21 febrero 1966

El veterano crítico abandona el ABC por considerar que Torcuato Luca de Tena no le defendió ante la ofensiva del periódico de Romero

El director del diario PUEBLO, Emilio Romero, destruye al crítico teatral del diario ABC, Enrique Llovet que atacó una de sus obras

Hechos

  • El 21.02.1966 el diario PUEBLO publicó el artículo ‘La Crítica criticada’ de D. Emilio Romero en el que se citaba a D. Enrique Llovet.
  • El 23.02.1966 D. Enrique Llovet publicó su última nota en el diario ABC.

Lecturas

El director del diario público Pueblo Emilio Romero Gómez publica una página completa en forma de diálogo consigo mismo para ridiculizar a los críticos teatrales Enrique Llovet Sánchez (ABC), Arcadio Baquero Goyanes (El Alcázar) y Francisco García Pavón (Arriba).  Llovet Sánchez responderá desde ABC con una columna y también un grupo de alumnos de la Escuela Oficial de Periodismo desaprobando la actitud de Romero Gómez, causando nuevas réplicas de Romero Gómez desde Pueblo.

D. Enrique Llovet fue uno de los críticos teatrales más poderosos de la España de los años sesenta, cuyos juicios publicados en el diario ABC eran temidos por los dramaturgos del momento.

No obstante, en febrero de 1966 se atrevió a enjuiciar severamente una obra de teatro del periodista D. Emilio Romero (que, al igual que D. Torcuato Luca de Tena Brunet simultaneaba su labor periodística con su labor de dramaturgo).

El Sr. Romero contaba con algo que la mayoría de dramaturgos no tenía: un periódico a su disposición para replicar, el diario PUEBLO, donde el día 21 publicó a página completa una tribuna en formato de diálogo ficticio (de ‘Emilio Romero Director’ a ‘Emilio Romero Autor’) para poner a caer de un burro al Sr. Llovet.

El Sr. Llovet replicaría desde ABC pero pediría al diario que se mojara en su defensa, cosa que el Sr. Luca de Tena declinó hacer. La única muestra de apoyo que hizo el diario de Prensa Española fue la publicación de una carta de estudiantes de periodismo que decía así:

21 Febrero 1966

La crítica criticada

Emilio Romero

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Despacho del director de PUEBLO. Es el típico lugar de trabajo de un ejecutivo de nuestro tiempo, pero con la nota amable de cuadros, adornos y un gallo enorme encima de un receptor de televisión. Las persianas que cubren las ventanas que dan al Madrid galdosiano están echadas, mientras que las paredes de enfrente son dos grandes fotografías del Madrid moderno. Cuando se alza el telón el director de PUEBLO, Emilio Romero, recibe a Emilio Romero, autor teatral, que le ha solicitado una conversación. Los dos tienen como una misma sonrisa hacia fuera, llena de irónica perplejidad – y hasta con un leve apunte de cachondeo – y toda una curiosidad desplegada e incitante, aunque contenida.

ER Autor – ¿Te imaginas a lo que vengo?

ER Dir – Sí, claro…

ER Autor – ¿Y qué vas a hacer?

ER Dir – Pues, hombre, escucharte.

ER Aut – ¡Ah! ¿Solamente escucharme acorazado detrás de la mesa, para que tu prudencia, tu discreción, tu imparcialidad, resplandezcan como un disco metálico y te ensalcen todos los zorros del país?

ER Dir – (Con paciencia y socarronería) Mira, paisano: alguna zorrería hay que hacer con tal de que sea solamente a los zorros; otra cosa sería indecente. ¿Qué tal estaría un corderito lechal dando inocentes saltitos y arrimando morro a experimentados lobos cazadores y vagabundos por muy hermanos que sean de San Francisco?

ER Aut – Sí, eso sí; pero yo vengo a ejercer mi derecho a réplica, mi derecho a la crítica. ¿No es esto lo que has defendido, parlamentariamente, en las Cortes, a propósito de la ley de Prensa?

ER Dir – Sí, es verdad. Me gusta la libertad de prensa, si es responsable.

ER Aut – Pienso también que no habrás defendido exclusivamente la libertad de Prensa para que la ejerzáis exclusivamente los que estáis en los periódicos, mientras que el resto de los ciudadanos habrán de contentarse con hacer la crítica en el café o en su casa, o en la oficina.

ER Dir – Prácticamente tiene que ser así un poco; pero tenemos el deber de interpretar los estados de opinión y dar acogida a los deseos críticos de los ciudadanos si se plantean correctamente…

ER Aut – ¿Te vas a poner delante de mi en dialéctico habilidoso, como si estuvieras en un Ateneo?

ER Dir – No hay ninguna habilidad; eso es como un dogma.

ER Aut – Está bien; pues yo, Emilio Romero, ciudadano con carnet de identidad y autor teatral, quiero hacer la crítica a tres críticos de teatro, que son Enrique Llovet, Arcadio Barquero y Francisco García Pavón.

ER Dir – ¿Lo has pensado bien?

ER Aut – Sí, sí. Pienso como Lucía de Villorín, que escribe en Point de Vue cuando dice que la excesiva modestia de los grandes hombres es lo que provoca el orgullo de los necios.

ER Dir – ¡Ah! ¿Pero tú eres un gran hombre?

ER Aut – Pienso que no; pero me refería solamente a la modestia, querido cocodrilo.

ER Dir – Si es una crítica constructiva, vale.

ER Aut – ¿Ah, sí? ¿También racanerías? ¿A ti eso de la ‘crítica constructiva’ vale no te suena haberlo oído alguna vez?

ER Dir – (Despistado y cambiando de tema) Los tres son compañeros míos.

ER Aut – (Con malignidad) Oye, pues puedes ir a cualquier parte con ellos. A lo mejor, como estamos por tiempo de carnavales, tus queridos compañeros se han disfrazado de enemigos.

ER Dir – No estoy de acuerdo contigo; quien objeta no es siempre un enemigo, y muchas veces es un maestro.

ER Aut – Te encuentro muy comprensivo

ER Dir – ¡Ah! Estoy en una época admirable. Empiezo a descubrir mis errores y a comprender la razón de los otros.

ER Aut –  Pues yo no me fiaría. Ya sabes aquello de que el hombre es el único animal que es amigo de las víctimas que se propone comer.

ER Dir – Los enemigos los elijo yo; los enemigos hay que designarlos, y en esto hay que ser exigentes y sobríos; por el contrario, los amigos deben aceptarse con una manga muy ancha. Puedes estar seguro que no te permitiré ninguna incorrección con mis tres compañeros.

ER Aut – Voy a hacer solamente crítica.

ER DIr – Pues vamos allá. Y no olvides antes de hacer la crítica de la crítica, que los tres han hablado mal de todas tus comedias.

ER Aut – Si eso lo dicen para quebrantarme la moral pierdes el tiempo. Los tres llevan pensadas sus críticas antes de ver mis comedias. Son así de apresurados.

ER Dir – No, no; te lo digo porque la gente va a decir que respiras por la herida…

ER Aut – Hombre, muchos del os que hayan visto mis comedias también pueden decir que esos ‘compañeros’ me tienen manía. En cualquier caso, no me importa, porque sé que en estos momentos voy a dar una fenomenal alegría a muchos actores, a muchos intérpretes, a muchos empresarios, a muchos trabajadores del teatro por dentro, a mucha gente que vive del teatro por dentro, a mucha gente que vive del teatro, que están callados como muertos, porque si levantan la voz están perdidos. Les golpean, se echan la mano al estómago  y hasta otra. Aquí a un ministro se le puede criticar en su gestión,  y no digo a los pobres alcaldes, a todo bicho viviente. Pero un crítico teatral se pasea por la ciudad como un dómine. Yo voy a hablar. Alguien tiene que hacerlo.

ER Dir – (Con aire de amonestación) ¡Cuidado con las palabras!

ER AUt – Estoy configurando una actitud.

ER Dir – Sigue…

ER Aut – Una obra cuesta un mes en ponerse de pie; los intérpretes trabajan todo este tiempo de ensayos con ilusión, con ejemplaridad y sin cobrar; el empresario hace su inversión económica en decorados, en publicidad, en todo  lo que es la puesta a punto de una obra en un escenario; y luego llegan determinados críticos – porque los hay que no son así – con aire de severos sabios de Grecia, con pureza exterior, grotesca, con camelos de garabatillo, con una tartarinesca insobornabilidad intelectual, y a lo mejor cierran la taquilla, y todos se hunden.

ER Dir – ¡Ah, no, no! Si consiguen cerrar la taquilla es porque la gente cree en ellos. Tienen crédito y prestigio.

ER Aut – (Levantando la mano como un guardia urbano). Un momento, director. Está bien que hagas de abogado del diablo, pero entre las virtudes que tienes no figura la de la inocencia. Tú sabes quién es quién.

ER Dir – No lo creas. Tengo inocencia, pero anda un poco avisada…. Y en el prójimo ejerzo mi caridad.

ER Aut – ¡Ah, sí, sí! Pues veras lo que pasa. A nadie le molesta la crítica, y mucho menos la pedantona. Pero hay una aviesa actitud de algunos críticos. Si a lo largo del texto entreveran las palabras ‘divertida’, ‘entretenida’, ‘es una fiesta’, ‘lleve usted a su marido a ver esta comedia’, etcétera, la gente va como loca al teatro, porque el gran público lo que desea sinceramente es ir a pasar un buen rato y no a torturarse o a aburrirse. Pero si las palabras son ‘tediosa’, ‘aburrida’, ‘soporifera’, ‘antiteatral’, ‘reiterativa’, etcétera, la gente se mosquea y se retrae. A Antonio Gala y a Martín Recuerda – por mencionar a dos autores teatrales muy importantes – les han echado abajo sus últimas obras, mientras alguno de esos eruditísimos críticos enloquecían de gozo con vulgares eutrapelias escénicas del corte de ‘La Tragedia de Laviña o el que no come la diña’.

ER Dir – ¿Pero si es verdad lo que dicen?

ER Aut – ¡Ese es el caso! Que muchas veces no son justos ni veraces: sin embargo ellos se han creído con peana debajo y es algo así como el trono de ‘reina por un día’ y avalan, ordenancisticamente, a los demás, dicen cuando hay que reírse y cuando hay que bostezar. Corrientemente, todo el mundo se divierte menos ellos. ¡Ah! Pero llegan los verdaderos, los auténticos, los maravillosos soporíferos extranjeros y no pocas guarradas norteamericanas, y entonces ¡a lucirse! ¡a epatar! Ante los demás con una cultura teatral de ‘Reader Digest’. En ese momento nos apostrofan desde sus rincones: “No sean ustedes lerdos y vayan corriendo a sacar una entrada y civilícense. Ahí tienen ustedes lesbianas ejemplares, sádicos ilustres; así es como se pega a una señora, o admiren ustedes uno tan profundo y hay melones dorados en la planteli de todas los estigmas; ante el por el horizonte y se arrodilla el ser humano y gime. El crítico ya no puede más y apunta en una cuartilla:  “Situación teatral tensa . Éste es el verdadero teatro”. Cuando aparece al día siguiente en Gijón se le acerca Pérez , ese que se pone en las tarjetas ‘escritor’ y que no jerce y le dice: “Enhorabuena y duro con Emilio Romero cuando estrene otra vez”.

ER Dir – (Correctamente exicato) ¡Alto! Enrique Llovet tiene una gran culturo, no de condensación, sino elaborada, y la utiliza. Es diplomático, escritor, guionista de cine.

ER Aut – Tiene esa cultura, sí, señor, y es todo lo que dices. Y más. Pero no hace crítica teatral. Es un articulista de teatro. Entonces es polémico, es pedantón, y va en coche de cuatro ruedas porque no le hace falta imaginación ni ánimo especulativo, sino solamente memoria. (Y ahora ni eso, porque no hace crítica inmediatamente después del estreno) Y tiene cierta majeza de espadachín. Se come el mundo entre el rendibú de los empresarios, las zalemas empavorecidas de las actrices y la sonrisilla entusiasta de los autores jóvenes, hasta que uno de estos autores jóvenes estrena en el teatro de cámara, y va Llovet un día y se lo come. Entonces la promesa de autor joven llora como Boabdil el Chico. Toda esta pendencia literaria que no es crítica de teatro, la realiza con brillantez, como podía ser, iguamente, pendenciero en el cine, en la política, en los deportes o en lo que le diera la gana (Pausa). Volviendo al teatro: es como un reventador profesional desde las localidades y desde la impunidad de un periódico. ¿Acaso la crítica tiene que ser mortificante? Ya recordarás aquel día que le preguntó a Carmen de Lirio si era señora o señorita. O aquella otra crítica en que le dijo a Mihura que quitara media hora de cualquier parte de la comedia. Este es un periodismo ramplón, facilón y anticuado, una especie de guión para film del Oeste donde Llovet adopta un aire de Mickey Rooney con dos pistolas. Desde luego, es mucho más fácil hacer una crítica de esta manera, tras una murmuración en Richmond, elaborando ingenio agresivo de aguafiestas divertido, que hacer una comedia, recluyéndose en casa, dimitiendo de la diversión o del ocio, dando vida a unos personajes y mecanografiando ochenta folios. Para hacer un libro, una comedia, una poema, hay que tener mucha honradez personal, mucho amor a los factores morales de la persona y, en muchas ocasiones, talento literario. Para hacer un artículito, la movilización de materiales nobles es mucho mayor; y si después se amasan con otros innobles, a veces, como decía Camus el hedor de los buitres se nota más que el aroma de la menta.

ER Dir – Anda, defíneme lo que debe ser un crítico en pocas palabras.

ER Aut – Estar en la vida como una monja contemplativa, sin prejuicios, sin intereses, sin que le caiga gordo nadie, sin resentimientos, sin ambiciones de autor, en el propio campo donde ejerce la crítica. Haber visto más teatro que pulgas tiene un esquilador. Decir los defectos sin exagerarlos. Destacar los aciertos que haya, sin comerse ninguno. Cuando se señalen los derectos, o los errores, saber decir por qué y decirlo con alguna bondad. Descubrir la intención del autor si apareciera oscura. Ponderar tesis y expresión de lo que se quiere decir, para ver si hay desproporción. Hacer la criticar de los interpretes con eleccionamiento útil, porque son gentes ilusionadas y es, por otro lado, la herramienta de su trabajo.

ER Dir – Tú quieres ángeles.

ER Aut – No lo creas; me contento con que no sean demonios. Verás. No hace mucho tiempo, Arcadio Baquero, que organiza su crítica en varios epígrafes, señaló como lo que únicamente le había gustado en la interpretación de una comedia la actuación de un perro. Yo piqué. Me fui a ver la comedia, pensando que era un perro actor. ¿Y sabes lo que hacía el perro? Simplemente pasar de un lado a otro del escenario, llevado por su dueño. Los jóvenes y buenos intérpretes de aquella comedia lloraban de rabia. En esta última comedia mía, lo que únicamente le ha gustado ha sido el decorado. No ha encontrado una frase, una situación, una escena, de su gusto. Pero ¿quién es este exigente caballero y dónde están sus títulos y su obra? Lo que ocurre es que, como yo ya no soy joven y de ilusiones ando un poco rezagado, no solamente no he llorado de rabia, sino que me he reído mucho con la ocurrencia de este malaúva y antiguo caricaturista de Gijón; que además es censor de teatro, es censor de los que escribimos.

ER Dir – A mí me gusta Arcadio Baquero, dice lo que cree que es justo.

ER Aut – ¿Le ofrecerías alguna vez la crítica de PUEBLO?

ER Dir – No, eso no…

ER Aut – Ya, ya… Lo prefieres en la Prensa de la competencia.

ER Dir – Si te pones impertinente, tú sabes que yo lo puedo ser contigo como nadie.

ER Aut – ¡Hombre! Nos conocemos un poco. Pero mira: en esta última comedia mía, que es un continuo y chisporroteante diálogo donde la gente cavila poco, se ríe lo suyo y todo lo tiene delante, sin misterio y sin claves, el señor García Pavón, como si viniera de ver ‘Calígula’, aseguro muy serio que el monodiscurso sin fricción sólo conduce a la siesta del trópico”. Hombre, a este compañero hay que decirle que saltar de Tomelloso a la crítica de una periódico de Madrid es como una gran siesta con el sueño feliz asegurado. ¡Ahí te equivocaste, director! Tú no le quisiste publicar unos cuentos cuando vagabundeaba literalmente por el café Gijón, y ahí lo tienes pontificando sobre el teatro universal y extendiendo avales a los que escribís.

ER Dir – (Enfadadísimo) – Te aseguro que te echo del despacho si sigues por ese camino…

ER Aut – Oye, oye. ¿La libertad para quién? ¿Sólo para quien nos critica? ¿Pero es que no puedo defenderse el criticado? ¿Vais a defender patentes de corso para que se nos perdone la vida desde los periódicos a todos los que hacemos algo, libros, casas, decretos, ciudades, la España que es?

ER Dir – Eso es la crítica. Parece que no te gusta la crítica cuando se dirige a ti. Eres igual que todos.

ER Aut – La crítica, si Pedro Lau es un crítico admirable. Ha hecho verdaderas críticas de mis comedias; pero sin ira; sin deformaciones, sin crítica al autor, sino a la comedia. Con argumentos de convicción y con humildad. No estoy haciendo la crítica a la crítica, sino la crítica a tres críticos, exclusivamente con nombre y apellido: Llovet, Baquero y García Pavón. Las críticas de Nicolás González Ruiz, de Antonio Valencia, de Téllez Moreno, de Pérez Fernández, de Alfredo Marquerie, de tantos, son completamente contrarias a las de estos señores. ¿Puede haber una diferencia tan atroz de criterios? ¿Es que son unos listos y otros tontos? ¿Es que unos son honrados y otros no?

ER Dir – ¡No te exaltes! Te estoy dando oportunidades, pero dentro que las reglas del juego.

ER Aut – Conmigo no se han empleado esas reglas. Las representaciones que lleva la comedia han sido a teatro lleno: la gente se ríe y aplaude con calor. Y la gente no es imbécil.

ER Dir – No te adules, que eso es muy feo.

ER Aut – Digo lo que pasa, no lo que pienso. Llovet me dice: “Yo aconsejaría al autor que hoy, domingo, por la tarde contemplase fríamente al público”. Ya lo he hecho. Me he ido al teatro, y en un palco, y amparado discretamente por una cortina, he visto la representación. La reacción ha sido más caliente que el día del estreno.

ER Dir – ¡Enhorabuena! ¿Y qué más?

ER Aut – Que de la mano de Voltaire, que debe sonarle un poco a Enrique Llovet, hay dos modos de equivocarse al juzgar mal una cosa: equivocarse como un hombre de talento o equivocarse como un tonto.

ER Dir – Estoy seguro que, de equivocarse, lo haría siempre con talento. ¿Algo más?

ER Aut – ¡Sí! Un melancólico estudio sobre el amor, dice Llovet, que es una comedia insólita en estos tiempos. ¡Ay, director! En la misa de ayer se nos leía la carta de San Pablo a los coríntios, donde ya se decía que por encima de la fe y la esperanza, está el amor. Y yo me acordaba de Llovet pillín, del Llovet antimelancólico, del Llovet 66, seguramente con una idea modernísima, eruditísima, cultísima, diplomatiquísima, del amor, y le compadecía seriamente. El amor de todos los tiempos es manso y dolorido, jubiloso y triunfal, inocentísimo y puro. El otro, el de pedir la llave del apartamento a un amigo, el de ‘cambiar de jaras’ el de perdonear porque sí, ese no es el amor. Un ‘amor prohibido’ puede ser un amor verdadero. Y lo lógico es que no acabe bien, porque la prohibición social es como un anatema y el amor es una realidad de cada uno sin tratamiento de reposo, sino con cura de emlancolía. Si en política no siempre se sabe lo que se siembra, y nunca se sabe lo que se va a recoger, el amor siempre se sabe como se goza y nunca se advierte cómo se sufre. “El amor es como la avellana – decía D´Annzio – se puede saborear sólo al romperse”. La Humanidad es en sí todo esto, y hasta en Vietnam, donde se sabe a ciencia cierta dónde se cita el odio, a poco que se hurgue, brota el amor en la refriega de la vida y de la muerte. Cualquier ingenio de tertulia sobre esto, aunque se cite a Taso (a la manera de Llovet) será rotunda superifcialidad. Cualquier definición de teatro gaseoso a este asunto (a la manera de García Pavón) será podrida superficialidad. Cualquiera erradicación del amor (a la manera de Baquero) será una tontería a la andorrana.

(En este momento entra el subdirector del periódico y le dice al director: “Un catedrático quiere casarse con la señorita Ursula Rank. Envía su ‘curriculum vitae’ y solicita una entrevista rápida”. El director mirando a los dos fijamente y con el mismo gesto que puso Romanones cuando llamó ‘troma’ a os académicos dice ‘¡Qué país, Miquelarena!’. Y cae el telón rápidamente).

23 Febrero 1966

Enrique Llovet enjuicia el entremés en un cuadro

Enrique Llovet

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Mi querido amigo:

Con sincero estupor – aunque inferior sin duda, al de los lectores habituales de PUEBLO – he leído las casi tres mil palabras que ocupan, en cuatro macizas columnas, la página segunda integra de ese diario de la tarde, en las que el director de PUEBLO, D. Emilio Romero, hace publicidad de la comedia recientemente entrenada por D. Emilio Romero.

Mi ya larga experiencia de lector de Prensa me permite afirmar que no existen precedentes de que un director de periódico, ni español ni extranjero, dedique tal espacio a defender la obra fallida de un autor teatral, máxime cuando el director del periódico y el autor teatral son la misma persona.

El director de PUEBLO (Emilio Romero) permite al autor teatral (Emilio Romero) arremeter contra tres críticos de Madrid (D. Arcadio Baquero, de EL ALCÁZAR; D. Francisco García Pavón de ARRIBA y el abajo firmante), y elogia, en cambio, a otros como modelos en el ejercicio de esa actividad. Son, en efecto, estos queridos compañeros, críticos modelos… ; pero rara coincidencia; las catilinarias se dirigen en este caso contra quienes juzgaron con ciertas reservas su última obra o cometieron el pecado de ser defectuosos en el elogio y ensalza a quienes la enjuiciaron con más fervor.

Hombre modesto, no exento de la capacidad de errar, he releído mi juicio de la obra del Sr. Romero y mi integridad profesional me impide, como hubiera sido más cómodo valorar (como valora don Emilio Romero) que ‘¡Esta última comedia’ suya es ‘un continuo y chisporroteante diálogo’; que la gente ‘que no es imbécil’, la ‘ríe’ y ‘aplaude con calor’; que ‘la reacción’ (del público) ha sido más ‘caliente que el día del estreno’ y otras lindezas y dislates del mismo cariz…

Yo, que admiro a Romero en casi todas sus actividades – salvo como autor de esta obra y como técnico en publicidad – considero que su impulsiva reacción constituye un doble error – como dramaturgo y como periodista – y me ratifico, no sin pena, en el juicio que su comedia mereció a este humilde servidor que estrecha su mano y agradece la publicación de estas líneas.

Enrique Llovet

23 Febrero 1966

El Estupor

Emilio Romero

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El Entremés en un cuadro publicado ayer en nuestro periódico constituyó una noticia original, y casi espectacular, en unos momentos en que la noticia internacional acusa cierto marasmo y hay que echar mano del hambre de la India, y cuando los bulos o los rumores nacionales han remitido considerablemente. Si hubieran existido otros errores – que apenas merecen la pena analizar – el juicio sobre un supuesto error periodístico de nuestro entremés sería el mero disgusto particular de Enrique Llovet, que aparecía criticado benévolamente en esa pieza. Todas nuestras noticias señalan que el gran éxito teatral de La Muralla de Joaquín Calvo Sotelo, y de Ninette y un señor de Murcia de Mihura, no se recordará otro fasto teatral semejante en intensidad de eco y de comentarios a pesar de la modestia de la pieza.

La crítica a este entremés por parte del señor Llovet ha aparecido dos días después del estreno – como es su norma – y exactamente en su habitual conducta de crítico escribe un artículo donde únicamente se propone su lucimiento personal a costa del autor y de los intérpretes. El argumento de esta crítica es el estupor. Enrique Llovet ha quedado estupefacto de que un autor teatral se atreva a discutir las admirables, las eruditas, las cultísimas, las desdeñosas, las pontificales, las sapientísimas, críticas del Sr. Llovet y de otros. Esto no se había dado, y resulta ciertamente intolerable.

Parece ser que los procuradores en Cortes cometimos un tremendo olvido al redactar el artículo segundo del anteproyecto de ley de Prensa, puesto que debimos hacer figurar entre las limitaciones de la libertad, las críticas a la crítica teatral. Este es el peligro de todos los olimpos de la impunidad. El señor Llovet y otros andaban por ahí con su infabilibilidad puesta y haciendo la pascua al teatro en su conjunto, metiendo a todos en un puño y desorientando al público. Entonces un autor teatral, exactamente como lo hizo Enrique Jardiel Poncela en su tiempo, ha cometido la insolencia imperdonable de rebelarse contra los caciques y ha querido como fuenteovejunizar un poco el dolorido y maltrecho mundo del teatro. El estupor se convierte en un bramido cuando resulta que el autor teatral dirige un periódico y autor teatral no utilizara las columnas de su diario para defenderse o para clamar contra la injusticia; así la impunidad de los infalibles era redonda. Parece que el deseo, por parte de algunos, es contar con autores maniatados, con intérpretes silenciosos, con empresarios de teatro económicamente sufridos. Ellos distribuirían las mercedes del elogio y repartirían los palos de ordenanza como les diera la gana; mentirían a sabiendas y echarían silencios tremendos sobre actores, sobre actrices, sobre decoradores, sobre directores escénicos, sobre todo lo habido y por haber. La imagen feudal del paternalismo arbitrario del antiguo señor, con impuestos, servidumbre y derecho de pernada, era perfecta. El entremés de ayer ha sido como la rebelión de los oprimidos contra los arbitrarios. Y el ejercicio de un derecho que figura en nuestras leyes. Este ya no es un momento de habilidades. El señor Llovet se sorprende de que le haya comunicado el autor las reacciones favorables del público a su comedia. ¿Pero es que olvida que ése fue el desafío inaceptable que le hizo en su crítica? ¿Hasta qué grado de estolidez en la soberbia puede llegar un crítico que confía en que el público haya de reír o de bostezar cuando se lo ordene desde un periódico?

Ayer fue como un gran día festivo para las admirables gentes de nuestro teatro. Hemos oído su gratitud y sus aplausos. Si la teología juega con la verdad como el gato con el ratón, según decía Paul Valery (con perdón), cuando la crítica juega con la mentira, un buen día hay que coger al gato por el rabo y mostrarle al público. Nuestros lectores saben de sobra lo que ocurre en estos casos: los gatos no son apacibles.

La réplica ha sido tan endeble en las razones, tan mínima y taimada en el arañazo, tan poco dispuesta a entrar en el asunto, que el caso recuerda un poco al personaje del famoso soneto: “Caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada’. Ha sido una réplica de Tercera División. Las cosas que se dijeron en el entremés, ahí quedan; y las que no dije, las archivo, por si hicieran falta en otro momento como asunto para otra escenificación.

Emilio Romero

24 Febrero 1966

La crítica y el malhumor

ABC (Director: Torcuato Luca de Tena)

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Refiriéndose a su malhumorada explosión publicada en PUEBLO contra los juicios críticos de EL ALCÁZAR, ARRIBA y ABC, el Sr. Romero, autor de ‘Lola, su novio… y yo’ escribe ayer en PUEBLO que tal expresión de su enfado particular ‘ha sido como la rebelión de los oprimidos contra los arbitrarios’. No queremos en modo alguno seguir polemizando acerca de su obra (Pues el caso no vale realmente la pena) con el ‘oprimido’ señor Romero. Con motivo de este poco aleccionador episodio, cincuenta alumnos de la Escuela Oficial de Periodismo nos han escrito la carta que reproducimos a continuación:

Señor director: Los abajo firmantes, alumnos de los tres cursos de la Escuela Oficial de Periodismo, desean expresarle mediante la presente, su profunda repulsa por la reacción desentonada del señor Emilio Romero en su doble cualidad de director del diario PUEBLO y autor de ‘Lola, su novio… y yo”.

Como futuros periodistas lamentamos que el Sr. Romero se haya permitid molestar al señor Llovet, juntamente con los señores Baquero y García Pavón. Entendemos que ‘La Crítica criticada’ del señor Romero (PUEBLO, 21 de febrero de 1966, segunda página) contradice elementales normas de ética profesional al abundar en alusiones de tipo personal y utilizar recursos para intentar desprestigiar la labor que habitualmente realizan los señores Llovet, Baquero y García Pavón en sus respectivos diarios.

Agradeceríamos que hiciese llegar al Sr. Llovet el testimonio de nuestra solidaridad.

Encabezan el medio centenar de firmas Manuel de Unciti y José Antonio Rodríguez Couceiro.

24 Febrero 1966

Un pliego de firmas

PUEBLO (Director: Emilio Romero)

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Muy poco espacio merece la respuesta al recuadro de esta mañana de ABC con el título de ‘La crítica y el malhumor’. Pensamos que estos ejercicios entre profesionales del periodismo y alumnos de la Escuela Oficial, siendo muy interesantes, deben restringirse a los ámbitos docentes de la Escuela. No obstante, comprendemos ese apunte de colaboración en los periódicos de un grupo de alumnos de la Escuela, aunque sea de esta forma modesta y sin pretensiones de un pliego de firmas. Solamente queremos señalar, porque puede ser interesante de cara al público consumidor de periódicos que el primer firmante, Manuel de Unciti, es, según nuestras referencias, un joven curita con cierta destreza maquinadora y, como se ve, eficaz reclutador de firmas. Al parecer, este joven no se inspira mucho en el célebre ejemplo de sacerdocio que puso el inolvidable Juan XXIII en el famoso cura de Ars, sino que sigue más bien la tradición española de tan conocidos precedentes históricos. Pero la clave de esa nota de ABC no está en lo que podríamos llamar ‘el caso Unciti y cincuenta más’, sino en los recovecos de una profesión que, como todos los cuerpos sociales, tiene su grandeza y sus miserias. La miseria ha andado lista y ha producido ese pliego. Sin embargo, cuando nuestro director se batía en las Cortes españolas heróicamente en favor de una profesión y sus alegatos alcanzaron la máxima eficacia en la Comisión consiguiendo que ni siquiera a nivel de directores pudieran ser profesionales los que no tuvieran el carnet expedido por la Escuela Oficial de Periodismo, el curita Unciti y sus compañeros se abstuvieron muy bien de enviar ningún pliego de firmas a nadie, ni una mera y protocolaria gratitud al interesado. Naturalmente, la clave estaba, como es´ta siempre, en que los pliegos se redactan y se insinúan en otra parte. Esta es una vieja historia que los alumnos de la Escuela aprenderán cuando ejerzan la ciudadanía y la profesión. Quiere esto decir que estamos al cabo de la calle y que uno de los consejos que damos a nuestros compañeros alevines de la Escuela – con los títulos de la experiencia – es que, como ciudadanos, no se debe nunca firmar en barbecho, y como periodistas, hay que saber leer al trasluz. La vía del aprobado puede obtenerse por muchos caminos – el pliego de firmas entre ellos – pero la permanencia y el brillo en una profesión necesitan otros comportamientos.

Tragicomedia de España

Emilio Romero

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Había un crítico en Madrid, Enrique Llovet, que era famoso, importante y temido. Era el terror de las compañías, de los actores y de los empresarios y publicaba sus críticas en ABC. Sus lanzazos a los autores y a los intérpretes eran tremendos. Recuerdo esta pequeña antología de su agresividad: “Don Alfonso Paso – decía – merece ser respetado como persona humana ¡no faltaría más! Y yo le respeto. Su obra ‘De profesión, sospechoso, merece se criticada como toda obra humana. ¡No faltaba más! Y yo la critico: es mala, rematadamente mala, porque los personajes son zafios, las situaciones son arbitrarias, las escenas son atropelladas, la invención es torpe, y el diálogo es pedestre, salvo en media docena de párrafos moralizantes que más bien producen sonrojo. Si el señor Paso escribe un día la Ilíada yo tendré una enorme alegría. Si vuelve a escribir una cosa como la que acaba de estrenar volveré a sentirme tan humillado como hoy’.

Alfonso Paso, era el autor de la época, respecto a expectación de público y a solicitud de empresarios. Fue la gran conmoción del teatro durante un cuarto de siglo, aunque su obra fuera variada en el acierto y en el desacierto, como todo el mundo. A José María Pemán, que era un escritor sagrado, Llovet le decía lo siguiente: “Sin la menor duda: hay un José María Pemán alegre, finísimo, curioso burbujeante, liberalón y generoso. Hay otro José María Pemán con una barba especial. Este segundo Pemán es el autor de ‘Los monos gritan al amanecer’ comedia que pasa, desde esta noche porque es de justicia, al Óscar del aburrimiento”.

José María Pemán le largó una filípica gaditana en el propio periódico ABC, del que era ‘el príncipe de los ingenios’ y Llovet le contestó que la misma facilidad que tenía el crítico para escribir, comprendía que l tuviera el autor para defenderse. La tradición monárquica de ABC les hizo ser florentinos.

Mi resurrección en el teatro era alentadora, pero al poco tiempo, y con ocasión de mi comedia ‘Lola, su novio y yo’, Enrique Llovet regresó a su terrorista crítico, y empezaba diciendo que el título le parecía horrendo, que Emilio Romero era un romántico que había cambiado la sangre por la tinta; que no era un dramaturgo, sino un escritor aficionado al teatro; que el actor Ángel Picazo no era un enamorado, sino un procurador en Cortes, y que Sonia Bruno hacía demasiados pucheros y caricias. Enrique Llovet estaba en su salsa, y entonces hice yo, exactamente lo que José María Pemán, aunque no a la gaditana, sino desde el encabronamiento burlón. ¿A cuenta de qué un crítico puede ejercer el terrorismo periodístico en la más completa inmunidad? ¿De qué dios recibe la sabiduría para la celebración y la fulminación? Si Enrique tenía un periódico para aniquilar a las gentes del teatro, yo tenía otro, que además dirigía, y era una especie de obús, en el caso de que yo quisiera lanzarlo sobre el crítico. Y, naturalmente, lo lancé.

Enrique Llovet, naturalmente, montó en cólera, era un hecho normal, y que se correspondía con su arrogancia y envanecimiento de entonces. Intentó comprometer a su propia empresa, al ABC, en una réplica a mi persona y solamente accedió a que publicara un recuadro con este antetítulo: “Nuestro crítico titular de teatro ha enviado al director de ABC la siguiente carta”. La carta era una breve réplica sin réplica, a mi cañonazo, pero a renglón seguido se marchó del periódico y se reintegró a la vida diplomática.

Había hecho yo entonces un gran servicio al teatro, sin proponérmelo, con la desaparición de uno de sus verdugos.