8 diciembre 1998

Autor de 'Ensayo sobre la ceguera'

El escritor comunista José Saramago se convierte en el primer portugués que obtiene el premio Nobel de Liteartura

Hechos

Fue noticia el 8 de octubre de 1998 se hizo pública la concesión del Nobel de Literatura de D. José Saramago, que recogió en diciembre.

Lecturas

RECELOS EN PORTUGAL Y EN EL VATICANO

El Nobel ha causado recelos en Portugal por considerar al Sr. Saramago un portugués demasiado ‘españolizado’ (reside en Lanzarote y concedió su primera rueda de prensa tras el Nobel en España). También en la Iglesia Católica que hizo un comunicado reprobando las declaraciones anticlericales reiteradas del nuevo Nobel de Literatura.

EL BULO CONTRA ESPERANZA AGUIRRE: «¿QUIÉN ES SARA MAGO?»

Detractores de la ministra de Cultura de España, Dña. Esperanza Aguirre, aseguraron que esta desconocía quién era el Sr. Saramago y que cuando le informaron del Nobel preguntó «¿Quién es Sara Mago?». Ella siempre negó la anécdota y se la atribuyó a periodistas socialistas como D. Eduardo Sotillos.

11 Diciembre 1998

El Nobel se despistó e hizo justicia

Carlos Boyero

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No siento excesivo, racionalizado ni visceral respeto por el Premio Nobel de Literatura. El ha dejado de respetarse a sí mismo infinitas veces al negárselo a escritores cuya obra está más allá de los premios, de la moda, del tiempo, del reconocimiento académico. Todos conocemos nombres de gente a la que ha castigado el Nobel: Proust, Valle-Inclán, Borges, Pessoa, Kafka, Fitzgerald, Celine, Calvino, Joyce, Capote… Y sólo me refiero a gente incontestable, no a las particulares adoraciones de cada amante de los libros.

El Nobel ha discriminado, ofendido y humillado a parte de la gran literatura por la ideología o la imagen pública de sus autores. Es un premio mediatizado, moralista, manipulado, oportunista, politizado. Mis prejuicios me impiden leer con el hambre de cultura y de temas actuales que caracteriza al nuevo rico a muchos premiados exóticos que desconozco. En varias ocasiones, ha supuesto un estúpido y arrogante error por mi parte. En otras, a las primeras 100 páginas del exótico descubrimiento, comprendía que mi escepticismo tenía razón.

Me alegra tibiamente, pero me alegra, que algunas veces la Academia Sueca se despiste de sus fenicios intereses, y se lo otorguen a personas que me han regalado emociones y sensaciones, mundos que desconocía o intuía, palabras e historias que son buenas para el alma, que ayudan a vivir o a sobrevivir. Descubrí al portugués Saramago al leer un libro excepcional siguiendo la pista de Ricardo Reis, heterónimo de uno de los poetas que más me han inquietado y conmovido durante toda mi vida: Fernando Pessoa. Saramago reinventaba y rendía tributo a aquel legal desesperado, hambriento de imposible vida, que destrozaba sin énfasis su hígado en las tabernas de Lisboa para transformar su gris realidad, soñar con piratas y aventuras, meter los dedos en las entrañas de la soledad para sentirse menos solo.

No sólo me gusta el escritor Saramago. Me gusta la persona. Su jeta, su actitud vital, su coherencia ideológica, su mordacidad, su amargura con causa, su gran cultura, su desafiante sinceridad, su sentido de la justicia. El magnífico y necesario documental de TVE Esta es mi tierra nos permite saber más cosas del errático Saramago, conocer sus raíces, los olores de su infancia, su existencia en la ciudad blanca, su visión de las personas y de las cosas, su resistencia en principios ancestrales que han sido derrotados, estafados y heridos por la Historia.

Que una experimentada autoridad en la ética y en la estética del perdedor, un testigo y sufridor de tantas ilusiones y utopías rotas haya envejecido con tanto coraje y dignidad, que sea amado por una mujer joven y atractiva y que disfrute estos días de esa cosa tan liviana llamada reconocimiento oficial me alegra. La gloria ya la poseía. Se llama literatura perdurable, creación de belleza, cosas autónomas a las que se la suda la concesión del pomposo Nobel.

09 Octubre 1998

Un Nobel ibérico

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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EL NOBEL de Literatura ha hecho por fin justicia a la lengua portuguesa, hablada por 200 millones de personas en siete países de Europa, África y América. José Saramago -traducido en decenas de países, con lectores de fidelidad inquebrantable- ha añadido prestigio mundial a su lengua con una producción literaria de indiscutible peso estético y cultural. Saramago es, sin duda, uno de los autores con mayúscula de esta época, cuya creatividad hace que cada una de sus obras sea sustancialmente distinta de la anterior.Portugal, su tierra natal , tiene que sentirse especialmente orgulloso por este Nobel, a pesar de que el autor de Memorial del convento haya tenido momentos de seria tensión con el Gobierno de su país, sobre todo a raíz de la publicación, en 1991, de El Evangelio según Jesucristo. Saramago siempre ha dicho, incluso en las circunstancias más polémicas, que él no puede ser más que portugués, puesto que en la tierra vecina tiene sus raíces y su historia. Pero también España -lugar que el escritor, casado con una granadina, ha escogido desde 1993 como su segunda patria y donde ha alumbrado varias de sus mejores novelas- ha de felicitarse por la parte que le corresponde. El galardón de Estocolmo tiene, en esta proyección afectiva, una dimensión ibérica.

A sus 75 años, el Nobel de Literatura reivindica con la misma convicción su derecho al pesimismo, tras haber sido testigo de los horrores del siglo, y su fe en el comunismo, aun cuando ha sido crítico constante de las aberraciones de esta ideología. La Academia de Suecia, como ya ocurrió el año pasado con el italiano Dario Fo, ha considerado la calidad y el rigor de su obra literaria, su imaginación y sentido de la ironía. Y eso la honra. Hay algo que nadie, ni sus mayores críticos, le niegan a José Saramago: su integridad ética y moral y su compromiso radical con la sociedad en la que vive. Estamos gozosos.

10 Octubre 1998

Un Nobel comprometido

Francisco Umbral

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Ha vivido muchos años Portugal de espaldas a Europa, abstraído en un se- bastianismo atlántico y silencioso que es la causa de todas las injusticias que los demás hemos cometido con el largo y melancólico país, haciendo un todo turístico del señorío, la miseria, la melancolía y el hambre. Hasta que José Saramago, un escritor comunista, se levantó contra eso, luchó duro, escribió mucho y ahora ha arrancado el Nobel de su trayectoria prevista para ofrecérselo a los pueblos que callan, sufren y escriben en portugués.

Conocimos a Saramago casi como una variante del gran Pessoa, con su Ricardo Reis, pero en seguida se nos silueteó el escritor de compromiso (cosa que ya no se llevaba), el amigo grave, el hombre que relee para nosotros la Historia, el Evangelio, la vida actual, con una sobriedad crítica que conmueve y deslumbra. Hace unos años dirigí un curso universitario que titulé «Los rojos», trayéndome a los cabecillas revolucionarios de todo el mundo, y de Portugal me vinieron Saramago y el líder comunista Alvaro Cunhal. Saramago se estaba muy callado en las sesiones, quizá porque prefería escuchar, pero yo le apelaba directamente y habló mucho, con esa especie de oratoria seca y veraz que él gasta, y desde entonces me ilustra su amistad y su magisterio.

Diría uno escuetamente que Saramago se inicia en el lirismo de Pessoa, luego intenta la relectura crítica de la Historia, incluso de la Historia Sagrada, como hemos visto, siempre con justeza, nobleza artística y una sutil trasmutación de la belleza en verdad.

De ahí pasa Saramago, ya prestigioso, con la palabra pedernal, a sus últimas parábolas, Ensayos sobre la ceguera y Todos los nombres, que muchos han relacionado con Kafka. Pero la diferencia está en que Kafka se limitó a ser autobiográfico, aunque luego resultase arquetípico, mientras que en la fabulación de Saramago nunca está él, y la angustia de sus novelas no es la angustia personal, kafkiana, sino la angustia de los otros, del mundo, del sistema, dada en bloque, sin amarres autobiográficos (clara enseñanza de la estética marxista o lukacsiana: o manera interior de nuestro Nobel)

Todos los nombres es una crítica de la monstruosa y fantasmal burocracia que podríamos llamar el Estado, aunque Saramago nunca lo hace, y el carácter abstracto de esta crítica, de este diseño político y social a compás (a Saramago sólo podría ilustrarle Máximo), impiden ya seguir con la cháchara sobre Kafka, propicia en los más batallones. Pero es que en la novela hay una delgada voluta sentimental, muy secamente dada, que es el amor de un funcionario cualquiera por un nombre de mujer, por la ficha de una muerta, cuya filiación busca incluso por los cementerios. Con este prodigioso tema, otro novelista habría hecho manuelino sentimentaloide, pero Saramago deja ese apunte de historia en su límite estricto, escaso, para mayor eficacia de la anécdota: flor hospiciana abrumada por la grandeza inútil de la geometría del Poder.

Saramago ha renunciado a la carnosidad de las novelas para presentarnos esquemas lúcidos, minuciosos, alucinados, de la paranoia colectiva, el silencio de los grandes, que quizá no existen, y el faraonismo cibernético de la mundialización del dato y la policía. El gusto literario se mantiene utilizando, no la cibernética que he citado, sino covachuelistas de tinta y palillero, de carpetilla y ritmo lento. JS nos devuelve a la novela crítica, globalizadora, dando implacablemente lo actual mediante lo inactual. Y encima escribe en una lengua bella, antigua y cultísima que el Atlántico nunca había llevado hasta el Nobel. Pepe, tío, Pilar, amor, estoy contento.

10 Octubre 1998

Gracias, Vaticano

Manuel Rivas

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Una vez más, nuestra amantísima Iglesia vaticana no nos defrauda y, en pleno desconcierto de la crítica laica, indecisa en el tanatorio donde se vela a la novela, ya que duda si la difunta está fingiendo, pues va ella y con dos admoniciones la resucita. ¡Maldito Saramago! O sea, pecadores: ¡leed a Saramago! Si el pobre hombre es comunista, y encima recalcitrante, ¿ a qué vienen los del Nobel a meternos esta incómoda brizna por el ojo? Ya con anterioridad, en Portugal, un ministro monaguillo, por supuesto de Cultura, quiso cerrar el paso a O evangelho segundo Jesus Cristo. A eso se llama dar en el clavo. La obra de Saramago rebosa carnalidad. Es decir, es demasiado humana. Incluso demasiado cristiana.Frente a la idea de la literatura como un ejercicio escolástico o pirotécnico, un personaje del Ulises de Joyce expone certera medida: lo importante es la profundidad de vida desde la que se escribe. El viaje literario de José Saramago va en esa dirección de sonda. En un mundo de peter panes con miedo a envejecer, él mismo se define como un escritor tardío, una uva pasa. Ironía. Antes de la epifanía narrativa de Levantado do chão (1980) hay toda una exploración sensorial y poética, una biología del alma donde se van enhebrando los sentidos externos e internos. El oído y la memoria, la mirada y la imaginación, el olor y la melancolía. Es en Levantado do chão, en el suelo del Alentejo, donde germina ese estilo singular, una voz nueva que semeja ser tan natural como el recuerdo y la rebeldía en el corazón del hombre. Sin plegarse a la moda o a la tradición clónica, esa voz de Saramago ha ido adquiriendo el áurea de un clasicismo carnal, un pálpito indómito, el lenguaje del dolor y del gozo, que fluye por los entresijos del ruido y la furia del engranaje histórico. Y ése es el sello de Memorial do covento y de O ano da morte de Ricardo Reis.

No sería lícito trazar una línea divisoria, por más que fuese condescendiente, entre la obra y las ideas que defiende el autor sobre el mundo de hoy. En la deriva histórica, la figura de este «comunista recalcitrante», en la amonestación vaticana, tiene el perfil honesto de un «resistente incondicional». Su obra traza el camino inverso al de la abstracción y el partido en el que milita el escritor es el del individuo que no renuncia a sentir y a ver con la propia mirada. Desde esa progresiva profundidad de vida nos hablan Ensaio sobre a cegueira y el último Todos os nomes.

En realidad, no tiene sentido preguntarse quién fue antes, si el luchador o el escritor. Una vez apostada la cabeza, y tal como decía Albert Camus, «no es la lucha lo que nos obliga a ser artistas, sino el arte el que nos obliga a ser luchadores».

Gracias de nuevo al pispante vaticano por iluminarnos el camino hacia la escalera de incendios.

09 Octubre 1998

La ética como principio creativo

Miguel García Posada

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Supongo que la frase que más sonará estos días será la de que por primera vez se le concede el Nobel a un escritor de lengua portuguesa. Pero este resumen noticiero o mediático guarda escasa relación con otras y más profundas realidades. Saramago es, sí, a partir de ayer el primer premio Nobel de una literatura que cuenta con una espléndida tradición, desde la lírica galaico-portuguesa medieval pasando por Luis de Camoens y Gil Vicente, siguiendo por Antero de Quental, Castelo Blanco y Eça de Queiroz, hasta llegar a Fernando Pessoa, sin olvidar los buenos escritores que con posterioridad ha dado la literatura portuguesa: Miguel Torga, Vergílio Ferreira, Fernando Namora, José Cardoso Pires, António Lobo Antunes o Agustina Bessa-Luís, más o menos coetáneos de Saramago, o el poeta Eugénio de Andrade, por no referirnos a la abundante y sugestiva nómina actual. Todo esto sin olvidar la importante literatura brasileña, donde fulgen nombres como los de Euclides da Cunha, Machado de Assís, Carlos Drummond de Andrade, los poetas concretos encabezados por Haroldo de Campos, más João Cabral de Melo Neto, Guimarães Rosa y Jorge Amado. De manera que la Academia sueca lo primero que ha hecho con esta decisión es quitarse el pelo de la dehesa que suponía desconocer en su relación de galardonados a una de las ineludibles literaturas de Occidente.Por lo demás, la obra de Saramago está perfectamente divulgada en España y el escritor, unido a nuestro país por vínculos diversos, incluido el territorial de su residencia en Lanzarote, ha hecho popular su figura entre nosotros, donde algunas de sus obras han alcanzado repercusión sobresaliente. La Academia no ha concedido esta vez su premio de literatura a un escritor extranjero. Pepe Saramago es, en cierto sentido, uno de los nuestros, aunque sea, sobre todo, portugués.

El autor de El año de la muerte de Ricardo Reis ha sido un escritor tardío. También lo fue Cervantes. Su verdadero comienzo como escritor se produce con su Manual de pintura y caligrafía (1977), novela que ya contiene sus ideas poéticas y éticas fundamentales, para desarrollarse después en expansión sistemática hacia distintos pero convergentes núcleos de significación, que se sustentan todos en una común cosmovisión: una ética de izquierda, comprometida, de raíz marxista, que, sin embargo, nunca se deroga en las insuficiencias expresivas históricas de algunos discursos socialrealistas. De esa raíz ética deriva, a mi juicio, uno de los grandes vectores de la obra de Saramago: la condición coral, colectiva, de sus novelas, que rara vez se recluyen en orbes estrictamente individuales. Hasta cierto punto cabría decir que Saramago es el último escritor comprometido, pero que nadie tome esta frase como falsilla periodística. Comprometido, sí, con la historia, con todos aquellos que la sufren, pero comprometido en primer lugar con la literatura. Alzado del suelo (1979) es la mas contundente de sus novelas de contenido social, y narra con maestría la historia de una familia campesina del Alentejo desde los inicios del siglo hasta la revolución de los años setenta. Memorial del convento (1982) proyecta la crítica política y social hacia atrás, hacia el delirio cruel, ignorante y oscurantista del barroco portugués. Fue un éxito mundial, al que siguió otro también clamoroso, El año de la muerte de Ricardo Reis (1984), homenaje a la grandiosa obra de Pessoa y a uno de sus heterónimos, que es, a la vez, la crónica de la primera Lisboa salazarista con el paisaje de fondo de la guerra civil española.

Vino después la declaración de iberismo de Saramago y su disidencia del rumbo europeísta de los pueblos peninsulares con La balsa de piedra (1986), deliciosa de configuraciones y episodios, al margen del núcleo doctrinal. Esta etapa de revisión crítica de la historia culmina con la Historia del cerco de Lisboa (1990), concebida como una enmienda de la poesía de la narración a las mistificaciones de la historia. Se abrió luego lo que cabe llamar el ciclo alegórico de Saramago, que eleva sus preocupaciones a niveles más categóricos. La primera obra de este ciclo fue El evangelio según Jesucristo (1991), diatriba contra el totalitarismo cristiano, y le siguieron Ensayo sobre la ceguera, fábula sobre la peste -la peste de la alienación, del individualismo- y Todos los nombres (1997), alucinante incursión por el mundo de las burocracias funerarias y dura acusación contra el uniformismo del capitalismo poscomunista.

13 Octubre 1998

Príncipes

Rosa Montero

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Lo único que me fastidia del hecho de que le hayan dado el Nobel a Saramago (una noticia por lo demás espléndida) es que me apetecía escribir una columna sobre él, y ahora estas líneas van a quedar sepultadas en la fanfarria que siempre acompaña a un premio semejante, en esa marea negra de convencionalidad y virtuosa coba a la que somos tan proclives los humanos. Pero el caso es que yo no quería hablar ni siquiera de la obra de Saramago, sino de su elegancia. Verán, es un hombre alto, esbelto, de movimientos ligeros y precisos, a pesar de esos 75 años que no aparenta. Y posee unas manos maravillosas, de dedos largos y delicados huesos. Su distinción natural es tan evidente que, si nos dejáramos llevar por el tópico, diríamos que es un príncipe, un aristócrata. Pero no es cierto. Como todo el mundo sabe, Saramago desciende de campesinos analfabetos y paupérrimos. Pensaba yo en todo esto hace algunos días, antes del premio sueco, leyendo una entrevista en la que el escritor hablaba de su abuelo; y de cómo aquel viejo labriego se levantó de su lecho de muerte y se abrazó llorando a los árboles del huerto, para despedirse de ellos y de la vida. Estoy segura de que el abuelo de Saramago era igual que él: y que derrochaba esa poderosa e íntima elegancia. Calloso y analfabeto, pero también un príncipe.Porque la auténtica elegancia nace de la capacidad de compasión, de la sustancialidad y de la coherencia del ser, de modo que dentro de todo pobre puede haber un rey, y dentro de todo rey, un miserable. Hay una aristocracia del comportamiento y de la conciencia que estamos corriendo el riesgo de olvidar. Antes, esos príncipes interiores eran las gentes de bien, seres capaces de vivir con sobria dignidad una vida entera. Pero me temo que hoy ya sólo nos importa la gente bien y primamos el tener sobre la esencia.

15 Noviembre 1998

JOSÉ SARAMAGO

Carmen Rigalt

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ADORADO SARAMAGO. MIENTRAS ESCRIBO TU APELLIDO me viene a la cabeza la famosa anécdota de Esperanza Aguirre, ese chiste que sus detractores todavía difunden de cuando en cuando para ahondar más en su desprestigio. Dicen que a la ministra le preguntaron un día por ti y ella, con tal de no quedarse en blanco, dijo que eras muy buena pintora. O sea, que trastocó tu nombre y te tomó por una mujer: Sara Mago. A lo mejor soy una ingenua, pero yo nunca he creído el chiste. Y no porque quiera defender la capacidad cultural de la señora ministra, sino porque me parece imposible que alguien pueda desconocerte. Precisamente a tí, José, con lo que eres y significas. Tu dimensión literaria es indiscutible, pero más lo es tu dimensión humana. Si hay algún calificativo que te define es precisamente la integridad. Por cierto, mucho tiempo hace que no escribo esta palabra ni la pronuncio. Que rara me siento tecleando ahora todas sus letras. Integridad. Es un vocablo en desuso. Tan en desuso como la propia virtud que encierra. Hoy no se habla de la integridad porque no hay gente íntegra. El mundo de los escritores, además, está lleno de rencorosos y mal nacidos, de mezquinos, soberbios y perdonavidas. De engolados. De estúpidos y cabrones. No tiene nada que ver la grandeza literaria con la grandeza personal. Rendimos culto a grandes escritores que en vida fueron auténticos miserables. Tu lo sabes, no hace falta mencionar nombres. Voy a quedar como una apestosa cursi, pero justamente por eso quiero subrayar aquí tu exquisita bondad, esa rectitud de ánimo a la que vives entregado de forma espontánea y natural.

Mira, me acuerdo de una vez que me recibiste en Lanzarote con tu mujer, Pilar del Río, en esa casa desde donde se ve el mar y hay dos membrillos que rinden constante homenaje a Antonio Lopez. Pilar me había tendido el puente hacia tí y yo me sentía como si me hubiera tocado la lotería: feliz y encantada. Mientras te esperaba en el sofá, vapuleada aún por los efectos del viaje, fuí escurriéndome poco a poco y me quedé dormida como un cesto. Qué bochorno, José, qué poca educación la mía. ¿No lo recuerdas? De pronto llegaste tu y, al parecer, no te atreviste a despertarme. Digo al parecer porque cuando abrí los ojos, al cabo de una hora larga, estabas sentado frente a mí y me sonreías con infinita ternura. No lo creerás, pero según lo estoy pensando se me erizan los pelos de los brazos y sufro un acceso de rubor en las mejillas. Ciertamente aquel día tuviste mucha paciencia, José. Demasiada. Para más inri te habías tomado la molestia de cubrirme con una manta y estabas dipuesto a esperar lo que hiciera falta. Eso lo hubieran hecho muy pocos escritores renombrados. Que digo muy pocos: casi ninguno. Pero sigo: entonces, ya despierta, te entrevisté -que voz la tuya, que forma de contar las cosas, que placidez en tu verbo, que rigor- y luego compartí el almuerzo con Pilar y contigo. Ahora, convertido por fin en Nobel, supongo que no podrás derrochar la misma gentileza con todos los que acuden a entrevistarte. Y no por falta de ganas sino de tiempo.

Te admiro, José. Y te envidio, como envidio a Pilar por tener la suerte de escuchar tu voz todos los días. Espero que los membrillos sigan bien. Y deseo que tu mensaje permanezca. Tu no crees en el cielo, pero tampoco hace falta: el cielo eres tu.

17 Noviembre 1998

Ser bi

Vicente Molina Foix

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Qué mezquino lo de Saramago. Los portugueses, algunos portugueses, le reprochan sus gestos españoles, su permanente residencia en Lanzarote, su primera rueda de prensa madrileña tras el Nobel, su misma coexistencia pacífica con la lengua y la cultura de aquí. Pero no se trata de denunciar un mal portugués; estoy seguro de que la reacción sería muy parecida de producirse un caso similar con un artista español aclimatado fuera. Forma parte de un recelo de orden superior hacia todo aquello que escapa a la aceptada normativa de lo único, lo estable, lo común: el bilingüe, el bipátrida, el bisexual, el bígamo. Y Saramago ni siquiera le pone los cuernos al portugués escribiendo sus novelas en español.Tengo delante un precioso volumen de la revista de Barcelona Entregas de Poesía que apareció sin fecha (aunque se sabe: 1945), y en el que el gran crítico y traductor catalán Juan Ramón Masoliver presentaba unas Poesías en lengua extranjera de autores españoles. El año y la situación no favorecían entre nosotros el cosmopolitismo ni la vocación internacional, pero ahí estaba Masoliver con discreción, con el manto prudente del erutito, rastreando hermandades literarias entre lenguas y países tradicionalmente rivales. Algunos de los poemas elegidos pueden ser propagandísticos o meramente cómicos: el haiku en francés de Altolaguirre, los versos en turco -¿macarrónico o legítimo? No estoy capacitado para opinar- que Cervantes incluye en El trato de Argel. La mayoría revela, al contrario, una familiaridad por encima de toda desconfianza y un envidiable manejo lingüístico, como en los bellos poemas italianos de Carles Riba, en las tiradas portuguesas de Quevedo y Lope o en aquel prodigioso soneto cuatrilingüe, castellano, latín, portugués e italiano, de Góngora Las tablas del bajel despedazadas, con versos que en más de una ocasión trascienden las reglas juguetonas: «raccoglio le smarrite pecorelle / nas ribeiras do Betis espalhadas. / Volveré a ser pastor, pues marinero / Quel dio non vuol». En una entrega posterior de la misma revista, Masoliver publicó la antología Poesías castellanas de autores extranjeros, donde encontramos, entre otras glorias, al veneciano Bembo, a Molière, con su entrada española en el ballet final de ese divertido galimatías babélico que es El burgués gentilhombre, a Camoens. Las composiciones en castellano de poetas portugueses son de hecho las que predominan en este volumen.

Los casos de bilingüismo literario moderno (quiero decir, posteriores al uso del latín como lengua de entendimiento franco) no son excepcionales. Sin ponerme a estudiar se me ocurren los nombres de Oscar Wilde, Casanova, Samuel Beckett, Nabokov, Kundera, y en nuestra cercanía Manuel de Lope, publicando sus primeras novelas escritas directamente en francés. En ciertas instancias, los escritores vascos, catalanes, gaélicos, el bilingüismo está sujeto a la conveniencia profesional o al avatar político (prohibiciones, exilios). Algunos de estos escritores que se traducen a sí mismos lamentan el tener que decirse dos veces, con la tentación, tan inherente al proceso de la escritura, de desdecirse o corregirse en la segunda. Beckett y Nabokov son paradigma de la actitud opuesta; la alternancia entre el francés y el inglés en el primero, y el salto desde el ruso al inglés dado por el autor de Lolita constituyen un ejercicio de purgación léxica y hasta semántica, la búsqueda de un lenguaje vacacional que les saque de los muros de una morada hecha de palabras natales.

Me parece que Saramago pretende seguir siendo escritor de una lengua y dos países. Bastantes escritores valencianos o gallegos se sienten de un país pero se mueven entre dos lenguas. A mí, nacido en un ámbito donde el bilingüismo aún no causa fricciones, lo que me gusta es ser de dos países y escribir en la lengua que me eligió por accidente. El novelista portugués, que puede desde una isla canaria escribir sin renunciar a su original pertenencia (el concepto inglés del «belonging»), nos recuerda que la casa del arte no tiene patria, ni sexo, ni lengua particular, ni puertas; sus habitaciones son amplias, de techo alto, comunicables. El ejemplo podría cundir, y todos, en el mañana de la utopía, conseguiríamos tener, viniésemos de donde viniésemos, una segunda residencia en la tierra.