización y de olvido de los planteamientos más serios que deben pesar en una elección tan importante.

Los 12 juristas que tendrán en esta nueva etapa la responsabilidad de interpretar la Constitución, resolver las cuestiones que se le planteen y arbitrar los conflictos entre el Gobierno y las comunidades autónomas no pueden ser juzgados por esta primera decisión. Habrá que esperar a sus resoluciones para evaluar la institución renovada y a cada magistrado por separado. Pero que su primera decisión se vincule más a argumentos personales y de cortesía que a la defensa de un mayor pluralismo, organización y prestigio de la institución es un mal indicio, que el tiempo se encargará de confirmar o desmentir.