8 agosto 1978

Muere el Papa Pablo VI tras un pontificado marcado por los viajes

Hechos

El 6.08.1978 falleció el Papa Pablo VI.

Lecturas

El Papa Pablo VI ha muerto en el castillo de Castel Gandolfo, a los 81 años de edad. Giovanni Battista Montini había nacido cerca de Brescia, y estudió en Milán y Roma, antes de ordenarse sacerdote.

Fue uno de los colaboradores más próximos de Pío XII y tras ser obispo de Milán en 1954, fue nombrado cardenal en 1958.

Su pontificado comenzó en 1963, y desde el sitial de san Pedro continuó y profundizó las propuestas renovadoras del concilio Vaticano II.

Reafirmó la noción de celibato, recordó la santidad del vinculo matrimonial y se opuso a las campañas de ‘control de las natalidad’ lanzadas por los países occidentales, al tiempo que renovaba la doctrina social de la iglesia.

08 Agosto 1978

El conflicto de Pablo VI

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián)

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En la hora del fallecimiento de Pablo VI la evocación de su figura en modo alguno puede quedar circunscrita a los que profesan la religión católica, ni siquiera para las personas que rigen sus vidas por otra creencia religiosa. Pablo VI y sus quince años de pontificado tienen importancia e incidencia no solamente en los asuntos de la Iglesia católica, sino también en el seno de otras religiones y de la comunidad internacional en su conjunto. Este amplio sentido de su vida y de su obra, merecedores de respeto por todos los hombres, no responde, por lo demás, sino a los designios. una y otra vez confesados y practicados por el Romano Pontífice, que le condujo a interesarse vivamente por todos los problemas de la Humanidad, sin que en esta dedicación terciasen distinciones de religiones, razas o vinculaciones políticas. El hombre, en general, y quizá por desgracia, el hombre en abstracto, fue el supremo objetivo de la acción pontifical de Su Santidad.Porque la acción de Pablo VI, y del Vaticano en general, rebasa con mucho los límites de la Iglesia católica, el acercamiento a su vida y su obra nunca puede quedar en manos de los hagiógrafos ni ser conducido únicamente por los movimientos emocionales. También es verdad que el Sumo Pontífice, al desbordar en sus documentos los estrictos elementos de la fe católica y de su Iglesia, al alejarse físicamente del cerco de la curia y las Iglesias romanas, queremos creer que lo que pretendió. con toda la buena voluntad y la preocupación imaginables, fue encarar de algún modo los problemas que hoy abruman al hombre, y hacerlo sin vedarse cualquier camino peligroso, sin eludir la crítica y la incomprensión. Ya no puede ser objeto de hagiografía ni de emociones descompensadas la visión de un Romano Pontífice en su túmulo. Por ello pensamos que el mejor elogio para el Papa difunto es aquel que pasa a través de la valoración serena de su pontificado y de la comprensión, serena también, de un hombre que. acertado o no, pero bien intencionado siempre, tuvo el coraje de mediar en los graves conflictos de su Iglesia y de su tiempo.

Parece una solución equivocada y un punto de vista erróneos aquellos qué se recrean en comparar, simplemente, los pontificados de Pablo VI y Juan XXIII, su antecesor en la Cátedra de San Pedro. Igualmente, la tendencia a identificarle con Pío XII entrañaría incurrir en graves defectos de análisis histórico. Pablo VI, en buena medida, ha continuado la labor de Juan XXIII, pero ha vivido en momentos de dificultades mayores. tanto en el plano social corno en el eclesiástico e internacional. Estas dificultades nos proporcionan una contrafigura interesante del Papa, sus vacilaciones, en todo caso. supondrían la indecisión positiva del hombre que se encuentra zaherido por dos verdades. nunca la actitud ciega del reaccionario que trata de marchar contra la corriente. Desde luego, no siempre vaciló. No lo hizo, por ejemplo. en sus relaciones con el anterior régimen español. Su conflicto con las autoridades españolas de aquel momento, y sus reticencias frente a las formas y el estilo de la dictadura. supusieron un sincero rechazo de toda nueva legitimación por parte de la Iglesia romana a un sistema represivo.

En este sentido no puede olvidarse la continuación de Pablo VI en el camino marcado por su antecesor. Su pontificado estuvo marcado por un plan que comprendió la continuación del Concilio Vaticano II la prosecución de los esfuerzos en la línea de las encíclicas sociales, la conservación de la paz entre los hombres y el incremento en su diálogo ecuménico. La pluralidad de estos objetivos. superpuesta con una época en que han crecido las tensiones internas y las dudas en una Iglesia que trata de buscar su camino en un mundo progresivamente secularizado, no podían cumplirse plenamente. Ello habría requerido, además de una lucidez histórica excepcional, una total seguridad de la Iglesia en cuanto a su misión en el mundo que conocemos. Por ello mismo puede decirse que la misión de Juan XXIII tuvo, en cierto modo, las facilidades de proceder directamente contra la existencia de una estructura eclesial gravemente esclerotizada y de un mensaje apostólico con elevados grados de inadaptación a las necesidades de los sesenta. La década de los setenta. la que ha registrado el pontificado de Pablo VI. ha recogido un incremento notable en el cambio de costumbres y en las fricciones entre las naciones, y ha planteado una nueva perspectiva, especialmente en el mundo desarrollado. donde la comprensión política del hombre en abstracto ya no basta y donde las nuevas formas de vida y comportamiento ponen gravemente en cuestión la funcionalidad de una Iglesia.

Los años sucesivos registrarán toda una nueva fenomenología social. cuyo rechazo sólo puede provocar peligrosas crispaciones, y que necesitará de un Pontífice capaz de encajarla en los moldes de la enseñanza eclesial, pero también de alumbrarla con una comprensión y una aceptación más plenas. Pablo VI es el conflicto de nuestro tiempo. Y si es que se trató de un Pontífice atormentado con las dudas. este tormento no es sino el reflejo de las que padece el hombre de hoy, perdido en la complicación de la vida diaria y ayuno de mensajes trascendentes. Su rechazo del matrimonio sacerdotal y, especialmente, de las soluciones de control de nacimientos en la encíclica «Humanae Vitae» no podemos saber si respondió a una convicción profunda que gravemente negaba la existencia de un comportamiento social, generalizado incluso en personas católicas. Más bien habría supuesto una brusca caída en los dominios autoritarios de la Iglesia, aquellos mismos que rigen en las cuestiones matrimoniales. y por los cuales se produce una conversión, cada día más irrelevante desde el punto de vista social, de pretendidas instituciones divinas en normas canónicas.

Hay en la Iglesia católica todo un mundo de complicados cuerpos jurídicos, de superestructuras tradicionales y de comportamientos esclerotizados, que una y otra vez se niegan en la vida del hombre actual y en el sentido del mundo, con el que tuvo que luchar Pablo VI, al que. a veces. cedió, un mundo al que su sucesor tendrá que enfrentarse de algún modo. El mundo de la fe, sabe cualquier persona preocupada por la religión, no es exactamente el mundo del Derecho canónico y de las tradiciones conservadas contra viento y marea. Pero Pablo VI también aportó su combate renovador, de utilidad simbólica para el nuevo Pontífice. Renunció al uso de la tiara y simplificó las ceremonias, disolvió los cuerpos armados pontificios y estableció nuevas normas para la elección de los pontífices.

La Iglesia católica de los tiempos venideros deberá mucho a las enseñanzas de Pablo VI y, también, a sus posibles errores. Su conflicto alumbrará el sentido de una institución eterna que ya nunca más podrá recrearse en la confianza de una perdurabilidad que no vaya acompañada de un progresivo acercamiento al hombre actual Y sus realidades. Esto lo pretendió Pablo VI. Su voluntad ecuménica. la proximidad con los pobres de la Tierra buscada en sus viajes, su deseo de terciar en el mantenimiento de la paz mundial, ilustran la magnanimidad del humanista anclado en una institución a la que, pese a todo. se debe. Sin voluntad hagiográfica y sin manifestaciones emocionales, la buena voluntad de Pablo VI ilustra la faz de nuestro mundo, que por diversos caminos, no siempre acertados, buscan el progreso y la justicia, valores que se identifican con la naturaleza de Dios.

09 Agosto 1978

La cruz del Papa

José María García Escudero

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El 21 de junio de 1953: “En San Remo, en una placita de los barrios populares durante un paréntesis en el festival de cine publicitario que se celebra en Cannes, me enteré de la elección de Pablo VI. Lo que me hizo volverme a mis acompañantes, agitando jubiloso el periódico con la noticia, fue la alegría, como católico de saber que el Concilio (digamos: el Concilio-Concilio) va a continuar; como director general, de saber que la apertura no se detendrá.

Rodeado de los periódicos que me traen la noticia de la muerte del Papa, abro el diario en el que hace quince años registró la noticia de su elección. Aquella modesta experiencia mía de la apertura cinematográfica, para la que tanto apoyo encontré en el Concilio, terminó; el Concilio se clausuró; pero Pablo VI continuó hasta que ha encontrado el descanso como únicamente puede permitírselo un Papa: un minuto después de morir.

Juan XXIII empujó la puerta pero el único que acabó de abrirla y pasó al otro lado fue Pablo VI. Lo recordaba uno de los primeros comentaristas de su muerte y creo que la imagen refleja fielmente el drama que le tocó vivir.

Fue el suyo un camino áspero y cuesta arriba. Y tuvo que recorrerlo prácticamente sólo, entre quienes le condenaban por avanzado y los que le echaban en cara haberse detenido demasiado pronto. El tenía únicamente derecho a callar y seguir.

He leído atentamente las opiniones que se han publicado sobre él y me choca que ní una sola vez he encontrado la palabra ‘reformista’. Sin embargo, eso es lo que fue y lo que está implícito en esta fatigosa ascensión solitaria.

El reformista tiene siempre un primer tiempo en que le empuja el entusiasmo de lo que han esperado demasiado tiempo la reforma.

Pero luego viene el segundo tiempo: cuando el reformista, que ha abierto la ventana, se niega a echar abajo la pared, y a los que denigraban por lo primero se unen los que le denigran por lo segundo. El reformista es entonces criticado por lo mismo que antes fue alabado: la explicación es que antes se le contemplaba desde un extremo y ahora se le ve desde el otro.

Queda lo que él plantó y que, precisamente por sus resistencia a seguir adelante abandonándolo, ha conseguido que arraigné.

Queda su obra, pero rara vez queda él: le han crucificado sobre ella.

Pablo VI estaba particularmente predestinado para esa crucifixión por la razón que da Julián Marías: era un intelectual. Y el intelectual está hecho para hacerse cargo: es el que comprende las razones de todos. Por eso sufre cuando tiene que pronunciarse rotundamente y decidir. Pablo VI decidió, pero dándonos efectivamente, la impresión de que cada decisión se llevaba un pedazo de su corazón.

Fue Pastor. Y valiente. Probablemente le costó la vida.

Un hombre moderno, dice que él Jean Guitton. Pio XII descubrió a los católicos el mundo moderno, ¿pero sentía las cosas como un moderno? Se lo pregunta Guitton; ‘no sé’, responde. En cuanto a Juan XXIII, niega rotundamente: ese sacerdote robusto, sin vacilaciones ni contradicción interior, que se desarrolla, según las costumbres antiguas del pensamiento y de la piedad, tan moderno en sus objetivos no era moderno en sus nervios ni en su sustancia. Con Pablo VI, en cambio, ‘estamos en presencia de una complexión moderna. No se conecta con pensar como nosotros, sino que siente, se angustia y sufre como nosotros”. Le recuerda por eso a San Pablo, alegrándose de sus debilidades, presentándose como desgarrado, tentado, débil, incierto, y, por eso, tan ‘moderno’.

De ahí que, mientras que Pío XII, aún dirigiéndose al mundo moderno, emplea el lenguaje del magisterio, Pablo VI escogerá el lenguaje del diálogo. Su primer viaje a Tierra Santa; los que siguieron a los cinco continentes, perdiéndose entre las masas del tercer mundo en Bombay, y en Uganda, en Bogotá y en Filipinas; su presencia entre el sencillo pueblo cristiano de Fátima; sus visitas a las Naciones Unidas y al Consejo Mundial de las Iglesias forman parte del rico anecdotario del pontífice, pero van mucho más allá de la simple anécdota. Por confesión propia, Pablo VI sentía emanar de él su sentimiento de paternidad (y, en seguida: con delicadeza exquisita, se corregía: la fraternidad) en círculos concéntricos hasta mucho más lejos de las fronteras visibles de la Iglesia. Era sensible a la prescucia divina en la humanidad entera y por esto se dirigía a la humanidad (y en so su pontificado marca un hito entre dos épocas como únicamente podrá hacerlo ya la Iglesia: desde dentro del mundo; no desde fuera, y mucho menos desde arriba.

Pero ese respeto al hombre ¿podía hacerle olvidar que la revolución sobre esa presencia divina en la humanidad la tiene la Iglesia? El sentido divino de la Iglesia, que él defendió y cuya defensa fue la cruz de su pontificado.

Salir al mundo no puede ser diluirse en el mundo: si fuera así: ¿Qué somos los cristianos y para qué podemos servir a los demás?

Su sensible corazón chocó con la limitación de una naturaleza que no era la mayestática de Pío XII ni la carismática de Juan XXIII.

En la causa de que buscando una palabra para designar la actitud general ante el Papa muerto, Marías proponga ésta: ‘desconsideración’.

No le aprendimos a querer, dice Martín Descalzo. Sin embargo, él si que quiso a todos; pero la llama de ese amor se quedaba dentro, quemándole sólo a él.

Le había visto yo con anterioridad; no tuve ocasión de hablar con él hasta hace pocos meses. Me impresionó su afectuosidad, la diferencia entre su imagen pública y la realidad. Viendo cómo sus ojos se cargaban de ternura comprendí qué poco favor le hacían sus fotografías y me tentó el deseo de pedirle perdón por cuantos no le habían dado su cariño, ni siquiera su comprensión. Me preguntaron ‘luego que como le había encontrado: muy viejecito”.

José María García Escudero

08 Agosto 1978

Un Papa bajo el signo de HamIet

José Jiménez Lozano

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Quizá lo primero que haya que hacer para acercarnos a entender un poco al Papa que acaba de morir y para juzgar de alguna manera su pontificado es volver los ojos a los comienzos del mismo, o incluso a unos años atrás, hacia la figura de monseñor Montini, en pleno pontificado de Pío XII, cuando el sustituto de la Secretaría de Estado era una especie de símbolo de modernidad y de apertura. Se diría que algo así como la incrustación de un talante francés -y entonces el catolicismo francés era el catolicismo de punta que hacía temblar el sosiego de las oficinas vaticanas- en medio de una curia obsesivamente tradicional a la italiana: más bien jurídico-política, más bien cerrada. más bien miedosa, más bien inerte. El sustituto Montini era todo apertura de espíritu, talante liberal y referencias culturales al ayer y al presente. En su despacho podía muy bien pasarse del tema que se estaba tratando, quizá unas veces burocrático o administrativo, político o de disciplina clerical, a hablar de Tomás de Aquino o de Agustín de Tagaste, pero también de Thomas Mann, de Ungaretti o de Matisse, de Talla Piccola o de Darius Milhaud. Y además el sustituto no carecía de un impresionante valor civil, como había mostrado en sus años más jóvenes bajo la dictadura de Mussolini, ni de sentido social, como mostraría más tarde en su diócesis de Milán. Había hecho, incluso, una impresionante carrera de hombre de Iglesia y estaba destinado de todas formas al Gobierno de ella.

Giambattista Montini, sin embargo, era lo que era: aquel intelectual afecto al juego de las ideas y de una extrema sensibilidad para captar el espíritu del hombre moderno, y nunca se convertiría en un burócrata. Durante su niñez y su juventud no había podido seguir regularmente los cursos del Liceo y del seminario por razones de su frágil salud, que le había convertido en un hombre de estudio y de gran amor a la libertad. personal. Es decir, comenzó pronto a tener para las cosas la mirada de lo que los americanos llaman «un cabeza de huevo», un intelectual.

Juan XXIII le definiría muy bien al preguntar, según se dice, a unos visitantes de Milán: «Cosa fá il nostro hamletiano cardinale?» Efectivamente, era un hamletiano, un dubitativo. Y también un hombre con enorme capacidad de sufrimiento, precisamente por su actitud para captar en profundidad los acontecimientos y las ideas, su respeto por las personas, incluso enemigas u opuestas. o sobre todo hacia éstas, y su sensibilidad en carne viva. Su pontificado no puede entenderse sin tener en cuenta cómo era este hombre.

Pero tampoco sin otro dato fundamental: Pablo VI sucede en el pontificado a Juan XXIII. y el pontif¡cado de Juan XXIII es un pontificado durante el cual no sólo se abren puertas y ventanas y se sacuden los viejos cortinajes suntuosos, pero quizá demasiado polvorientos. de la vieja Iglesia, no sólo significa un giro de 180 grados de la manera de entender las cosas y de mirar al mundo. sino que suscita también vivas y convulsivas esperanzas, que rayan en lo visionario y lo profético. Pablo VI tenía luego que encarnar todo eso en, lo cotidiano a través del gobierno normal de la Iglesia -ya queda dicho que no era precisamente un hombre de gobierno ni de poder-, de una manera burocrática.

La decepción era segura, se mirasen por donde se mirasen las cosas. Para unos eso significaría un freno a la dinámica suscitada en la Ialesia sobre el anterior pontífice y el Vaticano II, para otros sianificaría un desastre apocalíptico, porque Pablo VI realizaba. sin duda, lo que suponía era una loca imaginación de Roncal. Así que el papa Pablo. mitificado al llegar al pontificado por su riquísima personalidad y la apertura que le había precedido. que afirmó continuaría, estaba destinado a sufrir toda clase de incomprensiones. No alternado durante su pontificado la liberalidad con las nezaciones por calculada política, sino como expresión de sus propios conflictos íntimos y de la paradójica realidad de la Iglesia, que ha tratado de encauzar, y de encauzar no a la manera tradicional del papado con posiciones netas y energicas medidas, que tanto han solicitado católicos más acostumbrados. sino a su estilo personal hecho de humildad, de amor al diálogo y de paciencia. Ha sostenido la tiara como un enorme peso, y una cosa así inspiraba simpatía. Recordaba al contradictorio Newman. un día encantador y liberal al otro, terrible y casi medieval en sus actitudes, pero como de Newman decía el abate Bremond esas dos actitudes eran del mismo hombre: «Esos senderos infinitos se cruzan sin cesar.»

Los documentos de su pontificado nos muestran de qué manera se percató el difunto pontífice de los graves problemas de su tiempo y cómo, en general, supo darlos contestación, incluso enfrentándose a la facilidad y a las ideas recibidas -él mismo confesó a Jean Guitton que el fondo de su tan contestada Humanae Vitae era, en realidad, un tirad del hombre hacia arriba para ayudarle a ser más plenamente hombre y aullentarle de las soluciones más fáciles. Todos esos grandes problemas, desde la cuestión dernocrática a la llegada del Tercer Mundo a la Historia. los derechos humanos o la apertura al Este. han tenido un intento de contestación en sus encíclicas. Pero de lo que nadie debe extrañarse luego es de que a la hora de encarnar las grandes ideas o líneas de su pontificado apareciese el Hamlet que llevaba dentro. o el dolorido Newman indeciso, contradictorio, miedoso siempre de herir, aturdido tam bién ante la barbarie de un mun do en el que su manera de ser hombre y su sensibilidad o su sentido moral resultaban anacrónicos. Pero su misma frágil figura hacía que, a pesar de todo, gracias a ella, parecieran posibles todas esas virtudes antíguas y una cierta esperanza.