15 enero 1984

El partido, que recibe financiación directa de la dictadura de la Unión Soviética, se denominará PARTIDO COMUNISTA DE LOS PUEBLOS DE ESPAÑA tras un pleito por las siglas 'Partido Comunista' con el PCE

Congreso constituyente del Partido Comunista prosoviético liderado por Teodoro Ignacio Gallego Bezárez, finalmente denominado PCPE

Hechos

  • En enero de 1984 se celebró el congreso constituyente del Partido Comunista de los Pueblos de España (PCPE) con D. Ignacio Gallego como Secretario General.

Lecturas

El 15 de enero de 1984 se celebra el congreso constituyente del nuevo partido comunista dirigido por D. Teodoro Ignacio Gallego Bezárez y con los dirigentes prosoviéticos que abandonaron el PCE. El partido se difine ‘leninista’ y ‘anticapitalista’ se define inicialmente como Partido de los Comunistes hasta que un recurso legal del PCE fuerza a cambiar la denominación el 27 de enero de 1986 adoptando el nombre de Partido Comunista de los Pueblos de España (PCPE).

Su secretario general es D. Ignacio Gallego Bezárez y en su Comité Central figuran entre otros D. Fidel Alonso, D. Pera Ardiaca Martí, D. Francisco García Salve, D. Fernando Sagaseta Cabrera y D. Antonio Gades (marido de la actriz, María José Flores ‘marisol’, que estuvo presente en el congreso). También pertenecen a este partido el andaluz D. Antonio Romero Ruiz y los madrileños D. Ángel Pérez Martínez y D. José Antonio Moral Santín.

D. Ignacio Gallego: «Señores capitalistas, ustedes simpatizan con el imperialismo americano, respeten nuestro derecho a simpatizar con la Unión Soviética».


Junto al Sr. Gallego, en el Comité Central del PCPE figurarán también D. José Moral Santín, Pere Ardiaca (PCC), D. Fernando Sagaseta (ex UPC) y el sacerdote D. Francisco García Salve.

consejero_moralSantin D. José Antonio Moral Santín, líder de los pro-soviéticos en Madrid.

Ardiaca D. Pere Ardiaca, jefe de los pro-soviéticos en Catalunya.

sagaseta D. Fernando Sagaseta, jefe de los pro-soviéticos en Canarias.

16 Octubre 1983

El tercero en discordia

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera)

Leer

LA CRISIS del PCE es una interminable caja de sorpresas. La última novedad, la dimisión de Ignacio Gallego como miembro del Comité Ejecutivo y del Comité Central, puede ser interpretada como la espectacular salida a la palestra de un tercero en discordia resuelto a disputar a Gerardo Iglesias y a Santiago Carrillo la primogenitura de la familia comunista.Al comienzo de la transición, las expectativas de unos resultados electorales qué reflejaran parlamentariamente el sostenido esfuerzo de lucha del PCE en la clandestinidad mantuvieron en suspenso los conflictos ya incoados dentro de la organización. Cuando los comicios de 1977 y 1979 mostraron el carácter irremediablemente minoritario de la opción comunista, algunos dirigentes del PCE -encabezados por Santiago Carrillo- trataron de resolver la contradicción existente entre un anquilosado cuerpo de doctrina, acuñado durante las décadas de los veinte y los treinta, y las demandas, preferencias y sentimientos de la sociedad española contemporánea. El rechazo de algunos principios de la III, Internacional -la dictadura del proletariado, el marxismo-leninismo, el internacionalismo proletario, el papel dirigente de la Unión Soviética- trató de ahorrar a los electores españoles las ruedas de molino de más dificil digestión. Pero la retirada de esos viejos cimientos, al no ser sustituidos por otros nuevos, sólo consiguió que se tambaleara el edificio entero.

De un lado, los comunistas de estricta obediencia consideraron traicionadas las creencias tradicionales que les habían ayudado a sobrevivir durante su largo calvario de cárceles, exilios y persecuciones. La multiplicación de sectas marxistas-leninistas de obediencia soviética -entre otras, la dirigida por Enrique Líster- fue la respuesta organizativa a esa desilusión generalizada; la secesión del PSUC del grupo titulado Partido de los Comunistas Catalanes representó la manifestación más espectacular de ese regreso a los orígenes. De otro lado, los llamados renovadores, derrotados en el 102 Congreso y expulsados en el otoño de 1981, exigieron sin éxito que se extrajesen las conclusiones lógicas de las nuevas premisas eurocomunistas que la dirección oficial del PCE trataba de administrar en provecho propio.

Se produjo, después, la hecatombe electoral del 28 de octubre de 1982, que rubricó el fracaso de Santiago Carrillo, pese a sus indudables cualidades como profesional de la política y a su valiosa contribución a la consolidación de la Monarquía parlamentaria. Su dimisión de la secretaría general del PCE, movimiento táctico obligado por el peso de la derrota electoral, y la designación de Gerardo Iglesias como su tutelado heredero acabó en un nuevo fiasco. El nuevo secretario general, antiguo minero y hombre de confianza de Carrillo durante años, rechazó la subalterna posición a que le condenaba la, teoría de la bicefalia,. resolvió ejercer por cuenta propia su recién estrenado cargo y asumió con audacia sus difíciles funciones. La relativa recuperación del PCE en las elecciones locales de mayo de 1983 parecía confirmar el acierto de su gestión.

La contraofensiva de Santiago Carrillo no se hizo esperar y se desplegó sorprendentemente desde el flanco izquierdo. De esta forma, el hombre que se concertó con UCD para hacer la garra de tenaza contra el PSOE durante la primera legislatura, que promovió los pactos de la Moncloa, que se pronunció a favor de los acuerdos militares con Estados Unidos, que criticó ferozmente a la Unión Soviética y que preconizó las virtudes de un Gobierno de concentración que incluyera ministros comunistas y de Alianza Popular, se erigió, desde el momento mismo en que Felipe González ocupó la presidencia del Gobierno y Gerardo Iglesias mostró su independencia como nuevo secretario general del PCE, en el teórico de un brusco basculamiento a babor que incluía el ataque frontal contra los socialistas y el reverdecimiento dé los viejos amores por la política exterior de Moscú.

Sin embargo, la salida a escena del cauto Ignacio Gallego, un líder de la vieja guardia comunista, con lazos muy estrechos con los comunistas franceses y con los dirigentes soviéticos, puede frustrar la. estrategia de Santiago Carrillo de movilizar en torno suyo a los partidarios de un drástico endurecimiento del PCE frente al Gobierno socialista y del alineamiento con la Unión Soviética. La larga misiva de Ignacio Gallego al Comité Ejecutivo del PCE, en la que resuenan las viejas voces familiares de la III Internacional staliniana, significa, a la vez, la ruptura en el presente con Gerardo Iglesias y con los eurorrenovadores y la denuncia en el pasado de Santiago Carrillo y de los eurocomunistas. De un lado, «un conjunto de personas elevadas a la dirección del partido por Santiago Carrillo, apenas se han visto con los resortes del poder en las manos se han alzado con el santo y la limosna». De otro, «Santiago Carrillo, indignado por la deslealtad de quienes creía sus fieles, no acepta el papel de segundón en el que éstos pretenden confiarle». Pero unos y otros merecen parecida condena. Mientras el eurocomunismo carrillista «ha producido un gran daño» y su fracaso «es patente», el éxito del «proyecto eurorrenovador» de Gerardo Iglesias significaría «la liquidación del PCE». Frente a los intentos de «personalizar la discusión, colocando a los comunistas ante un falso dilema: o estar con Iglesias o estar con Carrillo», Ignacio Gallego condena «el culto a la personalidad» y alza su propia bandera.

El documento constituye, así, una fervorosa proclama en pro de las viejas concepciones bolcheviques, que fueron, durante más de medio siglo, las señas de identidad dé los comunistas españoles. Ignacio Gallego ratifica su «identificación con los principios del marxismo-leninismo y del intemacionalismo proletario», indeclinables para «el partido de vanguardia de la clase obrera», y cuyo olvido «conduce invitablemente a la confusión, al practicismo y, en defintiva, al reformismo envuelto en uno u otro ropaje». Gallego argumenta que el abandono del leninismo («los nombres y la obra de Marx y Lenin son inseparables»), la marginación de la vieja guardia («uno de los errores más graves que hemos cometido»), los pactos de la Moncloa y las barbaridades propagadas contra la Unión Soviética no sólo no aumentaron la influencia del PCE, sino que lo llevaron al fracaso electoral y a la pérdida de dos tercios de militantes. Pero la función última del mensaje es servir de llamamiento a un ‘»congreso de clarificación ideológica y de unidad de los comunistas» que recupere para la militancia a quienes abandonaron el PCE, reimplante el «centralismo democrático», apruebe «un programa revolucionario» y restableza «los principios teóricos, políticos y organizativos» que -«basta conocer el abecé del marxismo»- dan «coherencia y unidad» al Partido Comunista de España. De esta forma, Ignacio Gallego presenta formalmente su candidatura a máximo dirigente de un nuevo partido comunista -el verdadero- en el que confluyeran los gruspúsculos marxistas-leninistas hoy desperdigados y los militantes del PCE que, desengañados tanto de Carrillo como de Iglesias, añoren las viejas certezas doctrinales y echen de menos la figura protectora de la Unión Soviética. No es fácil saber a quién perjudicará más, dentro de la familia comunista, la aparición de este tercero en discordia, pero es seguro que la división interna del PCE aliviará al PSOE de la presión que desde la izquierda se realiza contra la política del Gobierno en terrenos tan sensibles como la reconversión industrial, el movimiento por la paz, el desempleo y las libertades públicas.