28 diciembre 1977

UCD, AP y PCE se muestran partidarios de la monarquía parlamentaria y en prensa se advierte que el Ejército es también partidario del mantenimiento de esa institución

Las Cortes Constituyentes abren el debate sobre si España será Monarquía o República a instancias de Luis Gómez Llorente (PSOE)

Hechos

El 27 de diciembre de 1977 se presentó el anteproyecto de Constitución que incluía la definición de España como ‘Monarquía parlamentaria’.

28 Diciembre 1977

La cuestión republicana

EL PAÍS (Presidente: José Ortega Spottorno)

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EL VOTO particular presentado al anteproyecto de Constitución por el PSOE propone la supresión del artículo según el cual «la forma política, del Estado español es la Monarquia parlamentaria» y sugiere la inclusión de una serie de artículos sobre la elección y competencias del presidente de la República.La dirección del PSOE sabe no obstante que su propuesta resulta inviable: es seguro, que la actual mayoría de las Cortes aprobará la fórmula de la Monarquía parlamentaria. Se trata el suyo, evidentemente, de un «gesto», de un ademán retórico, puesto que la inicitiva no tiene posibilidades de prosperar. De esta forma, nada en aguas monárquicas, pero guarda sus ropas republicanas.

Hay que señalar que el tema de la forma del Estado no requiere ahora, entre nosotros, una discusión abstracta sobre Ias bondades intrínsecas de la Monarquía o la República, sino la valoración concreta de cuál puede ser, en la España actual, el vehículo adecuado para la consolidación de la democracia. La opción republicana habría tenido sentido y virtualidad si las célebres «ataduras» de la Ley Orgánica hubieran reducido a don Juan Carlos a la condición de titular de la «Monarquía del 18 de julio». Y sólo podría recobrarla en el hipotético e improbable caso de que un golpe a la griega vaciara de contenido democrático a la Corona.

A lo largo de los dos últimos años don Juan Carlos ha demostrado sobradamente que su compromiso con la democratización del país era sincero y consecuente. Nada hay que haga pensar, fuera de recelos doctrinarios, que ele compromiso vaya a debilitarse o a cambiar de signo en el futuro. La aceptación de la Monarquía, parlamentaria por el titular de la Corona limita por lo demás los exorbitantes poderes que Franco; pretendía legar a su sucesor, y los nuevos poderes del Rey van a ser delimitados Y concretados constitucionalmente. Por lo demás es un secreto a voces que la disciplina y obediencia de las Fuerzas Armadas a la Corona es más vigorosa que las convicciones democráticas de una parte de su oficialidad.

¿Qué significaría una alternativa republicana aquí y ahora? Hagamos un poco de política-ficción. ¿Tendría mayores posibilidades de desarrollo la vida democrátida en una República presidida por el señor Suárez, por los señores Alvarez de Miranda o Fontán o por el señor Fraga? ¿Y si el presidente fuera don Felipe González? El apartado e) del artículo 51 del voto particular del PSOE confía a ese presidente de la República «el mando supremo de las Fuerzas Armadas». ¿Sentirán éstas mayor respeto por las instituciones constitucionales si su jefe máximo no es el Rey?

No, se trata pues de una amable y cultivada discusión en la Academia platónica sobre la mejor forma de gobiemo, sino de una decisión política que se ha de tomar en una situación histórica configurada no sólo por tradiciones ideológicas, sino también, y fundamentalmente, por fuerzas sociales, instituciones y factores, internacionales. El legado republicano del PSOE es un hecho respetable. Sus preferencias por las formas republicanas de Gobierno son también perfectamente legítimas. Su conversión doctrinaria al monarquismo sería, sin duda, o una farsa o una desnaturalización de su ideología. La posibilidad de que la institucíón monárquica pudiera verse tentada de servir en el futuro como escudo a fórmulas autoritarias da derecho a los socialistas, o a cualquier otra formación política, a no renunciar, como principio, a otras opciones. Pero no se adivinan las razones por las que estas reservas o lealtades deben adquirir la expresión concreta de un voto particular para pretender modificar ahora, en un sentido republicano, el anteproyecto de Constitución. Una Constitución no es el despliegue articulado de los planos de la ciudad, ideal de cada uno, sino el resultado de un compromiso entre fuerzas políticas y sociales reales, que se dan un instrumento jurídico para normar su convivencia.

En la España actual, al partido que dirige Felipe González sólo le separa del Gobierno el trecho que le queda para obtener la mayoría parlamentaria. Si en las próximas elecciones generales lograra la hegemonía, el primer secretario del PSOE sería, sin duda, llamado a formar Gabinete por el Rey. Nadie sabe, en cambio, dónde podría acabar, a corto o medio plazo, el establecimiento de una República; ni tampoco siésta podría ser -como ocurrió en Grecia hace pocos años o en Italia con la experiencia de Saló- el marco institucional para una feroz dictadura. En esta perspectiva resulta difícil de entender la estrategia política que subyace al voto particular del PSOE. Y todo indica que antes o después los socialistas, manteníendo sus principios republicanos, no cometerán la ingenuidad visceral de decírselo a todo el mundo, cuando no es ese el problema que está planteado, y retirarán, sin duda, su voto.

29 Diciembre 1977

Monarquía o República: la polémica

Juan Luis Cebrián Echarri

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Lo único verdaderamente insoportable de las monarquías son algunos monárquicos. Y quizá si don Juan de Borbón hubiera escuchado más atentamente a aquellos españoles no reverenciadores de la realeza que lealmente le sirvieron después de la guerra civil, no habría que escribir hoy en España sobre el tema de la forma de Estado. No al menos en los términos de dramatización innecesaria que el voto particular del PSOE al proyecto constitucional y las reacciones consiguientes han suscitado.Desde que el exiliado de Estoril cediera en mayo pasado sus derechos dinásticos en favor del rey don Juan Carlos, éste resume en su persona dos legitimidades de origen, la dinástica y la de la legalidad franquista. Ninguna de las dos es reconocida por los partidos democráticos tradicionales. Pero cuando las Cortes y el pueblo español aprueben la nueva Constitución en el año entrante, la Corona dejará de ser la salida posible desde el franquismo para convertirse en la representación jurídica e histórica de la convivencia democrática española con la legitimación del consenso popular.

El reinado de don Juan Carlos es con frecuencia o malentendido o conscientemente malinterpretado.

Decir a estas alturas que el Rey es ahora rey simplemente porque Franco le designó -al margen la cesión de derechos de don Juan- es una realidad objetiva y una mentira histórica también. El prestigio y virtualidad políticos de la Corona le vienen hoy a don Juan Carlos de la necesidad de llenar un vacío de poder, que se produce en todos los procesos de cambio histórico. Muchos se sorprenden todavía de que en pleno siglo XX pueda restaurarse un Trono con acierto, y sea éste y no la República solución inmediata y real a las aspiraciones sociales de democracia.

Hay que decir que tienen razón, porque las monarquías hoy sólo existen si son el fruto de la historia, pero nunca o casi nunca logran ser el comienzo de ella. Pero hay que decir también que no la tienen, porque gran parte de las nuevas y nacientes repúblicas no son muchas veces sino formas de un reinado supuestamente electivo, que incluso trata de perdurarse hereditariamente. El peronismo argentino o el duvalierismo de Haití, la experiencia franquista o pinochetista, la revolución libia o ugandesa, son otros tantos ejemplos que ilustran hasta qué punto nuestros coetáneos sueñan sin dificultad con el bonapartismo.

Así resulta que hoy las formas de Estado se juzgan, paradójicamente, más que nada por sus contenidos y que es más homologable la monarquía británica (o la sueca) a la República Federal de Alemania que a los reyes hachemitas, y éstos más comparables a no pocos presidentes de las repúblicas de América Latina o Africa. Desde el derrumbamiento del absolutismo, los litigios de los pueblos no se plantean tanto en tomo a las formas de Estado como a las libertades y a las alternativas de poder que se ofrecen a los ciudadanos. La opción en España a la salida de la dictadura, era exclusivamente entre libertad y autoritarismo. Todos los demócratas españoles prefieren por eso una Monarquía constitucional -a una «república-banana».

Por todo ello, junto a las discutibles argumentaciones de los que esgrimen el principio monárquico en favor de la Corona, es preciso arbolar también razonamientos pragmáticos de utilidad social y nacional. En nuestro caso, hay uno muy importante, al que me he referido ya: el Rey ha llenado un vacío de poder que de otra manera habría sido ocupado por la única institución perdurable de la etapa franquista: el Ejército. El Rey ha podido así ejercer una función arbitral y decisoria, necesaria durante el período de tránsito hacia la instauración de la democracia. Allí donde la figura del monarca no ha existido -Portugal, por ejemplo- han sido con frecuencia los militares quienes han ejercido esta caución de arbitraje. En definitiva, se trata de que exista un poder básicamente aceptado por todos, o por una amplia generalidad de ciudadanos, que no intervenga en la gobernación del país pero garantice, incluso de modo personal, la estabilidad del Estado hasta el final del período constituyente.

De este modo, la función de don Juan Carlos, durante sus dos años de reinado, y muy especialmente hasta las elecciones de junio, no ha sido la tradicional de un monarca constitucional. Ha ejercido el poder de una manera efectiva, y eficiente, para conducir el país a la normalización política. Temas como el de la amnistía o la legalización de los partidos comunistas no hubieran podido ser abordados en un proceso de cambio no revolucionario, como el que hemos vivido, sin esa figura de arbitraje último y de poder tangible que el Rey ha desempeñado. El monarca ha facilitado así de hecho la única vía reformista pensable para la sustitución del franquismo por un régimen de libertades. Y esta es una realidad histórica de primera magnitud.

Sin duda ha sido don Juan Carlos, y no otra persona, el hombre que ha hecho posible la democracia en. España. Sin duda también su función será diferente a partir de la nueva Constitución. Los reyes, en la Europa moderna, son algo más que un elemento decorativo, en contra de lo que algunos se empeñan en seguir creyendo, pero son algo menos también que los jefes de Estado de una República presidencialista. El poder, en las monarquías .europeas, reside en las instituciones democráticas y de gobierno. Por eso, los poderes del Rey deben ser y serán seriamente limitados en la propia Constitución. Unica manera, como explicaba hace pocos días en estas mismas páginas el profesor Santamaría, de salvaguardar al Monarca y la institución que encarna de los avatares de la política; y de que su función de arbitraje, cuando haya de ejercerse, sea efectiva.

Se preguntará alguien entonces qué sentido tiene, una vez culminado este período, mantener una monarquía como forma de Estado en nuestro país; no obstante, lo que verdaderamente habría que preguntarse es qué sentido tiene tratar de instaurar entonces una república. Si la monarquía ha restablecido las libertades -para lo que es necesario, entre otras cosas, no reprimir ni escandalizarse fariseicamente ante los símbolos o partidos republicanos- consolida la democracia y garantiza la estabilidad y continuidad políticas hacia el futuro, tiene asegurada larga vida entre los españoles. Esto lo saben los socialistas, que mantienen no obstante su opción republicana en el debate constitucional. Las discusiones surgidas a raíz de este hecho merecen un análisis somero. Es, absurdo que la prensa descubra ahora el republicanismo del PSOE. Y sólo cabe entender el excesivo ruido armado desde algunos periódicos si se intuyen intereses desestabilizadores, como ahora se dice, o simplemente ganas de incordiar de no pocos extraparlamentarios de la política. Lo criticable de la actitud de los socialistas no es que piensen que una república sería mejor que una monarquía para este país, sino que decidan ponerse a trabajar para instaurarla de inmediato, articulando incluso una normativa de elecciones a la presidencia de la misma. Es como si, aduciendo problemas ideológicos o de principio, presentaran también votos particulares que supusieran la redacción de una constitución verdaderamente socialista. Pero echarles en cara sus convicciones y dar a entender -basados en su actitud- que el socialismo español está por un inmediato cambio de régimen, es también demasiado. Probablemente si se hiciera un análisis de utopías entre los parlamentarios de la UCD y de Alianza Popular, no saldrían muchos más monárquicos tampoco.

Ningún socialismo europeo de las monarquías reinantes se confesaría monárquico y, sin embargo, en Suecia, en el Reino Unido, en Holanda, han gobernado, en ocasiones durante decenios, conciliando su republicanismo con su servicio al Trono y al sistema que encarna. Cuenta la anécdota, que, cuando los socialistas ganaron por vez primera en, Suecia las elecciones, con un programa republicano, Gobierno y monarca llegaron al entendimiento de que lo mejor que se podía hacer por el momento era continuar con la Corona, pues al fin y a la postre -y en palabras del titular de la misma- un rey resulta siempre mucho más barato que un presidente de la República. Este grosero pragmatismo nórdico no debe ser desdeñado en su último significado. El origen divino del poder tiene tanta tradición entre los españoles y fue tan aireado por el dictador desaparecido, que quizá convendría recapacitar sobre las características de boato externo que rodearon al franquismo. Mientras los falangistas, que hoy cuentan en las Cortes acusadoramente el número de banderas republicanas exhibidas en público, cantaban que no querían reyes idiotas, un general se instalaba en palacio, prometía el imperio del que sería sin duda emperador y se rodeaba del protocolo y la júpitertonancia de adulación y besamanos más arcaica y ridícula que pueda imaginarse. Desde luego en esto podemos compararnos a los suecos: está demostrado que un rey es mucho más barato incluso que un dictador.

La Monarquía -como la República- tiene grandes manchas históricas en la tradición española y ya se encargaron, los franquistas entre otros, de resaltarlas. Pero acopia también enormes servicios. La dignidad del hombre que el mes de mayo pasado cediera sus derechos dinásticos al Rey de España supo preservar a la institución del secuestro del franquismo. Y mírese por donde se mire, el reinado de don Juan Carlos, nacido en medio de todo tipo de contradicciones, frente a una crisis económica y sin una clase política entrenada y capaz, es uno de los ejemplos más evidentes de cómo se puede empujar la modernización de un País desde una institución milenaria. Por eso, sólo los cortesanos de siempre, los validos y servidores de una imagen del Rey que no es la suya, pueden por su ambición y resentimiento, tratar de capitalizar la polémica irreal sobre la forma de Estado. Por eso también el voto particular del PSOE debe ser tomado como una torpeza o como una expresión innecesaria, pero no como un desafío. El único desafío visible es el de quienes pretenden encerrar al Monarca en el área de un solo lado de la política. Porque don Juan Carlos es rey de todos los españoles. Hasta de los españoles republicanos.

19 Octubre 1977

El socialismo y la Monarquía

José María Alfaro Polanco

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El Partido Socialista Obrero Español es el de más tradición entre los participantes en el actual juego político. En su larga y procelosa historia -a la que mi buen amigo Ricardo de la Cierva dedicó un rápido y elucidador estudio, de recomendable lectura ha habido de todo: triunfo y persecución, lucha y ostracismo, aciertos y errores, caídas y renacimientos. La trayectoria, en fin, de todo organismo vivo, firme en su voluntad de acción y en su capacidad para la cosecha de masas. Ahí están, para corroborarlo, las altas votaciones obtenidas el 15 de junio, esta nueva fecha clave para nuestro futuro. El PSOE supo aparecer ante sus posibles electores con una renovadora fisonomía, más fresca y esperanzadora, circunstancia a la que sin duda contribuyó la figura juvenil de su nuevo líder, Felipe González, que acertó a realizar una campaña casi exenta de asperezas, donde las naturales demagogias fueron sensiblemente dulcificadas por la emblemática, presencia del clavel prometedor.El PSOE estaba de nuevo en la línea de combate, con todos sus pertrechos y, es de presumir, que sin olvidar sus experiencias, tantas veces ágil contrabalanceo de unos compromisos que el arrastre de los años había ido convirtiendo en pesad ísima comitiva. El viejo Partido Socialista, el del «abuelo» Iglesias, el de los orígenes románticamente mitificados -con su inicial y fugitiva atracción frente a muchos intelectuales de la época-, nacía con la simiente de su drama. También, como les sucede a todos los seres, predestinado a cruzar la existencia sogre un entramado de angustias y deseos.

Las dudas interiores, obedientes a una lógica vital e inexorable, abrieron tempranamente sus fuegos. Encarnadas en hombres y actitudes, la historia real del socialismo español -no la soñada desde los realces de la lejaníaiba a transcurrir entre las consecuencias de esas vacilaciones, motivadas generalmente por las preferencias y los dilemas tácticos.

La Segunda República fue la gran ocasión,del socialismo. Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, así como las inmédiatas para las Cortes Constituyentes, le otorgaron un cometido de árbitro. En manos de los líderes socialistas -de tan vasta gama y diversa extracción- estuvo casi por entero el destino de la República del 14 de abril. Si ella fue posible -al margen de otras razones y concausas-, se debió en proporción inmensa al hábil montaje del conglomerado electoral de la conjunción republicano-socialista, donde el socialismo pudo llevaúse, justamente, la parte del león.

La crónica está accidentadamente relatada, con ahondamientos objetivos, pese a las pasionales descargas de panegiristas y adversarios. La hora de las opciones fue -cual acontece a menudo- la de las contradicciones. Sin entrar en profundos análisis, existe un hecho fácilmente constatable en la larga y tempestuosa historia del socialismo español: el de la tentación revolucionaria. Con independencia de sus raíces marxistas, ya desde los tiempos de los viejos dirigentes -crecidos a la sombra de la romántica asociación de los incentivos de la subversión envuelven a las sencillas y primarias -«sociedades de resistencia».

Estas tendencias y fascinaciones encontrarán en Largo Caballero un abanderado prestigioso, al que la izquierda del partido -cada vez más impregnada de las tácticas y dialécticas comunistas- Regará a calificar, en los primeros tiempos de la guerra civil, de «Lenin español». Por esa vía habrán de venir los grandes males y tropiezos. Del lanzamiento -tan endeble de razones democráticas- a la revolución del 34, se irá ádar en las radicafizaciones del «Frente Popular», prólogos ambos -al lado de otros varios propósitos y cirtunstancias- de la contienda armada y abierta.

Largo Caballero aprendería, en carne propia, las tribulaciones a que conduce el convertirse en compañero de los comunistas, que en un instante lo sóñaron su instrumento. Harto de sus intromisiones, el tenaz luchador, montado en su arrebato ibérico, se vio obligado a éxpulsar de su despacho de presidente del Gobierno al embajador soviético; por aquellas calendas, el embajador de Stalin. La estrella de Largo Caballero dejaría de brillar para siempre.

Traer aquí estos hechos -que deberían ser suficientemente conocidos- con ánimo recordatorio, tiene una expresa intención de aviso. No se trata de recomendar al PSOE que se adentre por las vías de la docilidad. Ni muchísimo menos. Ni seria deseable, ni a mí me toca aconsejar esto o lo otro. El Partido Socialista está en su derecho -y aun en la obligación- de ejercer su función opositora, de practicarla de tal modo que vincule su nombre al de una sencilla y directa alternativa de poder, sin traumas y delirios.

Pero para ello, para este logro que supondría el innegable perfeccionamiento de los mecanismos democráticos, se hace precisa una cierta capacidad de sacrificio y de renuncia a la aventura. El olvido -aunque sea transitorio- de las exaltaciones capitosas del jacobinismo; las mismas que forzaron el desencadenamiento revolucionario de 1917, con su jaque a las instituciones entre los gritos y la pólvora de las barricadas.

Si es cierto que el republicanismo un republicanismo asaz brumoso y nostálgico, a la manera del puesto en circulación por los «regeneracionistas» de nuestro pasado «fin de siglo» pendía de la panoplia doctrinal de Pablo Iglesias, esto no constituye razón suficiente para que las nuevas juventudes socialistas antepongan el despliegue de una bandera republicana -cual determinante básica- a cualquier expresión ideológica.

Pienso que la manida y tergiversada relativización que define la política como el arte de lo posible, adquiere su sentido más explícito en las actuales circunstancias españolas. Ni el ciego ni el fanático podrán negar lo que se mueve ante nosotros. No sólo la implantación de la de Mocracia, sino, asimismo, la rapidez de su proceso instaurador han sido -y son-, milagros aparte, consecuencia de una decidida voluntad de la Corona. También sobre ella, y frente a azares, arrastres y condicionamientos, ha hecho sentir su cerco inquietante la eventualidad de los probabilismos. Si toda política es la resultante de una serie de aspiraciones y regateos, este juego angustioso se hace más dramáticamente intrincado en una política de fundación.

Téngase además en cuenta que la actual Monarquía española ha procurado distanciarse, con desembozadas maniobras, de los tradicionales patrones en los que se inscribía históricamente la realeza. Es muy pos ible que en un proceso de evaluación de cargas del pasado, ateniéndose claro es a la órbita correspondiente a la acción de cada cual, que la Monarquía española aparezca hoy más desprendida de nostalgias y abierta al salto hacia adelante que la gran mayoría de las flierzas que constituyen el cuadro de partidos, fádtores de poder, corporaciones, sindicatos, etcétera, enfrentados a la reforma de un Estado y, naturalmente, de una sociedad.

No es cuestión de derechas o de izquierdas, de moderados o radicales. Las supersticiones se dan en todos los bandos; y a veces, incluso con más fiereza en quienes dicen combatirlas. La política -aun la de pretensiones más rebeldes y libérrimás- concluye casi siempre. en agobiadoras cuadrículas. Y si no, que lo digan los sesenta afros de comunismo en la URSS. Pero no es esta la hora de recalcar escepticismos, aunque no falten razones para ello. Con pactos o sin pactos -y hasta sin voluntad de cumplirlos- seria criminal desaprovechar la ocasión presente -¡una más en el dolorido devenir español!-, para intentar construir las líneas maestras de una sociedad posíble. Recuerdo bien algo de lo que escribiera el tan traído y llevado Alexis de Tocqueville, en La democracia en América: «No depende de las leyes la recuperación de las creencias que se apagan; pero sí depende de las leyes el implicar a los hombres en los destinos de su país.»

Estamos asistiendo a una desorbitada expansión de la violencia y la criminalidad políticas. No creo que nadie dude de que entre sus causas se cuente la de hacer imposible la creación de unos cauces legales de convivencia hacia el futuro. Es este uno de los terrenos en que tanto el Gobierno como los partidos tienen mucho que hacer, sin que baste para la tranquilidad de sus conciencias con la elaboración de una ley de «Defensa de la Democracia». ¡En otros tiempos también se confeccionó una ley de «Defensa de la República», que tan sólo sirvió para testimoniar el aceleramiento de una desconcertada agitación barranca abajo!

Unos nuevos estilos políticos, en los que primara la conciencia de la gravedad y los deberes de la hora sobre el aprovechamiento de las pequenas circuristancias y los albures astutos, resultarían a la postre mucho más útiles y clarividentes. Tener la capacidÍid de contención para no volver a los antiguos e impopulares juegos parlamentarios, con sus zancadillas fáciles y sus gratuitos exhibicionismos, podría. ser una buena prueba de deseos de renovación y de rectitud de intenciones, a la que no habría español que permaneciera insensible.

Pues bien, en este aspecto uno más al azar de la confrontación parlamentaria, le cabe al PSOE una intervención decisiva. La más importante quizá la de ejemplarizar con la conducta. Tengan en cuenta los socialistas que, dada la actual distribución de fuerzas políticas y la confianza ganada a millones de votantes, el Estado que se está intentando construir será, en gran medida, una consecuencia de sus concursos y sus actitudes. Nadie se engañe en cuanto a la función determinante que va a corresponder al socialismo español en los acontecimientos y las horas por los que atravesamos y, no digamos, en las que se avecinan.

No siempre es fácil renunciar a la tentación demagógica de indiscutible rentabilidad inmediata en algunas ocasiones. Pero para un partido que viene de la historia, y que pretende consolidarse en ella con procesos ftindamentales en cuanto a la reordenación de la sociedad, no puede haber lagunas frente a los imperativos éticos. España no se encuentra en situación de soportar demasiadas convulsiones. La repetición de éstas significará, indiscutiblemente, la antesala del caos, camino cierto hacia los más desatados extremismos. ¿Podría, ante estos delirios -cuyas llamas amenazadoras vemos asomar aquí y allá-, subsistir el PSOE, al igual que otras agrupacionels actuales?

Pero no nos lancemos por las rampas del catastrofismo.

Consolidar lo que tenemos, o sea, la Monarquía, sin que ello suponga la colaboración o la supeditación al Gobierno, es el único modo -hoy por hoy- de poder adelantar hacia el futuro. ¡Que nadie, con sentido de la responsabilidad, cargue sobre sus hombros con la gravísima culpa de haber contribuido a prender fuego al polvorín!