11 junio 2001

En pleno debate sobre la pena de muerte, Estados Unidos permitió a los familiares de las víctimas presenciar su muerte

Estados Unidos ejecuta a Timothy McVeigh, el asesino responsable de la brutal matanza de Oklahoma de 1995

Hechos

El 11.06.2001 fue ejecutado Timothy James McVeigh mediante inyección letal.

Lecturas

 Entre las 168 víctimas del atentado de Oklahoma hubo numerosos niños.

03 Junio 1997

El jurado declara culpáble al ultraderechista McVeigh, culpable de la matanza de Oklahoma

Javier Valenzuela

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Una «silenciosa explosión de alivio». Así escribió Dan Demoss la reacción del público presente en la sala del tribunal de Denver (Colorado) cuando el jurado compareció ayer para declarar, tras más de tres días (le deliberaciones, a Timothy McVeigh culpable del atentado con explosivos que el 19 de abril de 1995 reventó un edifício gubernamental de la ciudad de klahoma. Demoss es un superviviente de aquella acción terrorista, la más sangrienta en la historia de EE UU, en la que perdieron la vida 168 personas y otras 700 resultaron heridas. Al cuarto día de deliberaciones, el jurado decidió que McVeigh, un veterano de la guerra del Golfo de ideas ultraderechistas, fue el autor del atentado.

McVeigh, de 29 años de edad, escuchó impasible y con los dedos entrelazados la decisión. Mañana, miércoles, los siete hombres y cinco mujeres del jurado volverán a sentarse en el tribunal de Denver para escuchar la petición fiscal de pena de muerte para McVeigh y los argumentos de la defensa en contra de esa sanción.El jurado aceptó la tesis de la acusación según la cual McVeigh quería vengar el asalto del FBI contra el reducto en Waco de la secta armada de los davidianos, en 1993. McVeigh, miembro de la Asociación Nacional del Rifle y vinculado con las milicias ultraderechistas de Michigan, pensaba que su acción terrorista desencadenaría «la segunda revolución norteamericana», esta vez contra el Gobierno federal.

En la noche del domingo, William Pierce, autor de The Turner’s Diaries,uno de los libros de cabecera del movimiento de las milicias, negó en la CNN cualquier vinculación con la acción de McVeigh. Pero es cierto que, como se demostró en el juicio, el terrorista había leído ese libro, escrito hace dos décadas, que describe un atentado similar al de Oklahoma.

Odio al Gobierno

El atentado ficticio de The Turs Diaries es contra el cuartel era] del FBI en Washing, pero a la misma hora, con mismo tipo de explosivos y los mismos motivos ideológos que el de Oklahoma. «Es error decir que el pueblo odia al Gobierno o coloca bombas en edificios del Gobierno porque ha leído mi políticamente incorrecta novela», dijo Pierce. «Mucha gente», añadió, «odia al Gobierno por que cree que no está autorizado a masacrar a sus propios ciudanos como hizo en Waco».

La tardanza del jurado en adoptar una decisión comenzaba ayer a inquietar a los norte americanos, convencidos en su mayoría de la culpabilidad de McVeigh. Los supervivientes y los familiares y amigos de las víctimas del atentado expresa ban esa inquietud celebrando servicios religiosos en iglesias metodistas, baptistas y católicas de Denver para pedir a Dios un «veredicto justo».

Como describió Dan Demoss, la tensión estalló silenciosamente cuando el jurado reapareció a primeras horas de la tarde de ayer, comienzo de la noche en España, para anunciar que consideraba a McVeigh culpable «más allá de cualquier duda razonable» de todas las acusaciones: conspiración para el uso de armas de destrucción masiva, uso de esas armas con resultado de muerte, destrucción de un edificio público y asesinato de funcionarios.

Todos los medios de comunicación audiovisuales norteamericanos interrumpieron sus emisiones para facilitar la noticia. De la expectación que había despertado la decisión de las doce personas reunidas a puerta cerrada en Denver dio prueba el que la Bolsa de Nueva York suspendiera temporalmente sus sesiones para conocerla en directo.

«Este es un día largamente esperado», manifestó el presidente Bill Clinton al enterarse de la noticia. «Se me ha quitado una tonelada de peso de encima de los hombros», declaró en Oklahorna Dan McCain, que perdió a su mujer y una hija pequeña en el atentado. «Ahora quiero que a ese tipo lo ejecuten lo antes posible», añadió. «¿Por venganza?», le preguntó a McCain un reportero. «Sí, por venganza».

La defensa de McVeigh proclamó la inocencia del acusado y aludió a una conspiración del FBI, con la correspondiente fabricación de pruebas, contra él. Según la defensa, el verdadero terrorista murió en la explosión.

La investigación del atentado y el juicio de McVeigh ya le han costado a los contribuyentes norteamericanos 50 millones de dólares (más de 7.000 millones de pesetas), pero el caso aún no está terminado. Terry Nichols, el compinche de McVeigh, todavía debe ser juzgado, y, sobre todo, queda por decidir la suerte del ex veterano de la guerra del Golfo que quería derribar al Gobierno de Washington.

12 Junio 2001

La ejecución de McVeigh se retrasó por problemas en su retransmisión

Enric González

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Timothy James McVeigh murió a las 7.14 de ayer, sereno, con los ojos abiertos y en silencio, cuatro minutos después de que empezaran a inyectarle una mezcla de medicamentos para detenerle el corazón. Al ser trasladado a la cámara de ejecución pidió que se distribuyera a la prensa el poema Invictos, de William Ernest Henley, conocido por el verso «soy el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma». La hoja, manuscrita, llevaba su firma y la fecha de ayer, 11 de junio de 2001. Algunos testigos que asistieron a la agonía opinaron que McVeigh se mostró ‘desafiante’.

EL rito de la muerte legal comenzó pasadas las seis de la mañana, cuando se abrió la puerta de la celda donde Timothy McVeigh pasó su última noche y el alcaide Harvey Lappin le explicó «de forme coloquial», duante media hora, cuál sería el proceso a partir de entonces. En ese momento, fuera descargaba una fugaz tormenta. McVeigh había logrado dormir algún rato, según el alcaide. Paso el resto del tiempo viendo la televisión y, a las cinco de la madrugada, despidiéndose de sus abogados a través de un cristal.

«No logramos que dijera una palabra de arrepentimiento, pero eso reduce el horror de la ejecución», dijo Rob Nigh, jefe del equipo jurídico. McVeigh entró por su pie en la sala y se tumbó en la camilla. Vestía camiseta blanca, pantalón y zapatillas. «Cooperó en todos los detalles», explicó el alcaide.

Sonó el teléfono rojo que comunicaba con el Departamento de Justicia y Lappin recibió autorización para proceder con la sentencia. La aguja de un catéter negro conectado con una habitación contigua, desde la que se inyectó el cóctel letal, le fue insertada en una vena de la pierna izquierda. Eran las 7.02. En ese momento se le comunicó a McVeigh que había problemas con la retransmisión televisada a Oklahoma city y que habría que esperar un poco. El reo no hizo comentarios. En la sala solo se escuchaba la voz de un técnico: «Uno, dos, probando; uno, dos probando». A las 7.06 se estableció por fin la conexión con la sala de Oklahoma donde se congregaban 232 supervivientes y familiares de víctimas. «Podemos seguir», dijo el alcaide.

Momento de la muerte

El alcaide permanecía junto a la camilla, con los brazos cruzados. «En esos instantes sólo pensaba en los 168 víctimas mortales y en todas las demás personas cuya vida fue destrozada por el atentado», idnicó Lappin. A las 7.12 penetró en sus venas la tercera droga, que le detuvo el corazón. «Fue imposible percibir el momento de la muerte; sus ojos seguían abiertos y quizá hubo algún parpadeo, pero fue casi imperceptible. El proceso del fallecimiento», relató uno de los testigos «sólo se reflejó en la respiración, en las pupilas, que fueron volviéndose acuosas, sin brillo, y en la piel y los labios, que pasaron de la palidez a un tono amarillento. (….)

Luego miró, uno a uno y a los ojos a los 10 periodistas que tenía enfrente, a medio metro de sus pies, tras un cristal. «Movió un poco la cabeza, como asintiendo», explicó uno de ellos. Por último desvió un instante la cabeza hacia su izquierda, donde, tras un cristal oscuro, invisibles para él, le observaban 10 víctimas del atentado y apoyó de nuevo la nuca sobre la camilla para fijar la mirada en el techo, donde estaba la cámara McVeigh ya no apartó los ojos de la cámara. El alcaide le preguntó si quería decir unas palabras. No hubo respuesta alguna.

Un poema de Henley

Timothy McVeigh murió a los 33 años. Rechazó la compañía de sacerdotes y toda asistencia esperitual. No perdió la convicción de que en el futuro no se le consideraría un asesino, «sino un patriota que luchó contra la creciente tiranía del Gobierno». Para explicar su estado de ánimo, dejó el poema de Henley: «De la noche que me cubre negra como el pozo de un polo a otro, doy gracias a los dioses sean cuales sean, por mi alma inconquistable. En la garra de las circunstancias no he parpadeado ni he gritado. (…) Mi cabeza está ensangrentada, pero firme. Más allá de este lugar de ira y lágrimas no se vislumbra más que el horror de la sombra. (…) Soy el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma».

12 Junio 2001

El `diablo' es «uno de nosotros»

Fabrice Rousselot

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«Era un chico normal, como cualquier otro, quizás un poco tímido, pero muy tranquilo y amable. Es a ese Timmy al que sigo recordando, no al Tim de hoy». Habla Bill McVeigh, después de visitar por última vez a su hijo en el corredor de la muerte de Terre Haute (Indiana), el 10 de abril.

Seis años después, lo que queda del atentado terrorista más grave jamás cometido en suelo americano es este Timothy McVeigh convertido en el símbolo del mal absoluto y en la encarnación del terrorismo made in USA. Pero allí donde algunos esperaban descubrir un monstruo, McVeigh les envía la imagen de un hombre normal, «uno de nosotros», como escribe Los Angeles Times. Pero nadie ha conseguido desentrañar el enigma McVeigh. «Personifica al diablo y la gente quiere saber por qué lo ha hecho», resume Robert Bloom, criminólogo del Boston College.

De la infancia de Timothy McVeigh, nacido en 1968 en la pequeña ciudad de Pendleton, al norte del estado de Nueva York, no se sabe gran cosa. Su padre trabaja en la General Motors y se divorcia bastante pronto. Tim es inteligente, pero muy introvertido. Cuando termina la escuela, en 1986, se inscribe en una escuela de economía, que pronto abandona. No tiene amigos ni novia. Su único hobby: las armas. Compra varias y entrena en un campo cerca de su casa.

Entra en el Ejército en 1988. Tras una breve escala en Georgia, es transferido a Kansas. Entonces comienza a afirmar su personalidad. Tirador de elite, McVeigh recomienda a sus colegas leer Turner Diaries, una novela racista y antisemita, que cuenta la historia de un soldado que se enrola en un ejército secreto para luchar contra un gobierno opresor. McVeigh se dice «cada vez más inquieto frente a la tiranía federal» y se enreda en el torbellino de ese nuevo movimiento de «patriotas» antigubernamentales que comienza a surgir.

En 1991, la guerra del Golfo envía a McVeigh al desierto saudí. Pero él se ha marcado un objetivo: entrar en las fuerzas especiales, los famosos boinas verdes. Su decepción fue enorme cuando fracasó en las pruebas físicas.

Tras emplearse como guardia de seguridad unos meses, se lanza a la carretera en 1993 y viaja por moteles en coches viejos y oxidados. Pasa el tiempo con Terry Nichols y Michael Fortier, antiguos camaradas del Ejército.

Viaja a Waco, cuando el Gobierno sitia a la secta de los davidianos. Más tarde dirá que su atentado era una respuesta a Waco. Y aumenta su odio hacia todo lo federal. En varias cartas para su hermana se presenta como «Robin Hood frente al monstruo del Gobierno». En 1994, a los 26 años, McVeigh vuelve a casa de su padre, a Pendleton. «Se había convertido en un ser amargado», recuerda Bill McVeigh.

Lo demás es conocido y conduce a McVeigh, la mañana del 19 de abril de 1995, al Murrah Building de Oklahoma, convertido en blanco terrorista porque alberga a varias agencias federales. Durante su proceso, en 1997, McVeigh niega ser el autor, para terminar confesándolo todo públicamente en el libro American Terrorist.

Jamás se arrepiente de su atentado y califica a los niños muertos de «daños colaterales». También afirma haber actuado solo. Pero siguen sin resolverse muchas preguntas sobre una supuesta implicación de una red terrorista.