6 enero 1993

Promovió junto a Javier Pradera Cortázar un manifiesto de apoyo a la postura de Felipe González durante el referendum de la OTAN

Muere el escritor Juan Benet Goitia, intelectual considerado afín al PSOE

Hechos

El 5 de enero de 1993 murió D. Juan Benet

06 Enero 1993

Un estilo irrepetible

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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CON LA muerte de Juan Benet, la literatura y el ensayismo hispanos pierden a uno de sus más lúcidos es critores. Sin duda alguna, una de las mayores aporta ciones del escritor a sus conciudadanos ha sido la de mostración práctica de las múltiples posibilidades que la lengua española ofrece para la descripción de lugares y personajes, para el estudio de la realidad o de la ficción y para la transmisión de la belleza y los sentimientos. Es decir, para el inteligente uso de una herramienta tan sólida como el castellano. Desde su Volverás a Región a la premiada Una meditación, Saúl ante Samuel, El aire de un crimen o El caballero de Sajonia, entre otras y sin olvidar sus excelentes traducciones de Shakespeare, Scott Fitzgerald o Faulkner, la obra del ingeniero Benet ha sido un continuo forcejeo con el castellano para arrancarle lo mejor de sus entrañas y mostrarlo. Y si su estilo es impecable, su visión del mundo no se anda a la zaga: a través de textos autobiográficos como Otoño en Madrid hacia 1950, con su espléndida Barojiana y los no menos biográficos artículos publicados en EL PAÍS, el mundo benetiano rezuma talento y honestidad.

Amante de los grandes perdedores de la historia, de sus personajes o conceptos; defensor a ultranza de las convicciones asentadas en el saber y la reflexión propias, desdeñó voluntariamente las modas de un pensar atribulado, cómodo y banal. La personalidad de Juan Benet remite directamente a un compendio de sabiduría técnica, humanismo y elegancia difícilmente repetible.

06 Enero 1993

El narrador de la modernidad

Miguel García Posada

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La irrupción de los narradores hispanoamericanos y el agotamiento del realismo social colocaron a la novela española a mediados de los sesenta en un callejón. La significación de Luis Martín-Santos, cuyo Tiempo de silencio (1962) no acababa de entenderse, más allá del compromiso político de su autor, y Cinchoras con Mario (1966), de Delibes, aunque bien re cibida no representaba una novedad formal de alcance. Un texto más rupturista, como Señas de identidad (1966), de Juan Goytisolo, se antojaba, quizá, como un es tímulo, sí, pero no un modelo.La aparición de Volverás a Región, en 1967, deslumbró, entusiasmó, conscientes público, críticos y escritores de que había sonado una nueva hora para la novela española. Volverás a Región fue para ésta lo que Arde el mar, de Gimferrer, para la poesía: e¡ comienzo de una nueva era, el cierre definitivo de la literatura marcada por la dictadura. No se trataba de que la novela fuera ahistórica. Al contrario: su fábula remitía a la guerra civil. Pero no era una cuestión de contenido, sino de forma, de estructura, de concepción global del género. Benet respondía, a más de 40 años, a las interrogaciones de Ortega cuando en sus Ideas sobre la novela (1925) recusaba los módulos de la narración tradicional y postulaba, bajo el impacto de Proust, la prevalencia irrestricta de la forma, con la consiguiente derogación de la narratividad (el qué pasa) y la conversión de aquélla en fundamento de la novela, si es que ésta quería aún tener vida. Poco importa ahora que el diagnóstico de Ortega fuera parcial. Lo que importa es que Ortega daba en el blanco de la evolución de un sector sustancial de la novela contemporánea, erigido en esos años en corriente hegemónica. La narrativa española no sintonizó con el diagnóstico orteguiano, como sí lo hizo la poesía. Los narradores agrupados en la orteguiana Nova Novarum distaron de responder a las exigencias estéticas del momento. Su maduración sería posterior (Ayala, Chacel). El cambio de clima que trajo la II República llevó a nuestra novela por otros senderos, y la guerra, civil hizo el resto. La apuesta por la modernidad quedó así en suspenso.

La novedad de Benet estribó en jugar esa apuesta, que pareció non sancta durante años. Todavía en los cincuenta Juan Goytisolo acusaba a Ortega de haber impedido una auténtica novela popular y realista española. Benet llegó después del populismo y del realismo. Era, curiosamente, un miembro de la promoción del 54. Frente al contenutismo extremo opuso un formalismo radical; frente a la sencillez alzó la complejidad; sustituyó la linealidad por el tratamiento múltiple del tiempo; desplazó el centro desde la narratividad a la forma: el qué pasa fue reemplazado por el cómo pasa. Simplemente, la revolución de la modernidad narrativa entraba, en la literatura castellana. Una modernidad puesta entre paréntesis, más que desconocida. Benet conectaba con ella, sin incurrir en ingenuidades experimentalistas, en su condición de degustador de la gran novela moderna anglosajona (Conrad, James, Stevenson, Woolf, Faulkner y Joyce), francesa (Proust) o germánica (Herman Broch). En otros ámbitos de la lengua, esas señales se habían asimilado en su momento. Martín-Santos, otro escritor de la promoción del 54, se hallaba embarcado en un propósito similar. Pero Tiempo de silencio, pese a su valerosa adaptación del Ulises joyceano, seguía guardando mucha relación con el mundo de los socialrealistas. Fue a partir de la irrupción de Benet cuando comenzó a valorársela de modo adecuado. Pero el autor de Volverás a Región iba bastante más lejos.Universo secretoPara empezar, ofrecía un universo, Región, marcado por el secreto, la gran clave de la modernidad. Este universo cifrado se explica desde dentro, obligado el lector a sumirse en el complejo desenvolvimiento de la frase narrativa benetiana, en una sintaxis que coincide al fin con enunciado total que es la novela. Este uso de la sintaxis es faulkneriano, pero también. deriva de Proust, de quien Benet toma la precisión en el matiz, la contemplación estática y demorada, la sugestión melódica, las construcciones metafóricas. Todo ello cristaliza en una prosa densa, batida, tan precisa como desrealizadora, que define, y acota un mundo voluntariamente ambiguo y oscuro, mítico e irónico. De Proust y Faulkner procede la constitución de un universo geográfico imaginario. Un universo inequívocamente español, localizable en sus correlatos en alguna comarca de León, pero autónomo, mítico como el Yoknapatawpha County de Faulkner o el Combray de Proust. Escenario aquí de una oscura historia (la guerra civil), ámbito de la ruina, Región sería ya el espacio dilecto de Benet.

La significación es clara: ha sido el padre de la modernidad narrativa en España. Los 25 años de nuestra narrativa desde Volverás a Región no se explican sin su presencia. Ha sido el maestro. Porque creó un un modo de novelar. Región forma parte ya de nuestra identidad cultural.

 

06 Enero 1993

ÚItima lectura de Juan Benet

Manuel Vicent

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El primer conocimiento que adquirí de Juan Benet fue de no leerlo. Él escribía a pico escalando siempre la pared norte de sí mismo y de las cosas; uno se quedaba abajo, a pie de página, viendo cómo se iba solo, y esta renuncia a seguirle hasta más allá del segundo escollo era un acto de rebeldía, casi una escuela literaria. No leer a Juan Benet ha significado a veces un homenaje secreto que muchos le han tributado. Al principio yo era uno de ellos. Pero una noche de tedio no resistí la tentación de abrir alguno de sus libros y me puse a trepar a través de un párrafo alto y muy pronto sentí ese vértigo que produce la perfección de las palabras cuyo sonido sólo es el rumor del cerebro. Lentamente, la literatura de Benet se convirtió en un vicio inconfesable que uno degustaba en el sillón de orejas, junto al oporto de media tarde, y así me hice un caballero. Luego conocí al escritor en un bar oscuro, un día normal en que él estaba ebrio. La ginebra era absolutamente solidaria con su mano, y armada con ese alcohol la levantaba como un señorito calavera, expresando algo de los prerrafaelistas, y de repente cortaba el discurso para insultar a alguien que sin duda lo merecía, si bien sus agravios más creativos fueron los desaforados y absurdos.También creía yo entonces que su insolencia era verdadera y no una máscara con la que Benet ahuyentaba a los idiotas de madrugada en el estribo de cualquier barra. Si uno llegaba un poco tarde a la cita, junto a él sólo quedaban los tipos con algo de talento. A todos los imbéciles de alrededor ya los había espantado con sus injurias, y eso le concedió fama de displicente y malvado, imagen que él alimentaba arduamente, cuando no era sino un ser cariñoso que aprendió todas las maldades en los libros. Su diseño ayudaba a creerle un duro: su magro pegado al hueso, el vientre inglés o de lavabo, las piernas largas, el perfil de pájaro debido a una nariz que sobrevolaba su último bigote faulkneriano. Con un esqueleto de primera calidad, Juan Benet dedicó toda su energía a no escribir nunca una sola página que fuera ridícula, y esta obsesión le llevó a levantar una hermética creación literaria como una presa de ingeniería que se hace de matemáticas, resistencia de materiales y ritmos interiores de palabras y moléculas. Por lo demás, sabía un cúmulo enorme de datos inútiles, aunque no demasiado del alma humana, ante cuyo caldo gordo siempre quedaba sorprendido, y este asombro constituía la fuente de su inspiración y de su humor corrosivo. Odiaba el Mediterráneo. Sus mares fueron los de Conrad. A pesar de eso, repobló las tierras de El Bierzo con pasiones que eran genuinas del Misisipí, y entre Faulkner y Stevenson hicieron de Benet el hombre que admiramos. No ceder nunca, alimentar cada día a los propios enemigos, plantearse la literatura como álgebra y lección moral: éste ha sido el legado que el escritor ha dejado a sus discípulos. Y aunque ahora esté muerto, no voy a decir que era simpático. Sólo fue bueno, urano, ingenuo, lleno de talento. Puso el listón a la altura conveniente, y después se ha ido con una elegante discreción.

El último día que comimos juntos, el escritor llevaba ya en el rostro la marca de su próxima inmortalidad, que tenía el color del albaricoque muy maduro. Pidió un consomé con una yema de huevo y comenzó a hablar de Schopenhauer con un hilo de voz. Le dije que el filósofo usaba un carácter de perro rabioso y era un señorito. El moribundo me contestó que todos los grandes de este oficio han sido señoritos, y eso fue lo último que me dijo. Al despedirme le di una tenue palmada en la espalda, sabiendo que ya no lo vería más, y a la salida del restaurante, bajo la tarde lívida de Madrid, caminé recordando aquellos viajes literarios que hice con Benet y Juan García Hortelano por algunos parajes donde se habían sustentado sus novelas. Benet nos daba lecciones de todo, señalando con el dedo por la ventanilla de su Jaguar las tierras pardas: esto es el jurásico, en aquella loma estaba Numancia, en esta iglesia hay una talla de un obispo borracho. Lo sabía todo, crímenes célebres, tácticas militares de la guerra del Peloponeso y del frente de Gandesa en la batalla del Ebro, mezclando héroes griegos con brigadas de la música. Tenía acumulado todo lo que mereció ser leído, pero cualquier aprendiz de trilero le hubiera vaciado el bolsillo sin que se diera cuenta. Esa mezcla de erudición, candor y acidez lo definió.

Juan Benet establecía siempre una competición intelectual. Había que estar a la altura de su desdén para saber quién era entre todos los amigos el más cáustico, cínico, lúcido. Y no bastaba con estar al corriente de los secretos masónicos de la construcción de la catedral de Notre Dame. Había que ser selectivo en el elogio y en el desprecio hasta elevarlos a la categoría de una de las bellas artes. No obstante, ningún escritor ha sacado tanto partido del cinismo siendo tan ético, ni nadie ha despreciado tanto el éxito deseando al mismo tiempo ser admirado. Al final del camino que el escritor escogió ha quedado una gran lección moral. En el interior de la tela de araña que su literatura teje no habita sino el placer del moralista que en la obscuridad ha comenzado por azotarse a sí mismo antes de presentarse en sociedad. Ya se ha dicho: escribir con claridad puede traer muchos lectores, pero expresarse con hermetismo genera exegetas y discípulos. Juan Benet los tendrá siempre.

Manuel Vicent

17 Marzo 1993

Distinto Rasero

ABC (Director: Luis María Anson)

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La negativa del Partido Popular en el Parlamento de Castilla y León a realizar un homenaje al escritor Juan Benet, recientemente fallecido, parece haber supuesto una terrible conmoción para algunos intelectuales que han acusado al portavoz de Cultura de la Cámara regional y al grupo popular en su conjunto de ‘necios, ignorantes y analfabetos’. Dejando aparte la consideración de la obra benetiana desde un punto de vista estrictamente literario y admitiendo que el rechazo al homenaje no ha sido muy afortunado, lo que sorprende en este asunto es que esos mismos intelectuales que ahora se han rasgado las vestiduras no sólo no dijeran ni pío ante la ausencia del ministro de Cultura socialista en la entrega del premio Nobel a Camilo José Cela ni ante la pertinaz actitud de Felipe González de no recibirle, sino que, en algunos casos se prestaran incluso a un intento de ningunear, cuando no atacar, en una curiosa consonancia con estos hechos, al autor de ‘La COlmena’. Sí se quiere denunciar la falta de sensibilidad del mundo político hacia la literatura o su desprecio a los escritores, n odebería tenerse un distinto rasero, dependiendo de quien haga el agravio.