6 diciembre 1983

El diario EL PAÍS logró filtrar la sentencia antes de que la hiciera pública el propio Tribunal

El Tribunal Constitucional presidido por García Pelayo ratifica la legalidad del decreto-ley que liquidó RUMASA en una sentencia filtrada a la prensa

Hechos

En diciembre de 1983 el Tribunal Constitucional dictaminó que el decreto-ley que expropió RUMASA fue Constitucional.

06 Diciembre 1983

La resaca de una noticia

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián)

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La sentencia del Tribunal Constitucional desestimando el recurso de inconstitucionalidad contra el decreto-ley de expropiación de Rumasa no puede ni debe ser comentada hasta el conocimiento puntual de la misma, si se quiere hacer un análisis riguroso. Valga como primera reflexión que la sentencia debe ser acatada y aceptada, como es lógico, por todas las instituciones y personas dispuestas a que la convivencia política y civil de la sociedad española se desenvuelva en el marco del Estado de derecho trazado por la Constitución de 1978, que hoy conmemoramos. Acatamiento que no empece la crítica. Las consecuencias económicas y el alcance social de la expropiación de Rumasa, la gravedad de la medida tomada por el poder ejecutivo, el posterior desvelamiento de las irregularidades del holding, el exilio voluntario, el procesamiento y las declaraciones de José María Ruiz Mateos y las implicaciones políticas de la decisión admiten muchas valoraciones, todas ellas respetables. Una sentencia jurídica no tiene por qué levantar un coro de unanimidades. Pero la diferencia entre un sistema democrático y cualquier otra forma de organización política es el acatamiento por todas las fuerzas sociales y por los ciudadanos de las decisiones adoptadas por quienes tienen la legitimación para hacerlo.Al margen, pues, la sentencia misma, sobre la que entraremos cuando sea puntualmente conocida, merece una reflexión la insensata campaña que se ha puesto en marcha para desprestigiar al Tribunal Constitucional cuando se sugiere que su decisión es el resultado de presiones o intimidaciones del Gobierno o de otras instancias. De manera totalmente incongruente, esa ofensiva desestabilizadora incorpora a su innoble causa una absurda interpretación del adelanto realizado por EL PAÍS el pasado domingo, cuando la sentencia había sido ya firmada, era un hecho irreversible y sólo el anexo de los votos particulares demoraba su publicación. La historia del periodismo está repleta de primicias informativas de este género. Hoy ha sido EL PAÍS, y mañana será otro medio quien obtiene una noticia. Saltar de ahí a la histeria, reclamando cabezas y acusando nada menos que de perjuros -como algún colega ha hecho- a los magistrados del tribunal nos parece tan ridículo que resulta incomprensible.

No llegamos a comprender cómo puede desprestigiarse al Tribunal Constitucional porque un periódico obtenga una buena información. Antes contemplamos que está siendo desprestigiado de forma intencionada o irresponsable. A lo largo de las últimas semanas, EL PAÍS ha cerrado sus columnas a cierto tipo de presiones subliminales sobre el Tribunal Constitucional, que disfrazaban sus objetivos intoxicadores con apariencias informativas y que han recibido profusa atención en otros medios -en su derecho están, por lo demás- Sólo cuando la sentencia estaba firmada hemos adelantado el sentido del veredicto, su gestación y su fundamentación jurídica esencial, de acuerdo con las informaciones que seis diferentes personas de esta redacción han podido obtener y contrastar. En cambio, no salió en nuestras páginas el rumor, de intención claramente descalificadora, sobre la imaginaria entrevista que habrían celebrado el presidente y vicepresidente del Tribunal Constitucional y el presidente y vicepresidente del Gobierno para guisarse y comerse la sentencia, rumor que ha circulado por la Prensa española con asombrosa desenvoltura. E incluso las conclusiones de los dictámenes encargados por la familia Ruiz-Mateos a diversos abogados, lógicamente favorables a su cliente, han sido presentados como verdades jurídicas incontestables. La noticia sobre un hecho ya producido es algo deontológicamente bastante distinto de las elaboraciones periodísticas en las que las conjeturas son presentadas como informaciones y los juicios de valor suplantan a los juicios de realidad. Las noticias no desprestigian a nadie. Los bulos tratan de hacerlo, pero tampoco lo consiguen si quienes los lanzan son conocidos ya en el mentidero.

Si la sentencia del Tribunal Constitucional debe ser acatada, una de las formas de desacatarla es arrojar infundios y acusaciones gratuitas contra los magistrados. Una pelea menor y de amor propio entre profesionales de la información no debería tener la desmesurada consecuencia de afectar al prestigio de una institución básica de nuestra Monarquía parlamentaria.

05 Diciembre 1983

Grave desprestigio del Tribunal Constitucional

ABC (Director: Luis María Anson)

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La alta preparación jurídica de los miembros del Tribunal Constitucional supone la mejor garantía de sentencias conforme a Derecho. Si en lo referente al asunto Rumasa ha correspondido al presidente decidir un empate con su voto de solidaridad habrá que convenir que nadie con más autoridad para hacerlo. Manuel García Pelayo es un hombre independiente. Sus decisiones, acertadas o equivocadas, estarán siempre inspiradas en el más alto sentido del patriotismo. Pero la filtración, por segunda vez, del contenido de una sentencia y, lo que es más grave, del desarrollo interno de los debates constituye un gravísimo desprestigio para el Tribunal Constitucional. Algún miembro de este Tribunal o alguien cercano a él o persona en la que el alto organismo depositó su confianza, filtró a los medios de comunicación el contenido de la sentencia y, además, las votaciones internas. ABC, en atención a sus lectores, y puesto que otros medios iban a hacer lo mismo, publicó la noticia filtrada de la sentencia en la primera página de su segunda edición de ayer, domingo. El Tribunal Constitucional tiene ahora el deber moral de explicar a la opinión pública cómo y a través de quién se ha producido la filtración. Si el señor García Pelayo quiere que el organismo que preside comience a recuperar el prestigio y la respetabilidad perdidos, es necesario, y de forma implacable, exigir responsabilidades y proceder, de acuerdo con el artículo 23 de la ley orgánica del Tribunal Constitucional, a la destitución fulminante de quien haya cometido la increíble frivolidad de filtrar la sentencia y, sobre todo, el debate interno y las votaciones. No sólo la clase política, sino el ciudadano medio están escandalizados con lo ocurrido.

19 Diciembre 1983

EI 'caso Rumasa' y el Tribunal Constitucional

Juan Antonio Ortega Díaz Ambrona

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Aun estando jurídicamente más cercano al voto particular de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el decreto-ley expropiador de Rumasa que al contenido decisorio de la misma, el autor de este trabajo denuncia la politización del tema. Politízación manifestada por el recurso del Grupo Parlamentario Popular -que recurrió el decreto-ley, pero no la ley que lo sustituyó- y por las circunstancias que rodearon la publicación de la sentencia y los subsiguientes comentarios. En su opinión, en democracia, hay instancias que deben gozar de preservación, como son el voto popular, el arbitraje de la Corona y el del Tribunal Constitucional, lo cual no parece haberse respetado en este caso.

Una característica de nuestra vida pública en los últimos años ha sido la velocidad y hasta la voracidad con que se han venido consumiendo protagonismos, predicamentos y credibilidades de líderes y hombres políticos en general. Si esta deglución o amortización acelerada de actores de la vida pública es buena para la democracia o representa un despilfarro está todavía por ver. Pero, en todo caso, me parece preocupante cierta tendencia a trasladar este proceder devorador y erosionante a algunas instituciones democráticas básicas.La democracia es un sistema de convivencia que permite en su seno un abanico muy amplio de críticas a personas, acontecimientos e instituciones. No en vano la democracia se apoya en la libertad. Este es uno de sus elementos constitutivos. Pero de ella forman parte igualmente ciertasconvenciones políticas que obligan a preservar algunas instancias de arbitraje supremo en favor de la propia democracia.

En nuestro sistema político actual son especialmente dignos de preservación el arbitraje electoral del pueblo, como poder soberano, el arbitraje de la Corona sobre las instituciones, como poder moderador, y el Tribunal Constitucional, como intérprete supremo de la Constitución. La preservación del prestigio de estos arbitrajes es esencial para el funcionamiento de nuestras instituciones democráticas. No quiere esto decir, por supuesto, que estemos obligados a reputar infalibles ni todo veredicto electoral, ni toda acción real, ni cualquier sentencia del tribunal. Pero la lógica democrática y constitucional debería llevarnos a considerar más importante que la denuncia (subjetiva) de un posible error, en cualquiera de estas instancias, la salvaguardia de la institución misma en el desempeño general de sus funciones.

Estas consideraciones vienen a cuento de la proyección sobre la opinión pública, por parte de políticos y medios de comunicación, del asunto Rumasa, sometido a decisión del Tribunal Constitucional. Durante semanas antes del fallo y luego, tras la decisión, hemos asistido a una presentación de la cuestión desde perspectivas ajenas a las que deberían servir para enjuiciar la acción del tribunal. Ya en la interposición del recurso por parte del Grupo Popular ha habido una cierta picardía de planteamiento. Se impugnó sólo el decreto-ley expropiador y no la ley expropiadora. Como la ley sustituyó al decreto-ley, el tribunal tenía que enjuiciar así una norma ya inexistente en el ordenamiento. Si declaraba inconstitucional el desaparecido decreto-ley quedaría también afectada en términos políticos una ley no recurrida. Este pequeño rompecabezas destinado a ser resuelto por los magistrados constitucionales ponía de relieve la intención más que obvia del Grupo Popular de propinar una derrota política al Gobierno mediante un instrumento jurídico.

Planteando el asunto ante el país en esos términos más políticos que jurídicos, pronto se empezó a especular sobre si el tribunal daría unvarapalo al Gobierno, declarando la inconstitucionalidad, o si le salvaría,considerando constitucional el decreto-ley. El desenfoque inicial se consolidaba, y los acontecimientos ulteriores no iban sino a acrecentar asombrosamente los desatinos. Nada menos que el ministro de Justicia se permitía adelantar la previsión de un fallo favorable al Gobierno antes de que el tribunal hubiera adoptado decisión. Otros ministros y altos cargos, acosados a preguntas por los periodistas, manifestaban que el fallo estimatorio del tribunal, si se diera, sería un error político, pero que, aun en ese caso, «no pasaría nada». Después vino toda la historia de lafiltración, que habría de ser chivo expiatorio de frustraciones por razón de pisotón informativo o de pérdida del pleito. A continuación, la sentencia oficial con el voto particular desata asombrosas reacciones. Se verifica una radiografía política de los miembros del tribunal, recordando pasadas afiliaciones, algunas viejas de más de medio siglo; se deja caer que el tribunal ha demorado la sentencia más de lo que autorizaban los plazos que la ley establecía; se piden responsabilidades por la filtración y se dictamina que la sentencia ha causado un grave daño. El líder de la oposición denuncia presiones evidentes sobre el tribunal, y el portavoz de los recurrentes declara que la sentencia convierte a la Constitución española en una Constitución semántica, en virtud de la cual el Gobierno podrá hacer en lo sucesivo lo que le venga en gana.

Ante este tipo de reacciones, uno se pregunta si se ha comprendido cuál es el papel del tribunal y si se han medido las consecuencias que este tipo de planteamientos puede desencadenar.

El tribunal ha respondido

El Tribunal Constitucional -me parece- no está ni para dar varapalos al Gobierno ni para ocasionarle éxitos políticos. El tribunal no es un nuevo ámbito para continuar la lucha política con otros medios. El tribunal está para asegurar la supremacía de la Constitución e interpretarla de acuerdo con los razonamientos jurídicos. Si no se quiere ver esto, se podría llegar a causar un grave mal a la institución, a la Constitución misma y a la democracia.

Es seriamente preocupante la proclividad de las fuerzas políticas a convertir en alegato forense la discusión política parlamentaria, a la par que se plantean batallas políticas en instancias jurisdiccionales. «Más política en el Parlamento y menos en el tribunal», podría ser una norma de conducta beneficiosa para los grupos parlamentarios.

El Tribunal Constitucional es, sin duda, una de las instituciones que mejor han funcionado hasta el presente, y sería conveniente no erosionar gratuitamente un bien ganado prestigio. En el caso Rumasa -a pesar de la politización producida-, el tribunal ha respondido adecuadamente a la función que le marca la ley. El tribunal ha respondido por las dos vías previstas en la ley: por vía de sentencia vinculante, apoyada en el voto dirimente del presidente, y por la vía de un voto particular de la mitad de sus magistrados. En los dos casos ha sido la institución como tal la que ha hablado, y no cabe fijarse sólo en la sentencia o sólo en el voto particular para sacar conclusiones parciales.

El tribunal, en su sentencia, declara constitucional la expropiación basándose en la singularidad y excepcionalidad del caso Rumasa. El tribunal, en una sentencia que podría calificarse de admonitoria, se cuida de advertir que esa doctrina no es generalizable y que no sería aplicable a eventuales futuras nacionalizaciones ni, menos aún, a confiscaciones. El voto particular -que, insisto, procede también de esa institución que se llama Tribunal Constitucional, y no de un grupo de particulares, a pesar de su nombre- acepta que se pueda de clarar por decreto-ley la utilidad de la expropiación de Rumasa, pero niega que puedan disminuirse las garantías expropiatorias en una norma singular de urgencia aprobada por el Gobierno y no por las Cortes.

En el pronunciamiento global del tribunal ha predominado, pues, la antítesis sobre la síntesis, lo cual puede desconcertar a algunos, pero resulta también clarificador, porque las líneas argumentales se presentan más nítidas. Corresponde a la doctrina jurídica analizar cuál de los dos tipos de argumentos tiene mejor fundamento jurídico y responde mejor a Estado de derecho. Y, como jurista, atendiendo a lo que aprendí en textos universitarios y de boca de mis mejores maestros, considero más nítido, lineal e irrefutable el argumento del voto particular. Pero sólo el futuro dirá si en los libros de Derecho Público de las próximas generaciones la doctrina que pasa a la historia como adquirida para la cultura jurídica es la de la sentencia o la de los magistrados discrepantes.

El tribunal, en todo caso, creo que ha cumplido. Lo cual no quiere decir que las cosas hayan sucedido de la mejor manera. Mejor hubiera sido que se hubiese guardado la reserva del fallo y evitado la filtración. Este es un problema que el propio tribunal tendrá que resolver. Pero no podemos ser de repente tan farisaicos en materia de filtraciones, cuando hemos presenciado hasta la saciedad cómo en otros órganos, también obligados a guardar el secreto de sus deliberaciones, alguno de sus miembros hizo oficio de la confidencia indebida sin recibir ninguna incriminación ante la opinión, sino sólo mejor trato ante los medios y alguna sinecura por añadidura.

Mejor sería, sí, que los funcionarios del tribunal guarden silencio en el futuro y que también lo hagamos los demás, espectadores, simples ciudadanos, políticos del Gobierno o de la oposición y esperemos, otra vez, a que el tribunal se pronuncie, en beneficio de la institución y de la Constitución.

29 Febrero 1984

Un precedente histórico

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera)

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LA RESOLUCIÓN del Tribunal Supremo que archiva las diligencias previas practicadas en relación con la publicación por EL PAIS del contenido de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre Rumasa posee connotaciones valiosas a la hora de la defensa de los principios de libertad de expresión. La aceptación, de facto, por parte de los magistrados de la sala segunda del secreto profesional invocado por el director de este periódico a la hora de no revelar las fuentes de la información supone un precedente inequívoco del respeto por el Supremo a ese secreto cuyo desarrollo legal la Constitución invoca. A partir de ahora la declaración ante los jueces -no digamos ante la policía o autoridades de otro género- por parte de periodistas se encontrará firmemente amparada en lo que se refiere a mantener la confidencialidad de las fuentes. Sin alharacas, puede decirse que esta actitud del Supremo marca un hecho novedoso, y de enorme importancia, en la historia de la libertad de prensa en nuestro país.La propia decisión de archivar las actuaciones «por no ser constitutivos de delito los hechos denunciados» merece una reflexión añadida sobre el despliegue propagandístico que Ruiz-Mateos, sus abogados y el coro de medios de comunicación de este país siempre dispuestos a hacerse eco de la última asonada que intenta el personaje, llevaron a cabo con motivo del adelanto del fallo del Tribunal Constitucional por nuestro diario. Los magistrados de dicho organismo fueron tachados ni más ni menos que de perjuros por algunos columnistas de ocasión, y no pocos entraron al trapo del desprestigio institucional de un órgano cuyo único pecado había sido dar la razón al Gobierno en el escabroso asunto Rumasa. Como ya hemos dicho hasta la saciedad que la sentencia del Tribunal Constitucional no nos satisfacía en muchos aspectos, no tenemos por qué insistir ahora en las dudas jurídicas y políticas que la resolución sugería. Pero estas quedan para el análisis de los estudiosos, una vez que la sentencia era y es firme y de obligado acatamiento. Resultaba por eso una estratagema absolutamente burda pretender descalificar oanular los efectos del susodicho fallo a base de extender la sombra de la duda sobre la honorabilidad de los magistrados que la firmaron.

La maniobra de desprestigio del Tribunal Constitucional ha coincidido con otras similares tendentes a socavar también la figura del Rey y el papel de la Corona en nuestra democracia. Parece como si de una tacada Ruiz-Mateos y sus asesores, nada ingenuos, hubieran pretendido someter a la vindicta pública a todo lo que de respetable tiene la construcción del régimen de libertades: la Jefatura del Estado, el Gobierno, las Cortes, el Tribunal Constitucional, las instituciones de la esfera privada que, como la Prensa independiente o las empresas responsables y cumplidoras de la ley, dinamizan y dan cuerpo a la sociedad civil democrática… Apenas hay sector respetable y respetado de la vida española que no haya merecido el vituperio, la injuria y la bobada de Ruiz-Mateos. De ahí la importancia también de la decisión de los jueces de procesar al antiguo presidente de Rumasa por injurias al Rey, sobre el que ha vertido toda clase de acusaciones este ciudadano español que escapa de la justicia y se encuentra hoy en paradero desconocido.

Sería ridículo por nuestra parte salir a defender la honorabilidad del monarca que inútilmente trata de zarandear este trapisondista. La Constitución Española, en su artículo 56, garantiza la inviolabilidad del Jefe del Estado («la persona del Rey es inviolable y no está sometida a responsabilidad»), toda vez que sus actos como tal deben ser siempre refrendados por instancias representativas de la soberanía nacional. Sin duda, en la mente de los diputados constituyentes estaba la idea de proteger con ello a la Corona de una acción infame como la que ahora se ha querido instrumentar, al mismo tiempo que por el artículo 59 de la propia norma constitucional se prevé la eventual inhabilitación del Monarca por las Cortes Generales como protección de los derechos de la soberanía popular ante una eventual transgresión constitucional por parte del Rey. La limpieza democrática de estos mecanismos de nuestra Monarquía parlamentaria son, pues, garantía suficiente de que maniobras del género de las intentadas por Ruiz-Mateos a nada conducen. La decisión de procesar a éste por injurias al Jefe del Estado, mediando querella del fiscal general, no hace sino remachar el ordenamiento jurídico en el que se degenvuelve la vida política española. Al tiempo que se sale al paso de una infamia irrelevante desde el punto de vista político, pero irritante para la inmensa mayoría de españoles que apoyan a la Constitución y al Rey.