18 abril 1988

El obispo García Gasco reemplaza al obispo Fernando Sebastián como portavoz y secretario de la Conferencia Episcopal Española

Hechos

En el pleno del 18 de abril de 1988 de la Conferencia Episcopal Español abordó el relevo de su secretario general.

19 Abril 1988

El relevo de un obispo

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián)

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EL EPISCOPADO español ha debido afrontar en su sesión plenaria iniciada ayer una cuestión que no estaba prevista en el orden del día: la renuncia de su secretario general, promovido en fecha reciente al puesto de arzobispo coadjutor de Granada. Apenas seis meses después de ser reelegido, Fernando Sebastián, que ha ocupado la secretaría general de la conferencia durante los últimos seis años, ha sido colocado en la tesitura de abandonar el puesto. En un gesto nada claro -las interpretaciones han sido del más diverso signo-, el Vaticano le ha catapultado al casi honorífico cargo de arzobispo coadjutor de Granada. No es extraño que este gesto se haya prestado a todo tipo de comentarios. Que se sepa, el actual arzobispo titular de Granada, Méndez Asensio, goza de la plenitud de sus facultades para el ejercicio del cargo, y además le restan todavía ocho años para llegar a la edad de la jubilación. Si la designación del obispo Sebastián no responde en nada a las circunstancias que en el pasado han aconsejado, excepcionalmente, la presencia de un obispo coadjutor junto al titular de la sede, ¿a qué razones se debe entonces su nombraimiento?Los obispos españoles, por clara mayoría de 58 votos, renovaron el pasado mes de noviembre su confianza en Fernando Sebastián paria que continuase cuatro años más al frente de la secretaría general de la Conferencia Episcopal. La decisión de enviarlo a Granada, con el más que probable propósito de obligarle a la renuncia de sus actuales funciones, supone en la práctica invalidar la reciente votación episcopal. Es de suponer que los obispos españoles habrán sido cumplidamente infórmados de las razones de una decisión nue ha venido a interferir tan directamente en el funcionamiento de la Conferencia Episcopal.

Desde que Fernando Sebastián fue designado por primera vez en 1982 secretario general de la Conferencia Episcopal, se han producido importantes cambios en el seno de la Iglesia católica española. El momento coincidió con el fin del período taranconiano, la acentuación de la ortodoxia doctrinalén el pontificado de Wcjtyla y el acceso de los socialistas al poder. En ese tiempo, los obispos españoles han pasado del liderazgo moderado y dialogante de Díaz Merchán, arzobispo de Oviedo, al mandato de un hombre que, como Suquía, no ha ocultado su fuerte conservadurismo y su simpatía por los grupos más ortodoxos, compactos y poderosos de la Iglesia actual. El cerco a los teólogos progresistas se ha acentuado, se ha hecho lo posible por ahogar los movimientos cristianos de base y se ha producido un hecho tan injustificable como la destitución del anterior equipo director del semanario religioso Vida Nueva.

La continuación de Sebastián al frente de la secretaría general del episcopado era más que problemática, a pesar de los esfuerzos que hiciera -y los hizo, efectivamente- por adaptarse a los nuevos aires involucionistas. Los castigados sectores progresistas de la Iglesia española le han echado en cara su marcha atrás; a la vez, sus orígenes taranconianos y su intelectualismo han imposibilitado su aceptación por los nuevos hombres clave de la Iglesia española. Su relevo, en todo caso, tendrá a corto plazo más efectos en el interior de la Iglesia española -en el doble sentido de acentuar el replegamiento sobre sí misma y de marginar el papel de la Conferencia Episcopal frente al poder de Roma- que en las relaciones con el Estado. Los gobernantes socialistas se sienten cómodos con un voto católico no beligerante en exceso, y los actuales dirigentes de la Iglesia católica dificilmente podrían quejarse del provecho económico que obtienen del Estado: impuesto religioso, ayudas a la enseñanza privada, exenciones de impuestos. La experiencia de estos años ha demostrado que este tipo de relaciones, por más elementales que puedan parecer, constituye el marco ideal para el entendimiento entre unos y otros.

26 Abril 1988

Ciudadano obispo

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián)

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EN LA España actual, «el que no se declare increyente o no practicante no tiene un lugar en la sociedad», acaba de enfatizar el obispo auxiliar de Madrid y nuevo secretario de la Conferencia Episcopal, Agustín García Gasco. No se trata de un desliz oratorio ni de una equivocación: el prelado afirma, además, que para un creyente resulta difícil «encontrar salida a su misma situación económica». Una apreciación tan absurda le lleva a concluir a monseñor que la situación actual de los católicos en nuestro país recuerda la de esos mismos creyentes en la Cuba de Fidel Castro, donde el que se declara católico «es un ciudadano de segunda o de tercera categoría». El nuevo secretario general de los obispos tiene constancia de que aquí los creyentes son discriminados en función de su fe a la hora, por ejemplo, de «acceder a puestos de importancia social o política», e incluso de que en determinados medios de comunicación públicos los católicos practicantes se han visto relegados a los pasillos.Es tan descabellado el discurso del obispo que merece la pena preguntarse si es sólo fruto de una mala digestión o significa lo que ha de constituir su línea de acción en el importante puesto que ha comenzado a desempeñar. Pues es obvio que el vehemente prelado desconoce no sólo España y los españoles, sino también la legislación que le ampara a él mismo, los acuerdos que el Vaticano y el Estado mantienen y los privilegios de que la jerarquía católica -jefatura de esos creyentes supuestamente discriminados- sigue disfrutando en este país.

Uno de los méritos de la Constitución española de 1978 fue la adopción de una actitud pragmática ante el hecho religioso, evitando que nuevas querellas doctrinarias como las que ensombrecieron y ensangrentaron nuestra historia en el pasado hicieran imposible el proyecto de convivencia democrática que se trataba de construir. El texto constitucional huye tanto del anticlericalismo histórico como del confesionalismo franquista. Los propios obispos habían allanado felizmente el camino mediante una declaración en la que reconocían los errores cometidos durante su larga colaboración con la dictadura, de la que constituyeron su principal pilar ideológico, después de haber sido también punta de lanza en la guerra fratricida que ensombreció nuestra historia.

La Constitución hace una referencia explícita a la cooperación con la Iglesia católica, referencia que valdría para explicar, por ejemplo, las subvenciones a los colegios religiosos o la aceptación por el Estado del papel de recaudador-financiador de los gastos de personal y culto, o las exenciones fiscales de que gozan los centros de la Iglesia. Si alguna discriminación subsiste en materia religiosa en la España de hoy es la que afecta a las personas que proclaman su agnosticismo -como el ex embajador ante el Vaticano Gonzalo Puente Ojea- o su adhesión a religiones diferentes a la de monseñor García Gasco. Las aberrantes declaraciones de éste tienen que ser por eso fruto exclusivo de su torpeza, pero amenazan con elevarse a síntomas de una nueva política. Sin embargo, no es comprensible que quiera la Iglesia volver a agitar el espantajo del clericalismo ni creemos que esté dispuesta a llamar a una nueva cruzada. Pero entonces el ciudadano García Gasco, español de cinco estrellas gracias a su tonsura y pese a sus opiniones, está necesitando un cursillo en diplomacia vaticana antes de ponerse a trabajar en su nuevo empleo.