23 noviembre 1990

El Partido Conservador designa a John Major para que la reemplace al frente del Gobierno

La primera ministra de Reino Unido, Margaret Thatcher, forzada a dimitir por presiones de su propio partido

Hechos

El 21.11.1990 Margaret Thatcher dimitió como primera ministra del Reino Unido, siendo reemplazada por John Major.

Lecturas

EL DEVASTADOR ATAQUE DE HOWE A THATCHER

Howe La dimisión de Geoffrey Howe como Viceprimer ministro el 1 de noviembre de 1990 fue la señal de la fuerte crisis que asolaba al grupo parlamentario del Partido Conservador. La disputa eran la oposición de Thatcher a una mayor integración de Reino Unido en la Unión Europea, de la que era partidario Howe. Pero de fondo estaban los métodos y maneras de Thatcher.

Una vez dimitida Thatcher el nuevo primer ministro de Reino Unido elegido por los diputados del Partido Conservador será John Major.

23 Noviembre 1990

Una figura mundial

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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La dimisión de Margaret Thatcher, tomada sin titubeo tras oír el consejo de su Gabinete, obedece probablemente a tres razones: el intento de restañar la profunda división del partido; el deseo de impedir que su adversario y antiguo ministro de Defensa, Michael Heseltine, pueda alzarse con la sucesión, y el hecho de que en el sistema británico, como en la mayoría de los democráticos, las carreras políticas de los líderes dependen no sólo del electorado, sino, además, de decisiones tomadas en el seno de sus propios partidos.La crisis desencadenada por la dimisión no se resolverá probablemente con la elección del sucesor. El nuevo primer ministro saldrá de entre estos tres candidatos conservadores: el propio Heseltine; Douglas Hurd, actual ministro de Exteriores, y su colega de Hacienda, John Major. Sea quien sea, el inquilino de Downing Street es difícil que consiga sustraerse a la presión para convocar unas elecciones, generales anticipadas, cuyo resultado es incierto.

Margaret Thatcher, descrita por sus partidarios como el mejor primer ministro británico en tiempos de paz de los últimos 150 años, deja un país muy distinto del que encontró cuando accedió al liderazgo conservador, hace 15 años, y a la dirección del Gobierno, hace 11 y medio. Su revolución conservadora ha contribuido a cambiar sustancialmente el panorama social y económico británico. Tanto en la guerra (recuérdese la dureza con que reaccionó ante la crisis de las islas Malvinas) como en la paz, la terquedad de sus convicciones liberales ayudó a cambiar cosas que parecían estar en la raíz misma de la sociedad británica: el control de la vida política por los sindicatos e incluso la esencia del sistema de clases, alterada por su noción de capitalismo popular (la privatización de algunas de las más importantes empresas públicas mediante la venta atomizada de sus acciones) y por la venta de un millón de casas de propiedad municipal a sus inquilinos. Los nuevos accionistas y propietarios, procedentes del corazón del electorado laborista, contribuyeron a su victoria en tres elecciones generales. Había nacido el thatcherismo.

Paradójicamente, también había sido plantada la simiente de su derrota. La firmeza de las recetas de la premier escondía asimismo su intransigencia. Por un tiempo, el monetarismo funcionó: la economía creció de manera continuada y la inflación y el déficit presupuestario cayeron espectacularmente. Pero en otoño del año pasado, el Reino Unido comenzó a sentir los efectos de lo que pronto se convirtió en una recesión. La popularidad de la primera ministra empezó a bajar, y se aceleró en la primavera última por la introducción del discutido poll-tax, el impuesto municipal generalizado. A final del verano, el Partido Laborista había tornado una ventaja de 20 puntos sobre los conservadores en los muestreos de opinión.

Las variaciones en los sondeos electorales nunca descorazonaron, sin embargo, a Margaret Thatcher. Lo que ha acabado con ella ha sido algo que muy probablemente no pasó por su cabeza: la cuestión de Europa. La premier creía sin duda reflejar el sentimiento mayoritario de sus compatriotas al contemplar, primero con enorme recelo y luego con franca enemistad, el proceso de construcción de una nueva Comunidad Europea que le inspiraba sospechas. De hecho, durante demasiado tiempo su europeísmo consistió en subirse al tren en marcha cuando ya estaba casi fuera de la estación; era cuestión de saber cuándo lo perdería. Los observadores europeos no esperan ahora que su sucesor sea un ardiente profeta de la CE. Basta con que no la contemple como una amenaza y se integre en el proceso de construcción, incluso con la legítima intención de cambiar los objetivos finales.

Hurd o Major comprenden mejor que, en un contexto de creciente integración económica, el aislamiento del Reino Unido amenaza, entre otros, el histórico papel desempeñado por la City en las finanzas internacionales. La Bolsa londinense demostró ayer, tal vez cruelmente, cuál es su opinión: la noticia de la dimisión fue acogida con aplausos.

No es de extrañar que amplios sectores del Partido Conservador hayan llegado a la conclusión de que tienen mejores oportunidades electorales sin Thatcher que con ella. Tampoco es extraño que, tras los acontecimientos de las 24 horas anteriores, la primera ministra aceptara que su empeño en seguir contribuía a dividir aún más a los tories y, curiosamente, a favorecer a su antagonista, Michael Heseltine. Dos cosas que esa formidable mujer quería impedir. Es típico de su respeto por las reglas del juego democrático y de su valor personal que Margaret Thatcher decidiera dimitir en el momento mismo en que comprendió que su obstinación no conducía a nada y que había perdido la batalla. Es posible que muchos la recuerden sin cariño, pero es seguro que todos lo harán con el respeto debido a una de las grandes figuras mundiales de la posguerra.

23 Noviembre 1990

El Ejemplo de Thatcher

ABC (Director: Luis María Anson)

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La dimisión de Margaret Thatcher es el último y hermoso ejemplo de una biografía personal movida por el patriotismo. La señora Thatcher ha conseguido tres veces una vicotria legislativa, ha gobernado desde mayo de 1979 y era presidente del Partido Conservador en 1975. Pero ha sido su dimisión como primer ministro el gran gesto de generosidad. La renuncia de la ‘dama de hierro’ cierra una hoja de servicios impecable. La noticia ha causado sorpresa, porque, en buena aritmética democrática, Thatcher había ganado la primera vuelta de la elección entre los diputados conservadores para designar a un nuevo líder por 204 votos, mientras su rival, Michael Heseltine, sólo recibía 152.

Thatcher había visto que el 41% de los diputados votaba contra ella, que los sondeos de opinión rebajaban las esperanzas del Partido Conservador y que en dos elecciones parciales reñidas en distritos tradicionalmente conservadores el candidato ‘tory’ aparecía en segunda o tercera posición.

No hace falta ahora hacer grandes consideraciones sobre la fidelidad y gratitud de los pueblos, sino simplemente reconocer que, en buena democracia, la única verdad política es la voz de la sociedad y la obligación del líder consiste en aceptarla, aunque haya sido tan sólo adelantada en elecciones parciales y sondeos de opinión. Mantenerse en el poder era algo perfectamente posible para Thatcher con la esperanza de que hasta la lejana fecha de las próximas elecciones quedaría tiempo para enderezar una coyuntura desfavorable.

Por encima de los reglamentos parlamentarios o los plazos oficiales, existe todavía en Europa una clase noble de hombres y mujeres que practican la política como un ejercicio limpio de patriotismo y supeditan sus intereses a la voluntad del pueblo. Eso es justamente lo que ha hecho Margaret Thatcher, después de comprobar que casi la mitad de los parlamentarios le negaba su confianza en la mecánica interior del partido.

El empecinamiento de la ex primera ministra hubiese provocado la ruptura del partido y la desorientación de los votantes. Mantenerse en el poder era arruinar la bandera conservadora y, por eso, la decisión de Thatcher debe considerarse también como un servicio a su propio partido, en el que una gran parte de sus miembros consideraba necesario su relevo después de tantos años en el Gobierno. A la hora de elegir entre el partido y ella misma, Thatcher no ha titubeado en sacrificarse.

La guerra de las Malvinas, la lucha contra los abusos sindicales, la defensa de los intereses británicos frente a los excesos de algunos mal llamados europeístas quedarán incorporados a su biografía ilustre. Pero como punto final a tantos servicios a Gran Bretaña su dimisión clausura, con un gesto lleno de dignidad, la historia de uno de los políticos más brillantes de la Europa contemporánea.

24 Noviembre 1990

Ella se va, sus ideas quedan

Federico Jiménez Losantos

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Por desgracia, en mi artículo de anteayer ‘Triunfar después de morir’ anticipé lo que sin duda es una de las jornadas más tristes del liberalismo europeo, digo bien, europeo, porque conviene recordar que el liberalismo, el liberalismo de verdad, nació en Gran Bretaña, que ya en su propio nombra lleva el sello de Europa, y sin ninguna duda, a su modo fundamentalmente británico, de entender la vida, Thatcher representa una de las ramas esenciales del liberlismo, es decir, de la libertad, en este rabo de Asia que algunos quieren llamar continente. Thatcher no ha caído, se ha ido, que es distinto y su gesto sólo es comparable al del general De Gaulle, al que ahora todos en Francia veneran y reivindican. Sabe irse, en política, es a veces más importante que saber estar. Más aún: es una forma de demostrar que no se está, sino que se es.

Ratifico lo que dije anteayer sobre los principios del europeísmo, sí europeísmo, de la señora Thatcher, que, al final, será lo único que realmente subsistirá de Europa: la libertad política, que implica responsabilidad ante los electores, es decir, ante el Parlamento, y la libertad económica, que alcance no sólo, y de inmediato, a los países del Este, sino también a todos los del Tercer Mundo, porque los liberales creemos que el mejor modo de ayudar a los pobres es dejarles competir, dejarles entrar en un mercado libre, donde, como han demostrado los Cinco Dragones del Pacífico, el premio al esfuerzo es seguro y la recompensa al trabajo, siempre creciente.

Thatcher se ha ido, pero es seguro que la Europa real, la única Europa posible, se construirá sobre estas bases que ayer, en la Prensa española, una multitud de papanatas alanceaba, porque es costumbre de nuestra plebe, incluida la intelectual, que, a moro muerto, gran lanzada. Bueno, pues sepan estos europeos de pacotilla, estos europeos a la francesa, tortilla de un solo huevo, que ni mora ni muerta. Ya veremos si dentro de dos o tres años no se repite al revés la historia de Churchill. Cuando la guerra del Golfo, si se produce, como seguramente se producirá, dure ya dos o tres años, verán como los británicos se acuerdan de esta señora tan antipática que tenía la desagradable costumbre de decir la verdad de lo que pensaba. Porque ella no gobernaba a golpe de encuestas: ella gobernaba en nombre de ideas. De las únicas ideas que han demostrado capacidad de mejorar la vida de las personas desde hace dos siglos largos, y que son éstas: libertad y más libertad, libertad económica y libertad política. Otra cosa es que los ingleses entiendan la libertad de modo bien distinto a los franceses, y no digamos a los alemanes, que, como nosotros, no la han entendido casi nunca.

Dicen, y hasta algún político conservador español lo ha dicho, que la señora Thatcher no ha entendido la unidad europea, e incluso que se había convertido en un obstáculo así que insisto en lo primero: sucede que la idea liberal y antiburocrática de Europa que defendía la señora Thatcher era distinta a la que temporalmente se ha impuesto: sobre el modelo francés, pero bajo mando alemán. ¿O quién creen ustedes que va a mandar en la burocracia de Bruselas y Estrasburgo a partir de ahora?

Veremos, decía yo anteayer, de aquí a dos o tres años, cuando la realidad europea se muestre en toda su crudeza, o en su simple realidad, si las ideas de la señora Thatcher no son recordadas y añoradas. Lo veremos, sin duda, porque igual que, al salir de la II Guerra Mundial, Hayek, el gran maestro del liberalismo contemporáneo, mostro en su ‘camino de servidumbre’ los males indudables que la socialdemocracia generalizada traería a la pol´tica mundial – y así se ha demostrado – Thatcher, con todos sus errores políticos internos, que los ha tenido con su mal carácter, con su autoritarismo, a veces inseparable del carisma personal, ha sido la única que ha plantado cara al proyecto estúpido y suicida de una Europa artificialmente unida por una burocracia anónima e irresponsable. Thatcher se va, se ha ido con majestad, con grandeza, pero sus ideas quedan, y su política se recordará durante muchos años. Los que tarde en construirse Europa.

Federico Jiménez Losantos

23 Noviembre 1990

El fin de la «Dama de Hierro»

Felipe Sahagún

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Era, probablemente, la última oportunidad de irse con dignidad y Margaret Thatcher la aprovechó, aunque le haya costado alguna lágrima. «Ha puesto los intereses del partido por encima de sus intereses personales» es la respuesta unánime de amigos y enemigos, británicos y extranjeros, a la dimisión de Thatcher once años después de haber ocupado el número 10 de Downing Street. Hasta el dirigente laborista, Neil Kinnock, se manifiesta admirado «por la forma en que se va». Se va con su aureola de estadista reforzada por la «cumbre» de París, en cuyos resultados ha logrado dejar una huella más firme que cualquier otro de los participantes. La Europa que empieza a nacer en la Carta de París firmada el miércoles puede crecer o marchitarse, pero hoy por hoy se parece mucho más a la vieja Europa que Thatcher quiere conservar que a la Casa Común de Mijail Gorbachov o a la Confederación soñada por François Mitterand. Resistió hasta el final, pero cuando todas las cartas estaban boca arriba, tras la primera votación de los parlamentarios conservadores, el pasado martes, se quedó a dos votos de la mayoría necesaria para vencer a su rival, Michael Heseltine, y, lo que es peor, con serias dificultades para retener los 204 votos conseguidos en la segunda vuelta, prevista para el día 27. Lo tenía que saber el martes por la noche cuando dijo a los periodistas en París que «aún no es la hora de escribir mis memorias».

Otros lo han hecho ya por ella. De las docenas de libros escritos sobre su vida y obra surge: una Thatcher que se describe a sí misma como «una aburrida alcohólica del trabajo», incapaz de inspirar en sus discursos (recopilados en The Revival of Britain por Alistair Cooke) y sin ningún sentido del humor. Se levanta a las seis y media, corre, si es jueves, al despacho, trabaja, corre, si es martes, a la Cámara de los Cómunes, trabaja y se va a dormir. Para Thatcher no han existido las dudas y vacilaciones que carcomen las biografías de otros grandes hombres y mujeres. La vida, en ella, rebota como la lluvia sobre un tejado. En ello está su gloria y también la razón de que se hayan escrito tantas y tan aburridas páginas sobre ella. Casi todos sus biógrafos (Roland Flamini, Olga Maitland, Patricia Murray, Penny Junor y Andrew Thomson son los más conocidos) cuentan una historia que nos es muy familiar: su niñez en la tienda de Grantham, donde nace el 13 de octubre de 1925; la influencia de su admirado y austero padre metodista Alfred Roberts, y de su siempre mortificada madre Beatriz; sus estudios de Químicas y Derecho en Oxford; su matrimonio con Denis, una sombra siempre fiel; el despilfarro que suponía regalar leche a los niños en las escuelas; la despiadada limpieza con la que pone fin a la carrera política de Edward Heath en 1975; la utilización de las Malvinas para ganar su segundo mandato; su cruzada triunfal contra los mineros; su visión al bendecir a Mijail Gorbachov antes de que ningún otro dirigente occidental lo hubiera descubierto, antes incluso de que el Politburo, con el voto decisivo de Andrei Gromyko, optara por el riesgo. Cambian las escenas, pero la heroína se mantiene imperturbable. Llegó al partido siendo ya conservadora y renuncia ahora a la jefatura del partido y del Gobierno para evitar que el partido se desgarre en banderías que lo conducirían irremediablemente a la derrota en las próximas elecciones. No es seguro, sin embargo, que su sacrificio salve a los conservadores. Si es una persona tan simple y normal como la definen todos los que la conocen, ¿cuál ha sido su secreto?

En un discurso pronunciado dos meses después de llegar a Downing Street, Margaret Thatcher expone con f1claridad su opinión sobre el legado heredado del Gobierno laborista y sus planes. Acusa a laboristas y sindicatos de «irresponsables» e «inhumanos». Califica de «caprichosa expansión» los poderes acumulados por el Estado. En ello ve la causa del «gran descontento de la empresa privada» y de la «caída del espíritu público». En política exterior, con la que apenas había tenido el menor contacto hasta su elección como primera ministra, divide al mundo en buenos y malos, comunistas y anticomunistas, y se convierte en la abanderada del anticomunismo: nace la «Dama de Hierro». ¿Es el «thatcherismo» perfilado en aquel discurso y asumido en buena parte por Ronald Reagan y muchos dirigentes conservadores europeos simplemente la reacción impulsiva de un ama de casa e hija de un tendero con una actitud estrecha y egoísta ante la vida? ¿O es algo más profundo? Sus críticos la verán hasta el final en el primer espejo; sus defensores en el segundo. Margaret Thatcher es una mujer aislada, casi vulnerable. A sus guardaespaldas, agentes del Special Branch, los llama cariñosamente «los muchachos». Ellos y un par de secretarias leales que le hacen la compra y le lavan la ropa son lo más parecido que tiene a amigos íntimos. Su aislamiento creciente ha sido, al final, su principal debilidad. Michael Heseltine en el 86, Nigel Lawson en el 89, Geoffrey Howe el pasado 1 de noviembre… Poco a poco Thatcher fue perdiendo a sus aliados. El abandono de Howe, viceprimer ministro desde la última remodelación ministerial, fue la puntilla que disparó la crisis. Doce días después de su dimisión, Howe explicó ante la Cámara de los Comunes, las razones de su fuga: el antieuropeismo irracional de Thatcher, «su pesadilla con un continente habitado geúte malintencionada». Fue devastador para la primera ministra. Se abría oficialmente la veda y a Heseltine le faltó tiempo para anunciar la candidatura a la que tanto tiempo había aspirado.

Ayer, a los pocos minutos de conocerse la renuncia de Thatcher, Douglas Hurd y John Major ya habían presentado sus propias candidaturas. Tras ellos pueden venir otros como Kenneth Baker o Chris Patten. Con la dimisión de la primera ministra, se resuelve la división personal que amenazaba con destruir al partido conservador, pero siguen abiertas las heridas que provocaron aquella división. El impuesto local que tanto daño ha hecho a Thatcher es probablemente el problema más fácil de resolver. Heseltine ya ha prometido eliminarlo si es elegido. Más difíciles de superar son las diferencias sobre el futuro de Europa y la posición del Reino Unido en la CE. En su empeño por reducir el despilfarro agrícola de la Comunidad y por salvaguardar al máximo los controles democráticos de las instituciones comunitarias, Thatcher está más cerca de lo que opina el tendero de Grantham que ninguno de sus rivales. Sólo otro referéndum podrá disipar las nieblas que ensombrecen hoy las relaciones entre el Reino Unido y los otros 11 miembros de la CE. Thatcher es la única primera ministra que ha ganado tres mandatos seguidos en el Reino Unido en el siglo veinte. Su partido le ha negado la posibilidad de un cuarto mandato por tres razones: cree que fracasaría frente unos laboristas reformados y unos demócratasliberales revitalizados; las encuestas indican que otro dirigente conservador, el mismo Heseltine por ejemplo, tiene más posibilidades de ganar; y han perdido la confianza en la capacidad de Thatcher para regenerar la economía británica y armonizar las relaciones con Europa.

24 Noviembre 1990

Señorita del mar

Francisco Umbral

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EL otro día hablábamos aquí del gran instinto político del pueblo inglés, que supo retirar a Churchill a tiempo. Me ha extrañado el no ver relacionada por nadie la caída de la Thatcher con la de aquel viejo dios de la guerra. Ambas cosas vienen a ser una: la democracia corrigiéndose a sí misma. El final de la Thatcher no es sino una viñeta que ilustra el final de toda política agresiva de derechas: primero menos impuestos, luego más impuestos o fórmulas impositivas que favorecen naturalemnte al que más tiene, la farsa demagógica del capitalismo popular (que ahora se está iniciando en España), como reacción contra la fuerza sindical y obrera, más toda una moldura retórica de patriotismo, aislacionismo (la Thatcher ya no tiene una cita con Mitterrand en mitad del túnel, bajo el Canal) y belicosidad lujosa. Fórmulas y malicias de la demagogia de derechas, que funcionan y fascinan a corto plazo, pero que a la larga no han creado sino una euforia artificial y un ancho resentimiento en la baja clase media y las clases obreras que se creyeron el culebrón. El liberalcapitalismo tiene un primer golpe de vista deslumbrante y un día siguiente de inflación, desconcierto y huida hacia adelante, que no otra cosa era la beligerancia de doña Margaret en lo del Golfo, como antes en las Falkland. Cuando la derecha se pone a hacer Imperio es que no le salen las cuentas. Entre Reagan y la Thatcher, entre la señorita del mar y el cow/boy de medianoche, querían dejar sola y desvalida a Europa para mejor trajelársela. De Gaulle se sacó «la Europa de las patrias» contra el proyecto de lo que hoy es Casa Común, y la Thatcher lo dijo en uno de sus jueves negros: – Esa ridiculez de los Estados Unidos de Europa. La Thatcher era la alegoría de eso que Napoleón llamó «pueblo de tenderos», tendera ella misma, una señorita de escasos medios fabricándose a la máquina de coser el sueño de ser la reina de Inglaterra. Once años le han durado la tarea y el sueño, pero seguía haciéndose catorce horas diarias a la máquina de coser. Yo desconfío de los líderes que trabajan por la patria catorce horas diarias y sin vacaciones. La patria acaban siendo ellos y eso no es sino una forma larvada de cesarismo/fascismo. La vieja dama no trabajaba por Inglaterra ni por los pobres ni por los ricos. Sólo era la mesocrática tejedora de sus mediocres sueños de juventud (¡ah la pérfida juventud de las feas!), y había hecho una Inglaterra a su imagen y semejanza, con pobres felices, aristocracia ejemplar y reverenciada y un patriotismo dominical y agresivo. Cuando la baja clase media se pone a soñar, da la revolución o el fascismo (Hitler, por ejemplo). Thatcher era lista, como todas las feas (nos place hablar de ella en pretérito, rubricando así el obituario político que le ha redactado Felipe Sahagún en este papel) y sabía desde hace mucho que su reino ya no era de este mundo. Sólo una guerra podía salvarla, y de ahí su satanización de Sadam. Necesitaba una guerra para santificarse, como Juana de Arco. Pero MT también ha oído voces, como la Doncella de Orleans, sólo que eran las voces de sus propios correligionarios diciendo «basta». Aquí del buen sentido político del pueblo inglés, que decíamos al principio. Como a esta loca de Chaillot (Downing Street) ya no podía pararla la oposición, la ha parado su propio partido. Qué lección de democracia, como dice el ABC. (Herrero de Miñón aprovecha sutilmente para hablar de «los malos caracteres personales», que desvencijan su mismo equipo, a ver si don Manuel lo coge). Muere la Inglaterra reaccionaria, aislacionista, beligerante y tardovictoriana, pero muere, íntimamente, el sueño literario y mediocre de una Madame Bovary de la política que se suicida contra la realidad, como la otra.