29 julio 1983

Manuel García-Pelayo y Jerónimo Arozamena reelegidos como Presidente y Vicepresidente del Tribunal Constitucional

Hechos

El 28 de julio de 1983 se renovó la cúpula del Tribunal Constitucional.

Lecturas

D. Manuel García-Pelayo ocupa la presidencia del Tribunal Constitucional desde la creación del cargo en julio de 1980.

Su mandato finalizará con su dimisión en 1986.

29 Julio 1983

Continuidad en el Tribunal Constitucional

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera)

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LA REELECCIÓN de Manuel García-Pelayo y de Jerónimo Arozamena como presidente y vicepresidente, respectivamente, del Tribunal Constitucional es un claro y elogiable signo de continuidad en el funcionamiento de una institución de la que depende en buena medida la consolidación del sistema democrático. Al tiempo, la decisión gubernamental de nombrar miembro permanente del Consejo de Estado a Landelino Lavilla, cuya carrera como político profesional quedó abruptamente interrumpida con las elecciones del 28 de octubre y la autodisolución de UCD, parece poner fin a la operación ideada para enviarle de magistrado del Tribunal Constitucional como paso previo para alcanzar su presidencia. Landelino Lavilla, letrado del Consejo de Estado y persona merecedora de la mayor consideración y respeto, prestó im portantes servicios al sistema democrático español como ministro de Justicia del primer Gobierno de Adolfo Suá rez, en cuyo seno instrumentó jurídicamente las grandes líneas de la reforma política, y como presidente del Con greso durante la primera legislatura constitucional, car go que desempeñó con eficacia, dignidad y mesura. Aho ra bien, su elección como magistrado del Tribunal Constitucional hubiera sentado el desastroso precedente de convertir a esa alta institución en puerto de refugio para políticos derrotados y en cantera de cargos para el sistema de despojos.El sentido del Estado ha prevalecido, así pues, sobre las tendencias corporativistas de algunos sectores de la clase política, dispuestos a prestar su solidaridad gremial a los colegas- cualquiera que sea su filiación- necesitados de ayuda y resueltos a generalizar como uso, susceptible en el futuro de ser aprovechado en beneficio propio, esa práctica amiguista de socorros mutuos. El clientelismo y el intercambio de favores resultan frecuentemente eficaces para hacer política, en la acepción más estrecha de la expresión, pero son nefastas herramientas para la construcción de un sistema institucional que pretenda estar al servicio de los ciudadanos y no sea patrimonio de los profesionales del poder. Afortunadamente, la reelección de Manuel García-Pelayo y de Jerónimo Arozamena, cuyo nuevo mandato es improrrogable y tendrá una duración de tres años, simboliza la autonomía del Tribunal Constitucional, su independencia de los demás órganos estatales y su neutralidad apartidista.

A lo largo de los tres últimos años, el Tribunal Constitucional se ha ganado el respeto de la sociedad española gracias a la competencia, independencia y altura de miras mostradas por los magistrados a la hora de sentar jurisprudencia en materias que afectaban a intereses partidistas y que resultaban cruciales para dar coherencia al bloque de legalidad. Las sentencias del alto tribunal sobre recursos de inconstitucionalidad y recursos de amparo han ayudado a esclarecer las zonas oscuras y a despejar las ambigüedades del texto constitucional, así como a expulsar del ordenamiento jurídico los preceptos incompatibles con nuestra norma fundamental. Rechazando la tentación de transformarse en una tercera Cámara o de sustituir sus funciones de control de la legalidad por una variante de gobierno de los jueces, el Tribunal Constitucional es ya una pieza básica del entramado de nuestra vida pública gracias a su eficaz trabajo como intérprete y guardián de la Constitución, basado en la aplicación de criterios jurídicos para la solución de conflictos políticos y en la instalación de sus resoluciones por encima de las presiones del Gobierno y de los partidos.

Las torpezas, las arrogancias, el clientelismo o los malos entendidos pueden explicar, sin necesidad de recurrir a la ominosa hipótesis de maniobras políticas orientadas a restar autonomía al Tribunal Constitucional, que la renovación de cuatro magistrados, cuyo mandato para nueve años debe votar el Congreso, no se haya producido más de seis meses después de la fecha fijada. La discusión sobre la conveniencia, o bien de renovar en bloque el nombramiento de los cuatro magistrados cuyo mandato había vencido, o bien de sustituirlos por cuatro nuevos miembros, opciones ambas perfectamente legítimas, fue absurdamente interferida por la irrazonable tentativa de ratificar sólo a dos magistrados -Manuel Diez de Velasco y Francisco Tomás y Valiente- y de buscar, en cambio, para los otros dos -Francisco Rubio Llorente y Antonio Truyol Serra- una pareja consensuada de reemplazantes. Dado que los conocimientos jurídicos, la honestidad personal y las convicciones democráticas de todos y cada uno de los cuatro magistrados se hallaban fuera de toda duda, esa discriminación por parejas no sólo era ofensiva, sino que se prestaba también a un juicio de intenciones sobre los propósitos últimos del Grupo Parlamentario Socialista. El continuado aplazamiento de la renovación del Tribunal Constitucional por el Congreso, con incidentes tan chuscos como la pretensión de hacer un solo paquete consensuado con los cuatro magistrados y los vocales del desprestigiado Consejo de Administración de RTVE, ha dejado para septiembre esa asignatura pendiente de los diputados. En cualquier caso, la reelección de Manuel García-Pelayo -prestigioso profesor de Derecho Constitucional e historiador de las ideas, los mitos y los símbolos políticosy de Jerónimo Arozamena -miembro de la carrera judicial y reputado administrativista y procesalista- puede servir de ejemplo para que la continuidad del Tribunal Constitucional sea respetada en el futuro, para bien de la democracia española y de nuestro sistema institucional, por las cámaras y por el Gobierno.

17 Septiembre 1983

El Congreso y el Tribunal Constitucional

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera)

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LA DECISIÓN del Grupo Parlamentario Socialista de proponer la reelección por el Congreso de los cuatro magistrados del Tribunal Constitucional cuya designación corresponde a la Cámara baja pone fin al largo período de incertidumbre iniciado desde el momento en que se abrió el plazo -a finales de 1982- para la reglamentaria renovación del alto órgano jurisdiccional. Los diputados tenían ante sí dos posibilidades razonables: o bien ratificar por otros nueve años improrrogables el mandato de los cuatro miembros del alto tribunal (cuya renovación se realiza por terceras partes cada tres años), o bien proceder a su sustitución en bloque mediante la designación de cuatro nuevos magistrados. Una tercera solución, inicialmente patrocinada por algunos Sectores del PSOE, propugnaba la discriminatoria fórmula de confirmar en sus puestos a dos magistrados (Manuel Díez de Velasco y Francisco Tomás y Valiente) y sustituir a los otros dos (Francisco Rubio Llorente y Antonio Truyol Serra). Aunque nada haya en la letra de la ley que impida esa desigualdad de trato, esta tercera vía, que apuntaba reprobatoriamente con el dedo a una pareja de magistrados y premiaba con la ratificación a la otra, conducía forzosamente a extraer preocupantes conclusiones.Es más que probable que las razones de esa solución discriminatoria inicialmente propuesta por -los socialistas tuviera menos que ver con una meditada estrategia para controlar el órgano jurisdiccional que con el insaciable clientelismo o los rencorosos ajustes de cuentas de algunos miembros del Gobierno o del PSOE. Ni la biografía personal, ni la competencia como juristas, ni las convicciones democráticas permitían establecer el menor distingo entre los cuatro magistrados, elegidos en 1979 con los votos de los diputados del PSOE. La negativa de Alianza Popular y de los restantes grupos a endosar esa estrafalaria fórmula la hizo materialmente inviable, ya que la designación de los magistrados por el Congreso y el Senado exige una mayoría de tres quintos de las cámaras. Este bloqueo parlamentario situó en una incómoda interinidad al Tribunal Constitucional, que, sin embargo, no se dejó turbar por una provisionalidad impuesta desde fuera y siguió cumpliendo sus tareas, gracias a que los cuatro magistrados, en cuestión continuaban en el ejercicio de sus funciones. Las sentencias sobre los recursos -previos de inconstitucionalidad interpuestos contra la ley de Elecciones Locales y contra la LOAPA mostraron que los desacuerdos políticos dentro del Congreso para la renovación del Tribunal Constitucional no paralizarían el funcionamiento de esa pieza básica de nuestro ordenamiento jurídico, cuya voluntad de continuidad quedó claramente demostrada con la reelección de Manuel García Pelayo como presidente.

Sean cuales sean las razones del cambio de criterio operado en el Grupo Parlamentario Socialista, la decisión de abandonar la fórmula discriminatoria y de proponer al Congreso la confirmación en bloque de los cuatro magistrados habla elogiosamente en favor de la flexibilidad del PSOE y de su buena disposición para buscar una salida al problema. Las justificadas observaciones que suelen hacerse respecto a la rigidez de la actual mayoría parlamentaria y a su escasa capacidad para encajar las críticas deberán, así pues, ser parcialmente rectificadas. La propuesta socialista, por lo demás, coincide con la consecuente actitud que ha mantenido a lo largo de estos meses el Grupo Popular, lo que demuestra que la oposición puede desempeñar en un sistema parlamentario la importante función de amparar causas razonables desasistidas por la mayoría, con independencia de las razones de fondo que le impulsen a adoptarlas.

El forcejeo, finalmente inútil, en tomo a la renovación de los cuatro magistrados ha dado ocasión a una desorientadora polémica en torno al papel del Tribunal Constitucional en nuestro ordenamiento jurídico. La torpeza expresiva del portavoz Cosculluela o el clientelismo de algunos padrinos socialistas han dado ocasión a que se difunda la aberrante doctrina de que los partidos deben tener, en cuanto tales, sus propios y disciplinados representantes en el Tribunal Constitucional. Sin embargo, la composición del órgano jurisdiccional y la mayoría cualificada en las designaciones realizadas por el Congreso y el Senado tratan precisamente de asegurar que el Tribunal Constitucional tenga la autonomía, la independencia y la neutralidad que un órgano jurisdiccional de tan significadas competencias necesita.