29 noviembre 1994

El Nobel califica al Premio Cervantes de 'mierda'

El Ministerio de Cultura concede el Premio Cervantes de las Letras a Mario Vargas Llosa en lo que supone una nueva derrota para Camilo José Cela Trulock

Hechos

El 28 de noviembre de 1994 D. Mario Vargas Llosa ganó el Premio Cervantes de las Letras.

Lecturas

«EL PREMIO CERVANTES ESTÁ LLENO DE MIERDA»

El Nobel D. Camilo José Cela Trulock, reaccionó con dureza al ver que una vez más se le negaba el Premio Cervantes de las Letras en España.

28 Noviembre 1994

Premios de hoy y no de mañana

Miguel García Posada

Leer

Los premios literarios institucionales han comenzado otro año su rueda habitual. No es cosa de rasgarse las vestiduras porque sus fallos -hablo de sus resoluciones, claro- puedan diferir de nuestras expectativas. Un premio no es más que un premio y, en definitiva, sólo expresa la voluntad de un jurado determinado. Hay, sin embargo, algo que llama la atención en la trayectoria de los premios nacionales de narrativa: la sistemática exclusión de la que han sido objeto algunos grandes nombres de nuestra novela.Este año, Juan Marsé, creador de un mundo propio, denso y grávido, de significación histórica y existencial, se ha vuelto a quedar sin premio. (Felicidades a Gustavo Martín Garzo, que es un excelente escritor). Lo que sorprende no es tanto esto como la contumacia del fenómeno. Algunos dicen que El embrujo de Shangai no es su mejor novela, y a lo mejor es verdad, aunque a mí me parece magnífica, pero el hecho es que tampoco lo fueron, a los efectos que aquí hablamos, ni últimas tardes con Teresa, ni La oscura historia de la prima Montse, ni Si te dicen que caí (en su versión revisada cuando se pudo publicar en España, porque antes no era obviamente premiable), ni Un día volveré, ni Ronda del Guinardó, ni lo ha sido nada de cuanto Marsé ha escrito y publicado en 34 años de dedicación a los géneros narrativos.

Sin premio se quedaron también en su momento otros autores ya desaparecidos, como Ignacio Aldecoa, Juan Benet y Miguel Espinosa, de cuyo relieve no parece haber duda. Aldecoa fue el mejor escritor de relatos breves de la literatura española contemporánea y un magnífico novelista, dueño y señor, rey habría que decir, de un espléndido estilo; Benet ha sido el gran renovador del último cuarto de siglo de nuestra novela; en fin, a Espinosa se debe una obra ineludible, Escuela de mandarines. Y sin premio nacional siguen Javier Marías, Eduardo Mendoza y Francisco Umbral, pese a haber escrito, los tres, novelas indispensables de estilo y especificidad narrativa. Insisto: no hay que rasgarse las vestiduras y tampoco cabe desconocer que años ha habido en que se ha premiado a autores distinguidos, pero tampoco que las meteduras de pata han sido clamorosas (pueden consultarse en el segundo tomo del Diccionario de literatura española e hispanoamericana, de Ricardo Gullón, en la entrada Premios literarios), tanto en las etapas predemocráticas como en la democrática, que al parecer las arbitrariedades no distinguen de regímenes políticos, aunque es de suponer que un régimen de libertad debe de ser -es una hipótesis, no una obligación- más sensible a la creación literaria genuina que la dictadura.

Naturalmente, no se me ocurre aquí invocar fantasmagóricas conjuras de tenebrosos antros donde unos cuantos se lo guisan y se lo comen bajo la aviesa tutela de un demoniaco Ministerio de Cultura, porque ésa es una tontería digna sólo de escritores frustrados e inseguros, aunque otros también entran al trapo, que a falta de auténtica calidad literaria se agarran como lapas a premios y medallas para compensar la vaciedad o insignificancia que nutren sus escritos. Y si nuestro glorioso premio Nobel vivo, que es un buen escritor -preciso- y que, por cierto, tiene el Nacional de Narrativa, qué le vamos a hacer, lo tiene, la ha tomado con el Premio Cervantes y, de paso, con algunos jóvenes, buenos y educados novelistas, ése es un problema que guarda relación, sobre todo, con el libro Guinness de los récords, y sacarlo de ese ámbito es un modo, como otro cualquiera, de gastar gratuitamente tinta, tiempo y energías.

Próximo ya el final del siglo, una cosa sí puede señalarse: si alguien quiere saber lo que ha sido la novela española desde los últimos 50 años por la lista de los premios nacionales, desde luego lo tendrá difícil, por no decir imposible. Y esto es algo que debería hacer reflexionar a los responsables de organizar la composición de los jurados. Por supuesto que a la larga da igual: a la larga, todos estaremos calvos y la justicia poética acabará por imponerse, de esto último también estoy seguro. Stendhal auguró que sus lectores serían los del siglo XX y los hechos le han dado la razón. A Flaubert se lo quiso cargar un pomposo fiscal imperial (porque no pedía la hoguera para Emma Bovary), pero aquella cabecita loca de Emma ha sobrevivido y por ahí anda suelta y querida por muchos, como él había pronosticado.

Viniendo a casos más recientes: 25 años se han cumplido ahora de la muerte de Ignacio Aldecoa, y sus novelas y relatos han resistido las asechanzas oscuras, los olvidos interesados y la ausencia de premios. No deja de ser interesante proyectar los títulos y años de sus cuatro grandes novelas sobre la lista del Premio Miguel de Cervantes, como entonces se llamaba el Nacional de Narrativa (véase el Diccionario de Gullón, que sin embargo no le concede el espacio que merece): el cotejo da, sobre todo, para la carcajada -una carcajada quizá amarga-. Resulta, por ejemplo, que en 1956 se publicó Con el viento solano, y que en la edición correspondiente a ese año el Premio Nacional fue para una pomposa novela histórica denominada El lazo de púrpura. La crítica quiero puntualizarlo, sí le concedió el suyo. Dejemos a Aldecoa y vengamos a Benet: en 1967 (de esa fecha son la justificación de la edición y el depósito legal, aunque segura mente el libro se distribuyó más tarde) se publicó Volverás a Región, un hito en nuestra novela; la obra premiada de ese año fue El otro árbol de Guernica. Que nadie venga con la coartada del franquismo porque no funciona, salvada alguna excepción: autores progresistas hubo -más o menos progresistas- que obtuvieron entonces el premio de marras (para los nombres remito de nuevo a Gullón).

El asunto dista de ser baladí, si es que lo que se pretende con los premios oficiales es una cierta ejemplaridad estética. Los premios privados responden a otros mecanismos y no hay por qué escandalizarse, con o sin nuestro inevitable premio Nobel de por medio. Según mis noticias, un joven hispanista francés, Robert Coale, prepara una sólida tesis doctoral sobre esta materia. La cosa es de tesis, desde luego.

29 Noviembre 1994

Magnífico Vargas Llosa

ABC (Director: Luis María Anson)

Leer
Camilo José Cela debía haber ganado hace varios años este Premio Cervantes

La ficción miente para beneficio de la verdad. Al narrador hay que creerle siempre, porque toda novela es un testimonio cifrado en el desarraigo. Ayer, el académico español, nacido peruano, Mario Vargas Llosa obtuvo el premio Cervantes como reconocimiento a su monumental obra narrativa y ensayistica.

Si algo distingue la ficción novelesca y la reflexión política del autor de ‘La ciudad y los perros’ es su voluntad de convertir lo efímero en eterno: el tratamiento estético de las palabras, la dimisión épica de la historia, la referencia irónica de las miserias cotidianas, la denuncia radical del totalitarismo. La sociedad como materia novelable, los personajes como misteriosa conjunción de víctimas y verdugos.

Orador, escritor, Vargas Llosa ha recogido de la tradición liberal en lengua española el poso de la claridad.

Nos congratula este Premio Cervantes, que Camilo José Cela debía haber ganado hace varios años como ocurrió con el Nobel y el Príncipe de Asturias, este último el más prestigioso e importante galardón de Literatura que se concede en España.

29 Noviembre 1994

Contar historias

Miguel García Posada

Leer

Mario Vargas Llosa, premio Cervantes: una noticia feliz para quienes hace ya más de 30 años leímos con asombro La ciudad y los perros, el drama del colegio militar Leoncio Prado y de aquella pobre perra, la Malpapeada, en la que se cifraba el destino de Perú. Desde entonces hemos seguido leyendo a Mario, los sucesivos títulos con que, dignísimo heredero de los grandes novelistas del XIX, aunque puesto al día (Faulkner como santo y seña), ha contado «la historia privada de las naciones», como quería Balzac: la historia de Perú y de todas las corrupciones de Conversación en la catedral, la americana de La guerra del fin del mundo, la amazónica y peruana de La casa verde, la deliciosamente particular del Elogio de la madrastra o la antimilitarista, de un grotesco ejemplar, de Pantaleón y las visitadoras. Enuncio títulos casi al azar, sin ánimo alguno de ser exhaustivo.Desde entonces lo hemos seguido leyendo, fieles a la cita, incluso cuando el rojo se disfrazó de rosa en la Historia de Mayta -un novelón pese a quien pese-, incluso cuando mandó rosas rojas y un telegrama de adhesión a la señora Thatcher, la del Belgrano, incluso cuando decidió, desoyendo las voces de quienes lo querían para la literatura, lanzarse a la aventura de la presidencia de Perú, en la que, como era lógico, acabó perdiendo: ¿cómo va a ganar quien leía a Góngora todos los días en plena campaña electoral? Lo hemos seguido leyendo, porque había que hacerlo, a pesar de sus credos ultraliberales, que no le han impedido escribir esa pieza memorable a favor de la dignidad de los hombres y contra el Estado policiaco que es ¿Quién mató a Palomino Molero?

Mario Vargas Llosa tiene las virtudes de los grandes contadores de historia, y el encanto de sus obras deriva mucho más de esas virtudes que de las texturas de su estilo. Sus relatos, como los de Galdós, como los de Balzac, se apoderan del lector y lo poseen con la intensidad de un ritmo narrativo de excepcional intensidad, la magnífica apropiación y recreación de los registros coloquiales, y, hay que subrayarlo, el trazado de unas criaturas excepcionalmente vivas y próximas. ¿Olvidaremos, por ejemplo, a Zavalita? Narración y personajes comparecen sobre el telón de fondo de una realidad multivalente, plural, proteica, que el novelista incorpora sabia y obsesivamente en su afán de ofrecer un mundo que vale el mundo, convertido él en demiurgo de un universo autosuficiente y poderoso.

Por detrás de todo ello alienta una cosmovisión propia, que percute sobre elementos esenciales: la crítica del autoritarismo y de la corrupción, la ambigüedad de las relaciones humanas, la falsedad que esconden los mecanismos de comunicación interpersonal. Las historias de Vargas Llosa son historias necesarias, incardinadas en la realidad social y política de América, de Perú. La novela cumple una función de testimonio, de denuncia, de verdad (verdad novelesca), no de prédica política y doctrinaria, que hace de sus obras textos con un poder iluminador evidente. Un poder que excede los marcos de referencia, como en todos los grandes escritores, para proyectarse a lo universal. De ahí la acogida mundial que han recibido.

Mario Vargas Llosa es también un gran crítico. Uno de los mejores críticos de esta segunda mitad del siglo. Hay quien dice que mejor crítico que novelista, aunque eso puede ser un elogio envenenado. El hecho es que sus estudios sobre García Márquez, sobre Madame Bovary (éste, particularmente deslumbrante: un auténtico hito), sobre las novelas de caballerías, son un prodigio de comprensión y valoración. Están además sus reseñas y crítícas, algunas de las cuales se han recogido en libro (Contra viento y marea, La verdad de las mentiras), que constituyen auténticos modelos de lo que es un crítico levantando acta en pocas paginas de la complejidad. y significación de algunas obras y autores centrales de la narrativa contemporánea. Vargas Llosa sabe ir al meollo de los textos, discierne sus grandes líneas y, lo que es casi, más importante, dialoga y discute con ellos. La inteligencia crítica se suma a la pasión por la literatura y el resultado es espectacular.

30 Noviembre 1994

Varios premios

Antonio Muñoz Molina

Leer

Pocas cosas parecen más aterradoras en estos tiempos que recibir en España un premio literario. En las fechas previas a las deliberaciones del jurado la sociedad culta y periodística alcanza una fecundidad de chismes, vaticinios, apuestas y chantajes velados o explícitos no inferior a la de un casino de provincias de antes de la guerra, uno de aquellos casinos feroces, con quinqués y sillones de gutapercha festoneados de caspa en los que penó sus purgatorios sucesivos don Antonio Machado, quien por cierto fue jurado de un premio nacional, el de 1925, ganado por el primer libro de versos de un escritor de Cádiz. El enrarecimiento de los vaticinios alcanza un paroxismo de tensión en los minutos previos a la lectura de los resultados: imagino que los finalistas oscilarán entre el contenido e impúdico deseo de ser elegidos y el terror de que esto les suceda, y se acordarán de la terrible admonición de los dioses antiguos: «¡Desdichado, tendrás aquello que deseas!».Juicio público

Porque al ganador, que puede ser excelente y también puede ser normal, o mediocre, o desastroso, se le someterá enseguida a una especie de despiadado juicio público, se le conducirá delante de un populoso sanedrín mucho más proclive al ejercicio de la hostilidad que al de la benevolencia, y tan enconado en sus posiciones adversas que el valor de la obra en cuestión o la figura de su autor quedan en un segundo término. Habrá quien lo celebre o lo defienda por la razón miserable de que al recibir él ese premio no se lo han dado a otro: habrá quien lo someta a consideraciones humillantes no por lo que ha escrito, sino porque al premiarlo a él se le ha negado el galardón a otro escritor de más mérito. En otros tiempos, hace años, los periódicos publicaban, junto a la noticia del premio, algunos comentarios cuidadosos de escritores y críticos: ahora proceden a una rápida encuesta para contabilizar entusiasmos o decepciones, síes y noes inapelables, y a uno le dan ganas de proponer que los premios se entreguen por re feréndum nacional, o por ese sistema de llamadas de teléfono computadorizadas que ahora se usa en algunos programas ab yectos de la televisión.

Escribo tras repasar en los periódicos los dictámenes del sanedrín intelectual sobre el Premio Cervantes de Mario Vargas Llosa, y no deja de asombrarme que una gran parte de las condenas y de las absoluciones dependan de la pregunta de si Mario Vargas Llosa merece o no merece el premio. ¿Desde cuándo son los escritores quienes han de merecerse los premios, y no los premios los que pueden o no estar a la altura de los escritores a quienes se les dan o se, les niegan? No hay premios mejores o peores, porque lo que importa de ellos es el autor o el libro que los denigran o los justifican, y porque al cabo de un tiempo, muy poco, si el libro dura nadie se acordará del premio que obtuvo, y si se desmorona al paso de los años el premio no lo salvará del olvido. ¿Hay alguien que llegue a penetrar en esas murallas chinas encuadernadas en piel sintética y con letras doradas -que son las colecciones completas de los Premios Nobel de literatura? A Faulkner lo seguiría leyendo uno aunque no hubiera ganado el Premio Nobel de 1949, y de Winston Churchill, que también fue premio Nobel, y de literatua, por cierto, no creo yo que haya leído nadie ni una sola página en el último medio siglo.

A Mario Vargas Llosa, de quien no estaría mal recordar, en esta tierra olvidadiza, que ha escrito La casa verde, La ciudad y los perros y Conversación en la catedral, acaban de darle el Premio Cervantes: me alegra intensamente que alguien a quien admiro vea reconocido públicamente su trabajo, y sin duda me habría alegrado también que el premio hubiera recaído en cualquier otro de los escritores de su envergadura que escriben ahora mismo en mi lengua, pero no creo que Mario Vargas Llosa sea mejor ni peor novelista por haberlo ganado, ni que su elección constituya una injuria para ningún otro escritor. ¿No habría que recordar que los premios no son tan importantes, que la literatura, a diferencia del Ejército, no es un escalafón en el que se asciende automúticamente por antigüedad o por méritos de guerra, ni siquiera de guerra literaria, que suele tender a las sordideces y a las trapacerías de la guerra sucia?

Intrigas

Aquí parece que levantan más pasiones los premios que los libros, y ya no sabe uno qué es más vulgar, si las intrigas que algunos urden para que los favorezcan los jurados o esas declaraciones de incorruptibilidad en. las que de antemano se rechazan los premios, aun antes de que se vislumbre la probabilidad de ganarlos. ¿De verdad sería tan deshonroso para Gabriel García Márquez ganar un premio que han recibido antes, por decir unos cuantos nombres, Juan Rulfo, Adolfo Bíoy Casares, Miguel Delibes, Augusto Roa Bastos, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti … ?

La literatura es un oficio al que uno se dedica exactamente porque le da la gana, y el valor de cada libro lo decide en su intimidad el lector y lo fortifica o lo destruye el tiempo, sin que en esa tarea de justicia intervengan a largo plazo ni los antojos de los críticos ni los errores o aciertos de los jurados de los premios. Nadie tiene la obligación de admirar: ningún escritor tiene el derecho inapelable a un reconocimiento oficial que en ningún caso añade ni quita nada al valor de su obra. Es posible además que quien más disfrute con un premio no sea el autor que lo recibe, sino algunos de sus lectores más incondicionales.

Decía Borges que más que de los libros que había escrito se enorgullecía de los que había leído. Los premios de los que yo más me enorgullezco son los Nobel de Faulkner, de Albert Camus, de Elías Canetti, de Kenzaburo Oé, el Cervantes que le dieron en 1980 a Juan Carlos Onetti