4 noviembre 1983

El Presidente de Sudáfrica , Pieter Botha, acepta reformar el apartheid, pero rechaza abolirlo

Hechos

En noviembre de 1983 el Gobierno de Suráfrica organizó un referendum sobre el apartheid.

04 Noviembre 1983

La reforma gris del hombre blanco

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera)

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EL GOBIERNO surafricano de Pieter Botha ha obtenido una gran victoria con el resultado del referéndum convocado sobre la próximáreforma constitucional, en la que se contempla un cierto suavizamiento del sistema de apartheid o segregación política de las razas. El líder reformista surafricano quiere, por añadidura, presentar a la opinión pública mundial la aprobación de las reformas que suponen la creación de dos nuevas cámaras -una para los ciudadanos de origen mestizo y otra para los de procedencia asiática- como un triunfo del centrismo, del camino intermedio entre el establecimiento del principio un hombre, un voto, que daría a los negros la supremacía electoral, y el congelamiento de una situación en la que todos los no blancos -unos 22 millones, contra los cuatro míllones de descendientes de colonos europeos- están políticamente sometidos a una exigua minoría. En realidad, desde cualquier punto de vista que se le mire, la propuesta aprobada no es sino una ominosa consolidación de la más repugnante de las políticas imaginadas por el hombre en toda su historia, y que han hecho acreedor al régimen de Pretoria a un lugar de honor, entre la delincuencia internacional: el apartheid.

Ante esa incitación del primer ministro Botha, que tenía que combatir una escisión por su derecha de los que no aceptan ningún tipo de reparto de poder con los negros, el electorado blanco ha respondido de manera positiva. Incluso una buena parte de los seguidores del Partido Federal Progresista, contrario al apartheid, ha desoído el llamamiento de sus dirigentes al no. En ese sentido, no cabe duda de que el apartheid con rostro humano tiene un cheque bastante en blanco para intentar restablecer puentes con aquella parte del mundo occidental, notablemente con la Administración del presidente norteamericano, Reagan, que sólo está deseando una salida o un pretexto que le permita estrechar lazos con el Gobierno de Pretoria. Por esa misma razón hay que subrayar que las reformas de Botha, lejos de plantear un nuevo enfoque de la cuestión racial en Suráfrica, sólo pretenden consolidar una situación largamente condenada por todas las instancias internacionales, atrayendo a la mouvance de la minoría blanca la defensa de los intereses de todos aquellos que, sin ser blancos, no llegan a calificarse dentro de la ominosa categoría de negros.

Después de las conmociones políticas que ha sufrido el África austral con el derrumbamiento del imperio colonial portugués y la independencia de la blanca Rhodesia, convertida en la negra Zimbabue, los cuatro millones de surafricanos que se consideran descendientes de los primeros colonos europeos vienen padeciendo crecientemente del sentimiento del cerco internacional a que les somete su política segregacionista, redoblado por la pérdida de las colonias de Lisboa. Ante ese ahogo vital, los más audaces del partido eternamente en el Gobiemo, el Nacional, iniciaron ya bajo el mandato de John Vorster una apertura que trataba de suprimir el llamado petty apartheid -las restricciones menores, como la segregación de instalaciones de recreo- y ha sido continuada por su sucesor, Pieter Botha, con éxito de público por el momento.

Pese a tanta esgrima, sin embargo, harían mal los votantes del centrismo surafricano en confortarse con visiones de reforma indolora, incolora e insípida, puesto que ni siquiera entre los mestizos y asiáticos hay nada parecido a la unanimidad en cuanto a la conveniencia de aceptar esa supuesta mano tendida del hombre blanco. En lo tocante a la gran masa de población negra, a la que se pretende acantonar en los bantustanes -supuestos Estados independientes enclavados dentro de las fronteras surafricanas-, nada tan ridículamente cosmético puede contentar incluso a los más moderadosde sus líderes. El jefe de la nación zulú, Gatsha Buthelezi, en todo contrario a la revolución que llevaría al poder a sus hermanos de raza, es el primero en pasar aviso de que ninguna reforma que mantenga el plan de la segregación inhumana del hombre negro hará otra cosa que seguir avivando las brasas de la desobediencia civil hoy y quizá del desastre colérico mañana.

En el mejor de los casos, Botha ha comprado tiempo, pero no paz. Y sigue vendiendo miseria moral, represión política y desvergüenza intelectual. Este primer paso, que se pretende final, no puede conducir a la pacificación, de los espíritus, aunque sí al fácil contentamiento de un sector del establishment norteamericano, preocupado por el aislamiento internacional de Pretoria en unos momentos en que Reagan parece querer prepararlo todo en este mundo a la medida de sus particulares deseos, difícilmente identificables ya con los deseos y los ideales tradicionales de Orcidente.

14 Diciembre 1984

El intolerable 'apartheid'

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera)

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SE HA colocado de nuevo en el centro de la actualidad internacional la necesidad de poner fin al sistema racista del apartheid, que condena a la población negra de África del Sur, la inmensa mayoría del país, a una discriminación y a unas persecuciones incompatibles con los principios jurídicos proclamados en la Carta de las Naciones Unidas. Uno de los cambios más profundos que se han producido en el mundo, después de la II Guerra Mundial, ha sido el fin del colonialismo. Incluso en EE UU, donde estaban tan arraigadas las barreras de la discriminación racial, éstas han ido desapareciendo en una proporción apreciable. Todo lo cual crea una amplia base social para que las persecuciones racistas en África del Sur despierten una indignación que desborda las fronteras de los partidos de izquierda. No se dan casos muy frecuentes en la derecha europea de políticos capaces de pedir «mayor comprensión» hacia los gobernantes surafricanos, como hizo Manuel Fraga Iribarne en fecha no lejana.En el curso de los últimos tiempos, el actual presidente de la República Surafricana -entonces jefe del Gobierno-, Pieter Botha, ha iniciado una política nueva en las relaciones con los regímenes revolucionarios, marxistas-leninistas, nacidos de la lucha anticolonial, instaurados en Mozambique y Angola; de una situación de ruptura total, casi de guerra, se ha pasado a unas negociaciones que han desembocado en acuerdos interesantes. EE UU, a través del secretario de Estado adjunto, Crocker, ha intervenido activamente en ese proceso. En marzo pasado se concluyó un acuerdo de cooperación entre África del Sur y Mozambique. Con Angola se ha firmado un acuerdo para la retirada de las tropas surafricanas del sur de dicho país; están en curso negociaciones sobre Namibia, que sigue ocupada por tropas surafricanas, violando de las resoluciones de la ONU. No conviene exagerar la eficacia de los acuerdos mencionados; aún no han dado, en temas esenciales, los resultados previstos; no ha cesado la ayuda surafricana a grupos rebeldes que actúan en Mozambique y Angola. Sin embargo, el clima es diferente: hay negociaciones en marcha; hablan las personas y no los cañones. Esa zona -considerada hasta hace poco por Washington como teatro probable de nuevas agresiones soviéticas- tiende a marginarse de la tensión Este-Oeste.

Paralelamente, el Gobierno de Pretoria ha puesto en marcha, el verano pasado, una reforma constitucional, creando dos nuevas cámaras en el Parlamento: una, elegida por los mestizos, y otra, por la población originaría del subcontinente indostánico. Pero esa reforma ha fracasado: en primer lugar, la abstención en la elección de las citadas cámaras fue abrumadoramente mayoritaria. Más aún, esa pequeña reforma ha servido sobre todo para poner aún más en evidencia la injusticia radical de un sistema que niega el derecho de voto y los derechos jurídicos y humanos más elementales a los casi 20 míllones de negros, es decir, el 70% de la población. Así, en las últimas semanas, la población negra ha desarrollado una creciente actividad de protesta civil, con un apoyo considerable de otros sectores de la población. El llamado Frente Democrático Unido agrupa a unas 700 asociaciones y movimientos multirraciales, coincidentes en la lucha contra el apartheid. No se trata ya de acciones de grupos armados, sostenidos desde los países revolucionarios vecinos. Son acciones políticas de masas, reuniones y asambleas, manifestaciones y huelgas, a través de las cuales la gran mayoría negra reivindica su derecho a gozar de los derechos políticos elementales que hoy les son negados. El Gobierno ha reaccionado con una represión brutal. Por primera vez desde hace 25 años el Ejército ha sido empleado para peinar poblados negros. La policía ha realizado detenciones en masa sin ninguna razón, incluso asesinatos y violaciones para sembrar el pánico. Las cosas han llegado a tales límites que la conferencia de los obispos católicos de África del Sur ha publicado un documento recogiendo casos estremecedores de la brutalidad de la policía. Monseñor Hurley, presidente de dicha conferencia, ha declarado que «se está desarrollando un estado de guerra».

La concesión del Premio Nobel de la Paz al obispo anglicano de El Cabo, Desmond Tutu, ha contribuido a dar mayor relieve a la denuncia ante la opinión mundial de esta situación intolerable en la que se encuentran los negros de África del Sur. En EE UU el movimiento de protesta ha alcanzado una gran amplitud, con manifestaciones ante la Embajada surafricana en Washington, y en numerosas ciudades, ante los consulados de dicho país. La presión sobre Reagan para que renuncie a su política de blandura con el presidente Botha es muy fuerte; incluso 35 congresistas republicanos han escrito al embajador de África del Sur amenazando con sanciones económicas. Es evidente que la pseudorreforma intentada por Botha ha sido un fracaso; no ha logrado ensanchar su base social, sino que ha provocado una protesta mayor.