2 julio 1993

El juicio a la secta ‘Los Niños de Dios’ acaba con la absolución de todos los acusados a instancias del juez José Antonio Oscáriz

Hechos

El 1 de julio de 1993 la Audiencia de Barcelona sentenció el caso de la secta ‘Los Niños de Dios’.

Lecturas

D. Agustín Batista y los otros acusados miembros de ‘Los Niños de Dios’, organización considerada como secta.

02 Julio 1993

El enigma de las sectas

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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LAS TÁCTICAS de camuflaje son consustanciales a las sectas. Pero mientras tengan por objeto guardar celosamente para sus adeptos las doctrinas o ritos religiosos que le son propios nada hay que objetar. Otra cosa sucede si sirven para encubrir actividades que muchas veces están inmersas en la más pura realidad delictiva. En ese caso, tales tácticas se convierten en un obstáculo prácticamente insalvable al legítimo derecho de la sociedad, y de los poderes públicos, a conocer lo que sucede en su interior. La absolución, por parte de la Audiencia de Barcelona, de 10 presuntos miembros de la secta Niños de Dios pone en evidencia esa dificultad, que se acrecienta cuando se trata de perseguir penalmente las prácticas y actividades de estos grupos seudorreligiosos.La Audiencia de Barcelona ha considerado que su decisión era la única penalmente correcta. Pero para este viaje no se necesitaban las alforjas del ministerio fiscal llenas de acusaciones tan graves como las de asociación ilegal, estafa y lesiones psíquicas, y de peticiones de penas que sumaban 200 años de cárcel. Tamaña disparidad entre la acusación pública y el tribunal juzgador es procesalmente admisible. Pero socialmente no deja de ser chocante. Revela no sólo criterios y perspectivas distintas de actuación, normales y exigibles en un Estado de derecho, sino posibles fallos o ligerezas tanto en la investigación policial como en la formulación acusadora del fiscal.

En todo caso, el ministerio fiscal no ha logrado forzar las apariencias a las que el tribunal se atiene para absolver a los acusados -seis españoles, tres norteamericanos y un británico- de los cargos que se les imputaban: la naturaleza exclusivamente religiosa de la comunidad a la que pertenecían (nada, por tanto, de delito de asociación ilegal, que podría suponer un atentado a la seguridad interior del Estado); el carácter de limosnas de sus medios económicos, sin que mediara, por tanto, engaño ni ánimo de lucro en su obtención (nada de delito de estafa), y, finalmente, una educación de sus hijos acorde con un método sin duda peculiar y muy extendido en EE UU -el home school (escuela en casa)-, pero en modo alguno atentatorio a su integridad psíquica y física (nada de delito de lesiones o de corrupcion de menores).

Durante la vista del juicio, el ministerio fiscal pretendió extender la acusación a la propia secta a la que, a su entender, pertenecían las personas sentadas en el banquillo. Con toda razón, el presidente del tribunal le reconvino que allí no se juzgaba a secta alguna, sino a delitos concretos. Mejor hubiera sido, entonces, que el ministerio fiscal hubiera puesto todo su empeño en documentar mejor los hechos delictivos en que basaba su acusación.

En todo caso, si la pretensión del fiscal era improcedente, no por ello dejaba de plantear un problema social al que la justicia no puede dar la espalda: el peligro que representan las actividades de determinadas sectas en España al amparo del ejercicio de los derechos constitucionales de libertad religiosa e ideológica y de libre asociación. La justicia, como el resto de los poderes públicos, debe hacer todo lo que esté de su parte para poner al descubierto la apariencia legal en que se asientan dichas asociaciones, así como sus pretendidos fines religiosos, culturales, terapéuticos y humanitarios.

El hecho de que en estos momentos los adeptos a las sectas sobrepasen en España el medio millón de seguidores o simpatizantes, jóvenes en su mayoría, y que las denominadas destructivas, de acuerdo con una terminología consagrada, no cejen en la práctica de un proselitismo atosigante y capcioso hacen que el problema no pueda considerarse una cuestión menor. No se trata, en modo alguno, de propiciar medidas ilegalizadoras, posiblemente inconstitucionales e impropias de un sistema democrático. Se trata, ni más ni menos, de exigirles el cumplimiento de las leyes con el mismo rigor que al resto de los ciudadanos. Sólo así se acabaría con la impunidad de algunas de ellas, se pondría coto a su absorbente capacidad manipuladora sobre los individuos y se aliviaría la tragedia que aflige a numerosas familias españolas.