7 agosto 1988

Los protestantes anglicanos abren el camino a ordenar a mujeres sacerdotisas en su religión

Hechos

Fue noticia el 7 de agosto de 1988.

07 Agosto 1988

La mujer la Iglesia

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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LA PALABRA sacerdotisa no tiene en nuestro vocabulario más referencia que la dedicada a las mujeres que se emplean así en las religiones paganas, puesto que en las cristianas no existe el cargo. Hay que revisarlo: la Iglesia anglicana ha aceptado (a duras penas) la libertad para que sus distintas regiones consagren sacerdotisas, ministras, obispas. Puede ser un obstáculo para un próximo acerca miento ecuménico con el Vaticano, que mantiene su postura rígida frente a la participación de la mujer en el sacerdocio. Las principales dificultades que, desde la Reforma, se alzan entre las dos iglesias están en la ardua cuestión de las vías de salvación -del alma: la vida eterna, y el Vaticano no entiende que la inu . jer oficiante puede ser una de esas vías: su papel principal, como gusta a este Papa repetir, es la imagen de la Virgen María: «De rodillas al pie de la cruz». Esto es, la contemplación y la oración, nunca la toma de disposiciones.Muchos obispos de la Iglesia anglicana comparten esa opinión; sólo para evitar el cisma se ha dado este permiso para que cada región del mundo decida según su voluntad. Inglaterra está en contra, a pesar de la presión a favor de Margaret Thatcher -muy comprometida para ella-; los países nuevos -Estados Unidos y Canadá-, a favor, y los africanos aparecen eclécticos y se reservan sus propios derechos. Aun sin cisma, es una rotura de la unidad anglicana, que tuvo su auge y su desafío a Roma en los grandes tiempos del imperio -por cuestiones de matrimonio, divorcio y herencia de Enrique VIII- y que se debilita cuando el imperio se deshace, la modernidad quiere entrar y las dudas sobre tradiciones y formas antiguas se hacen universales. En líneas generales, los conservadores dentro de las iglesias rechazan a la mujer y los progresistas la acogen. Es un fragmento más de la vieja batalla de la igualdad.

La razón intrínseca del conservadurismo católico y anglicano se fija en la persona de Cristo: era hombre, y es ese modelo el que debe prevalecer. La mujer no es hombre, y no puede ser representante de Cristo. Hay otras razones sociales, del juego judeo-cristiano-romano sobre la sociedad: la sumisión de la mujer al hombre y su papel de vaso sagrado de la reproducción. San Pablo dijo: «Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos como al Señor, pues el marido es jefe de la m jer como Cristo es

Jefe deja Iglesia». Otros padres de la Iglesia la relacionan con el demonio muy directamente. «¡Soberana peste de mujer», decía san Juan Crisóstomo, «dardo agudo del demonio! Por la mujer el diablo ha triunfado sobre Adán y le ha hecho perder el paraíso». Es una relación muy estrecha con el pecado original y, sobre todo, con la fornicación, bestia negra para los votos de castidad. San Agustín: ‘Ta mujer no puede enseñar, ni testimoniar, ni comprometer, ni juzgar, con tanto mayor motivo no puede mandar». San Juan Damasceno era más directo y sencillo: ‘Ta mujer es una mala borrica». Y san Antonio: «Cuando tengáis delante una mujer, creed que tenéis ante vosotros no un ser humano, no una bestia feroz, sino el diablo en persona». El rosario de citas podría ser mucho más largo. Está en la lógica de las cosas que una institución basada en ese pensamiento y esa fe no pueda dejar entrar en su seno la «horrible tenla», que decía san Juan Damasceno.

El cambio anglicano regional tiene en cuenta, sin embargo, una modernidad que se atribuye siempre en mayor medida a los reformistas, más capaces -y de ahí su nombre- de buscar una adaptación al cambio de los tiempos de lo que tiene por revelado. Sin embargo, una buena versión semántica de lo escrito podría variar mucho estas creencias. Pero primero hay que perderle el miedo a la mujer. No parece tan fácil para esos recatados varones.

13 Noviembre 1992

El último tabú

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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LA IGLESIA anglicana, una de las confesiones cristianas de mayor envergadura y la más cercana a la Iglesia católica, de la que se separó en los tiempos de la Reforma, ha roto el último tabú religioso al haberse pronunciado su Sínodo General a favor de la ordenación sacerdotal de las mujeres.La decisión no ha sido fácil -el debate se arrastraba desde 1975, cuando también el Sínodo General de la Iglesia de Inglaterra manifestó que no existían razones de peso en contra-, y hasta es posible que acarree consecuencias, incluso dramáticas, en el seno de los anglicanos. Apenas concluida la votación que el pasado miércoles dio cuerpo a esta histórica decisión, el fantasma del cisma comenzó a planear sobre la Iglesia de Inglaterra. En un intento de ahuyentarlo, el mismo Sínodo se apresuró a tomar algunas medidas, fundamentalmente en forma de compensaciones económicas a los clérigos opuestos a la decisión -unos mil, según parece-, condicionadas a que no se constituyan en una nueva Iglesia, o, en todo caso, a que se integren en las filas de otra confesión cristiana, por ejemplo la católica.

Por lo que se refiere a Roma, la reacción del Vaticano ha sido fuertemente negativa, alertando sobre los riesgos que el paso dado comporta para las relaciones entre las Iglesias católica y anglicana, y particularmente para el diálogo que ambas mantienen con vistas a superar el cisma que las separa desde el reinado de Enrique VIII de Inglaterra. La enérgica reacción vaticana también ha tenido una clara motivación interior: impedir que el ejemplo cunda entre los católicos. Algo que será cada vez más difícil de conseguir, dada la extensión que ha alcanzado la idea, incluso dentro del episcopado mundial, de que la Iglesia católica debería acabar con ese último tabú que cierra las puertas del sacerdocio a la mujer, en un contexto histórico y cultural en el que los derechos de las mismas para ejercer cualquier tipo de función social han quedado plenamente sancionados en todos los países democráticos.

Hoy ningún teólogo católico moderno, sin llegar siquiera a progresista, está dispuesto a defender que existen razones teológicas para que las mujeres no puedan llegar a la plenitud sacerdotal, ya que el argumento esgrimido durante siglos por Roma, el de que Jesucristo no había escogido a ninguna mujer entre los apóstoles, se considera como meramente coyuntural de una época en la que la mujer era un cero a la izquierda, hasta el punto de que ni siquiera se la aceptaba como testigo creíble en un juicio.

La separación de la mujer del sacerdocio en la Iglesia ha estado motivada en gran parte, más que por razones bíblicas o por documentos de fe católica, que no existen, por el bajo concepto que de la misma ha tenido siempre la Iglesia ya desde los tiempos de los santos padres, cuando llegó hasta ponerse en tela de juicio si las mujeres tenían alma como los hombres. Y también porque el tabú del sexo y sus pecados se han asociado siempre a lo femenino, un elemento que se ha considerado peligroso y provocador dentro de la comunidad católica, donde no se permitía a las mujeres ni ejercer de monaguillos en la misa.

La decisión de la Iglesia de Inglaterra de restituir a la mujer en el campo eclesial la dignidad e igualdad que se merece, acabando con el prejuicio de la masculinidad del cristianismo constituye ante todo un ejemplo de coraje y de visión de futuro. Su efecto puede ser determinante para el reforzamiento de aquellos sectores, más numerosos de lo que parece, que en el seno de la Iglesia católica reivindican el derecho de la mujer a ejercer todas las funciones del culto, y no sólo a estar «de rodillas ante la cruz como la madre de Jesús», de acuerdo con lo manifestado en cierta ocasión por el papa Wojtyla.