16 octubre 1999

Apoyo de la derecha mediática (diarios EL MUNDO y ABC, revista ÉPOCA) al juez Liaño, mientras que el Grupo PRISA celebra su destrucción

El Tribunal Supremo expulsa al juez Gómez de Liaño de la carrera judicial por sus excesos en la instrucción del ‘caso Sogecable’

Hechos

El 15 de octubre de 1999 Una sala del Tribunal Supremo formada por los jueces García Ancos, Bacigalupo y Martínez Pereda condenó al juez Gómez de Liaño a 15 años de inhabilitación por prevaricación durante su instrucción del ‘caso Sogecable’.

Lecturas

D. Javier Pradera Gortázar publica el 15 de septiembre de 1999 un artículo en El País contra D. Jaime Campmany Díez de Revenga (Época), D. José Antonio Zarzalejos Nieto (ABC) y D. Pedro José Ramírez Codina (El Mundo) a los que acusa de estar defendiendo al juez D. Javier Gómez de Liaño por orden del PP y el Gobierno Aznar.

El 15 de octubre de 1999 la sala del Tribunal Supremo formada por tres jueces sentencia por dos votos a favor (D. Enrique Bacigalupo y D. Gregorio García Ancos) y uno en contra (D. José Martínez Pereda).

El 16 de octubre de 1999 todos los periódicos editorializan sobre la sentencia del Tribunal Supremo que expulsa al juez Javier Gómez de Liaño de la carrera judicial por haber prevaricado al intentar procesar a D. Jesús Polanco Gutiérrez (Grupo PRISA) en el llamado ‘caso Sogecable’. Los periódicos El Mundo y ABC editorializan a favor de Liaño considerando la sentencia como injusta, opinión secundada por varios de sus columnistas como D. Federico Jiménez Losantos y Jaime Campmany (ambos columnistas de ABC). En cambio El País editorializa al favor considerando que esto les resarce de la campaña que han padecido en la que sitúan a El Mundo, la revista Época, la COPE, Antena 3 TV y el ABC desde que José Antonio Zarzalejos Nieto llegó a su dirección. D. Juan Luis Cebrián Echarri publique su propio artículo al respecto en El País el 17 de octubre y replicado el 18 por D. Federico Jiménez Losantos.

15 Septiembre 1999

El portal de Belén

Javier Pradera

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Aunque los caminos del Señor son inescrutables, al pedir la absolución de Liaño Jaime Campmany (ÉPOCA), Pedro J. Ramírez (EL MUNDO) y José Antonio Zarzalejos (ABC) parecen haber sido conducidos al portal de Belén por el mismo ángel.

El inicio ayer de la vista oral del proceso penal contra el magistrado Javier Gómez de Liaño, acusado de tres delitos de prevaricación en la instrucción del llamado caso Sogecable, ha puesto en marcha las estrategias de intimidación y las campañas de presión mediáticas sobre el tribunal características de los juicios dominados por componentes políticos. Abrió el fuego el pasado lunes la revista ÉPOCA, dirigida -nada casualmente- por Jaime Campmany, el antiguo socio periodístico de Mario Conde, que presentó ante la Audiencia Nacional la denuncia contra Sogecable a partir de la cual el magistrado Gómez de Liaño -pariente político del denunciante- abrió diligencias a velocidad de vértigo. La portada del semanario anunciaba una entrevista con el fiscal general del Estado, Jesús Cardenal, con la llamada «Gómez de Liaño es inocente», en el interior, un titular a toda página matizaba la sensacional noticia: «Creo que Gómez de Liaño es inocente», en consonancia con la respuesta dada por el fiscal general a la cándida pregunta de la periodista: («Puesto que va a testificar al parecer a su favor, y que el fiscal del Supremo va a pedir la absolución, ¿cabe pensar que a su juicio es inocente»). En declaraciones publicadas ayer por EL PAÍS, sin embargo, Jesús Cardenal aclaraba que «el fiscal es una parte en el proceso» y que como tal «sabe que no hay una persona inocente o culpable hasta que lo dice el tribunal en la sentencia».

El fiscal general del Estado mostró ya su inclinación a la imprudencia cuando comparó los golpes de Estado militares en el Cono Sur con los estados de alarma, de excepción y de sitio regulados por la Constitución Española; ahora advierte consternado que la entrevista concedida a la revista ÉPOCA se ha publicado, precisamente, la víspera de comienzo del juicio oral: «Ahí sí que la coincidencia no pasa de ser pura casualidad». Es seguro, en cambio, que el director del semanario no lo había olvidado.

El ex director de ARRIBA vuelve al día siguiente por sus antiguos fueros falangistas de censor periodístico para advertir de que «el cuarto poder o contrapoder de la prensa» es un serio peligro para las instituciones del Estado y los tribunales; como en los tiempos en que el Gobierno cerraba el diario Madrid con su aplauso, Campmany considera ahora que el juicio de Gómez de Liaño no sería sino la lucha de «una soberbia representación del cuarto poder», es decir, el diario EL PAÍS, «contra la administración de la justicia».

Sucede, sin embargo, que la única interferencia periodística relacionada con este juicio es la campaña mediática desatada por los periódicos, radios y televisiones vinculadas al Gobierno de Aznar o a su partido. El diario EL MUNDO, que sirvió a Mario Conde como vehículo transmisor de sus chantajes contra el Estado, reprodujo ayer, con formato de editorial, un apretado resumen de los leguleyos argumentos de la defensa letrada del magistrado Gómez de Liaño, aprovechando el viaje para acusar calumniosamente a dos prestigiosos magistrados de la Sala -Enrique Bacigalupo y Gregorio García-Ancos- de tener «estrechas vinculaciones profesionales» con esa nueva figura de la mitología fantástica que es «el polanco-felipismo». Pero la novedad no es que el desprestigiado órgano gubernamental dirigido por Pedro J. Ramírez trate de forzarle la mano al Supremo para imponerle una sentencia acorde con sus deseos.

Más sorprendente resulta que el diario ABC, el nuevo buque insignia del Palacio de la Moncloa, que acaba de estrenar director [José Antonio Zarzalejos], se haya sumado a la santa cruzada dirigida a conseguir la absolución de Gómez de Liaño. Un suelto sin firma titulado «Justicia para un juez» considera «difícil de defender» e «improbable» que el instructor del caso Sogecable haya cometido prevaricación; un largo artículo -también sin firma- titulado «La responsabilidad penal de los jueces» da un paso mas allá en la pretensión de ABC de ocupar el lugar del Supremo y dictar sentencia absolutoria a favor de Gómez de Liaño. Resulta, así, que las querellas contra los jueces suelen registrar «un número muy elevado de acciones temerarias», destinadas a forzar la abstención o la recusación del magistrado «o a satisfacer un simple ánimo de venganza del querellante».

También sucede a veces que «se criminalizan actos que sólo tienen relevancia disciplinaria o se califican interesadamente como prevaricación decisiones discutibles o erróneas -pero no intencionada o negligentemente injustas-, adoptadas dentro de los límites de la discrecionalidad que las leyes conceden a los jueces». ¿Cómo separar, se pregunta el diario dirigido desde la semana pasada por José Antonio Zarzalejos, el trigo y la cizaña?

La respuesta es bien sencilla: «Ante el riesgo evidente de admitir querellas infundadas», el criterio decisivo debe ser la opinión del ministerio fiscal, en este caso -¡oh, casualidad!-, favorable a la absolución de Gómez de Liaño. Aunque los caminos del Señor son inescrutables, el fiscal Cardenal, Jaime Campmany, Pedro J. Ramírez y José Antonio Zarzalejos parecen haber sido conducidos al portal de Belén por el mismo ángel.

Javier Pradera

16 Octubre 1999

Una canallada

Editorial (Director: Pedro J. Ramírez)

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Nunca, en los 10 años de existencia de este periódico EL MUNDO, habíamos tenido conocimiento de un fallo tan injusto y apartado de los fundamentos del Derecho como el dictado ayer por la Sala Segunda del Supremo.

No habría Estado de Derecho sin el acatamiento de las resoluciones judiciales. Pero el respeto que merece cualquier sentencia de los tribunales no es incompatible con la más severa de las críticas. Ello nos legitima para afirmar que nunca, en los 10 años de existencia de este periódico, habíamos tenido conocimiento de un fallo tan injusto y apartado de los fundamentos del Derecho como el dictado ayer por la Sala Segunda del Supremo.

La condena a 15 años de inhabilitación profesional al juez Gómez de Liaño no es sólo un acto de escarmiento contra quien ha osado cuestionar la impunidad de un ciudadano poderoso. Supone también la culminación de una canallada, urdida durante dos años de acoso y vejaciones sin cuento, con derivaciones políticas, económicas, periodísticas y judiciales.

El juez Gómez de Liaño se limitó a cumplir con su deber al investigar un turbio asunto, con la ley en la mano y con el respaldo expreso del fiscal en todas sus actuaciones.

La sentencia emitida contra él carece del más mínimo contenido probatorio y se sustenta sobre gratuitos y reiterados juicios de intenciones. Los dos magistrados que suscriben la condena se atribuyen -sin el más mínimo escrúpulo ni pudor intelectual- el conocimiento de lo que pasaba por la mente de Gómez de Liaño y presuponen, entrando en un tema sobre el que no debían ni podían pronunciarse, que no había indicios de delito para investigar a los gestores de Sogecable.

La expulsión de la carrera judicial de Gómez de Liaño tiene mucho de montaje para desacreditar a un juez honesto e infatigable, gracias a cuya tenacidad se van a sentar en el banquillo los presuntos autores de un crímen de Estado tan terrible como el asesinato de Lasa y Zabala.

En este sentido, no parece una casualidad que los cuatro magistrados del Supremo que votaron a favor de la absolución de Vera y Barrionuevo en el caso Marey hayan tenido un importante papel en el enjuiciamiento y condena de Gómez de Liaño. Jiménez Villarejo abrió el expediente disciplinario e instó a que se procediera contra él por prevaricación, Martín Canivell instruyó la querella y dictó el procesamiento y García Ancos y Bacigalupo han acabado por rematar la faena. Y todo ello con la sintomática colaboración del abogado Rodríguez Menéndez, que ejerció la acción popular codo a codo con Polanco y Cebrián, a lo que se ve, transmitió su talla moral al resto del elenco.

Para condenar a Liaño, los magistrados Ancos y Bacigalupo razonan en la sentencia que basta el apartamiento de los principios del Derecho para que quede probada la prevaricación. No es esto lo que indica el Código Penal, que afirma que prevaricar es dictar una resolución injusta «a sabiendas». No basta que un fallo sea erróneo o que no se ajuste a la legalidad vigente. Tiene que haber, además, la conciencia clara del juez de estar vulnerando la ley, como recuerda en su voto particular en contra de la sentencia el magistrado Martínez Pereda. Y Ancos y Bagigalupo no logran demostrar ese ánimo por una sencilla razón: a falta de móviles materiales o de lucro personal, que no los ha habido, es metafísicamente imposible tener constancia de lo que pasa por la cabeza de un ser humano.

La inhabilitación se produce, además, en contra del criterio del propio fiscal Luzón, que había pedido la absolución. Martínez Pereda califica de «insólita» la decisión de sus compañeros de condenar desoyendo la posición del fiscal y subraya que el fallo constituye una peligrosa desviación de la jurisprudencia del Supremo en materia de prevaricación.

Hay que recordar también algo tan poco habitual como que Liaño ha sido juzgado por un procedimiento ordinario, cuando la ley establece el procedimiento abreviado para este tipo de delitos. Hay que recordar que los jueces negaron la práctica de una serie de pruebas que el acusado consideraba básicas para su defensa. Hay que recordar que el magistrado del Supremo, Joaquín Delgado, había archivado previamente por infundada una denuncia sobre una rocambolesca e inverosímil conspiración para acabar con Polanco en la que aparecían personas del entorno de Liaño. Y que Bacigalupo rechazó abstenerse de juzgar el caso a pesar de sus estrechos vínculos con uno de los abogados de Polanco.

Con todos estos elementos, da la impresión de que, si ha habido prevaricación en este asunto, ha sido la de Ancos y Bacigalupo, que se habrían prestado a ser los instrumentos de una operación de ajuste de cuentas, a sabiendas de que, con la ley en la mano, Liaño no podía ser condenado. Mal lo tendrían, desde luego, si un tribunal les midiera con el rasero que ellos han aplicado.

Queda en evidencia la politización de la Justicia y el arbitrario y caciquil procedimiento de nombramiento de magistrados del Supremo, sometido a los intereses de partido. Bacigalupo, que nunca ha ocultado sus simpatías por el PSOE, votó en contra de llamar a declarar a González en el caso GAL y redujo Filesa a una mera anécdota. García Ancos fue secretario general técnico en el Ministerio de Defensa cuando Narcís Serra era ministro. Uno y otro, tan respetables como sus propios actos, son un exponente de los males de un poder judicial fuerte con los débiles y débil con los fuertes.

15 Noviembre 1999

A cada uno lo suyo

Javier Gómez de Liaño

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Siempre supe que el crimen que se me imputaba era haber actuado respecto a unos hombres de gran poder, los Sres. Polanco y Cebrián, de la misma manera que cualquier juez se comporta con un ciudadano corriente sobre el que recaen sospechas de delito.

Hoy hace un mes que me condenaron por prevaricador y 17 que me procesaron por lo mismo. Otros tantos llevo apartado de mi trabajo de juez y creo haber tomado distancia suficiente para escribir sobre el fallo y sus circunstancias. Como en estas cuartillas no cabe todo lo que pienso, voy a escoger aquello que pueda dar un poco de claridad a lo que algunos comentarios complacientes y artículos hechos por encargo de mis acusadores han presentado confuso.

Del juicio por el caso Liaño o el caso Sogecable, que en gustos sobre rótulos no hay nada escrito, aparte de un testimonio tan inmoral como delictivo, para mí lo más doloroso ha sido el asedio al Poder Judicial llevado a cabo por un gigante económico para sustituir el imperio de la ley por la ley del imperio.

Admito que los aludidos aleguen que exagero, pero esta excusa no merma mis percepciones o sugerencias. Por ejemplo, que se abran todas las ventanas del Tribunal Supremo para que puedan salir volando las palabras que los señores Polanco y Cebrián pronunciaron la tarde del 15 de septiembre de 1999, cuando, además de culpar al Gobierno de estar detrás de mis actuaciones, consideraron denigrante tener que declarar ante un juez, pedir permiso para viajar y ser investido doctor honoris causa o comparecer cada dos semanas en el juzgado.

Siempre supe que el crimen que se me imputaba era haber actuado respecto a unos hombres de gran poder de la misma manera que cualquier juez se comporta con un ciudadano corriente sobre el que recaen sospechas de delito. Lo confieso, igual que todavía no comprenda que en España haya magistrados que administren el principio de igualdad con mano cicatera o ignoren que muchas personas padecen las miserias del proceso penal no por ser culpables sino por el mero hecho de que se investigue si lo son o no. Y no digamos cuando ese hombre es arrojado a la multitud y él, su trabajo y hasta su vida privada, son desnudados y linchados en plaza pública por unos medios de comunicación que gozan ofreciendo el espectáculo.

Dicho en términos de defensa, aparte del convencimiento de que los magistrados señores Bacigalupo y García Ancos no han sido jueces imparciales -el primero menos que el segundo-, a mi juicio la sentencia que me condena es muy irrespetuosa con el Derecho y con la Verdad.

Empezando por la última, opino que los hechos que declara probados están elaborados desde el voluntarismo más terco, a base de inferencias personales. Para evidencia, me remito a la página 54 donde se dice que «el caso Sogecable se abrió en falso», lo cual no es cierto, sino al revés. Lo dijo el Ministerio Fiscal como institución, lo advirtió el fiscal general del Estado, lo sostiene el magistrado Martínez-Pereda en su voto particular y yo lo diré cuantas veces tenga ocasión. De la querella contra los directivos de Sogecable, los documentos de la auditoría y del primer informe de los peritos de Hacienda se desprendían indicios racionales de criminalidad: Sogecable fue una empresa instrumental creada para salvar la limitación legal de recursos ajenos, las deficitarias cuentas de Canal Plus obligaban a su disolución, esta cadena de televisión privada utilizó los depósitos de los abonados para financiarse gratuitamente y era más que discutible que pudieran repartirse dividendos por importe de 11.000 millones de pesetas.

Así pues, lo mismo que hicimos fiscal y juez cuando empezó el asunto, sigo pensando que la investigación estaba más que justificada y que ninguno de los autos que dicté, ni en su valoración conjunta, ni en la individual, demuestran que fueran injustos. Es probable que las extrañas consideraciones de la sentencia encuentren explicación en aquel comentario que hizo el señor Bacigalupo al fiscal don Ignacio Gordillo, apenas empezar el caso Sogecable y después de pedirle una copia de la querella: «Aquí no hay nada: esto es un archivo».

Decía, también, que la sentencia es irrespetuosa con la ley. Igual que lo es con la doctrina del Supremo. Hasta mi condena, la jurisprudencia estable era: a) que la mera ilegalidad, que puede ser producto de una interpretación errónea de la ley no basta para fundamentar un delito de prevaricación; b) que es preciso un torcimiento grave del Derecho; c) que es necesario que la resolución tachada de injusta desborde la legalidad de un modo flagrante y clamoroso; d) que la contradicción con la ley sea tan patente, grosera y esperpéntica, que pueda ser apreciada por cualquiera. Hago gracia de citas y me remito al siempre fiable Aranzadi.

Pues bien, si ésta era la jurisprudencia firme y pacífica y a los fiscales les pareció que los autos que yo dictaba se ajustaban a Derecho, que para el fiscal general del Estado mi actuación fue tan legal como legítima, que varios fiscales de Sala del Tribunal Supremo opinaron lo mismo, que el fiscal del Tribunal Supremo jamás vio motivos para acusarme sino para absolverme, que así piensa el magistrado discrepante, señor Martínez-Pereda, que otro magistrado del Supremo, el señor Delgado García, examinó mis resoluciones y tampoco encontró nada antijurídico, que los jueces Garzón y Moreno ratificaron lo que yo hice y que los magistrados de la Audiencia Nacional no dedujeron el oportuno tanto de culpa, entonces resulta que de tantas personas y de tantos expertos en Derecho, sólo los señores García Ancos y Bacigalupo apreciaron el esperpento y el disparate. Tan claro debió parecerles que para condenarme se vieron obligados -es presumible que a la voz de la razón-, primero, a reconstruir el delito de prevaricación al margen del Código Penal, y segundo, a cambiar brusca e insólitamente -palabra del voto particular- la muy consolidada doctrina de la Sala a la que pertenecen.

Llevo muchos años examinando, casi al microscopio, la jurisprudencia penal y no conozco un solo caso en que una inveterada línea jurisprudencial, de pronto, para un supuesto aislado, irrazonablemente y sin vocación de futuro, se altere. La única justificación que encuentro es que, como ha insinuado un magistrado excedente y profesor de universidad, «la sentencia que condena a Gómez de Liaño es todo, menos jurisprudencia». No sé si es buen diagnóstico, pero con él, tal vez, se comprendería que el 3 de abril de 1998 el señor García Ancos, acompañado de don Joaquín Martín Canivell -el que me procesó- y de don José Manuel Martínez-Pereda, firmase una sentencia que revoca otra de la Audiencia de Granada que condenaba por prevaricación a varios concejales socialistas del Ayuntamiento de Baza y les absuelve al entender que la resolución injusta de adjudicar unas obras en contra del dictamen del arquitecto municipal y advertencia de ilegalidad del secretario no fue prevaricadora, porque la resolución no desbordó de un modo flagrante, evidente y clamoroso la legalidad y la motivación no respondió a un propósito decidido y malévolo de torcimiento del derecho, que descubre a su vez el elemento subjetivo de resolver injusta y arbitrariamente.

Pensé hacerlo al final del juicio, en ese turno de última palabra que la ley otorga a los desahuciados del banquillo. Guardé silencio por aquello de Cervantes de que contra el callar no hay castigo. Ahora, vista la sentencia y sus derivaciones, cuento lo que la noche antes soñé que pasaba y que, por fortuna, no pasó:

-Señor presidente, usted que me conoce e incluso hemos trabajado juntos, sabe que jamás abusaría de mi cargo ni me apartaría de los dictados de la ley.

Don Gregorio García Ancos, previa consulta con su compañero don Enrique Bacigalupo, me respondió:

-No, por Dios, ni yo ni Enrique dudamos de eso. Nosotros lo único que debemos considerar es si en ti la buena fe se presume. La Constitución sólo otorga la presunción de inocencia a los menesterosos que miran de reojo.

-Pero, señor presidente -interpeló mi abogado-, eso no es justicia, eso son deducciones y prejuicios y ni las unas ni los otros son ley.

-¿Y a quién importa la ley? ¿No ha leído usted a Maquiavelo que lo necesario es justo?

Lo dije cuando me notificaron la sentencia y aquí lo repito para conocimiento del que generosamente me lea. Deseo sinceramente que la conciencia de quienes me han condenado esté tan tranquila como la mía. Y se equivocan aquellos que piensan que mi sentimiento de juez se ha empobrecido. Algunos de mis conceptos, sí.

Otrosí digo: Desde este forzoso destierro judicial, me dirijo a los compañeros que me han expresado su afecto y su preocupación. Mi gratitud. Juzgar a los demás es un trabajo muy duro, pero, al margen de sinsabores y amarguras, los jueces son imprescindibles porque los hombres necesitan justicia.

Segundo otrosí: Gracias también a los que, de una manera u otra, con sus cartas, sus llamadas, sus aportaciones económicas -o con las tres cosas a la vez- me han expresado su solidaridad. Ojalá pueda agradecer en debida forma lo que tan inmerecidamente recibo.

Tercer otrosí: El pasado 18 de octubre presenté en el Ministerio de Justicia una petición de indulto. Lo hice a título particular, sin acudir a ningún partido político, sindicato o asociación, ni echar mano de paisanos o pedir ayuda a mis vecinos. En la solicitud expongo las razones y a ellas me remito. Ruego que no se juegue con las palabras, pero si alguno no pudiera resistir sus naturales inclinaciones, sepa que las penas son para castigar no para dejar morir al condenado. Ni siquiera cuando se ordenaba cortar a uno la mano derecha, la amputación era para dejarlo zurdo. Por lo demás, siempre admiré a quien después de recibir una gracia, sólo se siente obligado para con las justas razones del otorgamiento.

Cuarto y último otrosí: A quienes corresponda, me gustaría decirles que la noble causa de la Justicia, en la que muchos jueces y no jueces están empeñados, jamás puede ser robustecida con el poder por el poder. Presionar a los jueces, tener amigos entre jueces de los que se llega a cotillear que hacen editoriales o pretender llenar el escalafón de jueces que son afines a sus intereses, no es ayudar, ciertamente, a quienes todavía confían en la justicia.

A los señores que de verdad mandan y tienen fama de poderlo todo, me permito suplicarles que no sigan fantaseando con feas doncellas, con amargas doncellas y con hipogenitales doncellas que son fecundadas por unos jueces muy dóciles para con sus frutos crear una dinastía de jueces con los que dominar el mundo.

Debo advertir que estas palabras pertenecen a don Francisco de Quevedo y aunque sé que a quienes van dedicadas nada de lo que yo haga o diga les interesa, declaro que la mayoría de las cosas que pienso me las guardo para no atizar un fuego en el que ya han ardido bastantes dignidades y vergüenzas.

En fin. Es tiempo de paciencia, ese manantial que suele agotarse más pronto que el de la tristeza. Varias veces he oído decir a nuestro Nobel Cela que todo llega a su tiempo para el que sabe aguardar.

25 Octubre 1999

Corrupción en el Palacio de justicia

Jaime Campmany

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Ha bajado ya el telón de esta terrible y dramática obra. Ahí quedan el acoso y derribo, la pasión y condena de un juez justo, honrado y pobre ante enemigos inmensamente ricos e invenciblemente poderosos.

Que resucite Ugo Betti y que escriba de nuevo su Corrupción en el Palacio de Justicia. Y que otra vez el juez Bata tenga que decir: “Según parece, varios colegas se han dado mañas para poner en movimiento las ruedas y los engranajes. Parece que se ha tratado de asestar golpes salvajes, verdaderas puñaladas”. Este Palacio de Justicia, aquí y ahora, es semejante a aquel otro, corrupto y terrible, que erigió al famoso autor italiano hace exactamente medio siglo. Nos encontramos ante una sórdida historia de prevaricaciones y sobornos. No es cosa nueva. Ya dice el sabio que generalmente a los hombres se les juzga por el crédito que disfrutan y por las riquezas que poseen, y eso es prevaricar, y cuando unos jueces tienen que juzgar a otros jueces, es que la Justicia ha entrado en la agonía. Nuestra democracia, todavía joven, apenas llegada al cuarto de siglo de vida, ha debido pasar ya por graves avatares. El poder ejecutivo ha cometido prepotencia y ha permitido la corrupción administrativa y el crimen de Estado. El poder legislativo está enfermo de docilidad, de sumisión, de transfuguismo a veces y de invadir con sus votos y elecciones el ámbito del judicial. Y el tercer poder, que debería controlar a los torso dos poderes del Estado liberal, les ofrece con frencuencia la impunidad para sus crímenes y el carpetazo para sus delitos.

“Cuando los jueces tienen que juzgar a los jueces, la justicia ha entrado en agonía”. En esas estamos. Y cuando los jueces entran y salen del foro político al tribunal juzgados, y van del tribunal al cargo público, del favor de la prebenda a la función sagrada de juzgar, no será extraño que pase lo que pasa. Es el escandaloso proceso y la feroz condena al juez Javier Gómez de Liaño alguien ha tenido que prevaricar. O ha prevaricado el juez, condenado de manera harto sospechosa y jurídicamente impresentable, o han prevaricado dos de sus tres juzgadores, concretamente Gregorio García Ancos y Enrique Bacigalupo. La forma en que se ha desarrollado desde un principio la persecución judicial, política y mediática del magistrado ahora condenado con tanta saña, no deja lugar a dudas. Y no se puede olvidar que uno de esos dos magistrados el señor García Ancos, viajó desde los tribunales a los cargos políticos para desempeñar la Secretaría General Técnica en el ministerio de Defensa de Narcís Serra, el ministerio de Defensa de Narcís Serra, el ministerio de las escuchas del Cesid y del informe Crillón y ocupó también la Dirección General de Registros en el ministerio de Justicia de Fernando Ledesma. Dejó, pues, la justicia para entrar en la política con los gobiernos de Felipe González, y volvió a los tribunales para juzgar, sin tener la decencia de abstenerse, al juez que había instruido el sumario de Lasa y Zabala, el más horripilante crimen de Estado durante el gobierno felipista.

El otro magistrado, Enrique Bacigalupo, viene también de la política a los tribunales, pero este improvisado juez español no viene de la política española sino de la argentina, donde sirvió al gobierno de Héctor Cámpora. Llega a España desde la Argentina, adquiere la doble nacionalidad, lo hacen juez a dedo, o sea, por el caprichoso cuarto turno, es elevado al Tribunal Supremo con el favor de Felipe González, se opone a que su protector sea citado en la investigación de los GAL, y se constituye en juzgados, Anás encarnizado, de uno de los jueces más íntegros y justos de la justicia española. Estos dos jueces – políticos cumplen la misión de evitar la investigación del imperio mediático de Jesús Polanco, que apoya al felipismo, y desactivar, ya veremos en qué medida, la bomba judicial del terrible sumario donde esperan justicia los huesos calcinados de Lasa y Zabala.

La condena del juez Gómez de Liaño se ha hecho posible con la ayuda del testimonio de otro juez, Baltasar Garzón, que sale también de la justicia a la política en camino de ida y vuelta. Cuando Garzón pone una X acusadora sobre el nombre evidente, aunque todavía no relevado de Felipe González en la cúpula de los GAL, elpícaro sevillano le llama para que le acompañe en la lista de candidatos al Congreso de Diputados por Madrid, justamente debajo del suyo, desplazando así al delfín Javier Solana. Decepcionado de la política porque no alcanza en ella los altos cargos con que soñaba, Baltasar Garzón regresa a los tribunales, recupera su fama de juez estrella y se convierte enacusador sospechoso y en presunto perjuro contra su compañero y amigo Gómez de Liaño. Es éste un nuevo episodio sórdido de esta sórdida historia. Y otros jueces, detrás de los cuales no es difícil encontrar la sombra de Clemente Auger, presidente de la Audiencia Nacional, emprenden la persecución de Gómez de Liaño, estorbando e impidiendo la investigación en el sumario de Sogecable y administrándose constantemente lo que el diario EL PAÍS y los demás medios de Jesús Polanco recibían alborozadamente como sucesivos varapalos.

Ha bajado ya el telón de esta terrible y dramática obra. Ahí quedan el acoso y derribo, la pasión y condena de un juez justo, honrado y pobre ante enemigos inmensamente ricos e invenciblemente poderosos. A Corrupción en el Palacio de Justicia sólo le falta el epílogo.

Jaime Campmany

16 Octubre 1999

El juez prevaricador

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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El Tribunal Supremo ha confirmado lo que parecía al sentido común: que el denominado caso Sogecable sólo existió desde la prevaricación continuada del juez Javier Gómez de Liaño a lo largo de todo el proceso de instrucción. No ha habido error, sino «abuso de la posición que el derecho otorga al juez». Frente a su argumentación de que el caso Sogecable se cerró en falso, el Supremo sentencia que «se abrió en falso». Liaño declaró ayer que tiene la conciencia tranquila, después de haber afirmado en el juicio que volvería a hacer lo que hizo. Ni siquiera en esto se ha distinguido de la mayoría de los reos. Pero la suya no es una cuestión de conciencia, sino de sometimiento a la ley, y bien está que nunca pueda volver a juzgar quien ha dictado resoluciones injustas a sabiendas. No es fácil rastrear habitualmente el delito de prevaricación judicial, oculto casi siempre bajo la presunción de legalidad que se atribuye al juez. Ello explica que sean tan escasas las condenas por esta figura penal. Pero Liaño dejó en la instrucción tan abundantes pruebas de su delito, que se convirtió en su peor acusador. Mucho más cuando su obsesión persecutoria le llevó a desobedecer a la sala de la Audiencia Nacional, que hasta en siete ocasiones revocó otras tantas resoluciones del instructor. Incluso el magistrado que se ha opuesto a su condena afirma en su voto particular exculpatorio que Liaño, al que califica de empecinado e iluminado, cometió un delito de desobediencia.

Contra muchos pronósticos, la sala del Tribunal Supremo ha asumido con rigor la responsabilidad de juzgar a un juez acusado de prevaricar. Los magistrados han tenido que hacer frente a reflejos corporativos muy enraizados en la carrera judicial; pero, sobre todo, a una intensísima campaña de intimidación, sin excluir la pura difamación personal, que capitanearon EL MUNDO, la revista ÉPOCA y la COPE, con apoyos nada solapados en la televisión pública, en la gubernamental ANTENA 3 TV y la incorporación de última hora de ABC tras su reciente relevo en la dirección [Giménez Alemán por Zarzalejos]. Por su resistencia a esas presiones espurias, particularmente intensas durante el desarrollo de la vista oral, el alto tribunal merece el reconocimiento de los ciudadanos. La acusación contra Liaño fue ejercida por los máximos directivos de Sogecable y de la empresa editora de este periódico para defender sus derechos constitucionales, pero la sentencia dictada ayer hace que todos los ciudadanos de este país puedan sentirse algo más seguros frente a la actuación arbitraria de cualquier juez prevaricador. Es el Estado de derecho el que se fortalece y gana la credibilidad de la justicia.

La sentencia determina que los tres autos que motivaron la querella (el que reimplantó el secreto de las actuaciones, el que prohibió la salida del territorio nacional a los directivos de Sogecable y el que estableció una fianza de 200 millones de pesetas a Jesús de Polanco) constituyen «la manifestación de una instrucción en forma contraria a derecho y sin sujeción a la ley vigente o los principios que la informan». El delito continuado se caracteriza por responder a un plan preconcebido que, aunque materializado en una pluralidad de infracciones penales, tiene un solo y único propósito criminal. Este plan aparece en el empeño de Liaño de erigir su voluntad en ley, al margen de los códigos y procedimientos, sin el más mínimo apoyo en razones jurídicamente fundadas e imponiendo consecuencias desproporcionadas a una de las partes.

El Supremo pasa revista a los tres autos considerados, pero no sin antes calificar de «novedosa en la judicatura española» la tesis sobre la prevaricación que ha mantenido en este proceso el ministerio público y que podría resumirse así: partiendo de que el derecho no es una ciencia exacta, el juez puede interpretarlo como le venga en gana. Frente a este extremo subjetivismo del ministerio público, el Supremo alega que si el derecho respaldara cualquier acto de un juez, implicaría que la única ley del Estado es la voluntad o la convicción de los jueces, en clara contradicción con la Constitución.

Para el Supremo es meridiana la motivación torcida de Liaño en su empeño por reimplantar el secreto del sumario levantado por la Sala de lo Penal de la Audiencia. La decisión de esta sala, a la que debía acatamiento Liaño, «fue conculcada de forma manifiesta mediante una resolución, aparentemente motivada, que reimplantó un secreto que era innecesario y desproporcionado». El Supremo apostilla al respecto: «Una motivación que tergiversa los hechos de la causa constituye un apartamiento grave de la ley, pues carece de todo respaldo de ella». Igual sucede con la decisión de prohibir la salida del territorio nacional a los directivos de Sogecable, restringiendo gravemente un derecho fundamental como es la libertad de movimientos. Adoptar esta grave medida antes de comprobar la veracidad de la denuncia de su amigo y pariente Jaime Campmany constituye una vulneración de la Ley de Enjuiciamiento Criminal «manifiesta, llamativa e inclusive grosera». La decisión de imponer a Polanco una fianza de 200 millones «carecía de sentido, pues nada había que asegurar o afianzar». El Supremo no deja de señalar que Liaño tuvo la cooperación del fiscal Gordillo, el segundo personaje puesto en cuestión por la sentencia, pero desmiente que le respaldara el ministerio fiscal.

El fallo condenatorio concluye que el caso Sogecable se abrió en falso, «pues no otra cosa cabe decir respecto de un caso en el que se persiguieron unos hechos como apropiación indebida sin contar con ningún damnificado». Ello hace inevitable reiterar la pregunta que ayer no quiso contestar el portavoz del Gobierno, Josep Piqué: ¿quién fue el secretario de Estado que, según aparece en el sumario, ordenó un estudio sobre Sogecable para basar la denuncia en los tribunales, con la esperanza de que sirviera para desprestigiar a los directivos de la empresa editora de este periódico, hacerlos desfilar por la Audiencia -y decenas de veces por el telediario- y dejar el campo libre a los proyectos informativos alternativos que ya preparaba el Gobierno?

A pesar de las interferencias y de las presiones recibidas antes y durante el proceso, la justicia es hoy más fuerte que ayer. Porque resistió y sometió a uno de los suyos al imperio de la ley.

17 Octubre 1999

El fin del silencio

Juan Luis Cebrián

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He tardado casi tres años en escribir este artículo. Y no porque no supiera qué decir o por falta de tiempo -de todas formas siempre escaso- sino porque esperaba la oportunidad adecuada para hacerlo: el momento en que los verdaderos culpables del llamado caso Sogecable -el caso que nunca existió- fueran juzgados y condenados. Aun así, todavía el viernes pasado, después de conocida la expulsión de la carrera del un día magistrado Gómez de Liaño, padecía muchas dudas sobre la conveniencia de su publicación. Pero todas se disiparon con la contemplación de los telediarios oficiales y progubernamentales, la escucha de la radio episcopal y la lectura -ayer- de los diarios de la derecha. Jesús Polanco y yo, como todos los demás injustamente acusados por el juez ahora expulsado, hemos guardado un escrupuloso silencio durante el tiempo que duró la miserable instrucción contra nosotros y el que se tomó para procesar, juzgar y condenar a Liaño. Las únicas declaraciones al respecto las hemos prestado ante los tribunales, y creo que la sobriedad de este comportamiento contrasta abiertamente con la ruidosa orquestación mediática que ha acompañado siempre al juez y a su fiscal, cuya vanidad es desde luego mucho mayor que sus capacidades profesionales. Por lo mismo, pienso que los lectores de EL PAÍS merecen ahora algunas explicaciones, que desde hace meses demandaban.Aunque son muchos los aspectos de esta truculenta historia montada por el maridaje del poder político, un puñado de conspiradores de opereta, periodistas venales y un juez encaprichado de sí mismo, me limitaré hoy a comentar tres puntos que me parecen de interés, dejando para mejor momento el análisis de otras cuestiones, incluida la actitud del gobierno: el fondo del caso Sogecable en sí, el papel jugado por los medios de comunicación y la importancia de la sentencia dictada el viernes para la necesaria implantación de un sistema que castigue la irresponsabilidad de los jueces.

La Sala Segunda del Supremo acaba de dictaminar que no sólo no se cerró en falso el caso Sogecable, contra el criterio tantas veces expresado por el ex-juez Liaño y sus corifeos, sino que «la causa, en realidad, se abrió en falso, pues no otra cosa cabe decir respecto de un caso en el que se persiguieron unos hechos como apropiación indebida sin contar con ningún damnificado y luego de desaparecido el peligro de que lo hubiera». La realidad es, pues, que nunca hubo caso Sogecable, ni indicio positivo del mismo, salvo en la malevolencia del juez, al que no faltaron ayudas de sus amigos, de los que por lo visto todavía no ha aprendido a defenderse convenientemente. Eso no impidió que los consejeros de administración de la empresa fuéramos tildados de estafadores y falsarios, no sólo por los compinches del instructor sino por los portavoces del Partido Popular, varios de cuyos diputados declararon, con arrogancia tan estúpida como ignorante, que lo que teníamos que hacer era dejar de protestar por nuestra indefensión y decir dónde habíamos puesto los veintidos mil millones de los descodificadores. Todo el mundo -incluidos nuestros acusadores y los vociferantes del partido en el gobierno- sabía que el dinero de los descodificadores estaba en los propios aparatos, y los más de doscientos mil abonados de Canal Plus que hasta la fecha habían solicitado la devolución de su fianza, una vez que se dieron de baja en el servicio, la recibieron sin problema alguno. No hacíamos con el dinero de los depósitos nada que no se hiciera, y se siga haciendo, en todas las televisiones de pago del mundo. Es más, estábamos tan seguros de lo correcto de nuestra actuación que en ningún momento, durante el año largo que duró la instrucción del proceso, cambiamos de proceder ni de sistema de contabilidad que, hoy en día, sigue siendo en Sogecable el mismo por el que se nos sometió a las vejaciones ya conocidas y se nos pretendió meter en la cárcel. Pero el acoso a la empresa y a sus administradores fue formidable. A algunos nos limitaron la libertad de movimientos, sin razón alguna ni posibilidad de ser oídos, a otros se les impusieron obligaciones más severas y a nuestro presidente una fianza de doscientos millones de pesetas para evitar la prisión. Y eso, cuando ya los informes de la secretaría técnica del Fiscal general del Estado y los de los peritos judiciales de Hacienda habían puesto de relieve la inexistencia del delito. La instrucción dolosa e ilegal del juez permitió desatar una campaña de desprestigio que amenazaba seriamente a la estabilidad de la empresa, en beneficio de los competidores afines al gobierno, y ponía en entredicho la credibilidad de personas tan ligadas a la fundación y ejecutoria de este periódico como Jesús Polanco o yo mismo. Estábamos acostumbrados a que nos tildaran de rojos, de arrogantes, de ateos, de prepotentes o de satánicos. Fue la primera vez que se quiso transmitir a la sociedad española la idea de que, también, éramos ladrones.

Nada de lo que pasó, y de lo que aún ha de pasar sin duda, puede entenderse sin el especialísimo papel que han jugado los medios de comunicación en esta historia. Por una parte, porque los imputados éramos responsables del mayor grupo de ese sector en nuestro país. Por otra, porque todo el proceso se puso en marcha desde las páginas de los periódicos: el propio denunciante era el director de una revista de la ultraderecha y colaborador a diario del más conspicuo portavoz de los intereses y opiniones de la Moncloa. No me llama la atención el cinismo pazguato de quienes ahora se empeñan en decir que se ha producido un linchamiento de Liaño desde los medios ligados a nuestro grupo, cuando precisamente fueron ellos quienes pusieron en marcha la máquina de picar carne, y todavía no la han desenchufado. Ahí están las hemerotecas y los archivos que pueden dar pruebas -incluso al peso- del número de artículos, vídeos, y cintas magnetofónicas dedicados con sospechosa coordinación a denigrarnos a los imputados, a nuestras empresas, nuestras familias y a todo el que por activa o pasiva se acercara a nosotros. Víctimas singulares y propiciatorias de su descarnado y virulento odio han sido, antes y después del juicio, los magistrados que han tenido el coraje y la decencia de condenar a Gómez de Liaño, sometidos a toda clase de presiones, amenazas y vituperaciones en el mejor estilo de la dialéctica de los puños y las pistolas, que amamanta el ingenio de quienes apadrinaron, desde el primer día, el caso. Las televisiones controladas por el gobierno (la oficial TVE y la ultraoficial Antena 3) y la emisora propiedad de la Iglesia (Cope) se han distinguido por dar tribuna a la vesania, el insulto y la calumnia. La imagen de Jesús Polanco, haciendo el paseíllo que la fiscal Márquez de Prado se había propuesto escenificar en las escaleras de la Audiencia, se vio multiplicada hasta la saciedad en bloques informativos sobre la corrupción, en medio de reportajes sobre delincuentes reconocidos como Conde, Roldán o De la Rosa, e incluso arropado por informaciones sobre narcotraficantes o contrabando de armas. Para vergüenza y sonrojo de los profesionales que prestaron su colaboración a la infamia, el director general de RTVE es hoy el que lo era de Sogecable, la sociedad en la que se habrían cometido las horrísonas corrupciones, las nefandas estafas y falsedades de las que éramos acusados. No tienen más que llamar a su puerta y preguntarle si efectivamente había una sola gota de verdad en todo aquello que la televisión oficial contaba y ha seguido contando después, proporcionando generosa tribuna a Gómez de Liaño, los fiscales Gordillo y Márquez de Prado y a algunos otros cómplices de su fechoría. Hay quien cree que este desproporcionado protagonismo de los medios en el asunto, y en toda la llamada guerra digital, se debía a un problema de celos o rivalidades entre periodistas o empresas periodísticas. Eso es una versión muy parcial de los hechos, al margen de que nunca falten los aficionados que se empeñan en drenar sus rabias o vengar sus celos a base de psicoanalizarse a sí mismos en las columnas de opinión. A lo que entonces asistimos, y parece reverdecer ahora, fue a la agresión formidable del poder contra los medios que no le parecían obedientes o no satisfacían su ego, a una lucha cainita por la ocupación perdurable de ese mismo poder, y a un desprecio preocupante por los métodos y formas utilizados en su conquista. Criminalizando a los fundadores de EL PAÍS, se estigmatizaba de paso al propio periódico, se desprestigiaban sus posiciones críticas y se continuaba demoliendo, como en tantos otros escenarios, los valores del consenso y pacto que hicieron posible la transición política, el diálogo y la democracia en España. Había llegado la hora del ordeno y mando, de aprender a distinguir entre buenos y malos.

Ya habrá ocasión de ahondar en estos aspectos, quizá los más preocupantes de la historia, pero prefiero hoy comentar un punto de la sentencia, que es un documento extraordinariamente importante para enfocar la reforma de la justicia, por el que los jueces García Ancos y Bacigalupo merecen el aplauso y el agradecimiento de todos los demócratas, al margen de la peripecia alocada de Gómez de Liaño. Me refiero a la doctrina que la Sala Segunda del Supremo sienta ahora respecto a la prevaricación y que propiciará que jueces y magistrados se muestren más prudentes y respetuosos con la aplicación de la ley de lo que muchas veces se manifiesta. La objetivación de dicho delito, frente a un subjetivismo extremo expresado en las palabras del propio Liaño cuando dice que su conciencia está tranquila y se erige en inquisidor de las de los demás, permitirá en adelante que los abusos de poder realizados al albur de un mal entendimiento de la independencia judicial puedan ser corregidos eficazmente por la propia Administración de Justicia. El Alto Tribunal ha establecido con rotundidad que «el juez no puede erigir su voluntad o su convicción en ley. Tal tarea sólo corresponde al Parlamento». Antes había señalado ya que «la jurisprudencia de esta Sala ha establecido en múltiples ocasiones que el delito de prevaricación no consiste en la lesión de bienes jurídicos individuales (…) sino en la postergación por el autor de la validez del derecho o de su imperio y, por lo tanto, en la vulneración del Estado de derecho». Y los juzgadores concluyen que las «decisiones basadas en la propia convicción empecinada del Juez, sin fundamento racional en la ley, son incompatibles con el Estado democrático del derecho». Contra la interesada y demagógica versión de que Polanco o Prisa han vencido a Liaño, lo que en un futuro prevalecerá de esta sentencia, y para bien de todos, es una interpretación precisa del tipo penal de la prevaricación, que permitirá a los ciudadanos sentirse más seguros de la imparcialidad de los tribunales. Liaño ha sido condenado no porque perjudicara los intereses de nadie -que lo hizo- sino porque llevó a cabo «una instrucción en forma contraria al derecho y sin sujeción a la ley vigente o a los principios que la informan». Ahí reside la gravedad de su acto y de ahí se deriva la expulsión de la carrera, del todo punto necesaria pues era preciso garantizar que un juez prevaricador -como dice la sentencia- iluminado, empecinado y desobediente -como proclama incluso quien pretendía su absolución- no volviera a entender de ningún otro caso. Y no debe hacerlo, salvo daño irreparable para la sociedad y tremendo desprestigio para la Justicia, ni aun si se le aplican medidas humanitarias como las que se demandan para Pinochet.

21 Octubre 1999

Amparo judicial

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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EL CONSEJO General del Poder Judicial (CGPJ), cuya tarea principal es velar por la independencia de los jueces, no podía quedar callado ante la campaña denigratoria, personal y profesional lanzada desde los medios más cercanos al Gobierno contra los dos magistrados de la Sala Segunda del Supremo que pusieron su firma al pie de la sentencia condenatoria del juez Gómez de Liaño por un delito continuado de prevaricación. En una durísima declaración institucional, el máximo órgano de la magistratura considera que esas descalificaciones y juicios de intenciones, propaladas desde determinadas tribunas periodísticas (fundamentalmente El Mundo y la Cope), no sólo atentan al honor de los magistrados en cuestión, sino que suponen una deslegitimación de la actuación de los tribunales y un cuestionamiento de su independencia. Y que nada tienen que ver con lo que constituye la crítica legítima a una resolución judicial.La declaración institucional contó con el apoyo del presidente, Javier Delgado, y 15 de los 20 vocales del Consejo. Votaron en contra cuatro vocales propuestos en su día por el PP y el que fue designado a instancia del PNV. Más allá de su ubicación ideológica, vale la pena resaltar la inconsistencia de las razones alegadas para no desautorizar lo que la mayoría de sus compañeros juzgan una delegitimación de la justicia y un atentado a su independencia. Una de ellas fue que los dos magistrados injuriados hasta la náusea han aguantado el griterío injurioso sin pedir amparo al CGPJ. ¿Dónde está escrito que éste tenga que esperar a la llamada de la víctima, y más en un caso en que la agresión tiene lugar a la vista de todos, para acudir en su socorro y prestarle el apoyo institucional que necesita? Más que una razón es un pretexto. Como lo es decir que el magistrado del Sala Segunda del Supremo que firmó el voto particular contra la condena de Gómez de Liaño «también había recibido muchos insultos». ¿Dónde están? Y si así fuera, merecería idéntico amparo. De lo que se trataba en este caso era de amparar institucionalmente a un tribunal frente a la infame persecución desatada por una sentencia impecablemente argumentada.

Que se trataba de eso lo han visto claro las asociaciones judiciales, que han dado su apoyo a la declaración institucional del Consejo. No es necesario, como ha propuesto alguna de ellas, reintroducir el delito de desacato en el Código Penal para proteger al juez de la denigración. Lo que cabía exigir es que el Consejo acudiera, como lo ha hecho, en ayuda de unos magistrados vituperados por el solo hecho de aplicar la ley al prevaricador Liaño.