21 febrero 1967

Debate entre los periodistas falangistas Jaime Campmany (ARRIBA) a Rodrigo Royo (DIARIO SP) sobre el derecho a huelga en plena dictadura

Hechos

La polémica se produjo en febrero de 1967.

09 Febrero 1967

EL PRECIO DE LA LIBERTAD (Carta a don Rodrigo Royo)

Jaime Campmany

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Querido Rodrigo:

No creo que exista en el diccionario palabra más cambiante y equívoca que la palabra ‘libertad’. Es una palabra con veinte caras, como los icosaedros. Echas sobre ella un rayo de luz y la luz se te descompone, como al pasar por el prisma, en muchos colores: azul laboral, verde pornográfico, rojo revolucionario, amarillo económico, violeta religioso. Tiene múltiples usos: lo mismo sirve para una declaración constitucional que para un grito subversivo. Las miras por un sitio y resplandece; la tocas por otro y mancha. Por eso hay muchos que la miran con gafas oscuras y la tocan con papel de fumar.

Yo creo que tú la acabas de contemplar con un ojo solo. En la ‘Carta del Director’, que tú firmas, y que publica el último número de SP haces una lista de libertades que amas y otra lista de libertades que detestas. Y yo estoy de acuerdo contigo en casi todo. Yo también amo la libertad de expresión, y la de asociación y las demás libertades políticas. Y detesto la libertad de tirar piedras, rompe cristales y volcar autobuses. Yo también exijo la libertad de que mis niños puedan ir al parque sin temor a que les alance el ladrillazo de una reyerta o de que yo pueda viajar en autobús sin que el ladrillazo me alcance a mí. Hasta aquí la coincidencia es fácil y sólo permanecerán fuera del acuerdo los ciudadanos con la esquila borreguil al cuello o con la bomba anarquista en la mano.

Pero sucede que las libertades componen un engranaje delicado, una compleja maquinaria, y la falta de una pieza o el agarrotamiento de un muelle pueden hacer que se detenga y aún que se descomponga todo el mecanismo. Los españoles salimos ahora de un período en el cuál ciertas libertades se nos habían quedado raquíticas y en cambio otras habían crecido desmesuradamente. Dentro de nuestra sociedad, la libertad había crecido mucho más por un sitio que por otros, y presentaba atrofias y elefantíasis. Ahora iniciamos una etapa de nuestra evolución y nuestro desarrollo en que ciertas libertades, antes contenidas o comprimidas o abdicadas, dan el estirón de los adolescentes y, lógicamente, se observa algún resentimiento en libertades que estaban orondas y descompensadas.

Cuando ahora se dice que los españoles estrenamos libertad, nos referimos a las libertades políticas que han traído la Ley Orgánica y la ley de Prensa y a la libertad religiosa que ha traído el Vaticano Segundo. Pero olvidamos que hemos gozado durante estos años de otras libertades, en grado muchas veces excesivos y en dosis verdaderamente peligrosas cuando no dañinas. Los Bancos, por ejemplo, han sido mucho más libres que los periódicos. Mientras los periodistas y los escritores estábamos sujetos a la tutela estatal, los capitalistas, los financieros y los negociantes campeaban por sus respetos. Hemos limitado la libertad de expresión y de cultura, pero no hemos limitado la libertad del capital y, mientras echábamos a la hoguera, como el cura de ‘El Quijote’, las obras de Marcel Proust y la Biblia en versión libre de los protestantes, y sustraíamos de las bibliotecas de nuestras Universidades ‘El Capital’ de Carlos Marx, para que no cayera en las manos de los estudiantes de Economía, dejábamos que nuestra banca obtuviera unos beneficios sólo comparables a los de la Banca de Thailandia. No hemos sido libres para elegir alcaldes o procuradores en Cortes, pero sí lo hemos sido para elegir presidentes de Consejo de Administración, con la sola condición de ser ricos además de mayores de edad. Los precios han gozado de libertad para expandirse como los gases, y los salarios no han alcanzado la libertad de liberarse de la congelación. Los profesores han gozado de libertad para tomarse la obligación docente a beneficio de inventario o para hacer de la cátedra tribuna política, pero los estudiantes han gozado de libertades escrupulosamente disciplinadas. Algunos empresarios han disfrutado de libertad de fabricar los automóviles más caros de Europa, y algunos obreros han gozado de la libertad de irse a trabajar a Alemania en la Volkswage.

Estoy absolutamente de acuerdo en que hay que cortar la violencia y en que hay que limitar la libertad de tirar piedras o volcar autobuses. Pero también es necesario limitar otras libertades que han dispuesto hasta hoy de campos sin puertas. La exageración de unas impide el normal desarrollo de otras. Los obreros uqe pierden horas de trabajo o los estudiantes que alteran el orden público, atentan contra el desarrollo de nuestra economía y contra la paz de nuestra convivencia. Pero a veces estos males son sólo consecuencia de otros males más viejos y profundos. La libertad, como todo, tiene su precio. No es justo que paguemos por nuestra libertad el precio de no poder enviar nuestros niños al parque o no poder tomar un autobús sin peligro de ladrillazo. El precio de nuestra libertad hay que pagarlo en limitaciones de poder, de abusos, de ganancias, de comodidades, de irresponsabilidades, de egoísmo, de insolidaridad.

Los pueblos que más rigurosamente limitan sus propias libertades son precisamente aquellos que ejercen más libremente sus responsabilidades políticas. Porque están curados de cualquier complejo de despotismo, de tiranía o de autoritarismo. Y para aprender a usar las responsabilidades políticas existe un solo método, según enseñó Benedetto Croce: ejercitarlas. Tienes razón que tu sobra cuando pides que sea sofocada la violencia aunque sea con la violencia. Pero después hay que descubrir las raíces donde la violencia nace. Para curarlas o para quemarlas.

Jaime Campmany

19 Febrero 1967

RESPUESTA A JAIME CAMPMANY

Rodrigo Royo

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Querido lector:

En el ARRIBA del pasado día 9 mi colega Jaime Campmany, que en mi opinión es el mejor escritor de la nueva ola periodística, me ha dedicado una de sus ya famosas ‘pajaristas’ convertida esta vez en paloma mensajera. El texto de la carta de Campmany se reproduce en la página 18 de este número.

Hacer un artículo diario sin decir tonterías no es ninguna broma. Es una labor casi titánica, para la que hace falta mucho talento, mucho temple, un caudal acumulado de lecturas y de ideas muy bien ordenadas y una potente garra periodística. Todo esto tiene Jaime Campmany, como demuestran las páginas de ARRIBA, desde el 9 de junio de 1966 en que su primera pajarista todavía con el cascarón en el culo, echó a volar con la misma decisión y audacia que si fuese un águila real.

Ahora, la pajarita de Campmany, convertida en paloma epistolar por una metamorfosis tan sutil como la del gusano de seda que se hace mariposa, viene a traernos a una serie de amigos suyos, por la mañana temprano, unos buenos días tan cordiales como preocupantes, tan fustigantes como inteligentes. Y con tan buena educación como él acredita con el romántico saludo matutino de su  paloma mensajera, uno se ve obligado a coger la pluma y decir:

“Querido Jaime: he recibido la tuya del 9 de los corrientes y me apresuro a escribirte, aunque me asalte la duda de si este diálogo epistolar no estará abriendo cauce a un tipo de periodismo demasiado íntimo melifluo, demasiado rebuscado y aparatoso y hasta empequeñecido por el inevitable tono de andar por casa que han de tener las cartas particulares que se escriben los amigos. Pero yo llevo ahora diez años escribiendo mis cartas al amigo lector, por lo que no sería bonito que me inhibiese en esta ocasión, haciendo el papel de Capitán Azaña.

En cuanto al fondo de la cuestión, tengo que hacer muy pocas puntualizaciones, después de advertir que estoy plenamente de acuerdo contigo, aunque tú pretendas no estarlo conmigo. Tal vez no me expliqué yo bien en mi carta al lector a la que te refieres. O tal vez tú no hayas querido interpretarla cabalmente. Porque lo que yo dije y repito es que tenemos que ir hacia la consecución y el disfrute de las libertades que aún nos faltan, pero teniendo buen cuidado de no tirar por la borda en ese trámite las que ya tenemos. Porque, en tal caso, habremos hecho un pan como unas hostias, ya que en mi opinión las libertades que tenemos en España son de orden superior y las que nos faltan de orden inferior.

En tu artículo me haces aparecer un poco como cantando con nuestro querido poeta colombiano Eduardo Carranza, aquellos de ‘salvo mi corazón, todo está bien’ y tú sabes que no soy de esos, como tampoco soy de los que esconden la cabeza bajo el ala. Por eso suelo decir cosas que la gente califica a veces como brutales, sólo porque son ni más ni menos que verdades como puños. Y así expongo mi opinión de que los estudiantes no tiene derecho a la huelga, ni mucho menos armas camorras, ni a alterar el orden público. Los estudiantes sólo tienen derecho a estudiar. Esa es su mayor libertad. Y no tienen – siempre en mi modesta opinión – la libertad de no entrar en clase y de romper las instalaciones universitarias, dilapidando así el dinero del contribuyente español. La nación está haciendo diariamente un esfuerzo considerable para que las nuevas generaciones puedan educarse que disfrutan del resultado de este esfuerzo no han contribuido en absoluto a realizarlo. Son simples beneficiarios, que reciben todos estos bienes gratuitamente y clama al cielo que los dilapiden.

Aparte de mi hija Rosalía y de otro que espero para junio, tengo un hijo de diez años y otra hija de quince. Ninguno de ellos va todavía a la universidad. Pero irán, el Dios le da salud a su padre. Y los dos mayores saben perfectamente que su papá les molerá las costillas a palos el se meten a armas camorras. A mí no me gusta que los guardias les peguen a los muchachos, porque un día, sin querer, le dan a uno un golpe en la cabeza y lo dejan en el sitio. Pero claro está que si algunos de esos muchachos hacen hogueras en plena calle de la Princesa, soy partidario de que los tundan. Aunque esto no sería necesario, si cada papá se hubiese formado la molestia de fundir de antemano al muchacho que le sale díscolo y si cada catedrático cumpliese con su deber enseñándoles a los muchachos como deben comportarse que te voy a decir aún otra cosa: el catedrático que anima a los muchachos a armar camorra y a salir a la calle en manifestación ‘pacífica’, a pedir la ‘libertad’ en mi opinión es un miserable (aquí la palabra miserable es sustitución de otra más fuerte y no apta para la letra impresa) y no merece ser catedrático y se gana el pan que se come, ni tiene derecho a ostentar la ciudadanía de un país como España, que se ha reconstruido a la forma que lo estamos haciendo y que ha alcanzado el orden, el bienestar y el prestigio que hoy le reconocen los demás países del mundo.

Esta es mi opinión. Y otro tanto puede decir por lo que se refiere a la huelga de los obreros industriales. La huelga, a los países capitalistas donde está legalizada, es un mecanismo de la propia temperatura de la sociedad política, pero un mecanismo pacífico. Tú controlas el capital, yo controlo el trabajo, no es nada. Así podré forzarte a que me eleves el salario, pero mientras discutimos, seguiremos tomando café cautos y nadie agrede a nadie ¿Pero qué a eso de romper automóviles, de volcar autobuses en la vía pública, de encerrar a unos ingenieros en sus despachos? ¿Qué libertad es esa? ¡Palo con ellos! La sociedad es su conjunto, tiene que poder defenderse de esos excesos y los obreros deben comprender que lo que buscan, en el fondo, las fuerzas de la reacción es que ellos comentan excesos, porque en ese momento han perdido toda la razón y sus legítimas reivindicaciones quedan congeladas.

La huelga, en un régimen nacionalsindicalista, no es que esté prohibida, sino que no tiene razón de ser , porque jamás se ha visto que alguien se declare en huelga contra sí mismo, y un régimen nacionalsindicalista es aquel en que la estructura capitalista ha sido desmontada y sustituida por otra  en la que el capital y el trabajo está en manos de los mismos productores. En España no existe todavía un régimen nacionalsindicalista completo y mientras no exista tendrá que haber huelgas. Pero la huelga es una posición par negociar, no una guerra a pedradas y puñetazos.

Ahora tú dices que para alcanzar las libertades que tú yo apetecemos, para que el pueblo español disfrute de todas sus libertades políticas «es necesario limitar otras libertades que han dispuesto hasta hoy de campos sin puertas y ahí es donde creo que te equivocas. Lo que hay que hacer,  antes que nada, es no perder las que ya tenemos. Sólo conservando éstas podremos ir limitando las otras a las que tú te refieres. De hecho, ya se está haciendo. ¿Qué va demasiado despacio? Tratemos de acelerarlo. Pero ¿a qué precio? ¿Al precio de que los niños no tengan la libertad de salir al parque a tomar el sol? Me niego en redondo.

Felicitándote por la magnífica labor de tu famosa pajarita, te envía un abrazo.

R. R.

Con esa respuesta a Jaime Campmany espero que la posición de SP sobre el tema de la libertad y las huelgas haya quedado clara. Y digo la posición de SP porque usted, querido lector, habrá observado que la aparición de la ‘Carta al Director’ no pretende ser la mía propia individual y distinta de las demás, sino la interpretación de lo que piensa un gran sector de la masa de opinión española.

Reciba un saludo afectuoso de buen amigo.

Rodrigo Royo.

21 Febrero 1967

Jarabe de palo (Nueva carta a Rodrigo Royo)

Jaime Campmany

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Querido lector:

Mi ‘pajarita’ está avergonzada con tus piropos y encantada, con nuestra coincidencia. Yo también creo que coincidimos en muchas cosas fundamentales, pero en cambio pienso que nuestras discrepancias no son fruto de un caprichoso empeño mío ni del deseo de no interpretar tus palabras cabalmente. Es que tú pones el acento en unas libertades y yo los pongo en otras. Y es también que tú te acoges, a veces, a las definiciones, donde yo me agarre a las realidades.

No te preocupe demasiado que discrepemos en algo y aun en bastante. Ahora se ha puesto de moda esa expresión ecuménica de buscar lo que nos une y olvidar un tanto lo que nos separa. Pero ten en cuenta que para acercarnos a unos tenemos necesariamente que separarnos de otros. Y ten en cuenta también que los españoles hemos permanecido durante muchos años tan unidos que más bien parecía que estuviésemos uniformados, y no es malo ver que existen matices y distingos en determinados terrenos que en nada o en muy poco alteran las coincidencias en el terreno de los fundamental, que es el que hay que preservar de las resquebrajaduras.

Leo en tu carta algunas frases bajo las cuales no podría poner mi firma. Por ejemplo, cuando dices que «los estudiantes sólo tienen derecho a estudiar». Mi generación se ha pasado los años universitarios diciendo y proclamando precisamente todo lo contrario. Y creo que fuisteis vosotros, los estudiantes de la generación anterior, quienes lo enseñasteis. Los estudiantes tienen otros muchos derechos entre los cuales no incluyo desde luego, el de lanzar ladrillos a los guardias. Tienen, por ejemplo, el derecho a recibir durante el curso las enseñanzas que luego les van a ser exigidas en los exámenes. Tienen también el derecho a ser oídos, a participar y a intervenir en la ordenación de la vida universitaria. Tienen derecho a asociarse con fines que son propios de su condición de estudiantes. Tienen una Universidad mejor organizada, mejor atendida, mejor dotada y menos clasista. Tienen derecho a que se les abran cauces para las pretensiones y para las protestas, sin que tales cauces estén normalmente cegados por la ineficacia. Tienen también derecho a opinar acerca de las situaciones generales de su país, de cómo los mayores han organizado la política, o de cómo entienden la libertad de la cultura. Y tienen derecho a discrepar de los mayores. Y de hacerlo con esa generosidad, con esa alegría y con esa vehemencia, con ese apasionamiento que la juventud lleva consigo por ser juventud.

Yo no soy partidario de que las impaciencias juveniles se desahoguen en la calle encendiendo hogueras o alterando la normal vida ciudadana. Comprendo que tales alborotos deban ser sofocados. Pero también sé que muchas de las reivindicaciones que hoy se solicitan ya las pedí yo en mis años de universitario, y los pedisteis vosotros, y los pidió la generación anterior a la vuestra y las he leído en Ortega o en Unamuno. Maestros y discípulos han coincidido muchas veces, a lo largo de cincuenta años, en pedir una universidad mejor, el poder una mejor organización de vida universitaria. ¿No crees que si la sociedad española hubiese edificado una Universidad ahora no tendríamos que lamentar algunos de esos alborotos?

En cuanto a las huelgas de los obreros industriales, las más graves culpas hay que echarlas sobre las espaldas de la estructuración supercapitalista de nuestra economía. Tu dices que en España no existe un régimen «Nacional sindicalista completo», y tal vez contemples, al decirlo, aspectos políticos. Pero si miras los aspectos económicos tendrías que decir que lo que en España existe es un régimen supercapitalista completo. La justicia social que disfruta España, la ha logrado el Estado luchando a brazo partido contra un capitalismo hermético e insolidario.

Es triste que unos estudiantes alboroten y que unos obreros vuelquen un autobús. Tú dices ¡palo con ellos! Y pides tranquilidad a base de trunca.  Yo creo que es mucho más triste que la Universidad siga siendo un coto vetado a los hijos de los obreros, que volquemos cada día muchas inteligencias por falta de cultivo; que los autobuses del capitalismo repriman. Yo no pido palos, pido leyes. Leyes con ellos. Porque cuando ciertos problemas no se afrontan ni resuelven, los problemas engordan y terminan por estallar. A veces es dolorosamente necesario el jarabe de palo, pero el jarabe de palo no cura amedrenta. Tú eres partidario de que los padres muelan las costillas de sus hijos levantiscos y alborotadores. Yo soy partidario de preguntarles antes por qué alborotan.

Jaime Campmany