19 diciembre 1995

Felipe González Márquez volverá a ser el candidato del PSOE a la presidencia del Gobierno tras la designación de Javier Solana como Secretario General de la OTAN

Hechos

El 18 de diciembre de 1995 D. Felipe González Márquez ‘acepó’ la candidatura del PSOE a la Presidencia del Gobierno encabezando la lista por Madrid.

Lecturas

El 18 de diciembre de 1995 la Ejecutiva Federal del PSOE designa a D. Felipe González Márquez candidato de este partido a la presidencia del Gobierno para las elecciones convocadas para marzo de 1996 (el Sr. González Márquez ha sido el candidato a la presidencia del PSOE en todas las elecciones generales celebradas desde la llegada de la democracia a España).

En el comité D. Felipe González Márquez reconoce que su intención era proponer a D. Javier Solana Madariaga como candidato del PSOE pero que ante su designación como secretario general de la OTAN acepta ser candidato por séptima vez.

19 Diciembre 1995

Candidato único

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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FELIPE GONZÁLEZ dijo finalmente ayer a su partido lo que ya era obvio: que acepta encabezar sus listas en las próximas elecciones. La primera consideración tiene que ver con el tortuoso camino que ha seguido el presidente para su designación. La tardanza en la decisión al menos en contársela a sus compañeros sólo podía justificarse por la búsqueda de una salida algo mas imaginativa. Tantas semanas para acabar encontrándose a sí mismo no dejarán de sorprender a todos, salvo a los mienbros de la ejecutiva socialista, que se han juramentado a la vieja usanza para que el líder no tuviera dudas sobre la unanimidad de los apoyos.Salvado, por evidente, que los socialistas pueden elegir como candidato a quien mejor les plazca, el proceso de elección de Felipe González como cabeza de lista requiere algunas otras consideraciones. Demuestra, en primer lugar, que el PSOE carece de líder alternativo. Lo cual tampoco es sorprendente ni representa un caso único en los partidos políticos de todo el mundo. González ha marcado la política española durante toda la década de los ochenta y la mitad de los noventa. Su capacidad política está fuera de toda duda para sus correligionarios, pero también para sus enemigos, quienes han sufrido en carne propia derrota tras derrota en la presentación ante las urnas. No es fácil para ningún partido, como no lo es para ningún colectivo humano, hallar sustituto a un triunfador, y basta para ello, echar un vistazo al mundo que nos rodea y ver los fracasos que han cosechado muchos partidos al repartirse la herencia de un ganador. Pero aquí no se trataba, por mucho que así lo pensara el presidente, de un mero cambio de nombre en el cartel electoral. La necesidad era otra: había que reformar el partido para acabar con todo el lastre que han acumulado los socialistas durante sus años de gobierno. Ése era el reto, y no demostrar un gran ingenio en la búsqueda casi entomológica de un sustituto.

El problema está en el método elegido por el propio Felipe González para animar esta renovación que hiciera posible el cambio. Para comenzar, la operación fue abierta por el propio González hace ya cinco meses, cuando dejó caer entre sus colaboradores más cercanos la seguridad de que no volvería a presentarse. Pudo entonces abrir un debate y ayudar a buscar, con los dirigentes de su partido o incluso con las bases, aquel nombre que diera credibilidad y fuerza a la necesaria remodelación de políticas, cargos y nombres. Pero él mismo se cerró la puerta que había entreabierto y eligió el camino de la designación. Cuándo las carambolas políticas -méritos personales aparte- han llevado a Javier Solana a la Secretaría General de la OTAN se ha mostrado en toda su crudeza la insania del procedimiento. Por que ni siquiera la obligada prudencia en un estadista le llevó a prever recambios. Y así se ha llegado a la escenificación actual, con el propio González haciendo ver a sus compañeros los muchos males que pueden abatirse sobre los socialistas si le eligen candidato. Ni a ellos mismios debe asombrarles que la operación cause, cuando menos, un cierto estupor, si no desconfianza.

Y es que tampoco el partido ha dado lecciones de ejemplaridad a lo largo de todo este proceso. La insistencia en la bondad sin límites que representaba la candidatura de González ha tenido ribetes patéticos. Muchos de los dirigentes -guerristas, renovadores o de tercera vía, si es que existen tales categorías en el seno del partido- han perdido la oportunidad de desatar el debate, que,si González callaba no se ve por qué razón hubo de contagiarles el mutismo. Incluso el manifiesto de los 19 -posteriormente 18- ha sido tan tardío que más parece un brindis al sol que una propuesta factible para la discusión real.

Ha sido, finalmente, el propio González quien ha invocado, la última vez ayer mismo, que su presencia al frente de la candidatura podría ser ahora un problema adicional para el PSOE: porque polariza los ataques de la oposición, porque sólo con su salida amainará el enrarecido clima político de los últimos años, etcétera. Si, pese a ello, la dirección socialista ha optado por González es porque veía, más problemas, internos y externos, en las demás hipótesis. Es una decisión legítima y resulta poco democrático cuestionarla. Pero es también una decisión arriesgada. Porque retrasa la renovación interna de un partido que a estas alturas no puede plantearse su candidatura a La Moncloa en términos de «González o el desastre». Llegados a este punto, y una vez decidida la cuestión del candidato, tal vez el único argumento que se pueda esgrimir es que la forma más directa de que un Gobierno se someta al veredicto de los ciudadanos es precisamente pasar por las urnas. En marzo se verá si la decisión fue un error o un acierto.

19 Diciembre 1995

Una comedia dentro de una farsa

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

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Llega un momento en que las palabras ya no significan nada. No es posible creer lo que dice Felipe González: si realmente no hubiera querido ser candidato, si de verdad considerara, como dice, que él es «más un problema que una solución», y si creyera que ha llegado el momento de «renovar el cartel electoral», y si entendiera que su presencia «crispa la vida política», como ayer pretendió ante la Ejecutiva Federal del PSOE, habría preparado su sucesión con tiempo y en forma debida. No con un único nombre en cartera, sino manejando varias hipótesis, en función de todos los escenarios posibles. Y, en todo caso, tras comprobar que su candidato predilecto no iba a estar disponible, se habría movido para buscar otro. Habría realizado consultas, pedido opiniones… Incluso, y para variar, hasta habría podido dejar el asunto en manos del partido, por el aquél de la democracia interna. Le habría bastado con decir: «Yo no quiero ser candidato. Buscad otro». Y asunto concluido.

Pero no. No ha hecho nada de todo eso. Ni él ha buscado a nadie, ni ha consultado con nadie, ni ha permitido que los demás lo hicieran. Con lo que ha abocado al PSOE a suplicarle que sea por séptima vez su «cabeza de cartel». De lo que él va a sacar un beneficio importante. Porque a ver quién es ahora el que se atreve a discutirle la composición de las candidaturas, o el programa electoral, o lo que sea. Y, si pierde las elecciones, todavía podrá decir: «¿Lo veis? Ya os avisé. Ya os dije que no tenía que ser yo». Con lo que -si gana porque gana, y si pierde porque pierde- él siempre tendrá razón. Y excusa para revalidar su liderazgo.

Quien queda en una posición de auténtico bochorno es el PSOE: ese partido que se ha pasado meses tratando de disimular que estaba en manos de un sólo hombre diciendo primero que no se planteaba la sucesión porque había tiempo de sobra para hacerlo, y luego que no se la planteaba porque ya no había tiempo para ello. Cualquier parecido entre lo ocurrido y cómo deberían hacerse las cosas en una organización dirigida de modo colegiado -o sea, democráticamente- es pura coincidencia. Que después de más de veinte años, contados desde Suresnes, el PSOE carezca de recambio para su líder máximo, clama al cielo. No lo tienen quienes están en sintonía política con él, y tampoco quienes critican sus opciones principales, como los guerristas.

Lo que se escenificó ayer en Ferraz fue una comedia dentro de una farsa. En medio de una situación que ya era de cartón piedra -«Tenemos más de un centenar de candidatos mejores que Aznar», presumía Ciscar-, González representó el papel del aspirante malgré lui. ¿Qué ocurrió? ¿Que no fue capaz de convencer a los suyos, y que éstos lo han elegido porque, por vez primera, disienten de su análisis de la realidad?

Fue teatro dentro del teatro, como en Hamlet. Pero de risa. Un Hamlet de sainete.