17 enero 2002

Muere Camilo José Cela Trulock, el último Nobel de Literatura español tras una larga vida marcada por la transgresión

Hechos

Falleció el 17 de enero de 2002.

18 Enero 2002

Muere un Nobel

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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Camilo José Cela abandona el escenario. Su escritura es fruto de una personalidad arrolladora forjada en una España dividida, asustada y rota por una guerra civil y un porvenir en el que la pobreza y la picaresca también eran la sustancia de un ingenio que pasó a sus libros, en los que la capacidad de observación y un lenguaje implacable le dieron la vuelta a la narrativa española. Su salida, ayer, del ruedo ibérico deja un hueco que no se llenará fácilmente.

Cela irrumpió en la novela con una fuerza que removió el ambiente de la época y se dispuso a ser un testigo de España en la mejor tradición de los escritores del 98, entre los que frecuentó a Pío Baroja con la devoción de un discípulo. Fue también el continuador de una gran tradición que en el siglo último tiene en Valle, Cunqueiro y Torrente las piedras angulares de una literatura que nace en Galicia y hace universal la lengua de Cervantes. Su éxito tan temprano con La familia de Pascual Duarte le catapultó a la fama y a la Academia; una carrera cargada de frutos de su genio -como La colmena o Viaje a la Alcarria– le hizo ganador del Premio Nobel de Literatura en 1989.

En medio de esa vida, en la que también fue editor, periodista -colaboró durante mucho tiempo en este periódico-, senador real, viajero español y sin frontera, surgió también la figura polémica que, en el mejor estilo del 98, polemizó contra esto y aquello, a veces de forma arbitraria, pero con toda la fuerza de los contrastes de su personalidad intelectual, literaria y política, tan conflictiva como el propio país en cuya historia ya está. Le dio vigor al idioma, del que fue máximo estilista, según reconocen incluso los que le niegan todo lo demás. Estuvo presente en momentos distintos de la vida española como un creador que tenía dentro de sí el ansia de vivir por encima de la edad y del tiempo, y así cabe interpretar su insistencia en polemizar con los que venían detrás, como si él quisiera perpetuar su propia juventud en contraste con la de los que le seguían.

En un periodo esencial de la historia de España, en los años sesenta, abrió su revista Papeles de Son Armadans a los exiliados; fue gran amigo de muchos de ellos y nutrió esa publicación histórica de los nuevos nombres de la literatura española; fundó Alfaguara -con su hermano, el también escritor Jorge Cela- y ahí fue asimismo receptivo a los nuevos talentos de la época. Una vida tan rica no podía irse sin albergar en su seno el aire de la controversia y la contradicción; cerrada su biografía, es hora de que se decante el genio indudable que encierra su obra. Él solo era toda una literatura.

18 Enero 2002

Memoria y dolor

Francisco Umbral

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Quiero decir que desde mi atrio veo bien la vida y la obra de Camilo José, un maestro en mi vida con el doble magisterio de la sabiduría y de la cercanía. Porque viviendo con Cela se aprendía a vivir, ya que él fue sobre todo un ser viviente, más viviente que los demás hombres por más incardinado en las cosas, de las que fue apacentador. En este caso hablo de eso. Cela y las cosas es un capítulo que podría ser todo un libro. Lo que se quiere significar, antes de que la memoria se me vuele mientras él muere, es que Cela era un genio del vivir y del escribir viviendo y del vivir escribiendo, y en esto es donde queda portentoso, aunque no lo hayan dicho nunca los críticos, que no suelen decir estas cosas.

Algunos ingleses saben que, en la historia de la cultura, siempre hay dos corrientes fluyendo: la corriente clásica y la corriente renovadora. Es decir la literatura tradicional y convencional, que es pensamiento sobre lo ya pensado, y la literatura vivida o por vivir, que es la que se improvisa cada día en cada creador. Ambas corrientes conviven pacíficamente en la sociedad, pero nosotros sabemos que el bando de los genios, de los inventores, de los reveladores, y hasta de los rebeladores con be, es el bando de los vividores improvisados que persiguen la musa de cada mañana, bien sea la criada que trae el café o el desnudo problemático de Picasso. Solemos decir que ya no hay revoluciones y es porque la revolución, en el arte, se está haciendo siempre. A eso lo llamamos vanguardia para quedarnos tranquilos, pero no es sino la única forma de vivir y crear al mismo tiempo, de crear la propia vida. Así vivió y escribió Camilo José Cela, asustando palabras como se asustan las palomas en el parque y sorprendiendo a los lectores con el fabulismo del vivir y la renovación de las palabras, de las imágenes, de las metáforas, de las cosas.

Con todo esto quiero decir que Cela no era eso que se llama un escritor de ideas. Tenía cuatro ideas, pero muy claras y sensatas, muy bien distribuidas y que le sirvieron para manejarse toda su vida. Era el artista puro, el creador impuro, el que no se detiene a pensar las cosas sino que primero las hace y luego le da pereza pensarlas. Ahí queda eso. Los cínicos, los surrealistas, los paradójicos, Goya, Rimbaud, el citado Picasso, Pío Baroja, etc., trabajaron así. El otro caudal, el del clasicismo mansueto y el pensamiento lógico va dando sus complacientes frutos de postre, pero no era eso lo que quería el antiacadémico Cela, aunque persiguiese mucho la Academia.

Por dentro o por fuera llevaba un inglés materno que le servía para disimular muy bien sus arrebatos interiores de hombre hecho de hallazgos, pero yo sabía que Cela se negaba a escribir novelas convencionales, con planteamiento, nudo y desenlace, porque lo suyo era la creación libérrima y el asustarse a sí mismo de lo que acababa de escribir. Por eso necesitaba fórmulas más libres, o sea la abolición de las fórmulas, para dar suelta a su escritura inspirada, gozosa de vivir, habitada por las cosas y caritativa con los hombres. Le conocí en 1965, cuando me lo presentó José García Nieto. En seguida me publicó tres libros y quería hacerme director de una revista. Calculaba a los hombres al primer golpe y nunca se equivocó. En futuro libro quizá me ocupe más de su vida que de su obra, y es porque de la obra ya está todo escrito, aunque mal, mientras que de la vida, de su vida, nadie sabe nada precisamente porque fue una vida tan pública. Cela servía para vivir más que para pensar y era fácil convencerle de cualquier cosa, aunque cabezón, porque pronto se cansaba de darle vueltas a las ideas. Así trabajan los verdaderos novelistas, con el caudal revuelto de la vida. Los otros, los que han hecho montañas mágicas de belén navideño, son los maestros de las ideas, pero siempre tienen por delante un filósofo que lo pensó todo antes que ellos y además les está matando la novela con tanto pensamiento. La vida es irracional o no es vida. El irracionalismo es la moral del verdadero poeta, ése que se finge prosista, y por eso el surrealismo fue la última llamarada de la verdadera creación. Las anteriores habían sido el Romanticismo y el Barroco. Todavía hace muy poco tiempo, Cela decía en una entrevista que leía y releía a Quevedo, el inagotable Quevedo, tan verdadero en la escritura creadora y tan falsario contra sí mismo en la escritura teórica.

Cela es el último barroco de la prosa española, escribe mareado de ideas y de palabras, de imágenes y de ocurrencias. Ni los críticos ni los estudiosos ni los catedráticos ni nadie han sabido valorar el torrente existencial de Cela, exigiéndole en secreto una coherencia pedagógica que él no iba a asumir nunca y un modo de novela mansueta a lo Pepita Jiménez o a lo Sotileza de Pereda. En eso estaban las letras españolas cuando Cela empezó a escribir. Ahora ha terminado. El domingo dio en ABC su último artículo, aunque quizá salgan otros por ahí. La última vez que le vi fue en las votaciones del Premio Cervantes. Me pidió que defendiese verbalmente a nuestro candidato, Fernando Arrabal y después se limitó a decir: «Me adhiero casi con violencia a las agudas palabras de Francisco Umbral». En ese «casi con violencia» está el último rasgo de su estilo inconfundible y beligerante. El me había hablado mucho de su vivir beligerante, que alternaba con un dandismo anglosajón y materno del que iba dejando rasgos por el aire de las grandes casas. Le invitaban y no sabían a quién invitaban. Era el amigo convencional de lo convencional, pero era el enemigo anticonvencionalista en cuanto desenroscaba la pluma y pensaba en una virgen o una víctima.

18 Enero 2002

Camilo

Juan Luis Cebrián Echarri

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Mi memoria de Camilo se pierde entre las brumas de la adolescencia. La primera imagen fiel que de él guardo es la de un joven enteco y barbudo tomando una ducha ante la cámara del fotógrafo -supongo que sería Pastor- para un reportaje publicado en Arriba, el diario de la Falange, con motivo de su ingreso en la Real Academia Española. Tenía entonces poco más de cuarenta años, aunque la fama literaria le acompañaba desde su primera novela. Camilo José Cela, como Gonzalo Torrente Ballester, José María Sánchez Silva, César González Ruano o Rafael García Serrano, entre otros, perteneció a una generación de escritores y periodistas que prosperó al amparo del franquismo de la postguerra y que encontró en los ambientes del fascismo español la violencia creativa, los tonos laicos, broncos y rebeldes que trataban de imponer al régimen sus partidarios, frente a las otras familias políticas que apoyaban al dictador, como monárquicos o democristianos. Aquellas fotografías de un académico en pelotas (sólo hasta la cintura, claro), enjabonándose una barba tan larga y espesa que para sí la hubiera querido el mismísimo don Ramón Menéndez Pidal, pretendían transmitir una especie de desmitificación de la Academia y sugerían que la presencia en ella del autor de La familia de Pascual Duarte, Pabellón de reposo o La colmena, serviría para remozar, regenerar y modernizar la institución y desagraviarla, de paso, de las ofensas de otro ilustre gallego del parnaso literario, como Valle-Inclán. Esta fama protestataria, basada sobre todo en el uso de neologismos escabrosos, respondía a una genuina preocupación de Cela por distinguirse de la mediocridad artística que el franquismo imponía y que le había llevado, por razones puramente económicas, a desempeñarse durante un breve tiempo como censor en las dependencias gubernamentales. La recuperación de semejante suceso fue utilizada por diversos sectores de opinión, que boicotearon sus primeros intentos de obtener el Nobel a finales de la década de los setenta, y más tarde sirvió de pretexto a epónimos representantes del progresismo para emprender similar cruzada. Recuerdo, como si fuera hoy, una cena que mantuvimos ambos, mano a mano, en un restaurante entonces de moda en Madrid, después de la cual publiqué un artículo en EL PAÍS (*) solicitando abiertamente la concesión del premio para Camilo, y lamentando que el sectarismo de la vida española se hubiera cebado en su persona en momentos, precisamente, en los que tantos luchábamos por el consenso. Por eso me pareció doblemente injusta y aflictiva la manipulación a la que el propio Cela fue sometido, más tarde, por parte de un grupo de intelectuales y periodistas de fortuna, al servicio de la derecha hoy gobernante, que le utilizaron como ariete innecesario en sus peculiares reyertas contra todo lo que les petaba. Pero ni siquiera esa última peripecia me llevó a abandonar mi sincera relación de amistad con él, mi admiración por su obra, inseparable de su persona, y mi convicción de que la historia de las letras castellanas le contará siempre entre los grandes. Nuestra regular asistencia a los trabajos de la Academia nos permitió, desde hace un lustro, reanudar un diálogo dificultado por los acontecimientos que narro. No fue un personaje fácil para nadie, ni para su familia, ni para sus amigos, ni para sus lectores, pero hizo gala de una lucidez formidable, cuyo reconocimiento le regatearon muchos por culpa, desde luego, de los exabruptos verbales y el casticismo ritual de sus opiniones, pero también debido al hecho constatable de que el sectarismo español no es patrimonio de ninguna ideología. En el tramo final de su vida, el menos interesante desde el punto de vista de sus aportaciones literarias, fue víctima del menosprecio de algunos sectores que se sentían lógicamente agraviados por sus pronunciamientos machistas o por sus salidas de pata de banco. Desgraciadamente, estas trifulcas impidieron a muchos seguir reconociendo su evidente excelencia como creador, y todo lo que este país le debe. Creo que demasiadas veces fue incomprendido y se sintió injustamente vapuleado. Te van a dar más palos que a una estera, me dijo por escrito cuando publiqué mi primera novela, y luego me lo repitió cuando me prometió su voto para mi ingreso en la Academia. De eso tú sabes un montón, le contesté, pero siempre te ha importado un carajo. Tampoco era verdad. Incluso siendo consciente de que su nombre ya estaba inscrito con letra indeleble en la historia de la literatura, Camilo se dolía de las críticas adversas tanto o más que cuando era joven y, desde luego, se revolvía contra sus detractores con una virulencia más que literaria. No sé si era suya la frase, pero él solía decir que si los hijos de puta volaran, nunca veríamos el sol. En eso, como en muchas otras cosas, siempre estuvimos de acuerdo, aunque mantuvimos considerables diferencias al tiempo de identificar quiénes eran esos pájaros. Estoy seguro de que, si el cielo existe, desde esa nueva perspectiva que ha alcanzado, Camilo va a tener ahora mucho más fácil la tarea.

18 Enero 2002

Cela y el escritor

Federico Jiménez Losantos

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Daría para una novela la maldición de los escritores célebres o que cultivan la celebridad como género literario, generalmente el más lucrativo. Camilo José Cela fue un gran escritor en el que la celebridad llegó casi a ocultar la obra, tal fue la densidad de esa hiedra en torno a su monumento que el autor plantó, regó, abonó y podó poco en vida. Sin embargo, hay cuatro libros de Cela, el Pascual Duarte, La Colmena y los Viajes a la Alcarria y al Pirineo de Lérida que a mi juicio tienen un peso y un valor incontestables. A mí me gusta menos La Colmena que el Pascual Duarte, pero quizás los más sólidos hayan resultado finalmente los Viajes, género tan dificultoso y raro como poco comercial.Ahí están. No cabe mejor túmulo ni epitafio que leerlos.

También conocí al escritor fuera del libro, a la figura pública, al personaje Cela, que se parecía bastante al modelo del intelectual analizado por el escalpelo de Paul Johnson: egoísta, maleducado, vanidoso, colérico, mentiroso cuando le parecía, adulador cuando le convenía y arribista siempre, porque su carrera y él son para el intelectual a lo Rousseau o Brecht una sola peana de la que la obra es escabel. Cuando cumplió los 70 años, Pedro Jota se empeñó en que le hiciera una entrevista para Diario16, repasando toda su obra literaria hasta entonces. Tras dos o tres horas en un hotel de la Castellana, la entrevista quedó muy bien, según creo recordar, pero yo salí convencido de que Cela era uno de los tipos más insoportables que había conocido en mi vida. Y llevo unos cuantos.

Poco después llegó el Nobel con su tracamundana antigubernamental y se formó el séquito antifelipista de la Alcarria, por donde nunca fui. Pero cambié mi opinión sobre él en el 85, en una larga velada en Miami, con Carlos Abella y Pilar de Arístegui, que lo convencieron para que inaugurase nuestro Centro Cultural Juan Ramón Jiménez. Me sorprendió muchísimo la pareja, que arrastraba una imagen pública calamitosa. Me llamó la atención lo atenta que era ella con él, lo cómodas que hacía las situaciones y lo que él cambiaba atendido por ella y cuando se sentía tranquilo, entre amigos, sin necesidad de montar el número. Cela podía resultar no antipático aunque la simpatía no entrase en el mensaje genético Trulock , cordial, educado y amabilísimo. Cuando se libraba del escritor como figura pública no sólo era otra cosa, sino otra persona, la única. Cené con él más veces, la última el año pasado, en casa de Rosa Bernal. Me pareció, con Marina, un hombre feliz que apuraba sus últimos años con agradecimiento y sin estrépito.Vencido el escritor, quedaban sus libros, a los que he vuelto más desde entonces. La vida, en fin, da muchas vueltas. La literatura suele quedarse en su sitio.

18 Enero 2002

Frente a la eternidad

Rafael Conte

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Camilo José Cela, el quinto premio Nobel español de Literatura y el primero de nuestros narradores en haberlo conseguido, acaba de inscribir su nombre ya de manera definitiva en nuestra historia, quizá con más discreción de lo que nos tenía acostumbrados en los últimos tiempos, como si sólo la muerte hubiera sido capaz de imponerle un silencio final que, sin embargo -estoy seguro de ello-, nunca será definitivo como pudiera parecer. Pues frente a la imagen que en los últimos años ha parecido legarnos, ha sembrado a la vez nuestra historia literaria y nacional de tal cantidad y calidad de escritura y de palabras que su sentido y hermosura nos van a acompañar para siempre, y no sólo a nosotros, los que pudimos vivir en su compañía y verlo vivir a nuestro lado, sino a quienes nos sucedan en ese porvenir que él habrá nutrido ya con insuperable abundancia y desmesura.

Ha sido el dueño de nuestras palabras, el señor de nuestras literaturas, el conquistador de todos nuestros límites expresivos, el violador de todas las normas al uso, un auténtico ciclón que apenas podía sujetarse a sí mismo. No dejaba nunca a nadie tranquilo, proclamaba su libertad por encima de todo, consiguió ser sobre todo un reducto de independencia inalienable y tan irreductible, que quizá hasta resultaba así desde sus principios tan escasamente aceptable y hasta políticamente incorrecto (y lo digo conscientemente), para todos aquellos que tan domesticadamente tendían a escandalizarse ante muchas de sus actitudes y sobre quienes, sin embargo, siempre sobrevivió a lo largo de todas sus batallas hasta su final. Pues su vida fue un sempiterno combate contra toda suerte de incomprensiones -hasta de sus propios partidarios muchas veces- y desgraciado aquel que no pueda ver aquí la insuperable lección de un modelo para la creación artística, tanto más inmejorable cuanto más insólito se nos mostró.

Camilo José Cela ha sido el señor y a veces también el mártir que España ha inmolado en su calamitoso siglo pasado en el altar de su literatura. Ha habido otros, claro está, asesinados, exiliados, sumidos en el dolor y en la pobreza, aplastados por la injusticia, pero también él bien pudo haber sido uno de ellos, como si se hubiera salvado por los pelos de tan terribles destinos. Y en el fondo ¿de qué ha dado testimonio a lo largo de toda su obra sino de nuestros hombres y mujeres que padecen hambre y sed de justicia, de nuestras tan esquilmadas como mal explotadas tierras, de los oprimidos, de los humildes, de los niños, o de los tan injusta y arbitrariamente condenados? Lean, por ejemplo, aquel oratorio o melopea de María Sabina, que sigue sonando en tantos oídos, por estruendoso que sea el silencio con que se le ha querido rodear, en medio de los olvidadizos muchachos ‘que fuman las flores de magnolio’. ¿Y los viajes por España que inauguró por la Alcarria y siguió por Andalucía o el Pirineo de Lérida o del Miño al Bidasoa, siguiendo el modelo del gran Josep Pla, que iba en autobús y por calles estrechas mientras Cela, con quien tanto quería, lo hacía a pie y por los campos abiertos y los pueblos casi solitarios? Pascual Duarte no era malo, aunque razones no le faltaron para serlo, lo dijo desde el principio en 1942, cuando puso en pie de nuevo nuestra literatura tras la mayor catástrofe de nuestra historia, y por eso su creador tampoco lo pudo ser tampoco nunca jamás.

Camilo José Cela fue sobre todo un provocador también, pero lo fue para conseguir su propio espacio, que además era mucho menos personal de lo que se cree, por literario y nada más. Todo en él fue literatura, todo lo sacrificó a la literatura, todo se consumió en el altar de sus palabras, a las que consagró su vida entera, desde el principio hasta el final, vean ustedes sus manuscritos y así rastrearán algunas de sus más importantes pistas. Y a la vez, frente a las crueldades o exageraciones que se le atribuyen -incluso hacia sus propios personajes- hay que colocar la intransigencia de la creación literaria, que es tan dolorosa como inapelable. ¿Y la política, dirán algunos al hablar sobre todo de sus últimos años, tan discutidos como también a veces calumniados? En estos últimos tiempos, más baqueteado que nadie, objetivo de cualquier miserable, de cualquier envidioso analfabeto, Cela quería más, lo quería todo, el tiempo se le escapaba y tenía que terminar su legado, tan minuciosamente recogido, tan cariñosamente recuperado y tan cuidadosamente almacenado durante décadas. Sólo nos queda algo tan importante como inevitable, la necesaria edición de su obra completa, que éste su país y todos nosotros le debemos, aunque no quiero insistir en ello más, porque es algo tan inevitable e inexorable como el ir y venir de las mareas en la Costa de la Muerte de su Madera de boj.

Cuando he trabajado con él siempre he gozado de una libertad absoluta, que conste; nunca me ha dado una orden, ni me ha impuesto nunca nada, que aprendan los liberales de todo tipo. Y a nadie he visto como a Cela querer a sus amigos, a quienes siempre ha cargado de premios, plácemes, honores y toda suerte de parabienes, presionando muchas veces en su favor por encima de todas las circunstancias. Una de las escenas más emotivas que pude ver a su lado fue en su magna fundación de Iria Flavia, cuando se le humedecieron los ojos al volver a encontrarse una vez con su emotiva amiga Ana María Matute, mientras ella lloraba ya casi del todo y él desviaba su mirada. Ya no dejará nunca de acompañar (me/nos) en el sentimiento.

18 Enero 2002

La colmena

Eduardo Haro Tecglen

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En la adolescencia en la que yo luchaba para recomponerme, Camilo era un mito. Un rebelde: un vencedor rebelde, como algunos falangistas de los que creyeron que no había que ser de izquierdas ni de derechas, y que el pueblo estaba esquilmado por la monarquía y los aristócratas. El día en que fue elegido para la Academia, su periódico, ARRIBA, tituló: ‘El Frente de Juventudes entra en la Academia’.

El mito consistía en que era el cronista de los vencidos y, tras su aspecto abrupto, sus disfraces para llamar la atención, su vozarrona, sus desplantes, sus tacos, había escrito el Pascual Duarte, que era la vida de un campesino aplastado desde la idiocia hasta el patíbulo, y que se lo habían prohibido; que había escrito La colmena, también prohibida, que era el relato de los ofendidos, humillados, aterrorizados, reprimidos, hambrientos, y que de ahí salía una ternura extraña a sus maneras. La que luego brotaría en el inolvidable Viaje a la Alcarria.

Ese camino siguió como pudo, hasta agotarse, y aún le dejó con ánimos para tratar de hacer una vanguardia cuyos libros Cristo versus Arizona o el último y pesado Madera de boj no pude terminar de leer. La trayectoria de falangista, censor, confidente, pasó con los años a ser la de cortesano, no sé si le hicieron conde o marqués, palaciego. La vida ahora es demasiado larga, y las contradicciones, demasiado fuertes para que un escritor las soporte. Almas frágiles. Se ve cada día uno de entonces, o de después, que halaga, medra, compra títulos o premios con adjetivos bien encontrados, como un poco cobardes, para ver si engaña a unos y otros. Pero la verdad es que los otros ya dan igual, o creen que dan igual.

No sé si el palacete de segunda mano o la coronita para el papel de cartas estaban ya inscritos en aquella juventud. Por entonces era abrupto y llamativo. Todavía duraba algo del tiempo en que los escritores tenían que disfrazarse de absurdos para llamar la atención: todavía quedaban destellos del paraguas rojo de Azorín, el anarquista que terminó en Abc, y en los peluches del café había hebras de las barbas de chivo de Valle; Camilo hizo también barba un tiempo, y se le vio bajar un día por la calle de Alcalá, saliendo de una boda, con los calzoncillos puestos sobre el pantalón rayado del chaqué, y otro día, metido en la fuente de la Cibeles.

A mí no me hacía ninguna gracia. Yo buscaba entonces ser invisible, transparente; él era ostensible a la fuerza. A la hora de su muerte, la primera palabra que me viene es La colmena, donde él contaba la vida de los invisibles y estaba de su parte. Lo demás ya no es nada.