1 diciembre 2013

En su versión fue él quien consiguió que Antonio Tejero liberara a los diputados aquel 23-F

Muere el ex General Alfonso Armada Comyn, condenado por traición al intentar postularse como Presidente del Gobierno durante el intento de golpe de Estado del 23-F de 1981

Hechos

El 1 de diciembre de 2013 falleció D. Alfonso Armada Comyn.

03 Diciembre 2013

Alfonso Armada, el franquista

Luis María Anson

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EL SECRETO profesional sella mi pluma. No puedo hablar de todo, pero al menos el setenta por ciento del 23-F ha sido ya desvelado. El escritor que más se ha acercado, con documentación incontrovertible, a lo que entonces ocurrió es Jesús Palacios. Javier Cercas ha tenido también intuición sagaz del fondo del acontecimiento. En la hora de la muerte de Alfonso Armada, el 23-F retoma actualidad para los medios de comunicación.

En 1980 la situación de la nueva democracia española estaba en la frontera del precipicio. Militares y guardias civiles caían en racimos, semana tras semana, bajo las balas del terrorismo etarra. Aquel Ejército era todavía el Ejército de Franco, el Ejército vencedor de la guerra incivil, el que secuestró la soberanía nacional al pueblo español restituida por la Monarquía de todos en la Constitución de 1978. Eran muchos los militares que no creían posible un futuro estable. El ruido de sables ensordecía los cuartos de banderas. Se hablaba abiertamente de un golpe de Estado y, desde instancias militares cualificadas, se acusaba de traidores al Rey y a Adolfo Suárez.

Ante la creciente amenaza del golpe de Estado, Suárez decidió quitarse de en medio, eliminándose como pretexto. Junto al golpismo puro y duro surgieron, entre otras muchas, dos fórmulas que pretendían ser constitucionales: el Estado de excepción y un Gobierno de salvación nacional. Suárez rechazó la posibilidad de decretar el Estado de excepción. Tenía la esperanza de que su sacrificio personal calmaría la situación.

Alfonso Armada articuló durante varios meses la fórmula del Gobierno de salvación nacional que sería votado democráticamente en el Congreso de los Diputados. Ese Gobierno estaría presidido por el propio Alfonso Armada –no por el general Santiago– con Felipe González de vicepresidente y, como ministros, los socialistas Enrique Múgica, Javier Solana y Peces-Barba, los ucedistas Rodríguez Sahagún, Cabanillas y José Luis Álvarez, los independientes Ferrer Salat y Luis María Anson, los comunistas Solé Tura y Ramón Tamames, el liberal Garrigues, el democristiano Herrero de Miñón y, además, José María Areilza, López de Letona y Manuel Fraga (en Defensa). En vida de Armada, publiqué por tres veces que mi negativa a participar en la operación fue rotunda. Para que no haya dudas.

Al Gobierno de salvación nacional se le llamó por los servicios de inteligencia Operación De Gaulle. Armada negó siempre de forma vehemente la existencia de esa operación. Para garantizar su éxito, se preparó una situación extrema como la que catapultó al general francés de la Resistencia al poder cuando Massu anunció que caería con sus paracaidistas sobre París. La toma del Congreso por el coronel Tejero resultó una opereta que el general Armada no supo –o no quiso– reconducir. No fue Sabino Fernández Campo el que cortó aquella locura. Sé muy bien lo que digo. Fue el Rey el que, consciente de la traición final de Armada y bien aconsejado por el gabinete que impulsó José Terceiro, se vistió el uniforme de capitán general de los Ejércitos y, conforme a la Constitución, ordenó a los militares sublevados que regresaran a sus cuarteles, salvando así para España la democracia y la libertad.

En su libro de memorias, Alfonso Armada niega la traición. Y tal vez desde su punto de vista pueda comprenderse su afirmación. El general era un franquista sin fisuras, que creía en los principios del 18 de julio y sentía veneración por Franco. Como tantos otros en aquella época, pensaba que lo acertado y lo que garantizaba la permanencia del Rey era la Monarquía del Movimiento Nacional. Rechazó siempre la que Don Juan propugnó desde Estoril, la Monarquía parlamentaria que su hijo finalmente respaldó y que fue votada en la Constitución por la voluntad general del pueblo español.

En la hora de su muerte, en fin, solo se puede desear a Alfonso Armada la paz de Dios, pues el profundo sentido religioso vertebró toda su vida junto al amor a su familia y la defensa de sus ideales.

Luis María Anson

03 Diciembre 2013

Ni está, ni le esperamos

Fernando Puell de la Villa

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La célebre frase que encabeza estas líneas, pronunciada apenas media hora después de que el teniente coronel Antonio Tejero asaltara el Congreso de los Diputados en la aciaga tarde del 23 de febrero de 1981, fue determinante para abortar desde sus inicios el complejo entramado golpista que pretendió poner término a la recién estrenada democracia española.

Dicha frase, hoy convertida en titular periodístico, fue la escueta respuesta del general Sabino Fernández Campo, secretario general de la Casa de S. M. el Rey, al general José Juste, a quien había telefoneado para conocer la actitud de la División Acorazada Brunete n.º 1, entonces bajo su mando. Sorprendido de que el principal interés de Juste fuese saber si el general Alfonso Armada, segundo jefe del Estado Mayor del Ejército, se encontraba en el Palacio de la Zarzuela, tuvo el acierto de hilvanar aquellas palabras.

La temprana conversación telefónica tuvo dos importantes consecuencias: hacer que el propio Monarca comenzara a sospechar que Armada, su antiguo profesor y estrecho colaborador, desempeñaba algún papel en la intentona golpista, y convencer a Juste de que el Rey nada tenía que ver con ella, cosa que le habían asegurado quienes le instaban a que ordenase la salida de media docena de potentes unidades acorazadas y mecanizadas, al completo de armamento y munición, para copar los principales puntos neurálgicos de la capital. Y a este respecto, el resultado fue que las unidades permanecieron en sus acuartelamientos y que las que acababan de ocupar las instalaciones de RTVE en Prado del Rey regresaran a ellos.

¿Por qué preguntaba Juste si Armada había llegado ya al palacio de la Zarzuela, es decir, si se encontraba a la vera del Rey? En el 23-F se superpusieron varias operaciones golpistas: la protagonizada por Tejero, mero coupdeforce de tintes decimonónicos y de escasa viabilidad; la planeada por el general Jaime Milans del Bosch, capitán general de Valencia, en esencia bastante similar a la urdida por el general Emilio Mola en la primavera de 1936, y que, de haber triunfado, hubiera dado paso a una dictadura militar similar a la griega o a la argentina, y la concebida por Armada.

El plan de Armada consistía básicamente en favorecer, o no impedir, que se produjese un incidente violento por parte de alguna unidad armada, dirigido a provocar una gravísima crisis política –lo que por entonces se dio en llamar «Supuesto Anticonstitucional Máximo» (SAM)– y, a continuación, ofrecerse él mismo para superar la crisis de forma airosa y con apariencia legal. A tal objeto, se postularía como presidente de un Gobierno Nacional, integrado por representantes de todos los grupos políticos, y, una vez investido por una mayoría cualificada de diputados, conforme a lo previsto en la Constitución de 1978, se ocuparía de encauzar y reconducir la caótica situación a la que el gobierno de Adolfo Suárez había conducido a España. El plan no era exactamente de cosecha propia, sino que estaba inspirado en el que convirtió al general Charles de Gaulle en presidente de la V República Francesa en 1958; episodio del que fue testigo directo cuando estudiaba en la Escuela de Guerra de París.

Armada estaba convencido, honestamente convencido, de que el Rey compartía su forma de ver las cosas y que, tácitamente al menos, le había dado el visto bueno para que pusiera en marcha un plan para dar el «golpe de timón», que muchos responsables y observadores políticos consideraban imprescindible para recuperar la cordura y salir del aparente caos en que se encontraba España en el invierno de 1981. Tal cual se lo transmitió a los numerosos y relevantes personajes de la vida política, militar y financiera con los que entró en contacto a partir del momento en que, nada más dimitir Suárez, el ministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún, le trajo a Madrid desde Lérida. Y evidentemente, les convenció a todos de que hablaba por boca del Rey y todos consideraron que su plan era viable y no pusieron trabas a que lo liderara.

El problema era que aquella bóveda carecía de la clave que debía cerrarla y que, en cuanto los que se cobijaban bajo ella tomaron conciencia de ello, se retiraron con los puntales que la sustentaban y todo el entramado se vino abajo. Sería una ucronía vaticinar lo que hubiera ocurrido aquella noche de haber amparado el Rey los planes de Armada, pero testimonios de mucho peso permiten afirmar con rotundidad que la práctica totalidad de los mandos operativos de las Fuerzas Armadas hubieran obedecido sus órdenes sin dudarlo un solo momento y hubieran apoyado firmemente el gabinete de concentración por él presidido y cuantos recortes de derechos y libertades hubiera dictado.

No obstante, Armada, íntimamente convencido de la necesidad de poner orden en el caos, persistió en llevar adelante su plan y acudió al Congreso de los Diputados, pero a título exclusivamente particular, para intentar ser investido presidente del Gobierno. Esta vez fue Tejero quien se interpuso en sus planes y rechazó de plano la, para él aberrante, solución de que su insensata acción terminase favoreciendo la formación de un Consejo de Ministros con presencia de socialistas, comunistas y nacionalistas.

El desenlace fue que Armada, Tejero y Milans terminaron siendo condenados a treinta años de reclusión y expulsados del Ejército. Armada, tras cumplir siete años de condena, fue indultado por el Gobierno de Felipe González y pasó el resto de su vida cultivando camelias en las inmediaciones de Santiago de Compostela. Nunca se retractó de los planteamientos que le llevaron a tomar la decisión de torcer el rumbo que se estaban dando los españoles y nunca desveló las conversaciones mantenidas con el Rey, ni con las personalidades que le habían garantizado apoyar su pretensión de convertirse en presidente del gobierno por la tortuosa vía que optó por tomar. Su error lo pagó caro y hoy, en el momento de su fallecimiento, sólo resta desear que su alma descanse en paz y tenga el destino al que su profunda fe le hace merecedor.

Fernando Puell de la Villa

09 Diciembre 2013

El enigma Armada

Ignacio Camacho

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Aquella noche la moneda de la suerte bailó de canto dos veces. Se decidía en unas horas de zozobra el destino de un país angustiado. Los demonios del fracaso histórico habían salido de los armarios del pasado para zapatear en el Congreso de los Diputados una danza macabra. Muchos militantes de izquierda buscaban refugios desesperados según los viejos tics de la clandestinidad y la mayoría de los ciudadanos sentía en el pecho la impotente desazón de la congoja. El futuro de la recién nacida nueva democracia española se ventilaba en Madrid durante la larga madrugada del 23 de febrero de 1981. Y por dos veces, dos, el azar estuvo a punto de decantarse del lado equivocado. En las dos ocasiones había un nexo común, un personaje sobre el que parecían converger todas las expectativas de una confusión cuyos secretos siguen escondidos en los pliegues de la Historia. Se llamaba Alfonso Armada Comyn, tenía rango de general de división y era segundo jefe del Estado Mayor del Ejército.

La intuición de Sabino

El primer baile de la moneda sobre el tapete del destino se produce al filo de la medianoche. Con Tejero atrincherado en el Congreso y los capitanes generales pendientes de noticias que aclaren las circunstancias de la asonada, el papel de la División Acorazada Brunete, acuartelada a pocos kilómetros de Madrid, se antoja decisivo para la suerte del golpe. Su jefe, el general Juste Grijalba, está indeciso. Tiene presiones para sacar los tanques a tomar la capital, y llama a La Zarzuela para indagar sobre la posición del Rey. El secretario de la Casa, Sabino Fernández Campo, relató muchas veces el curso de esa conversación en la que se le enciende una luz de alarma cuando Juste pregunta con insistencia por Armada, a quien él mismo había sucedido en La Zarzuela. La célebre frase «ni está ni se le espera» es el dique que contiene provisionalmente la marea militar prevista por los conspiradores.

Cuando Sabino se dirige a informar al Rey de la charla con Juste, el albur gira de nuevo en la ruleta de las casualidades. El Monarca está al teléfono con… Armada, que presiona para que le deje acudir al palacio. Una seña del secretario advierte al Soberano para que deniegue la autorización. Sabino ha atado cabos sueltos en su cabeza y sospecha que la presencia de Armada en La Zarzuela podría constituir una señal que no conviene hacer, aunque aún no sabe a quiénes. El general no irá a Somontes, pero a lo largo de la noche de los tricornios seguirá insistiendo para que el Rey, última ratio de un país sin autoridades -el Gobierno está secuestrado a punta de metralleta-, le autorice a presentarse ante los golpistas como intermediario. No se sabe de qué ni de quién. Quizá no se sepa nunca.

Un nuevo De Gaulle

La segunda ocasión sucede en la alta madrugada. Armada recibe al fin el visto bueno para negociar una salida con Tejero. Entra en el Congreso y habla con el desquiciado teniente coronel. Ninguno de los protagonistas de esa tensa charla, inmortalizada por la televisión al otro lado de una ventana encendida, ha aclarado nunca su contenido. La versión más extendida, aunque Armada siempre la desmintió, narra que el general le presentó al guardia civil una lista de un Gobierno de salvación nacional presidido por él mismo, al modo de un nuevo De Gaulle, con Felipe González de número dos y un Gabinete de miembros de todos los partidos, incluido el comunista. En ese momento, sea lo que fuere lo ocurrido, se decide del todo la suerte de la intentona.

El golpe habría triunfado en una versión blanda si Tejero acepta la propuesta del general de división. Se trataba de hacérsela votar como mal menor a un Congreso secuestrado. Pero el arriscado teniente coronel se niega, preso de cólera, al ver comunistas en la relación de ministros: «Yo no he llegado hasta aquí para esto». En su delirio acorralado amenaza con pegarle un tiro a Armada y suicidarse. El militar gallego sale asustado, cariacontecido y fracasado. Luego volverá, al alba, con el golpe encallado en la resistencia del Rey, a negociar el célebre «pacto del capó», el documento de rendición que exonera de responsabilidades a los guardias rasos embarcados en la aventura de Tejero. Un día después será detenido como parte de la conjura y sentenciado a treinta años de cárcel, condena de la que González le indultó poco más de seis años más tarde.

La muerte de Alfonso Armada puede haberse llevado -salvo que existan documentos memoriales hasta ahora desconocidos- una de las últimas oportunidades de conocer exactamente qué pasó en aquella noche aciaga. La identidad del «elefante blanco» anunciado por un oficial de verde en la tribuna de la Cámara de Diputados. La superposición de dos tramas que estalla en el asalto armado de Tejero. La motivación auténtica de los movimientos del antiguo secretario de Don Juan Carlos. El contenido de sus conversaciones con el Monarca. El papel preciso de un hombre que sin duda conocía la conspiración -de la que había advertido al general y ministro Gutiérrez Mellado- estaba en sus gestiones previas y constituía por su proximidad a la Corona una indudable referencia para los jefes militares.

Cientos de libros e investigaciones han intentado desde entonces iluminar la bruma de ese secreto ahora enterrado. Algunas interpretaciones se empeñan en sostener la existencia de un hilo confuso, conjetural, que conectaría a los conjurados con la Corona a través de la figura de Armada. Otras, las más sólidas, apuntan a que el militar encabezaba una intentona de reconducción autoritaria de la crisis política, superpuesta al golpe violento y cimarrón de Tejero, y que esa línea fue la que Armada sostuvo por su propia cuenta, desobedeciendo las órdenes del Monarca, hasta su infortunada entrevista con el hombre del tricornio. Un esfuerzo individual, autónomo, por imponer hechos consumados usurpando en abuso de confianza el nombre y la autoridad del Rey, desde la ambigüedad del vacío de poder y las dudas de los capitanes generales. Más allá incluso del momento en el que el discurso televisado de Don Juan Carlos había tranquilizado a los españoles al cercenar la posibilidad de un levantamiento completo del Ejército y ordenar la retirada de cuantas unidades se hubiesen mostrado dispuestas a sumarse al golpe de Estado. Esa es la versión más verosímil, y la que ha quedado inscrita en la verdad jurídica del sumario.

Consta sin resquicio de dudas que Armada mantuvo en las semanas previas contactos con personalidades políticas y militares desde su plaza de gobernador militar en Lérida, primero, y posteriormente ya desde la vicejefatura del Estado Mayor en Madrid. Incluso se presentó en La Zarzuela sin pedir audiencia, y fue recibido. Eran los días en que el suarismo había embarrancado hasta colapsar con la dimisión del presidente; jornadas de agitación en las que numerosos sectores políticos, militares y financieros buscaban una salida al impasse de la bloqueada democracia. Consta asimismo la pésima relación entre el militar gallego y el propio Adolfo Suárez, que fue quien más se empeñó en mandarlo detener -informes del servicio secreto mediante- en las horas inmediatas al fin del pronunciamiento, y quien más se opuso a su nombramiento como adjunto del general Gabeiras en el JEME.

«Militar, por supuesto»

Suárez no se fiaba y su instinto le dijo, apenas secuestrado el Congreso, que aquella «autoridad, militar por supuesto» esperada por los golpistas no podía ser otra que Armada, cuyas maniobras conspirativas conocía por Gutiérrez Mellado. A Milans del Bosch, el capitán general de Valencia, no lo veía con capacidad estratégica para situarse en la cúpula de un asalto al Estado.

Las lagunas del relato, el «gap» o agujero negro que jamás ha sido descifrado, tienen que ver con la relación entre Don Juan Carlos y su antiguo preceptor y secretario, un hombre capaz de lograr que el Rey se pusiese sin problemas al teléfono. Había sido el propio Monarca el factor esencial para convencer a Suárez de que aceptase la designación del general como número dos del Estado Mayor del Ejército, que Armada ansiaba para acercarse a los núcleos de poder militar -en Lérida quedaba muy lejos- en las vísperas del 23-F. Y acaso sin la intuición perceptiva de Fernández Campo la buena voluntad del Rey habría dejado acercarse a su excolaborador como presunto componedor de una solución -de doble filo- a la rebelión de los militares. Esa, la presencia de Armada en La Zarzuela, habría sido la verdadera contraseña que esperaban los indecisos para sacar las tropas en la convicción de que, si no estaban obedeciendo de manera explícita a su jefe natural, al menos este no iba a oponerse. A esas alturas, con las imágenes del tiroteo en las Cortes difundidas en todo el mundo, se trataba de una idea descabellada, inviable.

Quizá fuese entonces cuando el Soberano comprendió que el golpe iba también contra él mismo, que se trataba de pasarle por encima a base de hechos consumados sobre un ambiguo código de señales. Fue su pulgar bajado con firmeza, primero ante Armada, luego ante los capitanes generales -uno por uno en conversaciones telefónicas- y finalmente ante toda España a través de la televisión, el que disolvió la intentona: esa es la incontrovertible verdad histórica. Pero durante las horas indecisas de aquel proceso lleno de casualidades, sobreentendidos, medias verdades y un violento golpe de mano destinado a provocar el caos, la sombra de un vuelco, de un salto al vacío, se proyectó sobre la nación española.

En todo ese proceso, la figura de Armada aparecía como un extraño fantasma borroso pero omnipresente, clave de bóveda de todas las especulaciones. Lo que sabía el ahora desaparecido general; lo que urdió, lo que pensaba hacer, los planes que tenía diseñados, las personas con quienes los compartió, los que improvisó por su cuenta; lo que finalmente intentó aunque no lo pensara: todo eso se ha vuelto con su muerte un secreto más arcano, más indescifrable, más remoto. Como dijo en otra ocasión Winston Churchill, «un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma».

03 Diciembre 2013

El césar de las camelias

Arcadi Espada

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EL GENERAL Armada, y ya para siempre, es el último símbolo de un cierto cesarismo español. La tentación de resolver por fuera los problemas de la democracia. Cuando el proyecto de Adolfo Suárez agonizaba, desbordado por su formidable magnitud (¡cómo pudo ocurrírsele que los españoles dejaran de matarse!) el general mantuvo innumerables conversaciones, en su nombre y en el regio nombre que arrastraba, por los salones de Madrid. Y también por provincias. Célebre fue la comida organizada en la casa del alcalde de Lérida, Antoni Siurana, y a la que asistieron también Joan Reventós y Enrique Múgica, el 22 de octubre de 1980. Las especulaciones sobre esa comida han sido infinitas, y tocadas todas, probablemente, de la falacia retrospectiva. La última noticia la da Raimon Obiols en sus recientes e interesantes memorias. Su versión es tranquilizadora respecto a la participación de algunos socialistas en conspiración alguna. Aunque hay un dato algo inquietante, que yo no conocía: Reventós acudió al encuentro animado por el propio Felipe González: «Juan, tú tienes buen olfato y me gustaría conocer tu opinión sobre Armada». Años antes, en sus generalmente plúmbeas memorias, Jordi Pujol había dejado ir también un párrafo doloroso sobre Múgica, que lo visitó en el verano de 1980 para preguntarle «como veríamos que se forzase la dimisión del presidente del Gobierno y su sustitución por un militar de mentalidad democrática». Al margen del juicio fáctico que finalmente dicte la historia, no hay duda de lo barato que les salieron a los socialistas estos encuentros: para calibrar el precio basta con imaginar ágapes similares con políticos de la derecha donde el nombre o la propia presencia de Armada hubiesen circulado con agilidad semejante.

Armada ha muerto (habrá delicadísimas camelias en su tumba), y con su fallido golpe murió también el militar como poder fáctico, el espadón mecido y adulado por la conspiración civil. Los poderes fácticos, sin embargo, conservan buena salud. No solo siguen ejerciendo, sino que lo hacen con gran eficacia, y mejorando lo presente. Entre las correcciones a la democracia del general Armada y las del banquero Jean Claude Trichet no cabe duda de que hemos progresado admirablemente.

29 Diciembre 2013

Alfonso Armada

Alfonso Armada Comyn

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*Extracto del monólogo recogido por el escritor Jesús Palacios y publicado el 20 de febrero de 2011 en un número de Magazine dedicado al 23-F.

«Tuve el privilegio de ser elegido por el general Martínez Campos para formar parte del equipo que tenía que preparar al príncipe Juan Carlos para la entrada en la Academia General Militar. Y desde 1955, en que me eligió el duque de la Torre, hasta 1978, en que dejé la secretaría de la Casa del Rey, he tenido contacto con la Zarzuela; siendo ayudante, secretario del Príncipe Juan Carlos, secretario del Príncipe de España y secretario después del Rey.

El día 3 de febrero de 1981 fui destinado al Estado Mayor Central como segundo jefe. Tomé posesión el día 12, y el día 13 por la mañana estuve con su majestad el Rey informándole, porque tenía una autorización, o más bien una orden, del marqués de Mondéjar, que le había escrito una carta al general Gutiérrez Mellado, vicepresidente del Gobierno y ministro de Defensa, para que yo periódicamente le informase de la situación militar y del ambiente general a Su Majestad el Rey.

El día 13 estuve en la Zarzuela, y el Rey me ordenó que fuese a ver al general Gutiérrez Mellado, ministro de Defensa [en realidad vicepresidente del Gobierno. El ministro de Defensa era Rodríguez Sahagún], intenté informarle de la situación, pero el general Gutiérrez Mellado me cortaba diciéndome: ‘Alfonso, tu sueñas’, y terminó con una afirmación: ‘Yo soy el ministro de Defensa (sic) y tengo mucha mejor información que tú, y por tanto, yo te digo que todo lo que estás diciendo es soñar. No vuelvas a hablar de este asunto, porque no nos haces ningún favor».

Desde ese momento me callé, y a veces me pellizcaba pensando: ‘¿Estaré yo equivocado?’. Pero yo tenía una información muy grande de lo que iba a suceder, intenté informar al general Manuel Gutiérrez Mellado, ministro de Defensa, el día 13 de febrero. El día 23 de febrero estaba despachando con el general Gabeiras. Toda la tarde y toda la noche estuve ayudándole, y resolviendo, después de firmar la Operación Diana, todos los problemas.

Cuando ya estaba avanzada la noche me dijeron que se habían puesto nerviosos en el Congreso, y entonces Gabeiras quiso ir y Tejero dijo que no, que él si hablaba, hablaba conmigo. Pedí permiso a la Junta de Jefes de Estado Mayor y a la Zarzuela para poder ir. Permiso que me dieron. Llegué a la verja del Congreso y vino Tejero a buscarme. Lo primero que le dije es que tenía un avión preparado para marcharse con aquellos que lo quisieran fuera de España. Lo rechazó. Me dijo que se mareaba en los aviones. Le dije que si soltaba a los diputados yo me ofrecía para hacer cualquier gestión. Y lo dije de corazón, porque me jugaba mi prestigio, pero resolvía una situación que era delicada. Tejero me dijo que no, que él se había metido allí y no pensaba moverse.

El teniente coronel Tejero rechazó la petición de soltar a los diputados. Entonces yo no le dije nada. Me marché diciendo que había fracasado, aunque con el compromiso, que lo sellamos con un apretón de manos, de que si no metían a los GEO, allí no pasaría nada. Cuando salía del Congreso uno de los guardias le dijo al teniente coronel Tejero: ‘¿Le pego un tiro al general?’, y Tejero le dijo: ‘No, en absoluto’. Y salí, pero en aquel momento creo que me temblaron un poco las piernas.

Me volví al Cuartel General. Visité la Junta de Subsecretarios que se había creado, y les dije que meter a los GEO era una catástrofe, y ellos decían que había que meterlos sin saber el peligro que encerraba todo aquello. Después me volví al Cuartel General y estuve obedeciendo a Gabeiras. Y con Tejero no tuve más acuerdo que el de que trataría de que no entrasen los GEO en el Congreso.

A la mañana siguiente me dijeron que Tejero quería hablarme. Me acerqué a la puerta del Congreso, hablé con él y con el comandante Pardo, entonces se presentó una propuesta que se llamó el pacto del capó, que yo firmé, el cual exoneraba de responsabilidad de los tenientes para abajo. Firmé comprometiéndome personalmente.

Los diputados querían salir después de los asaltantes. Y Tejero quiso que salieran antes los diputados. Yo le dije al general Aramburu: ‘Vamos a ir adelante porque aquí lo que hace falta es que esto se termine y que termine bien’. Y terminó, gracias a Dios, sin rasguño para nadie.

Por eso digo que mi actuación en el 23 de febrero fue la siguiente: primero, informé; segundo, obedecí y tercero, resolví la situación. Y no hubo ninguna baja ni heridos».

APOYO

Militar, 93 años. Madrileño, era católico, español y monárquico. Y esas ideas, que al principio se las inculcó la familia, permanecieron siempre en él. Participó en la Guerra Civil en el bando nacional, y fue militar profesional en la División Española de Voluntarios en Rusia. Ejerció su carrera castrense en la Academia de Artillería de Segovia, en regimientos de la Escuela Superior del Ejército y en el Estado Mayor, y sirvió gran parte de su vida en el Palacio de la Zarzuela.