20 diciembre 1989

El dictador de la URSS, Mijail Gorbachov, condena la invasión norteamericana, pero no la impide

El presidente de Estados Unidos, George Bush, invade Panamá para derrocar al dictador Manuel Antonio Noriega

Hechos

El 20.12.1989 el Presidente de los EEUU, George Bush ordenó la invasión de Panamá para detener al General Manuel Antonio Noriega.

Lecturas

El diario EL MUNDO mandó al periodista D. Alfonso Rojo como corresponsal en aquel conflicto.

21 Diciembre 1989

La política de la cañonera

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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La invasión de Panamá por el Ejército de Estados Unidos es no sólo un disparate mayúsculo y una vulneración flagrante de los más elementales principios del derecho internacional, sino que además puede comprometer seriamente un futuro próximo de paz, libertad y democracia en aquel país.La operación lanzada por un cuerpo de ejército estadounidense de 24.000 hombres recuerda angustiosamente a la política del big stick, de la cañonera y el palo de principios de siglo, cuando todo el continente americano era considerado como zona de control exclusivo de Washington y cualquier nación latinoamericana disfrutaba, en la práctica, de soberanía limitada. Una política que infringe escandalosamente el espíritu de paz y de relajación de tensiones que preside este final de década y que niega el principio de solución pacífica de conflictos. Por lo demás, el que la acción no haya sido coronada por un éxito ínmediato, en proporción al número de efectivos comprometidos, pone al bord¿ del ridículo al Ejército norteamericano.

Según el propio presidente Bush, se trataba de lanzar una acción relámpago que permitiera capturar al general Noriega, dictador de Panamá. El objetivo era no sólo derrocarlo, como pretende EE UU desde hace dos años, sino llevarlo a territorio norteamericano para juzgarlo por sus presuntas conexiones con el narcotráfico. La falta de respeto a las normas internacionales que rigen en estos casos convierten al Gobíemo de Washington en policía, juez y carcelero en virtud del uso exclusivo de la ley del mucho más fuerte y le coloca a la altura del propio delincuente. ¿Cuál será la fuerza moral de Estados Unidos para condenar, a partir de ahora, a los fanáticos enviados al extranjero por determinados regímenes fundamentalistas para tomarse la justicia por su mano?

El presidente Bush ha asegurado que la invasión norteamericana de Panamá fue decidida atendiendo a otras tres razones, además de la captura de Noriega: la protección de los ciudadanos estadounidenses residentes allá, la restauración de la democracia usurpada por Noriega y la defensa del Canal. Ninguna de estas razones es nueva, ninguna es vital para Washington, es dudoso que alguna de ellas resuelva los problemas de los panameños y, hasta el momento, ninguna ha sido conseguida.

La dictadura de Noriega no es nueva. Tampoco lo es que los panameños padezcan la tiranía de unos protectores militares. No es inusual que en Panamá sean amañadas las elecciones, destituidos los presidentes, apaleados los vicepresidentes y conculcada violentamente la voluntad popular. Pero desde hace algunos meses EE UU ha cerrado todo camino a una solución pacífica y negociada que pusiese fin al Gobierno de un dictador cuyo único recurso era ya la violencia. Es como si el único enemigo del dictador Noriega fuera el Comando Sur del Ejército norteamericano instalado en la zona del canal de Panamá. Desde la primera presidencia de Ronald Reagan se hizo evidente que Washington encajaba mal el tratado Carter-Torrijos de 1977 sobre la devolución del Canal a los panameños en el año 2000, y ello se ha traducido en una multiplicación de la hostilidad hacia los gobernantes del istmo, lo que al final ha contribuido a fortalecer internamente la dictadura de Noriega. Con tan agresiva actitud, acentuada en los últimos meses, Estados Unidos ha cerrado además la vía a las soluciones pacíficas propugnadas por la comunidad internacional. No se dio oportunidad alguna a la misión de la Organización de Estados Americanos del pasado verano -que estuvo a punto de conseguir la retirada del dictador y la celebración de nuevas elecciones- y se ha impedido de hecho que actuara seriamente la presión internacional, instrumento más lento, pero más eficaz, para devolver al pueblo panameño sus derechos secuestrados. El ejemplo de la transición democrática en los países del Este de Europa -en tomo a la cual el consenso internacional ha jugado decisivamente- tendría que haber pesado, a este respecto, en el ánimo de los gobernantes norteamericanos.

Aun suponiendo que lleguen a controlar la situación y obtengan el reconocimiento internacional, los nuevos gobernantes panameños acceden al poder marcados por un pecado original difícil de expiar. Si bien legitimados políticamente por su neta victoria electoral de hace unos meses, llevarán siempre encima el estigma de haber sido impuestos por la fuerza de las armas de una potencia extranjera. Y ello, que va a excitar sin duda las fuertes tendencias nacionalistas ya presentes en Panamá, puede ayudar muy poco a reconstruir el país sobre la base de un consenso nacional imprescindible.

21 Diciembre 1989

El palo y la zanahoria

Alfonso Rojo

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El presidente George Bush afirmó ayer que dió la orden a sus tropas de invadir Panamá «una vez agotadas las vías diplomáticas». Entre los motivos que le determinaron a hacerlo, Bush citó por orden de importancia «la necesidad de proteger vidas norteamericanas» y el deseo de «llevar ante los tribunales de justicia» del país al general-traficante. Casi simultaneamente, el presidente cubano Fidel Castro atribuyó el desembarco al «incontenible deseo de los imperialistas de mantener su control sobre el Canal de Panamá». La postura de Castro, es exactamente la misma que durante meses ha aireado el general Noriega, tratando de buscar apoyos en su desigual lucha con el coloso estadounidense. A la luz de la historia reciente, resulta difícil admitir tanto la tesis de Bush como la que defienden a capa y espada Noriega y Castro. Los marines norteamericanos han desembarcado en Panamá por razones casi puramente internas y que tienen mucho más que ver con la política doméstica de los Estados Unidos que con la importancia estratégica que el Canal pueda tener para los norteamericanos.

George Bush, que fue director de la Agencia Central de Inteligencia durante bastante tiempo y vicepresidente de la nación ocho años, es un hombre que sabe mucho más de política exterior que Ronald Reagan. Su desgracia es que, desde el primer momento, ha aparecido ante la opinión pública como un político mucho más «debil» que su carismático predecesor. «The weak factor», como califican los poderosos medios de comunicación norteamericanos esta característica de Bush, jugó un importante papel en la campaña presidencial y planea como un incómodo fantasma sobre cualquier inquilino de la Casa Blanca. Jimmy Carter perdió estrepitosamente las elecciones frente a un ex actor llamado Ronald Reagan porque apareció ante el americano medio como un presidente incapaz de resolver a «mamporros» el complicado enredo de los rehenes de Teherán. A ningún experto le cabe la mínima duda de que el resultado de las urnas hubiera sido totalmente diferente si los atléticos muchachos de la «Fuerza Delta» hubieran retornado con éxito de la capital iraní después de rescatar a los rehenes de la embajada USA, en lugar de quedar mal parados sobre las arenas del desierto persa. Si el 25 de octubre de 1983, Reagan hubiera tenido como principal objetivo salvaguardar los intereses estratégicos de Estados Unidos en el hemisferio, en lugar de enviar sus soldados a Granada, los hubiera despachado con rumbo a la Nicaragua sandinista. Como el proposito era quedar bien ante los votantes y preparar las elecciones presidenciales del año siguiente, optó, con bastante sentido común, por invadir una pequeña isla caribeña en lugar de meterse de cabeza en el avispero centroamericano. El 14 de abril de 1986 repitió la jugada en el Mediterráneo, cuando en lugar de atacar a Siria o Irán, como patrocinadores evidentes del terrorismo internacional, prefirió lanzar los bombarderos de su flota sobre la «canija» Libia del coronel Gadafi. Ayer, 20 de diciembre de 1989, George Bush se limitó a reeditar la maniobra. Ajeno a los vertiginosos acontecimientos que están alterando el mapa de Centroeuropa, ignorando el giro radical de la política exterior soviética y la flexibilidad de Mijail Gorbachov, envió sus tropas a derrocar a un sangriento pero diminuto dictador bananero, un generalote que apenas contaba con diez mil soldados mal armados.

El precio exterior de la arrogancia norteamericana es enorme, pero es de sobra conocido que, en última instancia, lo que les preocupa a los presidentes norteamericanos no es lo que piense el mundo, sino la simpatía de los votantes de Kansas, Illinois, Misouri, Oklahoma, Ohio o Texas. Y a ellos que «corran en pelo» a Noriega les llena de entusiasmo. Alrededor de estas «simpatías» gira toda la política exterior norteamericana. Es la eterna ley del embudo. La Administración y el Congreso norteamericano se quedaron afónicos al denunciar la invasión soviética de Afganistan, pero aplauden entusiastas cualquier acción que deje claro a los ojos del mundo que con Estados Unidos no se juega. Durante años, Nicaragua ha temido que el gigante del norte dejara de dar arañazos al país con su constante ayuda a la contra y arremetiera con un definitivo zarpazo, que convirtiera en una página más de los libros de historia la revolución sandinista. Ayer, la diplomacia nicaragüense se esforzaba en conseguir que la comunidad internacional condenara sin paliativos la invasión, conscientes de que una vez peladas las barbas de Noriega hacía falta poner a buen remojo las de Daniel Ortega.

21 Diciembre 1989

El monstruo acorralado

Alfonso Rojo

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También se reseñan los «útiles trabajos» que realizó los trece años que fue jefe del «G-2», el servicio de inteligencia panameño, sus suministros de armas a la «contra» antisandinista, e incluso sus desvergonzados tratos con los traficantes de droga del «cartel» de Medellín, desde que se hizo con el poder en 1983. En los datos correspondientes a su perfil psicologico hay una frase que destaca: «En situaciones límite no se amiga. Como hacía Al Capone, en los momentos difíciles reacciona como el jabali y se lanza al ataque». Si alguien debía haber previsto que el general Noriega no iba a entregarse facilmente eran los servicios de inteligencia norteamericanos. A fin de cuentas lo tuvieron en nómina durante décadas. Por si a los expertos que han aconsejado al presidente George Bush les quedaba alguna duda, bastaba que hubieran echado un rápido vistazo a los informes de lo que ocurrió en Panama el pasado 3 de octubre. Ese día, un grupo de oficiales encabezados por el mayor Mosisés Giroldi se levantó en armas contra el general. Lograron incluso sitiarlo en su despacho del cuartel general. Noriega debió ver muy cerca las tres horas que permaneció en poder de los sublevados, pero mantuvo el tipo. Cuando todavía Giroldi controlaba el acuartelamiento, en lugar de amilanarse, le insultaba. Le acusaba a voces de no tener «bolas» y le retaba gallardamente a disparar. Nunca ha quedado muy claro si fueron los gritos o la confusión del momento, pero lo cierto es que los golpistas no se atrevieron a ir hasta el final. Llegaron las tropas del «Batallón 2.000», fieles al dictador y la situación dió un vuelco. Después, algunos oyeron a Noriega, ya dueño de la situación, increpar a gritos a Giroldi: «¡Matate! ¡Matate o te mato yo!. El terrible general cumplió una vez más su palabra. Cuando los familiares de Moisés Giroldi levantaron la tapa del ataud para ver por última vez su cuerpo, se encontraron con un espectáculo espeluzanante. El cadaver apartecía literalmente taladarado de balazos, tenía resuqebrajado el cráneo y rotas las piernas y las costillas. La lenta y dolorosa agonía del oficial rebelde, en el cuartel del «Batallón 2.000» fue supervisada personalmente por el vengativo Noriega.

Entre accesos de rabia y botellas de ron, el general mandó sumariamente al otro mundo a más de medio centenar de soldados implicados en el frustrado golpe. En algunos casos, como en el del capitán Nicasio Lorenzo, uniendo el sarcarmo a la crueldad. En el caso de Hugo Spadafora, el ex viceministro de Salud de Torrijos que colaboraba con los sandinistas, eliminado por Noriega hace varios años, la salvaje tortura fue acompañada de la sodomización. Todos estos hechos son tan tenebrosos que ni siquiera a los obtusos asesores de la Casa Blanca se le pueden haber pasado por alto. En la puerta del despacho del general cuando era jefe del «G-2», colgaba un cartel que decía: «Si tu enemigo se rinde es porque no ha podido matarte». Noriega es un «amoral», pero resulta bastante «coherente». Haciendo reiterada gala de esa «filosofía» que le caracteriza, lo esperable, es que haga todo lo posible por denotar a los norteamericanos.

21 Diciembre 1989

Bush contra Noriega

Antonio Caño

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El general Manuel Antonio Noriega llevó a Estados Unidos a la primera intervención militar en territorio continental americano desde hace dos décadas. La actitud del jefe militar panameño y la cadena de errores de la política norteamericana han abocado a la Administración de George Bush a resolver por las armas la crisis surgida hace dos años y medio con quien hasta entonces fue uno de sus mejores aliados.

Hasta llegar a esta solución límite, Estados Unidos había ido labrando cuidadosamente el terreno a base de la presión económica y el aislamiento internacional contra el hombre que un día fue colaborador del Pentágono y a quien la justicia norteamericana reclama hoy por su presunta participación en el lavado de dinero procedente del narcotráfico.La intervención norteamericana en Panamá es, en buena medida, el reconocimiento de la incapacidad de Estados Unidos para manejar una crisis a la que nunca supo dar el tratamiento político adecuado. No es que los medios pacíficos hayan sido agotados en Panamá; es que Estados Unidos nunca supo hacer uso de ellos. Los sucesos desencadenados ayer son también la culminación de una estrategia de Noriega que siempre puso por delante su seguridad personal a la estabilidad en Panamá.

La crisis política panameña surge, en realidad, con el golpe de Estado protagonizado en 1968 por Omar Torrijos. El torrijismo, que conquistó mucho respaldo en el exterior, nunca consiguió vencer la resistencia de la sociedad civil a los militares que, desde ese momento, ocuparon los puestos de dirección del país.

Esta es la crisis real, el conflicto que mantiene dividida a la sociedad panameña. Pero la otra crisis, la que preocupó a Estados Unidos y la que provocó los sucesos de ayer, saltó a la luz en junio de 1987 con las declaraciones del coronel Roberto Diaz Herrera contra el general Noriega, que para entonces había concentrado casi todo el poder en sus manos.

Las acusaciones de Diaz Herrera -corrupción, fraude electoral, asesinato del opositor Spadafora- fueron inmediatamente respaldadas por Estados Unidos, que montó un verdadero cerco legal y político contra Noriega, a quien el entonces presidente Ronald Reagan identificó rápidamente como su enemigo número uno.

Las razones verdaderas por las que se rompió la amistad entre Noriega y Washington nunca han sido esclarecidas. Noriega dijo desde el primer día que Estados Unidos le declaró la guerra desde que se negó a prestar el territorio panameño para una acción armada contra Nicaragua. El argumento parece insuficiente y, por lo demás, nunca fue demostrado por el propio Noriega. Pero tampoco resulta fácilmente verosímil la explicación norteamericana de que se enfrentó a Noriega cuando, de repente, descubrió que se dedicaba al narcotráfico y que no gobernaba democráticamente.

Un mero subordinado

Con la arrogancia de quien cree tratar con un mero subordinado, Reagan pidió a Noriega su renuncia sin condiciones. Noriega, que se resistió siempre a convertirse en rival de sus antiguos aliados, pidió la negociación mientras consolidaba su poder en el seno de las Fuerzas de Defensa.

La oposición, animada en esos momentos por el empuje de la protesta popular y por la mala información norteamericana, hizo uso de la misma arrogancia, convencida desde 1987 que el final de Noriega era inminente.

Una tras otra se fueron anulando todas las gestiones negociadoras y uno tras otro fueron cayendo los plazos que anunciaban la caída irremediable del general panameño. Cuando Noriega sólo pedía un retiro con dignidad y una solución honorable del conflicto, los norteamericanos y la oposición contestaban que dar tres meses a Noriega para su retirada era mucho tiempo.

El pueblo se desmoralizó y se retiró de las calles, la oposición abandonó la actividad y dejó a Estados Unidos mano a mano con Noriega. La presión económica, el incremento de la presencia militar en las bases del Comando Sur no sirvieron para retirar a Noriega, que confiaba en el tiempo y en la inviabilidad de una intervención militar directa norteamericana.

Confiado en su recuperación, Noriega aceptó el reto de las elecciones del 7 de mayo de 1989, donde la candidatura de sus hombres de paja fue estrepitosamente derrotada por la oposición, encabezada por Guillermo Endara, Ricardo Arias Calderón y Guillermo Ford.

Ese día Noriega empezó verdaderamente acabar su fosa. Para mantenerse en el poder tuvo que anular los comicios en medio del escándalo internacional. Como consecuencia, Noriega se radicalizó: formó grupos paramilitares que golpearon salvajemente a uno de los candidatos opositores, impuso un clima de terror en la calle y abolió las libertades que subsistían.

Noriega perdió, por ello, el poco respaldo internacional que le quedaba y ayudó a EE UU a crear un bloque de las democracias latinoamericanas y europeas contra el régimen de Noriega. Caía Stroessner, caía Pinochet… y Noriega permanecía como el único dictador militar de América Latina.

La radicalización de Noriega lo empujó hacia un discurso nacionalista vacío, a crear instituciones artificiales y antidemocráticas y a concentrar, desesperadamente, todo el poder en torno a sí mismo. El último escalón en esta línea fue su proclamación como jefe de Gobierno por una fantasmagórica Asamblea de Representantes de Corregimiento.

Noriega se había lanzado desde mayo pasado por un tobogán cuyo final tenía que ser necesaria mente trágico. El mundo entero se había ya lavado las manos sobre la crisis panameña. Cualquier gobernante latino americano al que se preguntase sobre la situación en el istmo se negaba en los últimos meses a comprometerse con un comentario. El Gobierno español, que fue muy activo en el inicio de la crisis en la búsqueda de una solución negociada, también se había retirado ya de lo que ahora es un campo de batalla.

Situación sin retorno

Con toda probabilidad, Noriega sabía que conducía a su país a una situación sin retorno; nunca le importó. Absorto en su extraña personalidad, el general quería vengarse de quienes le abandonaran. EE UU también parecía querer, a juzgar por su política de los últimos años, una demostración de fuerza militar. Algunas medidas de Washington contra Noriega llevaban a veces a pensar que seguían siendo aliados. El último ejemplo fue el 3 de octubre de pasado cuando los norteamericanos animaron a un grupo de oficiales panameños a levantarse contra Noriega y después los abandonó a su suerte.

En el mismo capítulo de los errores norteamericanos hay que mencionar también los errores de la oposición panameña. Final mente, Endara y Arias Calderón acarician su viejo propósito de llegar al poder de la mano de EE UU; el tiempo dirá qué precio tendrán que pagar por eso.

Desde hacía meses la oposición se había limitado a esperar este momento. Desde mayo pasado, la oposición había renunciado a todo acto de protesta. Hasta ese momento, los dirigentes de los partidos políticos de centro derecha se habían negado a cualquier solución negociada sin la dimisión previa del general Noriega. Con su obsesión inicial por ver a Noriega arrodillado y en prisión, la oposición forzó a Noriega al radicalismo y, lo que es peor, obligó a los militares a solidarizarse con su jefe. Cuando Endara y Arias Calderón admitieron la posibilidad de que Noriega se quedase en Panamá ya era demasiado tarde.

Pese a los dos intentos, minoritarios y mal organizados, de golpe militar, el general Noriega ha mantenido siempre el control de las Fuerzas de Defensa, a las que convenció de que él representaba la única garantía de supervivencia de la institución. Su nacionalismo de última hora nunca convenció al pueblo, pero sirvió para aglutinar al Ejército Llama la atención el hecho de que, finalmente, los norteamericanos hayan decidido poner fin al calvario al que Noriega les tenía sometidos.

27 Diciembre 1989

Dos dictaduras menos

Manuel Blanco Tobío

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De una sola tacada dos dictaduras, la rumana de Ceuacescu y la panameña de Noriega, han sido barridas del mapa, dos dictadores han hecho mutis por el foro, el rumano de una manera violenta, ante el pelotón de ejecución y el panameño, refugiándose en la Nunciatura en su país. De forma que, por una vez ha ganado los buenos.

Sobre los acontecimientos de Rumania, quizás los más trágicos desde la Comuna de París, no hay dudas sobre de qué lado estaban las simpatías del mundo, pero el caso de Panamá es más complicado en materia de simpatías y adhesiones. Como la historia y la vida aman las paradojas, el fin de la dictadura de Noriega llegó por la vía rápida y no deseada de una intervención extranjera, la norteamericana, con lo que a cualquier conciencia se le plantea un interrogante: ¿Es lícito acabar con una dictadura mediante una invasión extranjera? La respuesta de la opinión pública mundial, en su inmensa mayoría, aunque con excepciones cualificadas – la de Gran Bretaña y Francia – fue de condenación a los Estados Unidos. Pero salvada esta cuestión de principio, tan delicada como la de si los ángeles tienen sexo, sólo ha habido universal regocijo ante la buena nueva de que Noriega se ha ido a hacer gárgaras. Nadie ha distinguido en esto los medios de los fines, y sólo ahora, cuando ven a Noriega desarmado y en busca de asilo político, la gente parece darse cuenta de que los norteamericanos fueron a Panamá para acabar con la dictadura y el dictador, así que nos halamos ante un caso en el que hay que preguntarse si el fin justifica los medios.

¿En qué forma van a evolucionar ahora políticamente Rumanía y Panamá? Lo de este último páis parece estar bastante claro. Es cierto que las elecciones celebradas todavía bajo la dictadura de Noriega, y a renglón seguido anuladas por él, no pudieron seguir un curso normal: como igualmente es cierto que hubo irregularidades en el hecho de que Guillermo Endara jurase su cargo y tomase posesión de él en circunstancias muy excepcionales, pero ahora mismo la presidencia de Endara parece indiscutible, y lo que seguramente vamos a ver será la puesta en marcha de una democracia tradicional. Los EEUU no transigirían con otra cosa.

En cuanto a Rumanía, es de esperar que seguirá la pattern o configuración que se ha visto virtualmente en todos los países del Este en su camino de vuelta a la democracia. Primer paso: arrebatarle al PC su exclusividad en el uso del poder, compartiéndolo con la oposición. Segundo paso: intento del PC de seguir mandando, para lo cual cambiará de nombre y si es preciso de sexo, pero no engañando a nadie. Tercer paso: desenmascaramiento del PC y defenestración del hombre de paja que haya elegido. Y cuarto paso: anuncio de propósitos democratizadores y de próximas elecciones libres. El año que comienza dentro de unos días estará lleno de esta clase de elecciones.

En lo que se refiere a las relaciones entre Rumanía y la Unión Soviética, el Comité de Salvación Nacional, que ha sustituido a la dictadura, ya anunciado que Rumanía respetará todos los tratados que la vinculan al Pacto de Varsovia. Puesta la vela a la democracia hay que aceptar en el Este de Europa.

Pluralismo y economía de mercado están siempre en los proyectos de reconversión democrática, pero no hay que pensar en que todos los países de la Europa del Este van a evolucionar de la misma manera. El punto de partida es el mismo, pero no el de llegada, porque hay gran divergencia histórica, étnica y cultural entre ellos.

Manuel Blanco Tobío