19 noviembre 2001

Es el primer español que fallece en la guerra contra el terrorismo preconizada por George Bush tras el ataque del 11-S

El periodista español, Julio Fuentes Serrano, de EL MUNDO es asesinado por talibanes en plena guerra de Afganistán

Hechos

  • El 19.11.2001 el periodista D. Julio Fuentes (Unidad Editorial, España) murió en un ataque con armas a un convoy de periodistas en Pul-i-Estikam, entre Kabul y Jalalabad (Afganistán), junto a la periodista italiana, María Grazia Cutuli (Unidad Editorial, Italia) el cámara australiano Harry Burton (Reuters) y el afgano Azizula Haidari.

21 Noviembre 2001

Muerte de un testigo

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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Cada una de las muertes, de civiles o militares, producidas por la guerra es una tragedia personal irreversible que ninguna estadística podrá nunca registrar. En las guerras contemporáneas, las víctimas civiles superan con creces a las militares: siete civiles por cada soldado, invirtiendo la proporción de la Primera Guerra Mundial, según recordaba el pasado domingo en estas páginas el gran periodista polaco Ryszard Kapuscinski. Entre esos civiles figuran siempre periodistas. Es decir, personas que han acudido voluntariamente al escenario de su muerte conscientes del riesgo, cuando podrían haberlo evitado. Como Julio Fuentes, enviado de El Mundo, asesinado el lunes junto a otros tres colegas cuando viajaban de Jalalabad a Kabul.

En las recientes guerras de Yugoslavia perdieron su vida un centenar de periodistas. Según Reporteros sin Fronteras, el año pasado fueron asesinados o murieron en escenarios bélicos 33 periodistas; en lo que va de 2001 son ya 20, de los que siete fallecieron en Afganistán. Julio Fuentes había estado en muchos conflictos bélicos y visto muchos muertos, también colegas. Los corresponsales de guerra viajan a los escenarios de mayor riesgo con el cometido profesional de ser testigos de los dramas humanos asociados a todas las guerras: la lucha por la supervivencia, el miedo, el odio, la crueldad; pero también la solidaridad y la generosidad, el heroísmo que demuestran los seres humanos en condiciones extremas.

Con frecuencia, la presencia de los corresponsales actúa como elemento disuasorio de abusos y crueldades aún mayores. Pero el precio que pagan es convertirse a veces ellos mismos en víctimas de quienes no quieren testigos.

Se suele decir que la primera víctima de la guerra es la verdad. Para intentar evitarlo, informando honestamente, se juegan su vida los corresponsales de guerra, y algunos la pierden en el empeño. Como Julio Fuentes, nuestro compañero.

20 Noviembre 2001

Julio Fuentes, Entre La Tragedia Y La Ultima Esperanza

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

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Los segundos, los minutos, las horas se hicieron ayer interminables en la redacción de EL MUNDO. Nada peor a la angustia por la suerte de un compañero al que las agencias de noticias y las cadenas de televisión daban por muerto y sobre el que carecemos de noticias en el momento de cerrar nuestras ediciones.

Lo cierto es que no sabemos si Julio Fuentes vive. Nadie puede afirmar con seguridad que ha muerto, porque nadie ha podido identificar los cuatro cadáveres que yacen en la carretera entre Jalalabad y Kabul.

Mientras exista un pequeño resquicio de esperanza anoche el nuevo gobernador de Jalalabad especulaba con la hipótesis de un secuestro seguiremos aferrándonos a él, aunque el tiempo corre en nuestra contra. Un convoy de la Cruz Roja intentará hoy acercarse al lugar, donde todavía prosiguen los combates, para averiguar lo sucedido.

Julio Fuentes, María Grazia Cutuli, Harry Burton y Azizulá Haidari sabían que corrían un enorme riesgo al desplazarse en pos de la noticia en un país devastado, sin gobierno ni fronteras definidas, sin más autoridad que la de los señores feudales de la guerra y donde las reglas de la venganza han desplazado a las de la justicia.

Fueron a cumplir su deber de informar, siendo perfectamente conscientes de los peligros de su trabajo. ¡Cómo iba a desconocer los riesgos un reportero como Julio Fuentes que había sobrevivido en un zulo a los bombardeos rusos sobre Grozni, que había escuchado las balas silbar sobre su cabeza en Sarajevo o que había comprobado personalmente a qué extremos puede llegar el salvajismo humano en las atrocidades de la guerra de Liberia!

Julio, como muchos de los compañeros que están cubriendo este conflicto maldito, es ha sido siempre un ejemplo de cumplimiento abnegado con el deber. Sabía que se jugaba la vida, pero creía que, por encima de la gloria, el poder o el dinero, tenía que cumplir con su obligación de contar la miseria y el dolor en recónditos lugares del planeta.

La televisión y los periódicos llevan cada día a nuestros hogares imágenes y palabras que configuran una especie de engañosa realidad virtual y lejana. La guerra se muestra como un videojuego y las víctimas carecen de identidad. Pero la gente muere y los periodistas, también. La información, sea en una dictadura o en un conflicto bélico, se cobra su trágico tributo.

Las crónicas de Julio Fuentes desde Afganistán especialmente la última en la que detallaba la localización de 300 ampollas de gas sarín en una base abandonada de Al Qaeda son la mejor demostración de ese gran periodismo que acalla las voces de quienes trivializan la labor del reportero y confunden información con espectáculo.

Queremos creer en estas horas dramáticas que Julio volverá a ocupar su mesa en la redacción, que le escucharemos algún día el relato de su aventura, que el sol amanecerá también hoy para él. Y a esa ilusión nos agarramos.

21 Noviembre 2001

El periodista caído

Francisco Umbral

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El enviado especial, el corresponsal de guerra, es un artista de la situación límite. Necesita escribir al borde del abismo y las rayas de su cuaderno son las líneas de fuego del enemigo. Julio Fuentes ha caído con otros, vilmente atrapado y asesinado. El corresponsal de guerra, evidentemente, necesita una guerra para romper a escribir, porque es ése un oficio en el que se tocan y bordean la vocación literaria y la vocación aventurera. El oficio, de gran prestigio en todo el siglo pasado y en éste, tiene ya sus iconos: Hemingway, Malraux, Oriana Fallacci. Manuel Leguineche ha tenido siempre el prurito de reproducir el modelo Hemingway, mientras que yo, en nuestra juventud periodística, me desviaba hacia el modelo Baudelaire.

Divergencias tan fuertes vienen a ser la misma cosa: la necesidad de contar la vida, de escribir la muerte, incluso la propia. La sabiduría de que el conocimiento del hombre está ahí, en la narración interna o externa de lo que pasa y de lo que le pasa. El corresponsal de guerra, cuando madura de metralla, como Julio Fuentes, sabe que se ha situado a un nivel vital muy alto, que está viviendo de una droga muy fuerte y ya nunca podría descender a la complacida crónica de sociedad o al marujeo político, que los políticos son todos unas marujas.

He amado y admirado siempre esa manera de escribir de lo que pasa, cuando lo que pasa son las tormentas de acero, y ahora lamento que mi spleen crónico me haya alejado siempre de tan bella manera de trabajar, haciendo sonar en el aristón del propio ordenador o de la propia voz el ruido de la guerra y la música de los motores. Lo que pasa es que estos chicos tan aventureros y tan encurtidos de fuego, luego, cuando vuelven a la redacción son unos tipos pacíficos, amables, suaves, que te cuentan la última guerra como si fuese el partido del domingo.

Había en Julio Fuentes el residuo adolescente, aventurero, que a todos nos queda del cine y de los tebeos, pero que ellos subliman y hacen urgentemente real en su trabajo periodístico. De modo que son unos soldados doblados de escritores y unos periodistas doblados de mártires. Aquí en el periódico tenemos a Alfonso Rojo, Julio Fuentes y otros cuantos. Ellos viven y trabajan en la situación límite del periodismo, cuando la bomba es una bomba antes de ser noticia. Nosotros la recibimos ya como noticia, o sea desactivada, y por eso ignoraremos siempre el heroísmo informativo del corresponsal. La televisión pareció que iba a acabar con los enviados especiales, pero la televisión es un medio frío que sólo nos da los colores y colorines de la guerra. Es en la palabra urgente y precisa, inmediata y peligrosa, del corresponsal donde la guerra vibra y arde con toda su fuerza de elemento natural, pues la guerra no es sino un volcán hecho de hombres. Julio Fuentes era de los que no se conformaban con la imagen, sino que necesitaba las mil palabras escritas sobre un zurrón de campaña o sobre la espalda de un colega caído y desconocido. A Julio Fuentes le han cogido porque iba en primera línea. No era un hombre para quedarse en el hotel esperando las noticias de la tele. El periodismo de guerra, esa última épica de nuestro tiempo, llega hoy a su éxtasis y nos cambia el corazón de sitio con la muerte de Julio Fuentes.

21 Noviembre 2001

Julito

Alfonso Rojo

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Julio Fuentes era como sus reportajes de guerra: apasionado, vital, emotivo y un poco taciturno. El periodismo no fue para él un medio de vida, sino un modo de vida. Veía el planeta como un inmenso campo de batalla en el que el bien y el mal libraban una guerra sin cuartel y siempre tuvo claro su lado de la trinchera. Nadie mejor que quien se acerca rutinariamente a los infortunados, y Julito lo hizo durante dos décadas, sabe que la pobreza sólo resulta pintoresca desde el interior de un coche climatizado y que los balazos, la explosión de las granadas, las minas y las bombas sólo se pueden soportar en la pantalla del cine. Julito era de los que decía, parafraseando a León Felipe, que el niño huérfano de la guerra sabe más del infierno que Dante, Virgilio, Rimbaud, Blake y otros poetas malditos.

Conocí a Julio Fuentes a mediados de los 80, en la redacción de Cambio 16, y lo que más me llamó la atención fue su abrasador deseo de ser corresponsal de guerra. Hacía escasas horas que los pilotos norteamericanos habían bombardeado Trípoli y recuerdo como si fuera hoy la luz que brillaba en sus pupilas, cuando se acercó a la mesa y se ofreció voluntario para marchar a Libia. Ninguno de los redactores veteranos manifestaba el mínimo deseo de ir al inhóspito desierto de Gadafi. Por aquel entonces, Julio estaba relegado a tareas menores en la sección de Cultura pero porfió tanto y con tal vehemencia, que lo enviamos. Para asombro de todos, cruzó en lancha el Mediterráneo, desembarcó en Libia, reporteó como un descosido y escribió un artículo antológico. Así comenzó su brillante carreta.

Julito carecía por completo de sentido del humor y estaba bastante sordo, lo que le hacía resultar distante o distraído, pero tenía un olfato inigualable para las historias y sabía bucear como nadie en esos pequeños dramas personales que permiten entender al lector la gran tragedia general. Parecía soso, pero tenía éxito con las mujeres y en su agenda de teléfonos rara era la página en que no aparecía un personaje de relumbrón como Bianca Jagger o alguien parecido.

Casi todos los conflictos bélicos van íntimamente unidos al recuerdo de un hospedaje, sobre todo entre ese sector de la tribu conocido como el club Te Acuerdas Cuando y del que Julito era miembro destacado. Los socios de ese club siempre aparentan saber lo que se cuece, aunque están muertos de miedo, no consideran elegante manifestarlo y tienen tendencia a reunirse al final de la jornada y malgastar la noche relatando incidentes escalofriantes, que siempre arrancan con la muletilla: «Te acuerdas cuando…». En la Guerra de Afganistán, ese hospedaje es el descascarillado Hotel Intercontinental y ayer, en la destrozada habitación con trozos de plástico en lugar de ventanas, donde habíamos alistado una precaria para Julito, evocamos muchas veces su figura y alguna de las fascinantes anécdotas que protagonizó.

En los libros de periodismo anglosajón siempre se cita como caso único el del escritor Stephen Crane, a quien se entregaron los vecinos de una localidad durante la Guerra de Cuba y recibió a los militares norteamericanos al grito de: «Este pueblo lo tomé yo personalmente ayer, antes de desayunar». La frase de Crane es casi la misma que el bueno de Julio Fuentes hubiera podido espetar al despistado oficial de la 82 Aerotransportada de EEUU, que se acercó a él poco después de que nuestro compañero capturara a medio centenar de soldados iraquíes en la Guerra del Golfo. «En el desierto, he tenido uno de los privilegios más tristes de mi vida: un aterrorizado soldado iraquí se me ha rendido», comenzaba Julio la crónica publicada en la edición de EL MUNDO del 28 de febrero de 1991. «Avanzó hasta mí con una bandera blanca, en medio de un desierto en que sólo nos encontrábamos nosotros. Aquel hombre era la viva imagen de la derrota, la humillación y el absurdo. Detrás de él caminaba renqueante otro soldado, herido en una pierna. Le dije que era periodista, pero no me entendió y siguió avanzando, dando gritos. Los ojos aterrados de aquel oficial iraquí me acompañaron durante mucho tiempo…».

A mediados de 1993, Julio Fuentes se presentó en la sala de reuniones de EL MUNDO, justo en el momento en que litigábamos sobre la foto más idónea para la edición del día siguiente, vestido de reportero audaz y con los restos de un cohete katiuska al hombro. Acababa de regresar de Bosnia. Como todos nosotros, aunque algunos no lo reconozcamos, volvía de cada conflicto con un recuerdo. Esos modestos tesoros -unos binoculares, un casco, una bayoneta oxidada, una camisa desgastada, un par de botas y otra quincallería que sólo Dios sabe donde habrá ido a parar- eran una especie de autobiografía, pero escrita únicamente en los momentos de gloria y en la que Julio obviaba las esperas, los fracasos y las trampas. No siempre es fácil o brillante el trabajo del corresponsal de guerra.

Una de las características más entrañables de Julito fue ser siempre muy cumplidor. Era de los que hacía miles de kilómetros parapresentarse en el funeral de tu padre, de los que jamás te hacían un feo y -cosa rara en esta profesión- vestía con elegancia. Informal, pero impecable. Le gustaba el campo, quería tener hijos, amaba a su madre con locura y palpitaba con la hermosa casa que se estaba construyendo en los Picos de Europa.

Hablé con Julio unos minutos antes de que iniciara el fatídico viaje hacia Kabul, pero no será esa breve conversación en la que me dijo que no estaba seguro de subirse al convoy y que quizá fuera mejor quedarse un par de días más en Jalalabad, lo que quedará grabado en mi memoria. Mi último recuerdo de él es su sólida figura, levemente reclinada sobre una de las mesas de la redacción, el día que partí hacia Afganistán. En aquel instante y cuando le comenté que la guerra podría ser muy dura, agitó la mano en un gesto que era más una bendición que una despedida. «Cuídate mucho», me dijo. «En cuanto pueda, salgo para allá. Nos vemos en Kabul». No nos hemos visto, porque unos desalmados fanatizados segaron su vida en el camino, pero Julito permanecerá para siempre en mi corazón.

02 Diciembre 2001

La leyenda de Julio Fuentes

Arturo Pérez Reverte

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Se habría partido de risa, el muy cabrón, si hubiera sabido de antemano lo que se iba a decir y a escribir sobre su fiambre. Hasta los tertulianos de radio y los periodistas del corazón estuvieron, los días que siguieron a su muerte, llamándolo compañero -nuestro compañero Julio Fuentes, decían sin el menor rubor- y glosando con toda la demagogia del mundo su compromiso moral con la información y su sacrificio casi apostólico en aras de la humanidad, la libertad, la igualdad y la fraternidad. De haber estado al loro sobre tanto panegírico -me lo imagino, como siempre, revisando las pilas del sonotone y acercando la oreja para oír mejor-, Julio se habría carcajeado hasta echar la pota. Ni puñetera idea, habría dicho. Esos cantamañanas no tienen ni puñetera idea. Pero déjalos. A estas alturas me da lo mismo. Y además, qué coño. Suena bonito.

Los de la Tribu, los que siguen en activo y los jubilados como yo, le hemos hecho nuestro propio funeral entre nosotros, más íntimo, a base de llamadas telefónicas, conversaciones en voz baja, miradas y silencios, juntándonos como los soldados veteranos que cuentan los huecos que el tiempo va dejando en las filas: tantos hasta tal fecha, Miguel Gil hace un año, Julio ahora. Suma y sigue. Y lo hemos hecho sonriendo pese a las lágrimas y a las blasfemias -Alfonso Rojo, Gerva Sánchez y Ramón Lobo lloraban y Márquez blasfemaba, cada uno es como es-, porque recordar a Julio, incluso muerto, te obliga tarde o temprano a sonreír: su ternura, su sordera, su camaradería, su absoluta falta de sentido del humor, el miedo que siempre sabía convertir en extrema valentía, su ingenuidad adobada con el cinismo del oficio. Su concepto personal de la vida como leyenda que uno se forja, construyendo un personaje y siéndole fiel hasta las últimas consecuencias. Al día siguiente de su muerte, en el periódico donde había publicado su última crónica, escribí -repetí- que Julio sabía mejor que nadie que a un reportero de guerra no lo asesinan nunca, sino que lo matan trabajando. Decir que te asesinan es insultarte. Son las reglas, y sólo los ignorantes o los idiotas creen seriamente que un guerrillero afgano analfabeto, un majara liberiano o un francotirador serbio van a comportarse según las exquisitas normas de la Convención de Ginebra, en un mundo donde Dios es un canalla emboscado. Julio era un profesional de la guerra. Un mercenario en el más honesto sentido del término. Un reportero de élite para quien aquello, en lo personal, era -o al menos lo fue durante mucho tiempo- una solución: un extraño hogar donde el horror puede asumirse como realidad cotidiana, y de esa forma deja de ser sorpresa o trampa. Una escuela de lucidez donde uno mismo está siempre dispuesto a pagar el precio. Un mundo fascinador y terrible donde, a diferencia de la puerca retaguardia, de las ciudades presuntamente civilizadas y razonables, todo es maravillosamente simple y funciona según normas elementales y precisas: el malo es el que te dispara y el bueno es aquel cuya sangre te salpica. Y cuando no tenía a mano guerras que meterse en vena, Julio vagaba por las ciudades y las redacciones como un alma en pena, colgado, autista, igual qué un marino sin barco o un cura sin fe. Como todos, después de tantos años de oficio, en los últimos tiempos empezaba a pensar en cambiar de vida: una mujer a la que amaba, una casa, tal vez hijos. Pero ya nunca sabremos cómo habría sido. En aquella carretera de Afganistán salió su número. No tuvo suerte. O tal vez sí la tuvo, porque de ese modo se convirtió, por fin, en la leyenda en que siempre quiso convertir su vida. Quizá aquel día se limitó a pagar el precio.

Ahora, como de costumbre, los vivos recordamos. Y lo hacemos con esa sonrisa de la que hablaba antes, al pensar en los iraquíes que se le rendían a Julio durante la guerra del Golfo, porque en su ansia por entrar el primero en Kuwait llegó a adelantarse a las tropas norteamericanas. O en cómo fue la envidia de la Tribu ligándose a Bianca Jagger en El Salvador -«eso llevo ganado para cuando palme», decía-. O aquel bombardeo en Osijek, cuando empezaron a caer cebollazos y todos bajamos al refugio, y él se quedó durmiendo arriba sin enterarse de nada, tan tranquilo, porque se había quitado el sonotone de la oreja para dormir. O cuando en Sarajevo unos periodistas jovencitos le preguntaron cómo se llamaba y respondió. «Soy Julio Fuentes, chavales. Una leyenda.» Ahora el muy perro nos ha hecho a sus amigos la faena de convertirse, por fin, en esa leyenda. Era el hombre más tierno del mundo, y vivió obsesionado por ser un tipo duro. Lo fue, y pagó el precio allí donde se envejece pronto, y donde a veces no se envejece nunca. Muriendo de pie. Y ahora está con Juantxu, Luis, Jordi, Miguel y los otros, con su sonotone y su chaleco antibalas, en el recuerdo de quienes tanto lo quisimos. En ese lugar a donde van, cuando los matan, los viejos reporteros valientes.

20 Noviembre 2017

Julio Fuentes: un tipo que se vestía por los pies

Alfonso Rojo

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e acuerdo muchas veces de Julio Fuentes. Han transcurrido 17 años, desde aquel aciago 19 de noviembre de 2001 en que unos facinerosos capitaneados por un psicópata llamado Reza Khan lo mataron en un recodo del tortuoso desfiladero que lleva de Jalalabad a Kabul y a menudo, cuando me hundo en esas soledades en las que los hombres hablan consigo mismos o con Dios, me viene a la memoria su rostro.

Era un chaval a quien yo quería. Le encantaba el periodismo y fue de los que se abrió paso como reportero, sorteando todo tipo de obstáculos, rechazos e incomprensiones.

A diferencia de otros, que no han tenido para esta profesión ni una centésima del peso que tuvo Julito, no se montan cada año rimbombantes homenajes en su honor. Y me duele.

Es el nuestro un país desmemoriado y desagradecido.

La mañana que murió yo estaba en Kabul, donde un día después trajeron su cadáver.

Conmocionado por su muerte, el diario ‘El Mundo’ publicó a botepronto tres piezas en memoria del compañero caído  -una firmada por Fernando Múgica, otra por Gervasio Sánchez y una tercera por John Müller– y un pequeño suelto editorial, donde explicaban que todo empezó la tarde anterior de aquel lunes espantoso.

Julio había enviado una crónica brillante. Se trataba, una vez más, de una exclusiva. Había encontrado en una base abandonada de Al Qaeda unos estuches de cartón que contenían ampollas. En los envoltorios podía leerse en ruso, con caracteres cirílicos: ‘gas sarín’.

Llamó muchas veces a la redacción para asegurarse de que entendían la importancia del hallazgo. Comentó, casi de pasada, que había organizada una caravana de periodistas para ir desde donde la antigua capital veraniega de los reyes afganos hasta Kabul.

Al amanecer hizo su equipaje a toda prisa y se reunió con una treintena de colegas que habían formado ya el convoy. No pudo meterse en el coche de TV3 porque estaba al completo.

Consiguió meterse en un Toyota gris junto a su amiga del Corriere della Sera, María Grazia Cutuli, el cámara australiano Harry Burton, que trabajaba para la agencia Reuters, y el fotógrafo afgano Azizula Haidari.

El destino y sus deseos de llegar cuanto antes a la capital, quisieron que su conductor adelantara a todos y su vehículo se pusiera en cabeza.

Estaban a 90 kilómetros al este de Kabul cuando entraron en una carretera atroz, que serpentea por el fondo de una garganta. A la derecha, el precipicio del valle de Sarobi y el río. Al otro, una pared de rocas abruptas sin vegetación. El lugar perfecto para una emboscada.

Junto al puentecillo de Tangi Abishum, el vesánico Reza Khan y sus fanáticos islámicos los interceptaron kalashnikov en ristre.

El chófer del segundo vehículo de la caravana, que venía lejos, atisbó algo, giró en redondo y emprendió la vuelta a toda prisa. La caravana, lejos de la vista, se detuvo.

A ellos les hicieron bajar y los llevaron a culatazos y empellones hasta un sucio recodo. Julio, al ver que agredían a la chica, intentó defenderla. Sonaron unos disparos, después varias ráfagas.

Los cuatro periodistas estaban muertos. El 8 de octubre de 2007, dos días antes del Día Mundial contra la Pena de Muerte, fue ejecutado en Kabul el bestial Reza Khan, el jefe de los asesinos, que permanecía preso tras ser condenado por un tribunal local en 2004.

El Gobierno español, recogiendo los deseos de algunos de los familiares de los periodistas muertos, había pedido que se conmutara esa pena de muerte. Yo me alegré infinitp de que al malvado le dieran lo suyo.

Julio Fuentes era como sus reportajes de guerra: apasionado, vital, emotivo y un poco taciturno. El periodismo no fue para él un medio de vida, sino un modo de
vida.

Veía el planeta como un inmenso campo de batalla en el que el bien y el mal libran una guerra sin cuartel y siempre tuvo claro su lado de la trinchera.

Nadie mejor que quien se acerca rutinariamente a los infortunados, y Julito lo hizo durante dos décadas, sabe que la pobreza sólo resulta pintoresca desde el interior de un coche climatizado y que los balazos, la explosión de las granadas, las minas y las bombas sólo se pueden soportar en la pantalla del cine.

Era de los que decía, parafraseando a León Felipe, que el niño huérfano de la guerra sabe mas del infierno que Dante, Virgilio, Rimbaud, Blake y todos los poetas malditos.

Conocí a Julio Fuentes a mediados de los ’80’, en la redacción de Cambio 16, y lo que más me llamó la atención de él fue su abrasador deseo de ser corresponsal de guerra.

Hacía escasas horas que, dentro de los que se denominó ‘Operación El Dorado Canyon‘, los pilotos norteamericanos habían bombardeado Trípoli por orden de Ronald Reagan y recuerdo como si fuera hoy la luz que brillaba en sus pupilas, cuando se acercó a la mesa de edición y se ofreció voluntario para marchar a Libia.

Ninguno de los redactores veteranos manifestaba el mínimo deseo de ir al inhóspito desierto del coronel Muamar el Gadafi. El que no alegó compromisos familiares ‘ineludibles‘, esgrimió una cita con el médico o comentó que iba de testigo a una boda. Una vergüenza.

Por aquel entonces, Julio estaba relegado a tareas menores en la sección de Cultura pero porfió tanto y con tal vehemencia, que lo enviamos a lo desconocido, con un fajo de dólares, un par de cámaras y poco más.

Para asombro de todos, cruzó en lancha el Mediterráneo, desembarcó en la costa del Golfo de Sitre, reporteó como un descosido y escribió un artículo antológico. Así comenzó su brillante carrera.

Julito carecía por completo de sentido del humor y estaba bastante sordo, lo que le hacía resultar distante o distraído, pero tenía un olfato inigualable para las historias y sabía bucear como nadie en esos pequeños dramas personales que permiten entender al lector la gran tragedia general.

Parecía soso, pero tenía éxito con las mujeres y en su agenda de teléfonos rara era la página en que no aparecía un personaje de relumbrón. Triunfaba en corto, en el ligue y el enamoramiento volcánico, pero no le solía ir bien en las relaciones más largas. Le gustaba demasiado la vida en el frente de batalla, para atender el ‘frente doméstico’ como aconsejan los cánones.

De él escribió Arturo Pérez Reverte el 2 de diciembre de 2011:

«Julio sabía mejor que nadie que a un reportero de guerra no lo asesinan nunca, sino que lo matan trabajando. Decir que te asesinan es insultarte. Son las reglas, y sólo los ignorantes o los idiotas creen seriamente que un guerrillero afgano analfabeto, un majara liberiano o un francotirador serbio van a comportarse según las exquisitas normas de la Convención de Ginebra, en un mundo donde Dios es un canalla emboscado.

Julio era un profesional de la guerra. Un mercenario en el más honesto sentido del término. Un reportero de élite para quien aquello, en lo personal, era -o al menos lo fue durante mucho tiempo- una solución: un extraño hogar donde el horror puede asumirse como realidad cotidiana, y de esa forma deja de ser sorpresa o trampa. Una escuela de lucidez donde uno mismo está siempre dispuesto a pagar el precio.

Un mundo fascinador y terrible donde, a diferencia de la puerca retaguardia, de las ciudades presuntamente civilizadas y razonables, todo es maravillosamente simple y funciona según normas elementales y precisas: el malo es el que te dispara y el bueno es aquel cuya sangre te salpica.

Y cuando no tenía a mano guerras que meterse en vena, Julio vagaba por las ciudades y las redacciones como un alma en pena, colgado, autista, igual qué un marino sin barco o un cura sin fe.

Como todos, después de tantos años de oficio, en los últimos tiempos empezaba a pensar en cambiar de vida: una mujer, una casa, tal vez hijos. Pero ya nunca sabremos cómo habría sido. En aquella carretera de Afganistán salió su número.

No tuvo suerte. O tal vez sí la tuvo, porque de ese modo se convirtió, por fin, en la leyenda en que siempre quiso convertir su vida. Quizá aquel día se limitó a pagar el precio.

Ahora, como de costumbre, los vivos recordamos. Y lo hacemos con esa sonrisa de la que hablaba antes, al pensar en los iraquíes que se le rendían a Julio durante la guerra del Golfo, porque en su ansia por entrar el primero en Kuwait llegó a adelantarse a las tropas norteamericanas.

O en cómo fue la envidia de la Tribu ligándose a Bianca Jagger en El Salvador -«eso llevo ganado para cuando palme», decía-. O aquel bombardeo en Osijek, cuando empezaron a caer cebollazos y todos bajamos al refugio, y él se quedó durmiendo arriba sin enterarse de nada, tan tranquilo, porque se había quitado el sonotone de la oreja para dormir.

O cuando en Sarajevo unos periodistas jovencitos le preguntaron cómo se llamaba y respondió. «Soy Julio Fuentes, chavales. Una leyenda

Ahora el muy perro nos ha hecho a sus amigos la faena de convertirse, por fin, en esa leyenda. Era el hombre más tierno del mundo, y vivió obsesionado por ser un tipo duro. Lo fue, y pagó el precio allí donde se envejece pronto, y donde a veces no se envejece nunca. Muriendo de pie.

Y ahora está con Juantxu, Luis, Jordi, Miguel y los otros, con su sonotone y su chaleco antibalas, en el recuerdo de quienes tanto lo quisimos. En ese lugar a donde van, cuando los matan, los viejos reporteros valientes».

EL CLUB ‘TEACUERDAS CUANDO’

Casi todos los conflictos bélicos van íntimamente unidos al recuerdo de un hospedaje, sobre todo entre ese sector de la tribu conocido como el club ‘Te Acuerdas
Cuando’
 y del que Julito era miembro destacado.

Los socios de ese club siempre aparentan saber lo que se cuece, aunque están muertos de miedo, no consideran elegante manifestarlo y tienen tendencia a reunirse al final de la jornada y malgastar la noche relatando incidentes escalofriantes, que siempre arrancan con la muletilla: «Te acuerdas cuando…»

En la Guerra de Afganistán, ese hospedaje era el descascarillado Hotel Intercontinental y cuando corrió la rumor de que Julio Fuentes estaba entre un grupo de periodistas acribillado en la ruta de Jalalabad, en la destrozada habitación con retales de plástico en lugar de ventanas, donde habíamos alistado una precaria cama para Julito, los más viejos del oficio evocamos muchas veces su figura y alguna de las fascinantes anécdotas que protagonizó.

En los libros de periodismo anglosajón siempre se cita como caso único el del escritor Stephen Crane, a quien se entregaron los vecinos de una localidad durante la Guerra de Cuba y que recibió a los militares norteamericanos al grito de:

«Este pueblo lo tomé yo personalmente ayer, antes de desayunar».

La frase de Crane es casi la misma que el bueno de Julio Fuentes hubiera podido espetar al despistado oficial de la 82 Aerotransportada de EEUU, que se acercó a él poco después de que nuestro compañero capturara a medio centenar de soldados iraquíes en la Guerra del Golfo.

«En el desierto, he tenido uno de los privilegios más tristes de mi vida: un aterrorizado soldado iraquí se me ha rendido», comenzaba Julio la crónica publicada en la edición de El Mundo del 28 de febrero de 1991.

«Avanzó hasta mí con una bandera blanca, en medio de un desierto en que sólo nos encontrábamos nosotros. Aquel hombre era la viva imagen de la derrota, la humillación y el absurdo. Detrás de él caminaba renqueante otro soldado, herido en una pierna. Le dije que era periodista, pero no me entendió y siguió avanzando, dando gritos. Los ojos aterrados de aquel oficial iraquí me acompañaron durante mucho tiempo…»

Una de las características más entrañables de Julito fue ser siempre muy cumplidor.

Era de los que hacía miles de kilómetros para presentarse en el funeral de tu padre, de los que jamás te hacían un feo y -cosa rara en esta profesión- vestía con elegancia. Informal, pero impecable.

Le gustaba el campo, amaba a su madre con locura y palpitaba con la hermosa casa-fortaleza que se estaba construyendo en los Picos de Europa.

Hablé con Julio unos minutos antes de que iniciara el fatídico viaje hacia Kabul, pero no será esa breve conversación, en la que me dijo que no estaba seguro de sumarse al convoy y que quizá fuera mejor quedarse un par de días mas en Jalalabad a rematar lo del gas sarín, lo que quedará grabado en mi memoria.

Mi último y más vívido recuerdo de él es su sólida figura, en escorzo sobre una de las mesas de la redacción, tres meses antes, el día que partí hacia Afganistán, haciendo ruta por Moscú y Tayikistán.

«Cuídate mucho», me dijo: «En cuanto pueda, salgo para allá. Nos vemos en Kabul».

No nos vimos, porque unos desalmados idiotizados por el fanatismo segaron su vida en el camino, pero Julito permanecerá para siempre en mi corazón.

EVARISTO CANETE, KABUL, LAGRIMAS

Ni recordaba cuando había llorado por última vez, pero cuando nos llegó la noticia de que el cuerpo sin vida que traían era el de Julio, se me rompieron las paredes del sentimiento.

Estaba frente al Hotel Intercontinental, con Evaristo Canete, Miguel de la Fuente, Vicenç San Clemente y Fran Sevilla, los chicos de TVE y RNE con los que había entrado en Kabul a bordo de una pick up -la del ente público porque la carraca en la íbamos Fran y yo había reventado en una cuneta y nos recogieron generosamente los televisivos- empotrada entre los guerrilleros de la milicia del norte y persiguiendo a los talibanes.

Y sentí, como todos, que se me desgarraba el corazón por el amigo perdido.

Ni pudimos rendirle honores ‘in situ’. Embalaron con premura el cadáver, lo metieron en un avión militar y lo despacharon hacía la base de Cuatro Vientos, en Madrid, donde llegó a las 19.00 horas del 22 de noviembre de 2001.

Lo fueron a recibir los que pudieron de los buenos: Gervasio Sánchez, Ramón Lobo, Fernando Quintela, Santiago Lyon, Javier Bauluz, Enric Martí…

 

Julio Fuentes y Alfonso Rojo en la guerra de Bosnia.

Fueron horas de gran tensión emocional. Miles de personas pasaron por la capilla mortuoria. Y en un ejercició de cinismo que sonroja, todos querían en el Tanatorio  formar parte de los íntimos de Julio aunque fueran de los que lo habían menosprecido hasta el insulto, jamás lo hubiesen visto o sólo se hubiesen cruzado con él en la máquina expendedora de refrescos.

Codazos se pegaron por agarrar el féretro, algunos con nombre conocido y puesto de relumbrón, que lo ponían a caer de un burro y jámas tuvieron el mínimo aprecio por él, pero así es la vida.

Arturo Pérez-Reverte, fino y sarcástico, como siempre, describió la escena casi con crueldad en un artículo titulado ‘La leyenda de Julio Fuentes’:

«Se habría partido de risa, el muy cabrón, si hubiera sabido de antemano lo que se iba a decir y a escribir sobre su fiambre. Hasta los tertulianos de radio y los periodistas del corazón estuvieron, los días que siguieron a su muerte, llamándolo compañero -nuestro compañero Julio Fuentes, decían sin el menor rubor- y glosando con toda la demagogia del mundo su compromiso moral con la información y su sacrificio casi apostólico en aras de la humanidad, la libertad, la igualdad y la fraternidad. […] Julio se habría carcajeado hasta echar la pota. Ni puñetera idea, habría dicho. Esos cantamañanas no tienen ni puñetera idea. Pero déjalos. A estas alturas me da lo mismo. Y además, qué coño. Suena bonito».