29 septiembre 1978

Fulminante muerte del Papa Juan Pablo I tras sólo 32 días de pontificado y quedando en la historia como ‘El Papa de la sonrisa’

Hechos

El 29.09.1978 Juan Pablo I fue proclamado como nuevo Papa de la Iglesia católica.

Lecturas

Albino Luciani sólo puede ser Papa Juan Pablo I durante un mes

La repentina muerte del papa Juan Pablo I cuyo pontificado sólo ha durado 33 días sorprendió este 28 de septiembre de 1978 a todo el mundo.

Nacido en 1912, Albino Luciani tomó los hábitos sacerdotales en 1935, tras haber estudiado teología y filosofía. Fue profesor de teología moral, de derecho canónigo y de arte cristiano.

Obispo de Vittorio Veneto en 1958, patriarca de Venecia en 1969, había sido nombrado cardenal en 1973.

Tras la muerte del papa Pablo VI, en agosto, el cardenal Luciani fue elegido su sucesor en el curso de un cónclave de una duración sorprendentemente breve.

La Iglesia no ha proporcionado más que escuetas informaciones sobre la enfermedad que ha acabado tan inesperadamente con la vida del papa.

El Sr. Martín Descalzo publicó un Tercera en ABC con el título ‘Se apagó la sonrisa’, dado que Juan Pablo I había sido identificado como ‘El Papa de la sonrisa’.

En el diario YA, vinculado a la Iglesia Católica (el nombre de su empresa propietaria es Editorial Católica), sus principales figura publicaron artículos en memoria del efímero Papa, la de D. Manuel Jiménez Quilez se tituló ‘El Papa riente’ y la del periodista-sacerdote D. José María Javierre se titulaba ‘Era un hombre bueno’.

El 1 de octubre, también en el YA, el filósofo D. Julián Marías publicaba el artículo sobre tema titulado «Este mundo y el otro Julián Marías».

Al Papa Juan Pablo I se le atribuía mala relación con el cardenal Paul Marcinkus, responsable de tesorería de la Banco del Vaticano – Banco Ambrosiano y sobre el que se proyectó la sombra de La Mafia. Contra Marcinkus llegó a decretarse una orden de detención, pero nunca llegó a ejecutarse y realizarse contra él condena alguna.

30 Septiembre 1978

Se apagó la sonrisa

J. L. Martín Descalzo

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Esta vez la noticia nos sorprendió al despertar. No sólo Inesperada, sino con todas las apariencias de los absurdo. El Papa Juan Pablo había muerto. Sin llegar a completar los treinta y tres días de pontificado. Como el relámpago, como se enciende y se apaga una sonrisa. Sin darnos apenas tiempo a reconocer su alma.

Ahora los periodistas investigaremos sus anteriores enfermedades, sus meses de sanatorio juvenil, las operaciones que padeció. Pero nadie ni nada nos quitará la sorpresa de este despertar con un papa visto y no visto, en una especie de malabarismo de una Providencia que quisiera convencernos de que, definitivamente, no entendemos nada.

Diremos, tal vez: le mató el peso del pontificado, su corazón de hombre sencillo no pudo soportarlo. Y recordaremos su angustia la noche de su elección. Pocos cardenales entraron, realmente, con alma más incoente en cónclave. Las cábalas del mundo le habían dejado en paz, dirigiendo sus fotos hacia nombres más ilustres. Y Albino Luciani se encaminó aquella tarde a los Palacios Vaticanos con la esperanza de que, entre votación y votación, le sobrara un poco de tiempo para preparar los ejercicios espirituales que un mes más tarde tenía que dar a un grupo de sacerdotes.

Y he aquí que – como ahora la muerte – la marea de los votos cardenalicios se derrumbó sobre él. Dos horas antes subiendo en el ascensor con el cardenal que le había dicho: ¡Pobre del que hoy ha elegido! ¡Cuánto le tocará sufrir! Ahora el elegido era él. “No he visto nunca a un hombre tan hundido”, me di al día siguiente el cardenal Tarancón. El otro purpurado añadiría: “Tal y como estaba aquella noche, es imposible que escribiera aquel discurso que nos legyó a la mañana siguiente”.

Peor pronto recuperaría el humor y la serenidad. Tras una noche sin pegar ojo n bromearía a la mañana siguiente cuando monseñor Caprio le preguntó: “¿Qué, Santo Padre, se ha arrepentido de lo de ayer”. “Sí, respondió, me he arrepentido, pero ya no hay remedio”.

Y con esta realista resignación de los nombres de pueblo, que aceptan con la misma cara el bueno y el mal tiempo, asumió sus tareas pontificias. Aquel temblos emocionado que casi quebró su voz al dar al mundo la primera bendición no volvió a aparecer en sus palabras. “Yo no tengo ni la preparación y cultura del Papa, ni la sabiduría del corazón del Papa, pero aquí estoy en su lugar y tendré que servir a mi manera a la Iglesia”.

“Su manera era la de seguir siendo el mismo hombre que hasta entonces ha sido: sacar constantemente el corazón a la calle por una sonrisa que pocos segundos más tarde se convertiría en risa abierta; hablar como había hablado como párroco, constar la mismas anécdotas, idénticos chistes, inaugurar algo insólito en las audiencias pontificias: la franca carcajada de los miles de fieles que le oían”.

Y todo vivido con una misteriosa serenidad. Durante los primeros días andaba por los pasillos vaticanos como un poco perdido, tal vez simplemente porque arrastraba los pies no acostumbrados a las solemnes babuchas de los Papas. Pero pronto puso firmemente los pies en el suelo. En la misa con que quiso – tan sencillamente – inaugurar su pontificado no hubo en él una sola vacilación. Hasta se diría que empezaba a sentirse a gusto en aquella su tarea de pastor universal. Saludó a los grandes de este mundo con la misma normalidad con que, minutos antes, había dado la comunión a los viejos paisanos de su pueblo. Se movió sin que siquiera le encorsetaran los ceremonieros pontificios y aun cuando se sometía a las solemnes tradiciones ponía en ello la punta de ironía de quien lo hace sin terminar de créerselo. Nadie hubiera podido decir que la angustia habitaba en su corazón.

Sólo ahora sabremos que estaba ahí como un tigre, esperándole. Detrás de sus sonrisas seguía estando el miedo a la terrible tarea que habían cargado sobre sus espaldas los cardenales. “Os perdono lo que me habéis hecho”, les dijo minutos después de la elección. Y ni él, ni ellos, sabían que realmente le habían condenado a muerte.

Porque ahora, en la noche, y probablemente sin enterarse él mismo, el Papa Juan Pablo ha cambiado de casa. La Silla de Pedro vuelve a encontrarse vacía y toda la Iglesia se siente de nuevo sacudida por el viento de la incertidumbre. Alguien ha metido la mano en la marcha de la historia haciéndola girar, otra vez, por encima de todos los cálculos.

Para la pequeña gente de la calle, que empezaba la quererle, que comenzaba a sentirse a gusto con su sonrisa, será esto un dolor. “Era un Papa hecho expresamente para nosotros”, me dijo, tras la elección, una viejecilla romana que hoy se encontrará como huérfana.

Pero la gran orfandad la vivirá mañana –cuando reaccione de este desconcierto de hoy – toda la estructura de la Iglesia. Sabíamos que, con el Papa Juan Pablo tendríamos una etapa de calma. Tras los intensísimos años en que el gran corazón de la Iglesia vivió creador y agitado con los Papas Juan y Pablo, habíamos llegado a un período de reposo. La barca había encontrado su lugar en el puerto, como dispuesta a convertir en propia sustancia todo cuando se inventó en los años pasados. ¿Y ahora? ¿Vuelve la barca al mar?

Por de pronto habrá de buscar nuevo piloto. Los cardenales – apenas repuestos de  de la tensión que todo cónclave en cierra – habrán de volver a Roma. ¿Y es previsible qué impacto pueda hacer en ellos esta especie de guiño de Dios que, como si se arrepintiera, les pide un nuevo esfuerzo, otra travesía más? ¿Apostarán de nuevo por la seguridad o pensarán que ahora se les exige la elección del riesgo?

Dios me librará bien de responder a estas preguntas. Hace aún sólo un mes los hechos se burlaron de todos nuestros pronósticos y ahora todos los problemas parecen elevados al cuadrado. Esta podría ser la ocasión de los grandes candidatos que quedaron postergados en el pasado cónclave. Pero también podría ser esta la fecha de la gran sorpresa.

Esperaremos. Desde el desconcierto absoluto, esperaremos. Horas más tensas y difíciles ha cruzado la Iglesia. Y nada hace pensar que este brutal latigazo de la muerte vaya a hacerla cambiar de dirección o de camino. Aunque – ¿cómo ignorarlo? – sí cambiará de estilo. Todo Papa es realmente irrepetible.

Y del Papa Juan Pablo nos quedará socialmente la sonrisa. O la sencillez. O ese estilo desgarbado suyo de atravesar las galerías del Vaticano. No tuvo materialmente tiempo de tomar ni una sola decisión importante. Treinta y tres días no bastan siquiera para remover los papeles que Pablo VI dejó sobre su mesa. Quedará la sonrisa, la inocente candidez.

Hoy los periódicos hablarán de que con esta muerte ‘se trunca una gran esperanza’. Pero también la esperanza es un pronóstico de hombres. Y tal vez la misión del Papa Juan Pablo era aún más misteriosamente sencilla: sonreír y pasar. Mas, ¿en que no es bastante una sonrisa?

Martín Descalzo.

30 Septiembre 1978

La muerte del Papa

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián)

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Si la designación, el pasado 26 de agosto, del cardenal Albino Luciani como sucesor de Pablo VI, fallecido exactamente veinte días antes, causó cierta sorpresa y no menor desconcierto en los medios religiosos y políticos del mundo entero, su repentina muerte, a los 32 días de pontificado, vuelve a abrir bruscamente las incertidumbres, inseguridades y expectativas planteadas entonces. Un mes de pontificado sólo puede dar lugar a superficiales impresiones basadas sobre todo en recuerdos y anécdotas o a prospectivas más o menos interesadas. Juan Pablo I ha quedado inédito como Papa, aunque el cardenal Luciani haya dejado un rastro de humanidad, sencillez y simpatía a todo lo largo de su carrera eclesial. De su corto pontificado -el cuarto más breve de la historia de la Iglesia católica- no nos han quedado más que gestos sueltos que caracterizan a la persona, pero que no pueden dar lugar a análisis alguno, no solamente de su papado, sino ni siquiera de las intenciones con las que pudo abordarlo.La sucesión del papa Montini ha vuelto a abrirse de este modo. Las tendencias presumiblemente existentes en el serio del cardenalato -y que llegaron a un acuerdo en la solución personificada en el Papa tan repentinamente desaparecido- siguen existiendo; una solución que se presentó hace un mes como sintetizadora de las herencias de Juan XXIII y Pablo VI, con síntomas de transición y compromiso, y a la que se llegó de manera espectacularmente rápida, se ha desvanecido. Nada se ha resuelto, y los problemas que tiene planteados la Iglesia católica, en su adecuación a los signos de los tiempos, siguen pendientes. Las mismas urgencias que hace menos de dos meses apremiaban al mundo católico subsisten hoy, tal vez empeoradas por la muerte de un Papa que no ha tenido tiempo de serlo.

Por lo demás, el breve lapso de tiempo transcurrido hace difícil suponer que se haya producido algún cambio significativo en la composición del cónclave cardenalicio que, en su inminente reunión, no podrá sino repetir los alineamientos y compromisos de hace una treintena de días. Los hábitos de cautela y de secreto que presiden la elección del Papa_mantienen en el restringido círculo de la cúpula de la Iglesia el conocimiento preciso tanto de las corrientes de opinión existentes como de sus portavoces y seguidores. Por esa razón, las conjeturas sobre las tendencias conservadoras y progresistas dentro de la alta jerarquía eclesiástica suelen ser especulaciones fundadas en la inevitable existencia de corrientes diversas en su seno y en el hecho de que en la comunidad católica hay respuestas diversas, y aun contrapuestas, a cuestiones básicas. A este respecto, el aggiornamento del Vaticano II, que se desembarazó del incómodo legado de León XIII, Pío XI y Pío XII, se ha plasmado sólo parcialmente en el mundo de las realidades concretas que afectan a los católicos de hoy. El gran desafío histórico que tiene planteada la Iglesia católica es completarlo.

La solución que pudo representar la elección de Juan Pablo I ha quedado truncada, y es verosímil que será más complejo y difícil para el nuevo cónclave (idéntico al anterior) encontrar otro purpurado con las mismas características que faciliten la síntesis y el compromiso. Y, lo que sería más deseable, la definición.

30 Septiembre 1978

El Papa vive

YA (Director: Alejandro Fernández Pombo)

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La muerte ha vuelto a ofrecer su cara más misteriosa: a un mes de la entronización de Juan Pablo I apenas encendida en su sonrisa la sonrisa de millones de hombres, la alegría se apaga. Como en un accidente que ensangrienta el viaje de boda, como en un lecho donde la madre está angustiada por la doble agonía de dejar hijos pequeños y de morir en juventud. Dios había ligado misteriosamente la inspiración de un conclave con la previsión de un paro cardíaco: ¿quién es el hombre para hacerle preguntas?

En este gran hogar católico, alertado por el despertador de la radio mañanera, la incertidumbre de la nueva orientación de la Iglesia renace. La elección de Papa fue rápida porque había un hombre que parecía conciliar alegría vital y reflexión prudente, responder a Juan y a Pablo, ser italiano sin ser pieza del organismo centralizador, ser príncipe de la Iglesia con sangre de obrero. La imantación de los votos y su polarización en torno al cardenal Luciani fueron instantáneas, hasta el punto de hablarse de un ‘milagro moral’. La muerte ha roto el milagro como juguete de niño.

Afortunadamente queda el valor del pasado cónclave como ‘cursillo de cardenales electores’. Podría decirse en rigor que el conclave continúa: sus reflexiones, sus contactos entre tendencias y entre países, sus tensiones básicas, las líneas de acuerdo fundamental. Todo ello ha podido completarse con la relación del mundo ante la elección de Juan Pablo, con la expresión de la opción pública en lo más variados medios de masas y con la actitud ya esbozada de obispos y fieles en el inicio del pontificado. Todos son elementos que enriquecerán a los cardenales otra vez convocados a Roma el cónclave está ya muy avanzado aun antes de comenzar. ¿En quién ha puesto Dios sus ojos para un largo pastoreo de su pueblo?

Inevitablemente el pulso de la Iglesia se amortigua: reuniones importantes, como la del Episcopado americano en Puebla o como la de obispos europeos en el Simposio de Roma, entran en la incertidumbre de una sede vacante, a la que se añade la obligada ausencia de los miembros más calificados de los órganos decisorios. El trámite de los asuntos normales en la Curia se detiene y la actividad se amortigua. Que, en compensación se estimule la intensidad de los sentimientos de adhesión al papado. Porque Juan Pablo I ha muerto, el Papa vive. ¿Quién?