3 junio 1963

Apreciado por católicos de todo el planeta, los sectores religiosos más progresistas lo convirtieron en símbolo

Muere el Papa Juan XXIII con el Concilio Vaticano II sin terminar

Hechos

El 3 de junio de 1963 murió el Papa Juan XXIII.

Lecturas

El papa Juan XXIII ha muerto este 3 de junio de 1963 a los 81 años de edad, durante el quinto año de su pontificado.

El papa sufría desde hace tiempo un cáncer de estómago, pero la cruel enfermedad no le ha impedido impulsar hasta el final el concilio Vaticano II.

Nacido cerca de Bérgamo, hijo de una modesta familia campesina, Angelo Giuseppe Roncali, deja una Iglesia renovada; en el curso de su breve pontificado, y con la oposición de los sectores más conservadores del clero, ha adoptado decisiones que marcan una fecha histórica para el catolicismo.

Juan XXIII ha puesto en primer plano el papel pastoral de la Iglesia y ha entablado un diálogo fecundo con los cristianos no católicos.

Al mismo tiempo ha subrayado la necesidad de que la Iglesia tome partido por las capas sociales menos favorecidas, y se distancie de partidos y gobiernos.

Su bondad, su sencillez y cordialidad le habían ganado el respeto y la admiración de sectores muy alejados de la Iglesia.

Se le recordará como el Papa que suprimió formas anacrónicas del culto y abrió el catolicismo a diálogo con hermans perdidos en el transcurso de los siglos.

06 Junio 1963

El Papa de la Libertad y de la paz

Gonzalo Fernández de la Mora

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Su Santidad el Papa Juan XXIII pasa a la Historia  por su humanidad extraordinaria, por la convocatoria e iniciación de los trabajos del Concilio Vaticano, por la encíclica ‘Mater et Magistra’ de 15 de mayo de 1961 y, singularmente, por la ‘Pacem in Terris’ del pasado 11 de abril. Todavía está muy cerca este documento para valorar su fecundidad. Pocas encíclicas han tenido, sin embargo, un eco tan general y profundo. Y la razón está en el hecho de que en ella se abordan solemnemente dos temas perentorias y capitales: el de la libertad política en el seno de los Estados y el de la convivencia internacional a la luz de la tensión entre Oriente y Occidente.

La compatibilización del catolicismo con el liberalismo político ha sido una de las cuestiones más disputadas de la edad contemporánea. Las doctrinas de la división de poderes y de la soberanía del pueblo fueron formuladas por los pensadores de la Ilustración dentro de una concepción del mundo heterodoxa. Y la puesta en práctica de tal ideología fue protagonizada por la Revolución francesa de evidente carácter antitradicional y anti-eclesiástico. Cuando la Asamblea revolucionaria puso la ‘Declaración de derechos del hombre’ al frente de la Constitución de 1791, la soberanía nacional, la ley como expresión de la voluntad general, la igualdad ante la ley, la libertad de opinión, de expresión, de conciencia y de imprenta quedaron históricamente vinculadas a un movimiento condenado tácita y, en ocasiones, expresamente, por la Santa Sede. Así surgió esa gran polémica que tiene siglo y medio de historia. Las soluciones extremas eran, de un lado, la pura y simple aceptación, por parte de la Iglesia, de los principios de la Revolución, y del otro, la condena en bloque de la ideología revolucionaria. Ni lo uno ni lo otro.

El primer esfuerzo de integración fue el de Lamennais y el grupo del ‘Avenir’. La posición, sin duda exagerada, se concentraba en la defensa de las llamadas libertades revolucionarias y de ‘una Iglesia libre dentro de un Estado libre’. Aquel intento fue condenado por Gregorio XVI en la encíclica ‘Mirari vos’ de 15 de agosto de 1832, cuyo texto remitió el cardenal Pacca con una dura carta al propio Lamennais. El segundo empeño famoso fue el de ‘Le Sillon’, publicación fundada por Marc Sangnier en 1894. Se postulaba una democracia no confesional, y se llegaba a afirmar que ‘en adelante no se podrá ser católico sin ser demócrata-cristiano». Era aquella la hora delicada y crítica en que muchos medios eclesiásticos aconsejaban la participación de los católicos franceses en el Estado republicano nacido de la Revolución. El 25 de agosto de 1910, Pío X condenó con el documento ‘Notre charge apostolique’ los errores de ‘Le Sillon’. Negó entonces el Papa que ‘la democracia sea la única que inaugura el reino de la perfecta justicia’, así como ‘la tolerancia de las opiniones equivocadas’ y afirmó que ‘hay un error y un peligro en enfeudar al catolicismo a una forma de gobierno». Respecto a este punto, concluyó el Pontífice: «La justicia es compatible con las tres formas de gobierno conocidas’, es decir, monarquía, aristocracia y democracia.

En la ‘Pacem in Terris’, Juan XXIIII ha afrontado, de modo directo y valeroso, la secular cuestión de las relaciones entre liberalismo, democracia y catolicismo. Las circunstancias en que se promulgó el documento, en vísperas de elecciones generales para el Parlamento italiano, dio lugar a oportunistas y muy desafortunadas interpretaciones locales del texto papal. Haciéndose eco de ellas el gran escritor norteamericano James Burnham, en una crónica muy sintomática, informaba desde Italia a sus compatriotas a raíz de la publicación de la encíclica: «el Vaticano ha adoptado la apertura a la izquierda». Y subrayaba un pretendido ‘izquierdismo’ en el mensaje pontificio. Pero no. Las palabras de Juan XXIII no pueden ser entendidas como un estímulo a la desventura política de mano tendida al marxismo, llevada a cabo por el partido democristiano en Italia. Una lectura desapasionada y distante del texto papal pone al descubierto no una maniobra estratégica de circunstancias, inconcebible en una cátedra universal, sino nada menos que una recristianización de la libertad.

Juan XXIII proclama el derecho de todo ser humano a la existencia, a la seguridad social, a la expresión de sus ideas, a estar objetivamente informado, a ser instruido, a profesar pública y privadamente la religión, a elegir su propio estado, a ser retribuido justa y suficientemente, a reunirse y asociarse, a poseer bienes, incluso de producción; a tomar parte activa en la vida pública y a poder defender eficazmente sus propios derechos ante instancias jurídicas. En rigor, éste es el saldo positivo de la ‘Declaración de Derechos’ y de sus mejores adherencias decimónicas. Todas estas justas y deseables reivindicaciones, aunque formalizadas en nuestro tiempo, tienen su raíz y apoyatura en la ley natural, y de modo más o menos sistemáticos habían sido proclamadas por los Pontífices y, desde luego, por los tratadistas católicos de Derecho Público.

Tampoco ha cambiado la posición de la Iglesia frente a la democracia como forma de gobierno. Juan XXIII proclama, frente al revolucionario principio de la soberanía del pueblo, la tesis paulina del origen divino del Poder. Y, como sus predecesores, declara que la doctrina de la Iglesia ‘es plenamente conciliable con cualquier clase de régimen genuinamente democrático’. No se trata, pues, de que el Papa haya identificado la fe católica con la democracia, como algunos han pretendido abusivamente. Sus palabras son precisas y tajantes: «Es una exigencia de la dignidad personal el que los seres humanos tomen parte activa en la vida pública, aun cuando la forma de participación en ella están necesariamente condicionadas al grado de madurez humana alcanzada por la comunidad política de la que son miembros». Y en otro lugar: «los hombres tienen la libertad de determinar las formas de gobierno». En suma: se puede ser o no demócrata, en la acepción aristotélica, sin dejar de ser católico. No hay, pues, rectificación en la línea marcada por Pío X hace más de medio siglo.

El segundo gran tema de la encíclica es el del orden de la comunidad internacional. En Oriente, Mao Tse-Tung ha lanzado la consigna de la guerra revolucionaria. En Occidente, algunso extremistas han sugerido la posibilidad de la guerra preventiva. En síntesis, la tensión entre el mundo comunista y el mundo libre hay quienes pretenden resolverla por la violencia. Frente a esta dialéctica, ha dicho el Papa: «puede suceder y de hecho sucede que pugnen entre sí las ventajas y provechos que las naciones intentan obtener. Pero las diferencias de ahí nacidas no se han de zanjar recurriendo a la fuerza de las armas, ni al fraude o al engaño, sino a la comprensión recíproca, al examen cuidadoso de la verdad y a las soluciones equitativas». En el significativo artículo citado, Burnham afirma que la encíclica propone un diálogo pacífico con los comunistas y llega a deducir que ‘la Iglesia trata de encontrar una fórmula de convivencia con el imperio soviético’ Ambas afirmaciones son algo más que hipotéticas; son gratuitas. La meta de la fórmula internacionalista del Pontífice es el bien común universal, noción básica del Derecho Público cristiano. Por otro lado, el comunismo está reiteradamente condenado por el magisterio pontificio desde Pío IX a Juan XXIII. Un decreto del Santo Oficio del 4 de abril de 1959 prohibía a los católicos incluso dar el voto no ya a los comunistas, sino ‘a quienes se unen a ellos o favorecen su actuación’. La encíclica ‘Divini Redemptoris’, de 19 de marzo de 1937, está toda ella consagrada al análisis y condena del comunismo. No hay duda posible en esta grave materia y nada ha cambiado.

La grandeza de la encíclica ‘Pacem in Terris’ no está en su presunto carácter innovador o progresista, sino en la profunda reelaboración que se hace de la doctrina de la Iglesia en torno a dos cuestiones de candencia máxima. Juan XXIII pasa a la Historia como el Pontífice de la libertad y de la paz; pero no porque la una y la otra no hayan sido siempre patrimonio del catolicismo, sino porque él ha luchado muy esforzadamente por ellas, y ha enriquecido con un texto capital las fuentes del magisterio eclesiástico sobre la materia. Ni en el dogma ni en la moral cristiana caben ya reformas. Su verdad en una. La ley natural es inmutable. Lo nuevo en su actualización y su desarrollo, su adecuación a las circunstancias históricas, su predicación y vitalización. Gracias a Juan XXIII la Iglesia está viviendo con singular intensidad los ideales de la libertad y de la paz. Esta es la histórica gloria del gran Pontífice desaparecido.

Gonzalo Fernández de la Mora