29 octubre 2018

Los tres últimos presidentes de Brasil, Lula, Dilma y Temer, están con procesos judiciales acusados de corrupción.

Elecciones Brasil 2018 – Jair Bolsonaro elegido presidente de Brasil a pesar de una campaña mediática internacional en su contra que lo acusa de ‘ultraderechista’

Hechos

El 28.10.2018 se celebraron elecciones presidenciales en Brasil.

30 Octubre 2018

Ante Bolsonaro

EL PAÍS (Director: Soledad Gallego Díaz)

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La elección del ultraderechista Jair Bolsonaro como presidente de Brasil es un pésimo augurio para el país más grande de América Latina y la octava economía del mundo. Ahora lo importante es que no se convierta en un desastre para Brasil y para el resto del continente. Aupado por la crisis económica, la violencia y la corrupción, que ha desarbolado a la oposición, Bolsonaro, un ex militar de 63 años, ha llegado a la jefatura del Estado defendiendo unos principios incompatibles con una democracia como la brasileña. Por eso es esencial que, desde las instituciones del Estado, pero, sobre todo, desde la oposición política, se establezcan las barreras necesarias para que no pueda cumplir lo prometido ni convertir en realidad sus discursos homófobos, xenófobos, a favor de la dictadura, de las armas, de la tortura o del encarcelamiento de opositores.

Aunque maltrecho, el Partido de los Trabajadores, que logró un 44% en la segunda vuelta, sigue siendo la principal formación de izquierdas brasileña y tiene un papel muy importante que jugar como cortafuegos ante los excesos del ultraderechista porque, quiera o no, debe pasar por el Parlamento para llevar a cabo sus principales políticas. Pero no será fácil: la Cámara brasileña está profundamente atomizada, con más de 30 formaciones representadas; desprestigiada, porque fue el epicentro de alguno de los escándalos de corrupción que acabaron dañando al PT,  y los ultraconservadores tienen mucha influencia. El Tribunal Supremo, garante de la Constitución, puede ser también muy importante para frenar las propuestas del ultra contrarias a los derechos humanos —como la impunidad para los policías que maten en acto de servicio—, pero Bolsonaro ha logrado la victoria desde la política, y debe ser derrotado desde la política.

Se trata de una oportunidad para que los partidos políticos tradicionales —el centroizquierda, la derecha democrática y el PT— busquen la unidad que no fueron capaces de articular ante el ascenso de Bolsonaro y no se enreden en peleas partidistas ante un peligro indudablemente mayor. El exmilitar no solo ha ganado las elecciones con un discurso duro y retrógrado en derechos sociales, sino que, repitiendo mil veces mentiras hasta convertirlas en verdades, comunicándose directamente con los electores a través de las redes sociales, ha sido capaz de convencer a los brasileños de que representa el cambio y la renovación. Se trata de una bandera que los partidos democráticos tienen que recuperar y que no pueden dejar en manos de un nostálgico de la dictadura militar si no quieren que los derechos de los brasileños den un salto hacia atrás de décadas.

Como hemos visto en Venezuela o Nicaragua, un líder elegido en las urnas puede convertir una democracia en una dictadura corroyendo poco a poco la estructura del Estado. Dado el papel central de Brasil en la economía y en la política de América Latina (y de todo el mundo), un giro autoritario podría tener consecuencias imprevisibles sobre la estabilidad general. No solo los brasileños se juegan mucho dejando que Jair Bolsonaro campe a sus anchas, sino todos los ciudadanos de un mundo global que ya han visto el daño que los Trump u Orbán pueden hacer a sus propios países.

30 Octubre 2018

Brasil por la pendiente de la incertidumbre

EL MUNDO (Director: Francisco Rosell)

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HAY UN hilo conector entre el triunfo del ultraderechista Bolsonaro y la victoria de Trump o el resultado del Brexit que es el auge del populismo en un contexto de incertidumbre mundial. Pero el respaldo en las urnas del presidente electo de Brasil hay que ligarlo con tres coordenadas que hacen de gran parte de Latinoamérica una bomba explosiva: la debilidad económica, la extrema inseguridad y la corrupción. Los brasileños se han echado en brazos de Bolsonaro, un ex militar sin experiencia en gestión política alguna que ahora asume las riendas nada menos que de la octava economía global por la sencilla razón de que están desesperados. Y en muchos momentos de la Historia se ha demostrado que cuando un pueblo se halla ante un callejón sin salida busca peligrosas soluciones maniqueas. La democracia se devalúa y los mesías de hierro hacen su agosto.

Todo es incertidumbre sobre qué podrá hacer Bolsonaro, obligado a modular su discurso incendiario y a convivir con un Parlamento tan fragmentado que hará muy difícil aprobar reformas en un país tan necesitado de ellas. De momento, a los partidos tradicionales, como el de Lula, desangrado por la corrupción, hoy les toca penar por haber llevado a Brasil al punto crítico en el que está.

30 Octubre 2018

Calígula, al frente de Brasil

Raúl del Pozo

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No se me olvida la reflexión de Manuel Valls –al que los separatistas consideran traidor– en una reciente cena a la que asistieron constitucionalistas preocupados por el auge de la extrema derecha y el nacionalismo salvaje, en los confusos y turbulentos tiempos de Trump, el Brexit o el procés. «Los que estamos aquí –habló Valls– pertenecemos a la minoría, algo hemos hecho mal. El sistema que logró el Estado del bienestar y los Derechos Humanos está retrocediendo ante el populismo y el nacionalismo».

Un populismo ególatra, de políticos arrogantes, estrellas de las redes sociales, bufones de la posverdad apoyados por las sectas religiosas, constituyen un revival que arrincona a los partidos del sistema. Son gallos que creen que llega el día para oírles hablar, narcisos que se enamoran de su propia imagen en los medios, en plena era de la desinformación. El pionero fue Trump, calificado como matón, fabulador mentiroso y estafador. Pero nadie obligó a las votantes norteamericanas a elegir al millonario chulo que decía: «Si eres famoso, puedes coger a las mujeres por el coño». Nadie coaccionó a las brasileñas o a los homosexuales para que hicieran presidente a un paramilitar matón que habla así: «Eres muy fea para ser violada», o: «Si veo a dos maricones besándose en la calle, los aporreo». La gente, la vasca, la maraña, la chusma tan sobada por los nuevos políticos ultras está arrollando a los trabajadores organizados, a los ciudadanos demócratas, que también están aterrorizados por la emigración, el paro y los salarios piojosos. Por decirlo con el antipopulista Coriolano, los perros callejeros aúllan a los nuevos tiranos. La gente se siente insegura, desprotegida. Los rojos de los cinturones se apuntan a la barbarie largo tiempo dormida, a la erupción global de la ultraderecha.

El nuevo déspota que abarca más de la mitad de la América del Sur es Jair ‘Messias’ Bolsonaro, ex capitán paracaidista, partidario de la dictadura, de la tortura y de la pena de muerte. Según él mismo: «Esto es una misión de Dios en Brasil». Dice el proverbio carioca: «Brasil es la tierra del futuro y siempre lo será». Y hay un dicho brasileño: «Progresamos de noche, mientras los políticos duermen». La quinta nación del mundo, estupidizada por el fútbol, asolada por la corrupción y las dictaduras militares, Eldorado de oro, café, azúcar, maíz, caucho, algodón, tabaco; la Amazonía con 900 variedades de palmeras, el río de dos millones de metros cúbicos por segundo, una selva de anacondas, monos y jaguares está en las manos de un Calígula con botas de legionario (cáligas) que con la extravagancia del majara, puede incendiar América del Sur.

04 Noviembre 2019

La ultraderecha

Álvaro Vargas Llosa

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Nadie más feliz que la izquierda por el triunfo de Bolsonaro. La orgía de titulares y declaraciones de políticos, periodistas y especies peores anunciando el apogeo de la «ultraderecha» nos dice más sobre la izquierda que sobre la derecha. No sabemos si Bolsonaro intentará ser un gobernante misógino, homofóbico, racista y autoritario, y si, en caso de exhibir tales instintos, las instituciones brasileñas, que han demostrado madurez, se lo permitirán. Estar en guardia frente a dicho peligro es lo menos que se puede exigir de esas instituciones. Pero el frenesí de la izquierda ante lo sucedido indica que ella necesita que Brasil sea a partir de ahora un bastión de la ultraderecha. Así disimulará su principalísima responsabilidad en el comportamiento de los votantes de aquel país.

La izquierda mundial hizo de Lula da Silva y Hugo Chávez dos iconos dignos de la era bizantina. Cuando Chávez se volvió impresentable, se aferró a Lula. Pero Lula, que no era un dictador ni había estatizado la economía, había dado muestras suficientes de corrupción y de conducta manirrota y dirigismo mercantilista (en el sentido antiguo de privilegiar intereses privados cercanos al Gobierno) como para advertir lo que se venía. Lo que vino fueron las siete plagas de Egipto, morales y económicas. Los mayores perjudicados fueron aquellos pobres a los que Lula había artificialmente elevado hasta la clase media. La izquierda, en lugar de denunciar a Lula por defraudar atrozmente la tradición socialista con su elitismo (otra forma de llamar al mercantilismo como sistema económico y al contubernio inmoral entre el interés público y ciertos intereses privados), denunció conspiraciones de la ultraderecha contra él y su sucesora, Dilma Rousseff (quien había presidido la empresa estatal, Petrobras, que fue eje de un vertiginoso sistema de corrupción vinculado a la obra pública, asunto que como mínimo exigía tomarle cuentas políticas, como se las hubiera tomado la izquierda a la ultraderecha de haber estado ella en semejante brete).

Todo esto desembocó en lo que tenía que desembocar porque los brasileños no son marcianos sino, como los angustiados bípedos de otros lares, seres a los que situaciones traumáticas pueden empujar a comportamientos electorales que en circunstancias distintas no serían concebibles. Ello, independientemente de que Bolsonaro resulte siendo un gobernante de ultraderecha o no y, si intentara serlo, de que las instituciones y la gente se lo permitiesen. La contribución de la izquierda icónica del siglo XXI, la brasileña, al fenómeno Bolsonaro ha sido abrumadora.

A veces los ultras resultan menos ultras de lo que se teme, casi siempre por una de dos razones. La primera es el peso de la responsabilidad; es el caso de Syryza en Grecia, que precisamente por no resultar tan ultra en el poder perdió al ala más radical de la coalición, reconvertida en Unidad Popular. La segunda es el corsé institucional; es el caso de Trump, en gran parte gracias a la saludable democracia estadounidense. A veces, los ultras sí resultan tan ultras como lo parecían, según lo prueban Viktor Orbán en Hungría o, para citar un personaje más extremo, Rodrigo Duterte en Filipinas.

No sabemos lo que sucederá con Bolsonaro. Sí sabemos que la izquierda mundial, pillada en falta grosera en Brasil, cree haber encontrado en Bolsonaro la forma de disipar las miasmas de su conciencia. No me refiero a las culpas de haber creído en Lula, lo que en un comienzo era razonable, sino de haber actuado, cuando la estafa era evidente, con total falta de integridad, defendiendo lo indefendible. Ahora, en lugar de hacer un examen de conciencia, practica el placer justificatorio de gritar, en pleno Halloween, ¡ahí viene la ultraderecha!